El cuento de la criada - Atwood Margaret 13 стр.


Llega una Martha con una bandeja: una jarra con zumo de frutas, como el que venía en polvo, y que parece de uva, y un montón de vasos de cartón. La deja sobre la alfombra, delante de las mujeres que cantan. Deglen, sin perder el ritmo, sirve el zumo y los vasos recorren la fila.

Recibo un vaso, me inclino hacia un costado para pasarlo y la mujer que está a mi lado me pregunta al oído:

– ¿Estás buscando a alguien?

– Moira -le digo, también en voz baja-. Pelo oscuro y pecas.

– No -responde la mujer-. No la conozco, no estaba conmigo en el Centro, aunque la he visto comprando. Pero te la buscaré.

– ¿Quién eres? -le pregunto.

– Alma -responde-. ¿Cuál es tu verdadero nombre?

Quiero decirle que en el Centro había otra Alma. Quiero decirle mi nombre, pero Tía Elizabeth levanta la cabeza y recorre la habitación con la mirada; debe de haber notado una alteración en el cántico, así que no tengo tiempo. A veces, en los Días de Nacimiento, te enteras de cosas. Pero no tendría sentido preguntar por Luke. No debe de haber estado en ningún sitio en el que alguna de estas mujeres pudiera verlo.

El cántico prosigue, y empieza a contagiarme. Es difícil, tienes que concentrarte. Identificaos con vuestro cuerpo, decía Tía Elizabeth. Ya puedo sentir ligeros dolores en el vientre y pesadez en los pechos. Janine grita, es un grito débil, una mezcla de grito y gemido.

– Está entrando en trance -dice Tía Elizabeth.

Una de las ayudantes le limpia la frente a Janine con u» paño húmedo. Janine está sudando, algunos mechones de pelo se le sueltan de la banda elástica y otros más pequeños le quedan pegados en la frente y el cuello. Tiene la piel húmeda, empapada y lustrosa.

– ¡Jadea! ¡Jadea! ¡Jadea! -cantamos.

– Quiero salir -dice Janine-. Quiero dar un paseo. Me siento bien. Tengo que ir al retrete.

Todas sabemos que está en un momento de transición, que no sabe lo que hace. ¿Cuál de estas afirmaciones es verdad? Probablemente la última. Tía Elizabeth hace una señal; dos mujeres se colocan junto al lavabo portátil y ayudan a Janine a sentarse en él. Ahora otro olor se añade a los que ya había en la habitación. Janine vuelve a gruñir e inclina la cabeza de modo tal que sólo podemos ver su pelo. Así encogida, parece una muñeca con los brazos en jarras, una muñeca vieja a la que han maltratado y abandonado en un rincón.

Janine está otra vez de pie y camina.

– Quiero sentarme -dice. ¿Cuánto tiempo hace que estamos aquí? Minutos u horas. Estoy sudando, tengo el vestido empapado debajo de las axilas, mi labio superior sabe a sal; me sobrevienen los falsos dolores, las demás también los sienten: lo sé por el modo en que se mueven. Janine está chupando un cubo de hielo. Luego, a unos pasos o a kilómetros de distancia, grita-: No. Oh no, oh no, oh no -éste es su segundo bebé, tuvo un hijo, una vez. Me enteré en el Centro porque solía llamarlo a gritos por la noche, igual que las demás pero más ruidosamente. De modo que debería ser capaz de recordar esto, de recordar cómo es y qué ocurrirá.

¿ Pero quién puede recordar el dolor, una vez que éste ha desaparecido? Todo lo que queda de él es una sombra, ni siquiera en la mente ni en la carne. El dolor deja una marca demasiado profunda como para que se vea, una marca que queda fuera del alcance de la vista y de la mente.

Alguien ha terminado el zumo de uva y alguien ha birlado una botella. No es la primera vez que ocurre algo así en una reunión de este tipo; pero ellos harán la vista gorda. Nosotras también necesitamos nuestras orgías.

– Bajad las luces -dice Tía Elizabeth-. Decidle que ha llegado el momento.

Alguien se levanta, camina hasta la pared y la luz se hace más débil hasta que la habitación queda en penumbras; el tono de nuestras voces disminuye hasta convertirse en un coro de crujidos, de murmullos roncos, como saltamontes en la noche. Dos mujeres salen de la habitación; otras dos conducen a Janine a la Silla de Partos, y ella se sienta en el asiento más bajo. Ahora está más tranquila, el aire penetra en sus pulmones a ritmo uniforme; nosotras nos inclinamos hacia delante, estamos tan tensas que nos duelen los músculos de la espalda y el vientre. Está llegando, está llegando, como el sonido de un clarín que llama a tomar las armas, como una pared que se derrumba, nos produce la misma sensación que una piedra que desciende en el interior de nuestros cuerpos, y pensamos que vamos a estallar. Nos cogemos de las manos, ya no estamos solas.

