El cuento de la criada - Atwood Margaret 21 стр.


Después de tanto tiempo, podría hacerme daño. No me sorprendería. Pero incluso esa idea me gusta.

Mientras avanzo por el pasillo me pregunto dónde podría hacerlo. ¿ En el cuarto de baño, dejando correr el agua para que el aire se despejara, o en la habitación, dejando escapar las bocanadas por la ventana abierta? ¿Alguien me descubrirá? ¿Quién sabe?

Mientras me deleito de este modo pensando en lo que va a ocurrir, anticipando el sabor en mi boca, pienso en algo más.

No necesito fumar este cigarrillo.

Podría deshacerlo y tirarlo al retrete, O comérmelo y drogarme de esa manera, también podría funcionar, un poco cada vez, y guardar el resto.

De ese modo podría guardar la cerilla. Podría hacer un pequeño agujero en el colchón y deslizarla en el interior cuidadosamente. Nadie repararía jamás en una cosa tan pequeña. Y por la noche, al acostarme, la tendría debajo de mí. Dormiría encima de ella.

Podría incendiar la casa. Es una buena idea, me hace temblar.

Y yo me escaparía por los pelos.

Me echo en la cama y finjo dormitar.

Anoche el Comandante, juntando los dedos, me miraba mientras yo me friccionaba las manos con loción. Lo raro es que pensé pedirle un cigarrillo y después decidí no hacerlo. Sé que no debo pedir demasiadas cosas al mismo tiempo. No quiero que piense que lo estoy utilizando. Tampoco quiero que se canse.

Anoche se sirvió un vaso de whisky escocés con agua. Se ha acostumbrado a beber en mi presencia, para relajarse de la tensión del día, dice. Deduzco que recibe presiones. De todos modos, nunca me ofrece una copa, ni yo se la pido: ambos sabemos para qué es mi cuerpo. Cuando le doy el beso de buenas noches, como si lo hiciera de verdad, su aliento huele a alcohol, y yo lo aspiro como si fuera humo. Admito que disfruto con esta pizca de disipación.

En ocasiones, después de unos tragos se pone tonto y hace trampas en el Intelect. Me anima a que yo también lo haga, y entonces cogemos algunas letras más y formamos palabras que no existen, como chucrete y sucundún, y nos reímos con ellas. A veces enciende su radio de onda corta y me hace oír uno o dos minutos de Radio América Libre, para mostrarme que puede hacerlo. Luego la apaga. Malditos cubanos, protesta. Y toda esa inmundicia cotidiana universal.

A veces, después de las partidas, se sienta en el suelo, junto a mi silla, y me coge la mano. Su cabeza queda un poco por debajo de la mía, de manera que cuando me mira muestra un ángulo juvenil. Debe de divertirle esta falsa subordinación.

Él está arriba, dice Deglen. Él está en lo alto, y me refiero a lo más alto.

En momentos como ése es difícil imaginárselo.

De vez en cuando intento ponerme en su lugar. Lo hago como una táctica, para adivinar anticipadamente cómo se siente inclinado a tratarme. Me resulta difícil creer que tengo sobre él algún tipo de poder, pero lo hago. Sin embargo, es algo equívoco. De vez en cuando pienso que puedo verme a mí misma, aunque borrosa, tal como él me ve. Hay cosas que él quiere demostrarme, regalos que quiere darme, favores que quiere hacerme, ternura que quiere inspirar.

Quiere, muy bien. Sobre todo después de unos tragos.

En ocasiones se torna quejumbroso, y en otros momentos filosófico; o desea explicar cosas, justificarse. Como anoche.

El problema no sólo lo tenían las mujeres, dice. El problema principal era el de los hombres. Ya no había nada para ellos.

¿Nada?, le pregunto. Pero tenían…

No tenían nada que hacer, puntualiza.

Podían hacer dinero, replico en un tono algo brusco. Ahora no le temo. Resulta difícil temerle a un hombre que está sentado mirando cómo te pones loción en las manos. Esta falta de temor es peligrosa.

No es suficiente, dice. Es algo demasiado abstracto. Me refiero a que no tenían nada que hacer con las mujeres.

¿Qué quiere decir?, le pregunto. ¿Y los Pornrincones? Estaban por todas partes, incluso los habían motorizado.

No estoy hablando del sexo, me aclara. El sexo era una parte, y algo demasiado accesible. Cualquiera podía comprarlo. No había nada por lo que trabajar, nada por lo que luchar. Tenemos las declaraciones de aquella época. ¿Sabes de qué se quejaba la mayoría? De incapacidad para sentir. Los hombres incluso se desvincularon del sexo. Se les quitaron las ganas de casarse.

