El cuento de la criada - Atwood Margaret 23 стр.


Me pregunto dónde la habrá encontrado. Se supone que toda la ropa de ese tipo ha sido destruida. Recuerdo haberlo visto en la televisión, en fragmentos filmados en diversas ciudades. En Nueva York se llamaba Limpieza de Manhattan. En Times Square había hogueras y las multitudes cantaban alrededor de ellas, mujeres que levantaban los brazos, agradecidas, cada vez que sentían que las cámaras las enfocaban, hombres jóvenes de rostro pétreo y bien afeitado que arrojaban objetos a las llamas: prendas de seda, nylon y piel de imitación, ligas verdes, rojas y violetas, raso negro, lamé dorado, plata brillante; bragas bikini, sujetadores transparentes con corazones rosados de raso cosidos para tapar los pezones. Y los fabricantes, importadores y vendedores arrodillados, arrepintiéndose en público, con las cabezas cubiertas con sombreros de papel, de forma cónica -como unas orejas de burro- con la palabra VERGUENZA pintada en rojo.

Pero algunas cosas deben de haberse salvado de las llamas, lo más probable es que no las encontraran todas. Él debe de haberla conseguido del mismo modo que consiguió las revistas: deshonestamente; apesta a mercado negro. Y no es nueva, ha sido usada con anterioridad, debajo de los brazos, la prenda está arrugada y ligeramente manchada con el sudor de alguna otra mujer.

– Tuve que adivinar la talla -me advierte-. Espero que te siente bien.

– ¿Pretende que me ponga esto? -me asombro. Sé que mi voz suena mojigata y desaprobadora. Sin embargo, hay algo atractivo en la idea. Nunca me he puesto nada ni remotamente parecido, tan brillante y teatral, y eso es lo que debe de ser, una vieja prenda de teatro, o algo de un número de un club nocturno desaparecido; lo más parecido que me puse alguna vez fueron trajes de baño y un conjunto de cubrecorsé con encajes de color melocotón que Luke me compró una vez. Sin embargo, hay algo seductor en esta prenda, encierra el pueril atractivo de ponerse de tiros largos. Y sería tan ostentoso, como una burla a las Tías, tan pecaminoso, tan libre… La libertad, como todo lo demás, es relativo.

– Bien -acepto, intentando no parecer demasiado ansiosa. Quiero que él sienta que le estoy haciendo un favor. Tal vez hemos llegado a su verdadero y profundo deseo. ¿Tendrá un látigo escondido detrás de la puerta? ¿Se sacará las botas y se arrojará o me arrojará a mí sobre el escritorio?

– Es un disfraz -me explica-. También tendrás que pintarte la cara; traje todo lo que hace falta. No podrías entrar sin esto.

– ¿ Dónde? -pregunto.

– Esta noche voy a llevarte afuera.

– ¿Afuera? -es una expresión arcaica. Seguramente ya no queda ningún sitio donde llevar a una mujer.

– Fuera de aquí -afirma.

Sé, sin necesidad de que me lo diga, que lo que propone es arriesgado para él, pero especialmente para mí; de todos modos, quiero ir. Quiero cualquier cosa que rompa la monotonía, que subvierta el respetable orden de las cosas.

Le digo que no quiero que me mire mientras me pongo la prenda; delante de él, aún tengo vergüenza de mi cuerpo. Dice que se volverá de espaldas, y lo hace; me quito los zapatos y los calcetines, los leotardos de algodón y me pongo las plumas bajo la protección del vestido. Luego me quito el vestido y deslizo sobre mis hombros los finos tirantes con lentejuelas. También hay un par de zapatos de color malva con tacones absurdamente altos. Nada me sienta a la perfección: los zapatos son un poco grandes y la cintura del traje es demasiado ceñida, pero servirán.

– Ya está -anuncio, y él se da vuelta. Me siento estúpida; quiero verme en un espejo.

– Encantadora -comenta-. Y ahora tu cara.

Todo lo que tiene es un lápiz labial viejo, blando y con olor a uvas artificiales, un delineador y maquillaje. Ni sombra para párpados, ni colorete. Por un momento pienso que no recordaré cómo se hace, y mi primer intento con el delineador me deja un párpado manchado de negro, como si me lo hubiera hecho en una pelea; pero me lo limpio con la loción de manos de aceite vegetal y vuelvo a probar. Me froto ligeramente los pómulos con el lápiz labial y lo extiendo. Mientras realizo la operación, él me sostiene un enorme espejo de mano con dorso de plata. Reconozco el espejo de Serena Joy. Él debe de haberlo cogido de su habitación.

No puedo hacer nada con mi pelo.

– Estupendo -afirma. A estas alturas, está bastante excitado; es como si nos estuviéramos vistiendo para ir a una fiesta.

Va hasta el armario y saca una capa con una caperuza. Es de color azul claro, el color de las Esposas. También debe de ser de Serena.

– Échate la caperuza sobre la cara -indica-. Intenta no estropear el maquillaje. Es para pasar por los controles.