La Esposa del Comandante entra a toda prisa; todavía lleva puesto el ridículo camisón de algodón blanco, por debajo del cual asoman sus larguiruchas piernas. Dos Esposas, vestidas con traje y velo azul, la sostienen de los brazos, como si ella lo necesitara. En su rostro se dibuja una sonrisa tensa, como la de una anfitriona durante una fiesta que habría preferido no celebrar. Debe de saber lo que pensamos de ella. Trepa a la Silla de Partos y se sienta en el asiento que está detrás y encima de Janine, de manera tal que rodea el cuerpo de ésta: sus piernas delgaduchas quedan colocadas a los costados, como los brazos de un excéntrico sillón. Por extraño que parezca, lleva calcetines de algodón blanco y zapatillas azules de un material velloso, como las fundas de las tapas de inodoro. Pero nosotras no prestamos atención a la Esposa, apenas la vemos, tenemos la mirada clavada en Janine. Bajo la luz tenue, ataviada con su traje blanco, brilla como una luna que asoma entre las nubes.

Ahora Janine gruñe a causa del esfuerzo.

– Empuja, empuja, empuja -susurramos-. Relájate. Jadea. Empuja, empuja, empuja -la acompañamos, somos una con ella, estamos ebrias. Tía Elizabeth se arrodilla; en las manos tiene una toalla extendida para coger al bebé, he aquí la coronación de todo, la gloria, la cabeza de color púrpura y manchada de yogur, otro empujón y se deslizará hacia afuera, untada de flujo y sangre, colmando nuestra espera. Oh, alabado sea.

Mientras Tía Elizabeth lo inspecciona, contenemos la respiración; es una niña, muy pequeña, pero de momento está bien, no tiene ningún defecto, eso ya se ve, manos, pies, ojos, los contamos en silencio, todo está en su sitio. Con el bebé en brazos, Tía Elizabeth nos mira y sonríe. Nosotras también sonreímos, somos una sola sonrisa, las lagrimas caen por nuestras mejillas, somos muy felices.

Nuestra felicidad es, en parte, recuerdo. Lo que yo recuerdo es a Luke cuando estaba conmigo en el hospital, de pie junto a mi cabeza, sujetándome la mano, vestido con la bata verde y la mascarilla blanca que le habían proporcionado. Oh, exclamó, oh, Jesús, con un suspiro de sorpresa. Dijo que aquella noche se sentía tan importante que no pudo pegar ojo.

Tía Elizabeth está lavando con mucho cuidado al bebé, que no llora demasiado. Lo más silenciosamente posible, para no asustarlo, nos levantamos, nos apiñamos alrededor de Janine, la abrazamos, le damos palmaditas en la espalda. Ella también está llorando. Las dos Esposas de azul ayudan a la tercera Esposa, la Esposa de la familia, a bajar de la Silla de Partos y a subir a la cama, donde la acuestan y la arropan. El bebé, ahora limpio y tranquilo, es colocado ceremoniosamente entre sus brazos. Las Esposas que están en el piso de abajo suben en tropel, empujándonos y haciéndonos a un lado. Hablan en voz muy alta, algunas de ellas aún llevan sus platos, sus tazas de café, sus vasos de vino, algunas todavía están masticando, se apiñan alrededor de la cama, de la madre y de la niña, felicitando y haciendo gorgoritos. La envidia emana de ellas, puedo olerla, como débiles vestigios de ácido mezclado con su perfume. La Esposa del Comandante mira al bebé como si éste fuera un ramo de flores, algo que ella ha ganado, un tributo.

Las Esposas están aquí como testigos de la elección de1 nombre. Son ellas quienes lo eligen.

– Angela -dice la Esposa del Comandante.

– Angela, Angela -repiten las Esposas en tono nervioso-. ¡Qué nombre tan dulce! ¡Oh, ella es perfecta! ¡Oh, es maravillosa!

Nos quedamos de pie entre Janine y la cama, para que ella no pueda verlo. Alguien le da un trago de zumo de uva, espero que le hayan agregado vino; ella aún siente los dolores posteriores al parto, llora desconsoladamente, consumida por las lágrimas. Sin embargo, nos sentimos albo rozadas; esto es una victoria de todas nosotras. Lo hemos conseguido.