¿Y ahora sienten?, pregunto.

Sí, afirma, mirándome. Claro que sienten. Se pone de pie y rodea el escritorio hasta quedar junto a mi silla, detrás de mí. Pone sus manos sobre mis hombros. No puedo verlo.

Me gustaría saber lo que piensas, dice su voz a mis espaldas.

No pienso mucho, respondo débilmente. Lo que quiere son relaciones íntimas, pero eso es algo que no puedo darle.

Lo que yo piense no tiene mucha importancia, ¿verdad?, insinúo. Lo que yo piense no cuenta.

Que es la única razón por la cual me cuenta cosas.

Vamos, me anima, presionándome ligeramente los hombros. Estoy interesado en tu opinión. Eres inteligente, debes tener una opinión.

¿Sobre qué?, pregunto.

Sobre lo que hemos hecho, especifica. Sobre cómo han salido las cosas.

Me quedo muy quieta. Intento vaciar mi mente. Pienso en el cielo, por la noche, cuando no hay luna. No tengo opinión, afirmo.

Él suspira, afloja las manos pero las deja sobre mis hombros. Sabe lo que pienso.

No se puede nadar y guardar la ropa, sentencia. Pensamos que podíamos hacer que todo fuera mejor.

¿Mejor?, repito en voz baja. ¿Cómo puede creer que esto es mejor?

Mejor nunca significa mejor para todos, comenta. Para algunos siempre es peor.

Me acuesto; el aire húmedo me cubre como si fuera una tapa. Como la tierra. Me gustaría que lloviera. Mejor aún, que se desatara una tormenta con relámpagos, nubes negras y ruidos ensordecedores. Y que se cortara la luz. Entonces yo bajaría a la cocina, diría que tengo miedo y me sentaría con Rita y Cora junto a la mesa, y comprenderían mi miedo porque es el mismo que ellas sienten, y me dejarían quedarme. Habría unas velas encendidas y miraríamos nuestros rostros yendo y viniendo bajo el parpadeo y los destellos de la luz mellada que entraría por la ventana. Oh Señor, diría Cora. Oh Señor, protégenos.

Después de eso, el aire se despejaría y sería más claro.

Miro el cielo raso, el círculo de flores de yeso. Dibuja un círculo y métete en él, que te protegerá. En el centro estaba la araña, y de la araña colgaba un trozo de sábana retorcida. Allí es donde ella se balanceaba, ligeramente, como un péndulo; de la misma manera que se balancearía un niño cogido a la rama de un árbol. Cuando Cora abrió la puerta, ella estaba a salvo, completamente protegida. A veces pienso que aún está aquí, conmigo.

Me siento como si estuviera enterrada.

CAPÍTULO 33

A última hora de la tarde, el cielo se cubre de nubes y la luz del sol se difunde pesadamente, como bronce en polvo. Me deslizo por la acera, con Deglen; nosotras dos, y frente a nosotras otro par, y en la acera de enfrente, otro más. Vistas desde la distancia, debemos de formar una bonita imagen: una imagen pictórica, como lecheras holandesas de una cenefa de papel pintado, como una estantería llena de saleros y pimenteros de cerámica con el diseño de trajes de época, como una flotilla de cisnes, o cualquier otra cosa que se repite con un mínimo de gracia y sin variación. Relajante para la vista, para los ojos, para los Ojos, porque esta demostración es para ellos. Salimos en Peregrinación, para demostrar lo obedientes y piadosas que somos.

No se ve ni un solo diente de león, los céspedes han sido limpiados cuidadosamente. Me gustaría que hubiera uno, sólo uno, insignificante y descaradamente suelto, difícil de librarse de él y perennemente amarillo, como el sol. Alegre y plebeyo, brillando para todos por igual. Con ellos hacíamos anillos, coronas y collares, manchas de leche agria sobre nuestros dedos. O lo sostenía debajo de su barbilla: ¿Te gusta la mantequilla? Y al olerlos se le metería el polen en la nariz. (¿O era la pelusa?) La veo correr Por el césped, ese césped que está exactamente frente a mí, a los dos o los tres años, agitándolo como si fuera una bengala, una pequeña varilla de fuego blanco, y el aire se llenaba de diminutos paracaídas. Sopla y mira la hora. Todo el tiempo arrastrado por la brisa del verano. Pero eran margaritas, y las deshojábamos.

Formábamos una fila ante el puesto de control, para que nos procesen, siempre de a dos, como niñas de un colegio privado que se han ido a dar un paseo y han estado fuera demasiado tiempo, años y años, y todo les ha crecido demasiado, las piernas, los cuerpos, y junto con éstos, los vestidos. Como si estuvieran encantadas. Como si fuera un cuento de hadas, me gustaría creerlo. En cambio a nosotras nos registran, de a pares, y continuamos caminando.

