El cuento de la criada - Atwood Margaret 16 стр.


La segunda noche empezó igual que la primera. Fui hasta su puerta -que estaba cerrada-, llamé, y él me dijo que entrara. Luego siguieron las dos partidas con las suaves fichas de color beige. Prolijo, cuarzo, quicio, sílfide, ritmo, todos los viejos trucos que logré imaginar o recordar para usar las consonantes. Sentía la lengua pesada a causa del esfuerzo de deletrear. Era como usar un idioma que alguna vez supe pero que casi había olvidado, un idioma que tiene que ver con las costumbres que hace mucho tiempo desaparecieron: café au lait en una terraza, con un brioche, ajenjo servido en un vaso largo o camarones en un cucurucho de papel; cosas acerca de las cuales había leído, pero que nunca había visto. Era como intentar caminar sin muletas, como aquellas riñas falsas de las antiguas películas de la televisión. Puedes hacerlo. Sé que puedes. Así se tambaleaba y tropezaba mi mente entre las angulosas erres y tes, deslizándose sobre las vocales ovoides como si lo hiciera sobre guijarros.

El Comandante se mostraba paciente cuando yo dudaba o le preguntaba cuál era la ortografía correcta de una palabra. Siempre estamos a tiempo de consultar el diccionario, dijo. Dijo podemos. Me di cuenta de que la primera vez me había dejado ganar.

Esperaba que aquella noche todo fuera igual, incluyendo el beso de buenas noches. Pero cuando terminamos la partida, se echó hacia atrás en la silla. Apoyó los codos en los brazos de la silla, juntó las yemas de los dedos y me miró.

Tengo un pequeño regalo para ti, anunció.

Sonrió levemente. Luego abrió el cajón superior de su escritorio y sacó algo. Lo sostuvo un momento entre sus manos, como decidiendo si dármelo o no. Aunque desde donde yo estaba la veía del revés, la reconocí de inmediato. En un tiempo habían sido algo muy común. Era una revista, una revista femenina, según deduje al ver la foto sobre el papel satinado: una modelo con el pelo ahuecado, el cuello envuelto por una bufanda, los labios pintados; la moda de otoño. Yo creía que todas esas revistas habían sido destruidas, pero quedaba una y estaba aquí, en el despacho privado del Comandante, donde menos esperabas encontrarte algo así. Miró a la modelo, que estaba de cara a él; aún sonreía, con esa sonrisa melancólica que lo caracterizaba. Su mirada fue la misma que uno dedicaría a un animal del zoológico cuya especie está casi extinguida.

Clavé la mirada en la revista, mientras él la balanceaba delante de mí como si se tratara de un anzuelo, y la deseé. La deseé con tanta fuerza que sentí dolor en las puntas de los dedos. Al mismo tiempo, mi ansia me pareció frívola y absurda porque en otros tiempos me había tomado bastante a la ligera este tipo de revistas. Las leía en la consulta del dentista y a veces en los aviones; las compraba para llevarlas a las habitaciones de los hoteles, como una manera de llenar el tiempo libre mientras esperaba a Luke. Una vez que las había hojeado las tiraba, porque eran absolutamente desechables, y uno o dos días más tarde era incapaz de recordar lo que había leído en ellas.

Sin embargo, en aquel momento lo recordé. Lo que había en ellas era una promesa. Comerciaban con la transformación; sugerían una interminable serie de posibilidades extendiéndose como una imagen en dos espejos enfrentados, multiplicándose, réplica tras réplica hasta desaparecer. Sugerían una aventura tras otra, un guardarropa tras otro, una reforma tras otra, un hombre tras otro. Sugerían el rejuvenecimiento, la derrota y la superación del dolor, el amor infinito. La verdadera promesa que encerraban era la inmoralidad.

Esto era lo que él sostenía entre sus manos, sin saberlo. Pasó rápidamente las páginas, y noté que me inclinaba hacia delante.

Es antigua, comentó, una especie de curiosidad. De la década de los setenta, creo. Es una Vogue, dijo como un experto en vinos que deja caer un nombre. Pensé que te gustaría mirarla.

Me eché hacia atrás. Él podía estar sometiéndome a una prueba para saber cuán profundamente había calado en mí el adoctrinamiento. No está permitida, respondí.

Aquí sí, dijo serenamente. Comprendí de inmediato. Si se había quebrado el tabú principal, ¿por qué dudar ante uno menos importante? Y ante otro, y otro. ¿Quién podía saber dónde terminarían? Detrás de esta puerta, el tabú quedaba desterrado.