Le permitirán alimentar al bebé durante algunos meses. Ellos creen en la leche materna. Después Janine será trasladada, para comprobar si puede hacerlo otra vez con algún otro que necesite un cambio. Pero nunca será enviada a las Colonias, nunca la declararán No Mujer. Ésa es su recompensa.

El Birthmobile está afuera, esperando para devolvernos a nuestras casas. Los médicos aún están en la furgoneta; por la ventanilla vemos sus rostros como manchas blancas, corno el rostro de un niño enfermo encerrado en su casa. Uno de ellos abre la puerta y se acerca a nosotras.

– ¿Todo salió bien? -pregunta en tono ansioso.

– Sí -respondo. En este momento me siento desgarrada, exhausta. Me duelen los pechos, incluso me gotean; es un sucedáneo de la leche, a algunas nos ocurre. Nos sentamos en nuestros bancos, frente a frente, mientras nos transportan; nos hemos quedado sin emoción, casi sin sensaciones, debemos de ser como manojos de tela roja. Nos duele todo. En nuestros regazos llevamos un espectro, un bebé fantasma. Ahora que el nerviosismo ha pasado, debemos hacer frente al fracaso. Madre, pienso. Estés donde estés, ¿puedes oírme? Querías una cultura de mujeres. Bien, aquí la tienes. No es lo que tú pretendías, pero existe. Tienes algo que agradecer.

CAPITULO 22

El Birthmobile llega a la casa a última hora de la tarde. El sol brilla débilmente entre las nubes y en el aire flota el olor de la hierba húmeda que empieza a calentarse. He pasado todo el día en la ceremonia del Nacimiento, y he perdido la noción del tiempo. La compra de hoy debe de haberla hecho Cora, porque yo estoy eximida de toda obligación. Subo la escalera levantando pesadamente los pies de un escalón a otro y sujetándome de la barandilla. Me siento como si hubiera estado en pie durante varios días corriendo todo el tiempo; me duele el pecho y los músculos se me acalambran como si me faltara azúcar. Por una vez en la vida, ansío estar sola.

Me echo en la cama. Me gustaría descansar, dormirme, pero estoy demasiado fatigada y al mismo tiempo tan excitada que no podría cerrar los ojos. Contemplo el cielo raso, siguiendo con la mirada las hojas de la guirnalda. Hoy me recuerda un sombrero, uno de esos de ala ancha que usaban las mujeres en tiempos pasados: sombreros como enormes aureolas, adornados con frutas y flores y plumas de pájaros exóticos; sombreros que representaban la idea del paraíso flotando exactamente encima de la cabeza, un pensamiento solidificado.

Dentro de un minuto, la guirnalda empezará a colorearse y yo empezaré a ver cosas. A este extremo llega mi cansancio: igual que cuando has conducido durante toda la noche, en la oscuridad, por alguna razón, ahora no debo pensar en eso, contando cuentos para mantenernos despiertos y turnándonos para conducir, y a medida que saliera el sol empezaras a ver cosas por el rabillo del ojo: animales atroces en los arbustos de la carretera, desdibujadas siluetas de hombres que desaparecen cuando los miras directamente.

Estoy demasiado cansada para continuar con este cuento. Estoy demasiado cansada para pensar dónde estoy. Aquí va un cuento diferente, uno mejor. Éste es el cuento de lo que le ocurrió a Moira.

Puedo completar parte de él por mi cuenta, de la otra parte me enteré por Alma, que se enteró por Dolores, que se enteró por Janine. Janine se enteró por Tía Lydia. Incluso en sitios de este tipo existen alianzas, incluso bajo tales circunstancias. Esto es algo de lo que puedes estar Segura: siempre habrá alianzas, de un tipo o de otro.

Tía Lydia llamó a Janine a su despacho.

Bendito sea el fruto, Janine, debió de haber dicho Tía Lydia, sin levantar la vista del escritorio, ante el cual estaba sentada escribiendo algo. Todas las reglas tienen siempre una excepción: de esto también puedes estar segura. A las Tías se les permite leer y escribir.

Que el Señor permita que madure, habría respondido Janine en tono apagado, con su voz transparente, su voz de clara de huevo cruda.

Siento que puedo confiar en ti, Janine, debió de haber dicho Tía Lydia, levantando por fin los ojos de la página y clavándolos en Janine con esa expresión tan característica mirándola a través de las gafas, una mirada que lograba ser al mismo tiempo amenazadora y suplicante. Ayúdame, decía esa mirada, estamos juntas en esto. Tú eres una chica de confianza, proseguía, no como algunas otras.