Un rato después giramos a la derecha, pasamos junto a Azucenas y bajamos en dirección al río. Me gustaría llegar hasta allí, hasta sus amplias orillas, donde solíamos echarnos a tomar el sol, donde se levantan los puentes. Si bajabas por el río lo suficiente, por sus serpenteantes curvas, llegabas al mar; ¿y qué podías hacer allí? Juntar conchas y recostarte sobre las piedras lisas.

Sin embargo, nosotras no vamos al río, no veremos las pequeñas cúpulas de los edificios del camino, blanco con azul y un adorno dorado, una sobria expresión de alegría. Giramos en un edificio más moderno, que encima de la puerta tiene una enorme bandera adornada, en la que se lee: HOY, PEREGRINACIÓN DE MUJERES. La bandera tapa el nombre original del edificio, el de algún presidente al que mataron a balazos. Debajo de las letras rojas hay una línea de letras más pequeñas, en negro, con el perfil de un ojo alado en cada extremo, y que reza: DIOS ES UNA RESERVA NACIONAL. A cada lado de la entrada se encuentran los inevitables Guardianes, dos parejas, cuatro en total, con los brazos a los costados y la vista al frente. Casi parecen maniquíes, con el pelo limpio, los uniformes planchados y sus jóvenes rostros de yeso. Éstos no tienen granos en la cara. Cada uno lleva una metralleta preparada para cualquier acto peligroso o subversivo que pudiéramos cometer en el interior.

La ceremonia de la Peregrinación se celebrará en un patio cubierto en el que hay un espacio rectangular y un techo con tragaluz. No es una Peregrinación de toda la ciudad, en ese caso se celebraría en el campo de fútbol; sólo es para este distrito. A lo largo del costado derecho se han colocado hileras de sillas plegables de madera, para las Esposas y las hijas de los oficiales o funcionarios de alto rango, no hay mucha diferencia. Las galerías de arriba, con sus barandillas de hormigón, son para las mujeres de rango inferior, las Marthas, las Econoesposas con sus rayas multicolores. La asistencia a la Peregrinación no es obligatoria para ellas, sobre todo si se encuentran de servicio o tienen hijos pequeños, pero de todos modos las galerías están abarrotadas. Supongo que es una forma de distracción como un espectáculo o un circo.

Ya hay muchas Esposas sentadas, vestidas con sus mejores trajes azules bordados. Mientras caminamos con nuestros vestidos rojos, de dos en dos, hasta el costado opuesto, podemos sentir sus miradas fijas en nosotras. Somos observadas, evaluadas, hacen comentarios sobre nosotras; y nosotras lo notamos como si fueran diminutas hormigas que se pasean sobre nuestra piel desnuda.

Aquí no hay sillas. Nuestra zona está acordonada con cuerda de seda retorcida, de color escarlata, como la que solían poner en los cines para impedir el paso al público. Esta cuerda nos aísla, nos distingue, impide que los demás se contaminen de nosotras, forma un corral, una pocilga en la que entramos y nos distribuimos en filas, arrodillándonos sobre el suelo de cemento.

– Ven hasta la parte de atrás -murmura Deglen a mi lado-. Podremos hablar mejor. Nos arrodillamos e inclinamos ligeramente la cabeza; oigo un susurro a mi alrededor, como el susurro de los insectos sobre la hierba seca: una nube de murmullos. Éste es uno de los sitios dónde podemos intercambiarnos noticias más libremente, pasándolas de una a otra. A ellos les resulta difícil individualizarnos u oír lo que decimos. Y no les interesa interrumpir la ceremonia, menos aún delante de las cámaras de televisión.

Deglen me golpea con el codo para llamar mi atención, y yo levanto la vista, lenta y cautelosamente. Desde donde estamos arrodilladas tenemos una buena perspectiva de la entrada al patio, a donde sigue llegando gente. Deglen debe querer decir que mire a Janine, que forma pareja con una mujer que no es la de siempre, es una a la que no reconozco. Entonces Janine debe de haber sido trasladada a una nueva casa, a un nuevo destacamento. Es muy pronto para eso, ¿o habrá fallado algo en la leche de sus pechos? Ese sería el único motivo para que la trasladaran, a menos que hubiera habido alguna pelea por el bebé, eso ocurre con más frecuencia de lo que uno se imagina. Después de tenerlo, podría haberse negado a entregarlo. Es comprensible. Debajo del vestido rojo, su cuerpo parece muy delgado, casi enjuto, y ha perdido el brillo del embarazo. Tiene el rostro blanco y macilento, como si hubieran extraído todo el líquido de su cuerpo.