Cogí la revista de sus manos y la di vuelta. Aquí estaban, otra vez, las imágenes de mi niñez: atrevidas, arrolladoras, seguras de sí mismas, con los brazos abiertos como si exigieran espacio, con las piernas abiertas y los pies firmemente apoyados en el suelo. Habla algo de Renaissance en la pose, pero yo pensaba en los príncipes y no en las doncellas con cofias y rizos. Aquellos ojos sinceros, sombreados con maquillaje, sí, pero iguales a los ojos de los gatos, fijos y esperando el momento para saltar. Sin retroceder ni aferrarse, no con esas capas y esos trajes de tweed basto y esas botas hasta la rodilla. Esas mujeres eran como piratas, con sus elegantes carteras para guardar el botín y sus dentaduras caballunas y codiciosas.

Noté que el Comandante me observaba mientras yo pasaba las páginas. Yo sabia que estaba haciendo algo que no tenía que estar haciendo, y que a él le producía placer mirar cómo lo hacía. Tendría que haberme sentido perversa; a los ojos de Tía Lydia, era una perversa. Pero no me sentía así. Por el contrario, me sentía como una antigua postal eduardiana de la costa: atrevida. ¿Qué me daría a continuación? ¿Una faja?

¿Por qué la guarda?, le pregunté.

Algunos de nosotros, explicó, conservamos el aprecio por las cosas antiguas.

Pero se suponía que éstas habían sido quemadas, argumenté. Se hicieron registros casa por casa, hogueras…

Lo que representa un peligro en manos de las masas, prosiguió, cosa que en algunos casos ha sido una ironía, y en otros no, está a salvo en manos de aquellos cuyos motivos son…

Impecables, concluí.

Asintió con expresión grave. Era imposible saber si hablaba en serio o no.

¿Pero por qué me la enseña?, le pregunté y de inmediato me sentí estúpida. ¿Qué podía responderme? ¿Que se estaba divirtiendo a costa mía? Porque él debía de saber lo doloroso que para mí resultaba recordar el pasado.

No estaba preparada para lo que en realidad respondió. ¿A qué otra persona podría enseñársela?, me dijo mostrando otra vez una expresión de tristeza.

¿Y si fuera más lejos?, pensé. No quería apremiarlo ni presionarlo. Sabía que yo era prescindible. Sin embargo, le pregunté muy suavemente: ¿ Y su Esposa?

Pareció reflexionar. No, dijo. Ella no comprendería. De todos modos, ya no me habla mucho. Parece que ahora no tenemos muchas cosas en común.

Lo había dicho, había revelado lo que pensaba: su esposa no lo comprendía.

Entonces yo estaba allí por esa razón. Lo mismo de siempre. Demasiado trivial para ser cierto.

La tercera noche le pedí un poco de loción para las manos. No quería parecer pedigüeña, pero necesitaba saber lo que podía conseguir.

¿Un poco de qué?, me preguntó en tono amable, como de costumbre. Él estaba frente a mí, al otro lado del escritorio. Nunca me tocaba mucho, salvo para el beso obligatorio. Ni manoseos, ni jadeos, ni nada de eso; habría sido algo fuera de lugar, en cierto sentido, tanto para él como para mí.

Loción para las manos, repetí. O para la cara. Se nos seca mucho la piel. Por alguna razón, dije nos en lugar de me. Me habría gustado pedirle también unas sales de baño, de esas que se conseguían antes, que parecían pequeños globos de colores, y que me resultaban algo tan mágico cuando las veía en casa, en el bol redondo de cristal que mi madre tenía en el cuarto de baño. Pero pensé que él 110 sabría de qué se trataba. De cualquier manera, probablemente ya no las fabricaban.

¿Se os seca?, preguntó el Comandante, como si nunca hubiera pensado en ello. ¿Y qué hacéis para remediarlo?

Usamos mantequilla, le expliqué. Cuando la conseguirnos. O margarina. La mayor parte de las veces es margarina.

Mantequilla, repitió en tono reflexivo. Una idea muy inteligente. Mantequilla. Y se echó a reír.

Sentí deseos de abofetearlo.

Creo que podría conseguir un poco, comentó, como quien complace a un niño que pide un chicle de globo. Pero ella podría notar el olor.

Me pregunté si este temor se basaría en alguna experiencia pasada. Mucho tiempo atrás: lápiz labial en el cuello de la camisa, perfume en los puños, una escena a altas horas de la noche, en la cocina o en el dormitorio. Un hombre que no hubiera vivido semejante experiencia, no pensaría en eso. A menos que fuera más astuto de lo que parecía.