Pensó que todos los lloriqueos y arrepentimientos de Janine significaban algo, pensó que Janine se había quebrado, pensó que Janine era una auténtica creyente. Pero en aquel entonces Janine era como un cachorro que ha sido pateado muchas veces, por mucha gente, sin motivo alguno: se habría dejado llevar por cualquiera, habría dicho cualquier cosa, sólo por un momento de aprobación.

De modo que Janine debió de haber dicho: eso espero, Tía Lydia. Espero haberme hecho digna de tu confianza. O algo por el estilo.

Janine, dijo Tía Lydia, ha ocurrido algo terrible.

Janine clavó la vista en el suelo. Fuera lo que fuese, sabia que a ella no podrían culparla, ella era inocente. ¿Pero para qué le sirvió ser inocente en el pasado? Así que al mismo tiempo se sintió culpable, y como si estuviera a punto de ser castigada.

¿Sabes algo de eso, Janine?, le preguntó Tía Lydia suavemente.

No, Tía Lydia, dijo Janine. Sabía que en este momento resultaba imprescindible levantar la vista y mirar a Tía Lydia a los ojos. Lo logró al cabo de un momento.

Porque si lo sabes me sentiré muy defraudada, dijo Tía Lydia.

Pongo al Señor por testigo, repuso Janine en una muestra de su fervor.

Tía Lydia hizo una de sus pausas. Jugueteó con la pluma. Moira ya no está con nosotras, dijo finalmente.

Oh, se asombró Janine. Era neutral con respecto a esto. Moira no era amiga suya. ¿Ha muerto?, preguntó.

Entonces Tía Lydia le contó la historia. Durante los Ejercicios, Moira había levantado la mano para ir al lavabo. Y había desaparecido. Tía Elizabeth estaba de servicio en el lavabo. Se encontraba del lado de afuera, como de costumbre; Moira entró. Un momento después, Moira llamó a Tía Elizabeth: el retrete se estaba inundando, ¿podría Tía Elizabeth entrar y arreglarlo? Era verdad que a veces los retretes se inundaban. Personas no identificadas los llenaban de montones de papel higiénico para que ocurriera exactamente eso. Las Tías habían estado probando algún sistema infalible para evitarlo, pero los recursos eran escasos y en este momento se las tenían que arreglar con lo que tenían a mano, y no se les había ocurrido ningún modo de guardar el papel higiénico bajo llave. Probablemente deberían tenerlo al otro lado de la puerta, encima de una mesa, y entregar a cada persona una o varias hojas en el momento de entrar. Pero eso sería en el futuro. Lleva tiempo cogerle el truco a algo nuevo.

Tía Elizabeth, sin sospechar nada malo, entró en el lavabo. Tía Lydia tenía que admitir que había sido un poco insensato de su parte. Por otro lado, en anteriores ocasiones había entrado para arreglar algún retrete y no le había ocurrido ningún contratiempo.

Moira no estaba sentada, el agua se había derramado por el suelo, junto con varios trozos de materia fecal desintegrada. No era nada agradable, y Tía Elizabeth estaba enfadada. Moira se quedó amablemente a su lado y Tía Elizabeth se apresuró a entrar en el cubículo que Moira le había indicado y se inclinó sobre la parte posterior del retrete. Intentó levantar la tapa de porcelana y toquetear el dispositivo de la bola y la varilla del interior. Tenía ambas manos en la tapa cuando sintió que algo duro, puntiagudo y probablemente metálico se le clavaba en las costillas desde atrás. No te muevas, dijo Moira, o te lo clavaré hasta el fondo, te perforaré los pulmones.

Más tarde descubrieron que había desarmado el interior de uno de los retretes y había quitado la palanca puntiaguda y delgada, la parte que va unida por un extremo al brazo y por el otro a la cadena. No resulta muy difícil si sabes cómo hacerlo, y Moira tenía capacidad para la mecánica, ella misma arreglaba su coche cuando se trataba de algo sencillo. Inmediatamente después de este incidente, los retretes quedaron provistos con cadenas que sujetaban la parte superior, de manera tal que cuando se inundaban llevaba mucho tiempo abrirlos. De ese modo se inundaban a menudo.

Tía Elizabeth no podía ver con qué le apuntaba Moira. Es una mujer valiente…

Oh, sí, dijo Janine.

…pero no temeraria, dijo Tía Lydia frunciendo el ceño. Janine se había mostrado excesivamente entusiasta, cosa que a veces tenía la fuerza de una negación. Hizo lo que Moira le dijo, prosiguió Tía Lydia. Moira cogió el aguijón y el silbato de Tía Elizabeth y le ordenó que los desenganchara de su cinturón. Luego la obligó a bajar la escalera de prisa hasta el sótano. No estaban en el segundo piso sino en el primero, de modo que sólo tuvieron que bajar dos tramos de escalera. Era la hora en que tenían lugar las clases, así que los pasillos estaban vacíos. Vieron a otra de las Tías, pero ésta se encontraba en el extremo opuesto del pasillo y miraba en otra dirección En ese momento Tía Elizabeth podría haber gritado, pero sabía que Moira hablaba en serio; ésta había adquirido mala fama.