– No salió bien, ¿sabes? -me cuenta Deglen acercando su cabeza a la mía-. Era como un harapo.

Se refiere al bebé de Janine, al bebé que pasó por la vida de Janine en su camino a alguna otra parte. El bebé Angela. Fue un error darle un nombre tan pronto. Siento un dolor en la boca del estómago. No es un dolor, es un vacío. No quiero saber qué es lo que salió mal.

– Dios mío -exclamo. Pasar por todo eso para nada. Peor que nada.

– Es el segundo -me explica Deglen-. Sin contar el que había tenido antes. Tuvo un aborto a los ocho meses, ¿lo sabías?

Observamos a Janine, que atraviesa el recinto acordonado, vestida con su velo de intocable, de mala suerte. Me mira, debe de mirarme a mí, pero no me ve. Ya no sonríe triunfalmente. Se vuelve y se arrodilla, ahora toda lo que veo es su espalda y sus hombros delgados y caídos.

– Ella piensa que es culpa suya -susurra Deglen-. Dos seguidos. Por haber pecado. Dicen que lo hizo con un médico, que no era de su Comandante.

No puedo decirle a Deglen que lo sé, porque me preguntaría cómo me enteré. Por lo que sabe, ella es mi única fuente para este tipo de información; y es sorprendente lo mucho que sabe. ¿Cómo se habrá enterado de lo de Janine? ¿Por las Marthas? ¿Por la compañera de compras de Janine? O escuchando detrás de las puertas, cuando las Esposas se reúnen a tomar el té o el vino y a tejer sus telas. ¿Acaso Serena Joy hablará así de mí, si hago lo que ella quiere? Estuvo de acuerdo enseguida, realmente no le importó, cualquier cosa con dos piernas y una buena y a-sabes-qué les parece bien. No tienen escrúpulos, no tienen los mismos sentimientos que nosotras. Y las demás, sentadas en sus sillas, echadas hacia delante, Dios mío, todo horror y lascivia. ¿Cómo pudo? ¿Dónde? ¿Cuándo?

Como sin duda hicieron con Janine.

– Es terrible -digo.

De todos modos, es muy propio de Janine cargar con la responsabilidad, decidir que el fallo del bebé sólo fue culpa suya. Pero la gente es capaz de cualquier cosa antes que admitir que sus vidas no tienen sentido. Es inútil. No hay conspiración que valga.

Una mañana, mientras nos vestíamos, noté que Janine todavía tenía puesto el camisón. Se había quedado sentada en el borde de su cama.

Eché un vistazo a las puertas dobles del gimnasio, donde solía haber alguna Tía, para comprobar si había reparado en ello, pero no había ninguna Tía. En aquella época confiaban más en nosotras, y de vez en cuando nos dejaban durante unos minutos sin vigilancia en la clase, e incluso en la cafetería. Probablemente desaparecían para fumarse un cigarrillo, o tomarse una taza de café.

Mira, le dije a Alma, cuya cama estaba junto a la mía.

Alma miró a Janine. Entonces las dos nos acercamos a ella. Vístete, Janine, dijo Alma a sus espaldas. No queremos rezar el doble por tu culpa. Pero Janine no se movió.

Moira también se había acercado. Fue antes de que se escapara por segunda vez. Aún cojeaba a causa de lo que le habían hecho en los pies. Rodeó la cama para poder ver el rostro de Janine.

Venid, nos dijo a Alma y a mí. Las demás también empezaban a reunirse formando una pequeña multitud. Apartaos, les dijo Moira. No hay que darle importancia. Si ella entrara…

Yo miraba a Janine. Tenía los ojos abiertos y desorbitados, pero no me veía; la boca, abierta en una sonrisa fija. A través de la sonrisa, a través de sus dientes, susurraba algo para sus adentros. Tuve que inclinarme hacia ella.

Hola, dijo, sin dirigirse a mí. Me llamo Janine. Esta mañana soy tu servidora. ¿Te traigo un poco de café para empezar?

Cristo, dijo Moira a mi lado.

No blasfemes, le advirtió Alma.

Moira cogió a Janine por los hombros y la sacudió. Olvídalo, Janine, dijo en tono brusco. Y no pronuncies esa palabra.

Janine sonrió. Es un hermoso día, dijo.

Moira le dio dos bofetadas, con el dorso y el envés de la mano. Vuelve, insistió. ¡Vuelve ahora mismo! No puedes quedarte allí, ya no estás allí. Todo eso ha terminado.