Tendré cuidado, le aseguré. Además, ella nunca está tan cerca de mí.

A veces, sí, aclaró.

Bajé la mirada. Lo había olvidado. Sentí que me ruborizaba. Esas noches no la usaré, le dije.

La cuarta noche me trajo la loción de manos en un frasco de plástico sin etiqueta. No era de muy buena calidad, olía ligeramente a aceite vegetal. Para mí no existía el Lirio de los Valles. Esta loción debía de ser algo que fabricaban para usar en los hospitales, para curar las llagas. Pero de todas maneras se lo agradecí.

El problema, le dije, es que no tengo dónde guardarla.

En tu habitación, dijo, como si fuera obvio.

La encontrarían, repuse. Alguien la encontraría.

¿Por qué?, preguntó, como si realmente no lo supiera. Y tal vez no lo sabía. No era la primera vez que daba muestras de ignorar realmente las condiciones reales en las que vivíamos.

Nos revisan, expliqué. Revisan nuestras habitaciones.

¿Para qué?, me preguntó.

Creo que en ese momento perdí ligeramente los estribos. Hojas de afeitar, le espeté. Libros, escritos, cosas del mercado negro. Cualquiera de las cosas que no debemos tener. Jesucristo, usted debería saberlo. Mi voz sonaba más furiosa de lo que yo quería, pero él ni siquiera pestañeó.

Entonces tendrás que guardarla aquí, concluyó.

Y eso hice.

Mientras yo extendía la loción por mis manos y luego por mi cara, me miró con la misma expresión de quien mira a través de unos barrotes. Quise girarme de espaldas a él -era como si estuviera conmigo en el cuarto de baño-, pero no me atreví.

Para él, debo recordarlo, sólo soy un capricho.

CAPÍTULO 26

Dos o tres semanas más tarde, cuando llegó la noche de la Ceremonia, tuve la impresión de que las cosas eran diferentes. Había una incomodidad que nunca había existido. Antes yo la consideraba un trabajo, un trabajo desagradable que había que hacer lo más rápido posible para quitárselo de encima. Insensibilízate, solía decir mi madre antes de los exámenes por los que yo no quería pasar, o de los baños en agua fría. En aquel momento no pensé mucho en lo que la frase significaba, pero tenía algo que ver con el metal, con una armadura, y eso es lo que debería hacer, debería insensibilizarme. Simularé no estar presente, que mi cuerpo no está presente.

Supe que ese estado de ausencia, de existir separado del cuerpo, también era verdad en el caso del Comandante. Probablemente pensaba en otras cosas cuando estaba conmigo; con nosotras, porque por supuesto Serena Joy también estaba allí aquellas noches. Debía de pensar en lo que había hecho durante el día, o en las partidas de golf, o en lo que había comido para cenar. El acto sexual -aunque lo ejecutaba de una manera mecánica- para él debía de ser, en gran parte, algo inconsciente, igual que rascarse.

Pero aquella noche, la primera después de este nuevo acuerdo entre nosotros -fuera lo que fuese, no sabía cómo llamarle-, sentí vergüenza hacia él. Lo primero que sentí fue que me miraba realmente, y no me gustó. Las luces estaban encendidas como de costumbre -puesto que Serena Joy siempre anulaba cualquier cosa que hubiera podido crear una aureola de romance o erotismo-, pero eran tenues: luces encima de nuestras cabezas, luces que resultaban molestas a pesar del dosel. Era como estar sobre una mesa de operaciones bajo un foco deslumbrante; como estar en un escenario. Era consciente de que tenía las piernas llenas de vello, con ese vello disperso que crece, en las piernas que ya han sido afeitadas. También era consciente del vello de mis axilas, aunque por supuesto él no podía verlo. El acto de la cópula, la fecundación tal vez -que para mí no tendría que haber sido más de lo que una abeja es para una flor-, se había convertido a mi modo de ver en algo indecoroso, en una incorrección cosa que nunca había sentido.

Él ya no era una cosa para mi. Ahí estaba el problema. Me di cuenta aquella noche, y esta comprensión no me ha abandonado. Las cosas se complican.

Serena Joy también ha cambiado para mí. Antes simplemente la odiaba por su participación en lo que me hacían; y porque ella también me odiaba y tomaba a mal mi presencia, y porque sería la que criaría a mi hijo, si era capaz de tener uno. Pero en aquel momento, aunque la odiaba -no más que cuando me apretaba las manos con tanta fuerza que sus anillos me pellizcaban la piel, y al mismo tiempo me las sujetaba, cosa que debía de hacer adrede para que me sintiera tan incómoda como ella-, ya no sentía por ella un odio puro y simple. En parte sentía celos de ella; pero, ¿cómo podía estar celosa de una mujer tan obviamente marchita y desgraciada? Uno sólo puede sentir celos de una persona que tiene algo que debería pertenecerle a uno. De todos modos, estaba celosa.