Oh, sí, dijo Janine.

Moira hizo avanzar a Tía Elizabeth a lo largo del pasillo de vestuarios vacíos, le hizo trasponer la puerta del gimnasio y entrar en la sala del horno. Le dijo que se desnudara.

Oh, dijo Janine en tono débil, como si protestara por este sacrilegio.

… y Moira se quitó sus ropas y se puso las de Tía Elizabeth, que no eran exactamente de su talla pero le quedaban bastante bien. No fue demasiado cruel con Tía Elizabeth, ya que le permitió ponerse su vestido rojo. Rompió el velo en tiras y con éstas ató a Tía Elizabeth detrás del horno. Le metió un montón de tela en la boca y se la ató con otra tira. Le rodeó el cuello con una tira y le ató el otro extremo a los pies, por detrás. Es una persona astuta y peligrosa, dijo Tía Lydia.

Janine preguntó: ¿Puedo sentarme?, como si todo esto fuera demasiado para ella. Por fin tenía algo con qué negociar, al menos algo que le servía como vale.

Sí, Janine, respondió Tía Lydia sorprendida, pero sabiendo que en este momento no podía negarse. Buscaba la atención de Janine, su colaboración. Señaló la silla del rincón. Janine la colocó más adelante.

Cuando Tía Elizabeth estuvo bien escondida y fuera de la vista, detrás del horno, Moira le dijo: Sabes que podría matarte. Y hacerte tanto daño que nunca más volverías a tener el cuerpo sano. Podría golpearte con esto, o clavártelo en el ojo. Simplemente, si alguna vez se presenta la ocasión, recuerda que no lo hice.

Tía Lydia no le contó esto último a Janine, pero yo supongo que Moira dijo algo así. De cualquier manera, no mató ni mutiló a Tía Elizabeth quien, unos días más tarde, una vez que se recuperó de las siete horas pasadas detrás del horno, y probablemente del interrogatorio -porque ni las Tías ni los demás habían descartado la posibilidad de que existiera complicidad-, volvió al Centro a trabajar.

Moira se irguió y miró resueltamente hacia delante.

Puso los hombros hacia atrás, enderezó la columna y apretó los labios. Ésta no era nuestra postura habitual. Generalmente caminábamos con la cabeza baja, con la vista clavada en nuestras manos o en el suelo. Moira no se parecía mucho a Tía Elizabeth, ni siquiera con el griñón marrón puesto; pero su postura rígida era aparentemente suficiente para convencer a los Ángeles que estaban de guardia y que nunca nos habían visto muy de cerca, ni siquiera a las Tías, y a ellas quizá menos que a nadie. Así que Moira avanzó directamente hacia la puerta delantera, con el porte de una persona que sabe a dónde va; los Ángeles la saludaron y ella presentó el pase de Tía Elizabeth, que no se molestaron en examinar porque nadie insultaría de ese modo a una de las Tías. Y desapareció.

Oh, dijo Janine. ¿Quién sabe lo que sintió? Quizá se alegró. Si fue así, lo disimuló muy bien.

Así que, Janine, dijo Tía Lydia, esto es lo que quiero que hagas.

Janine abrió los ojos desmesuradamente e intentó parecer inocente y atenta.

Quiero que abras bien los ojos. Tal vez alguna de las otras estaba complicada en esto.

Sí, Tía Lydia, dijo Janine.

Y que si oyes algo, vengas y me lo cuentes, ¿lo harás, querida?

Sí, Tía Lydia, dijo Janine. Sabía que no tendría que arrodillarse nunca más en el frente de la clase, ni oír que todas le gritábamos que había sido culpa suya. Ahora le tocaría el turno a otra. De momento, salía del apuro.

El hecho de que le contara a Dolores todo acerca de la entrevista en el despacho de Tía Lydia, no significaba nada. No significaba que no atestiguaría contra nosotras, contra cualquiera de nosotras, si se le presentaba la oportunidad. Lo sabíamos. En ese entonces la tratábamos del mismo modo en que la gente solía tratar a una de esas personas sin piernas que venden lápices en las esquinas. La evitábamos siempre que podíamos y éramos caritativas con ella cuando no teníamos más remedio. Ella representaba un peligro para nosotras, lo sabíamos.

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