La sonrisa de Janine se quebró. Se llevó la mano a la mejilla. ¿Por qué me golpeaste?, preguntó. ¿No era bueno? Puedo traerte otro. No necesitabas golpearme.

¿No sabes lo que harán?, prosiguió Moira. Hablaba en voz baja pero áspera, profunda. Mírame. Mi nombre es Moira y éste es el Centro Rojo. Mírame.

Janine empezó a centrar la mirada. ¿Moira?, dijo. No conozco a ninguna Moira.

No te van a enviar a la Enfermería, ni lo sueñes, continuó Moira. No se complicarán la vida intentando curarte Ni siquiera se molestarán en trasladarte a las Colonias. Como máximo te subirán al Laboratorio y te pondrán una inyección. Luego te quemarán junto con la basura, como a una No Mujer. Así que olvídalo.

Quiero irme a casa, dijo Janine. Y rompió a llorar.

Jesús, protestó Moira. Ya basta. Ella estará de vuelta en un minuto, puedes estar segura. Así que ponte tu maldita ropa y cierra el pico.

Janine siguió sollozando, pero se puso de pie y empezó a vestirse.

Si vuelve a hacerlo y yo no estoy aquí, me dijo Moira, sólo tienes que abofetearla. No hay que permitirle que pierda la noción de la realidad. Esa mierda es contagiosa.

Entonces ya debía de estar planeando su fuga.

CAPITULO 34

El espacio del patio destinado a las sillas, ya se ha llenado; nos agitamos en nuestros sitios, impacientes. Por fin llega el Comandante que está a cargo del servicio. Es calvo y de espaldas anchas, y parece un entrenador de fútbol de cierta edad. Va vestido con su uniforme sobriamente negro y con varias hileras de insignias y condecoraciones. Es difícil no quedar impresionado, pero hago un esfuerzo: intento imaginármelo en la cama con su Esposa y su Criada, fertilizando como un loco, como un salmón en celo, fingiendo que no obtiene ningún placer. Cuando el Señor dijo creced y multiplicaos, ¿se refería a este hombre?

El Comandante sube la escalera que conduce al podio, adornada con una tela roja que lleva bordado un enorme ojo blanco con alas. Recorre la sala con la mirada y nuestras voces se apagan. Ni siquiera tiene que levantar las manos. Su voz entra por el micrófono y sale por los altavoces despojada de sus tonos más graves, de modo tal suena ásperamente metálica, como si no la emitiera boca, su cuerpo, sino los propios altavoces. Su voz tiene color del metal y la forma de un cuerno.

Hoy es un día de acción de gracias -comienza-, un día de plegaria.

Desconecto mis oídos de la parrafada sobre la victoria y el sacrificio. Luego hay una larga plegaria acerca de las vasijas indignas, y después un himno: «En Gilead hay un bálsamo.»

«En Gilead hay una bomba», solía llamarle Moira.

Ahora viene lo más importante. Entran los veinte Angeles recién llegados de los frentes, recién condecorados, acompañados por la guardia de honor, marchando uno-dos uno-dos hacia el espacio central. Atención, en posición de descanso. Y entonces las veinte hijas con sus velos blancos avanzan tímidamente, cogidas del brazo por sus madres. Ahora son las madres, y no los padres, las que entregan a las hijas y facilitan los arreglos de las bodas. Los matrimonios, por supuesto, están arreglados. Hace años que a estas chicas no se les permite estar a solas con un hombre; de alguna manera durante muchos años a todas nos ha ocurrido lo mismo.

¿Tienen edad suficiente para recordar algo de los tiempos pasados, como jugar al béisbol, vestirse con tejanos y zapatos de lona, montar en bicicleta? ¿Y leer libros, ellas solas? Aunque algunas de ellas no tienen más de catorce años -Iniciadlas pronto, es la norma, no hay un momento que perder-, igualmente recordarán. Y las que vengan después de ellas, durante tres o cuatro o cinco años, también recordarán; pero después no. Habrán vestido siempre de blanco y formado grupos de chicas; siempre habrán guardado silencio.

Les hemos dado más de lo que les hemos quitado, dijo el Comandante. Piensa en los problemas que tenían antes. ¿Acaso no recuerdas las dificultades de los solteros, la indignidad de las citas con desconocidos en los institutos de segunda enseñanza? El mercado de la carne. ¿No recuerdas la enorme diferencia entre las que podían conseguir un hombre fácilmente y las que no podían? Algunas llegaban a la desesperación, se morían de hambre para adelgazar, se llenaban los pechos de silicona, se achicaban la nariz. Piensa en la miseria humana.

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