Pero también me sentía culpable con respecto a ella. Sentía que era una intrusa que invadía un territorio que debería haber sido suyo. Ahora que veía al Comandante a escondidas, aunque sólo fuera para jugar sus juegos y oírlo hablar, nuestros roles ya no eran tan diferentes como deberían de haber sido en teoría. Aunque ella no lo supiera, yo le estaba quitando algo. Estaba robando. No importaba que se tratara de algo que ella aparentemente no quería o no necesitaba, o incluso rechazaba; de todos modos, era suyo, y si yo se lo quitaba, si le quitaba esta misteriosa cosa que me resulta imposible definir -porque el Comandante no estaba enamorado de mí, me negaba a creer que sintiera por mí algo tan extremo-, ¿qué le quedaría?

¿Por qué preocuparme?, me dije. Ella no significa nada para mí, no le gusto, si pudiera inventar alguna excusa, me echaría de esta casa de inmediato. Si lo descubriera, por ejemplo. Él no estaría en condiciones de intervenir para salvarme; las transgresiones de las mujeres de la casa -sea una Martha o una Criada- están únicamente bajo la jurisdicción de las Esposas. Yo sabía que ella era una mujer maliciosa y vengativa. Sin embargo no podía librarme de este pequeño remordimiento con respecto a ella.

Además, aunque Serena Joy no lo sabía, yo tenía cierto poder sobre su persona. Y disfrutaba. ¿Por qué fingir? Disfrutaba muchísimo.

Pero el Comandante podría haberme descubierto muy fácilmente, con una mirada, un gesto, algún pequeño desliz que revelara que había algo entre nosotros. Estuvo a punto de hacerlo la noche de la Ceremonia. Estiró la mano como si fuera a tocarme la cara; yo moví la cabeza hacia un lado, abrigando la esperanza de que Serena Joy no lo hubiera notado, y él apartó la mano y se concentró en sus pensamientos y en su viaje interior.

No vuelva a hacerlo, le dije cuando volvimos a encontrarnos a solas.

¿Hacer qué?, preguntó.

Intentar tocarme de esa manera cuando estamos… cuando ella está allí.

¿Eso hice?, se asombró.

Podría lograr que me trasladaran, le dije. A las Colonias, ya lo sabe, O algo peor. Yo pensaba que delante de los demás, él seguiría actuando como si yo fuera un enorme florero, o una ventana: parte del decorado, inanimada o transparente.

Lo Siento, se disculpó. No era mi intención. Pero me resulta…

¿Qué?, lo insté a que concluyera la frase.

Impersonal, afirmó.

¿Y ahora lo descubre?, le pregunté. Por mi manera de hablar, habréis advertido que nuestras relaciones ya habían cambiado.

Para las generaciones venideras, dijo Tía Lydia, todo será más fácil. Las mujeres vivirán juntas y en armonía, formando una sola familia. Para ellas seréis como hijas, y cuando el nivel de la población se haya estabilizado otra vez, no tendremos que trasladaros de una casa a otra, porque seréis suficientes. Bajo tales condiciones podrán crearse verdaderos lazos afectivos, dijo guiñándonos un ojo zalameramente. ¡Las mujeres estarán unidas por un único objetivo! Se ayudarán mutuamente en las faenas cotidianas mientras recorren juntas el sendero de la vida, cada una cumpliendo con la tarea que le ha sido asignada. ¿Por qué dejar que una sola mujer cargue con todas las tareas necesarias para la correcta administración de una casa? No es razonable, ni humano. Vuestras hijas gozarán de mayor libertad. Estamos luchando con el fin de poder darle un pequeño jardín a cada una, a cada una de vosotras -volvía a juntar las manos y bajaba la voz-, y eso es sólo un ejemplo. Levantaba el dedo y lo agitaba delante de nuestras narices. Pero hasta que esto pueda realizarse, no podemos comportarnos como tragonas y pedir demasiado, ¿no os parece?

La realidad es que soy su amante. Los hombres de la alta sociedad siempre han tenido amantes, ¿por qué ahora sería diferente? Los acuerdos no son exactamente los mismos, por supuesto. Antes las amantes solían vivir en una casa más pequeña, o en un apartamento de su propiedad, pero ahora las cosas se han amalgamado. Aunque en el fondo es lo mismo, más o menos. En algunos países las llamaban mujeres independientes. Yo soy una mujer independiente. Mi trabajo consiste en proporcionar lo que, por otra parte, falta. Incluso el Intelect. Es una situación absurda y, al mismo tiempo, ignominiosa.

A veces pienso que ella lo sabe. A veces se me ocurre que están en connivencia. A veces creo que ella lo incita a esto, y que se ríe de mí; como yo misma, de vez en cuando, me río de mí misma con cierta ironía. Dejémosla que cargue con lo más pesado, debe de decir para sus adentros. Tal vez se ha apartado de él casi por completo; tal vez ésta es su versión de la libertad.

Pero incluso así, y de una manera bastante estúpida, soy más feliz que antes. En primer lugar, es algo que se puede hacer. Algo para llenar el tiempo por las noches, en lugar de sentarme sola en mi habitación. Es algo más en lo que pensar. No amo al Comandante, ni nada por el estilo, pero me interesa, ocupa un espacio, es algo más que una sombra.

Y yo a él. Para él ya no soy solamente un cuerpo utilizable. Para él no soy simplemente un buque sin carga, un cáliz sin vino, un horno -que no cuece- al que le faltan los bollos. Para él no estoy simplemente vacía.

CAPITULO 27

Recorro la calle con Deglen, bajo el sol. Hace calor y hay humedad. Antes, en esta época del año, nos habríamos puesto un traje de playa y sandalias. En nuestros cestos llevamos fresas -ahora es la época, de modo que comeremos fresas y más fresas, hasta hartarnos- y pescado envasado. El pescado lo compramos en Panes y Peces, que también tiene su letrero de madera con el dibujo de un pez sonriente y con pestañas. Sin embargo, no venden pan. La mayoría de las familias hornean su propio pan aunque, cuando se les acaba, en El Pan de Cada Día se pueden conseguir panecillos secos y buñuelos pasados. Panes y Peces casi nunca está abierta. ¿Para qué molestarse en abrir si no tienen qué vender? La pesca marina dejó de existir hace años; el poco pescado que hay ahora proviene de las piscifactorías, y sabe a fango. Las noticias dicen que las áreas costeras están «en reposo». Recuerdo el lenguado, el abadejo, el pez espada, las vieiras, el atún; y la langosta al horno y rellena, y el salmón, rosado y graso, asado a la parrilla. ¿Es posible que se hayan extinguido todos, igual que las ballenas? He oído ese rumor, me lo transmitieron con palabras mudas, con un movimiento apenas perceptible de los labios, mientras estábamos afuera haciendo cola, esperando que abrieran la tienda, en cuyo escaparate se veía el dibujo de unos suculentos filetes de pescado blanco. Cuando tienen algo, ponen el dibujo en el escaparate; si no, lo quitan. Un lenguaje de señales.

Hoy, Deglen y yo caminamos lentamente; tenemos calor con nuestros vestidos largos, nos sudan las axilas y estamos cansadas. Al menos con este calor no llevamos puestos los guantes. En algún punto de esta manzana había una heladería. No logro recordar el nombre. Las cosas pueden cambiar tan rápidamente, los edificios pueden ser derrumbados o transformados en cualquier otra cosa, y resulta difícil recordarlos tal como eran. Podías coger cucuruchos dobles, y si querías te ponían ralladura de chocolate por encima. Éstos tenían un nombre de hombre, ¿Johnnies? ¿Jackies? No logro recordarlo.

Íbamos cuando ella era pequeña, y yo la levantaba en brazos para que pudiera ver a través del mostrador de cristal, donde estaban expuestas las cubas con los helados de colores suaves: naranja pálido, verde pálido, rosa pálido, y yo le leía los nombres para que ella pudiera escoger. De todos modos, no los elegía por el nombre, sino por el color. Sus vestidos y sus guardapolvos también eran de esos colores. Helados al pastel.

Jimmies, así se llamaban.

Ahora, Deglen y yo nos sentimos más cómodas, nos hemos acostumbrado a estar juntas. Como hermanas siamesas. Ya no nos molestamos en cumplir con las formalidades del saludo; sonreímos y echamos a andar, en tándem, recorriendo serenamente nuestra ruta diaria. De vez en cuando variamos el itinerario; no hay nada que lo prohiba, siempre que permanezcamos dentro del límite de las barreras. Una rata que está dentro de un laberinto es libre de ir a cualquier sitio, siempre que permanezca dentro del laberinto.

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