– ¿Y mi pase? -pregunto.

– No te preocupes por eso -me tranquiliza-. Te he conseguido uno.

Y nos disponemos a salir.

Nos deslizamos juntos por las calles envueltas en penumbras. El Comandante me ha cogido de la mano derecha, como los adolescentes en las películas. Me cierro bien la capa de color azul claro, como haría una buena Esposa. A través del túnel formado por la caperuza puedo ver la nuca de Nick. Lleva la gorra en la posición correcta, está sentado en una postura recta y con el cuello estirado, todo su cuerpo está erguido. ¿Su postura desaprueba mi conducta, o yo me lo imagino? ¿Sabe lo que llevo puesto debajo de la capa, él mismo lo consiguió? Si fuera así, ¿está enfadado, siente algún deseo, envidia o alguna otra cosa? Tenemos una cosa en común: ambos debemos ser invisibles, ambos somos funcionarios. Me pregunto si él lo sabe. Cuando le abrió la puerta del coche al Comandante, y por extensión a mí, intenté captar su mirada, hacer que me mirara, pero él actuó como si no me viera. ¿Por qué no? Para él es un trabajo fácil: pequeños recados, favores, y no creo que quiera arriesgar su situación.

En los puestos de control no surge ningún problema, todo sale tan bien como dijo el Comandante, a pesar del pesado golpeteo y de la presión de la sangre en mi cabeza. Gallina de mierda, diría Moira.

Cuando pasamos el segundo puesto de control, Nick pregunta:

– ¿Aquí, señor?

– Sí -responde el Comandante. El coche avanza y el Comandante me advierte-: Ahora tendré que pedirte que te acomodes en el suelo del coche.

– ¿En el suelo? -me asombro.

– Tenemos que atravesar la puerta -me explica, como si eso significara algo para mí. Intenté preguntarle a dónde íbamos, pero dijo que quería darme una sorpresa-. A las Esposas no se les permite la entrada.

Así que me aplasto contra el suelo y el coche vuelve a arrancar, y durante unos minutos no veo nada. Debajo de la capa hace un calor sofocante. Es una capa de invierno, no es de algodón como las de verano, y huele a naftalina. Debe de haberla cogido del armario de la ropa de invierno, sabiendo que ella no lo notará. Ha tenido la amabilidad de mover los pies para hacerme lugar. De todos modos, tengo la frente contra sus zapatos. Nunca había estado tan cerca de sus zapatos. Parecen duros, impenetrables como el caparazón de las cucarachas: negros, lustrados, incrustables. Es como si no tuvieran nada que ver con los pies.

Atravesamos otro puesto de control. Oigo las voces irnpersonales y respetuosas, y la ventanilla que baja y sube eléctricamente para que él presente los pases. Esta vez no enseña el mío, el que se supone que es mío, porque oficialmente no existo, por ahora.

Luego el coche arranca y vuelve a detenerse, y el comandante me ayuda a incorporarme.

– Tendremos que ser rápidos -comenta-. Ésta es una entrada trasera. Le dejarás la capa a Nick. A la hora de siempre -le dice a Nick. O sea que esto también es algo que ha hecho antes.

Me ayuda a quitarme la capa; la puerta del coche está abierta. Noto el aire sobre mi piel casi desnuda y me doy cuenta que he estado sudando. Cuando me giro para cerrar la puerta del coche, veo que Nick me mira a través del cristal. Ahora me ve. ¿Lo que veo es desdén, o indiferencia, es simplemente lo que él esperaba de mí?

Estamos en un callejón, detrás de un edificio de ladrillos rojos, bastante moderno. Junto a la puerta hay una hilera de cubos de basura que huelen a pollo frito en descomposición. El Comandante pone la llave en la puerta, que es chata y gris y está al mismo nivel de la pared y que, me parece, es de acero. En el interior hay un pasillo de hormigón iluminado con lámparas fluorescentes; una especie de túnel funcional.

– Es aquí -me dice el Comandante. Me coloca en la muñeca una etiqueta de color púrpura con una banda elástica, como las etiquetas que dan en los aeropuertos para el equipaje-. Si alguien te pregunta, di que estás alquilada para esta noche -me aconseja. Me coge del brazo para guiarme. Lo que quiero es un espejo para ver si tengo los labios bien pintados o si las plumas son muy ridículas y están muy desordenadas. Con esta luz debo de parecer muy pálida. Pero ya es demasiado tarde.

Idiota, dice Moira.

CAPÍTULO 37

Caminamos por el pasillo, atravesamos otra puerta gris y chata y avanzamos por otro pasillo, esta vez iluminado y cubierto con una alfombra de color champiñón, rosa pardusco. Las puertas se abren hacia afuera y están numeradas: ciento uno, ciento dos, como uno cuenta durante una tormenta para saber a qué distancia está. Entonces es un hotel. Desde detrás de una de las puertas llegan risas, las de un hombre y una mujer. Hacía mucho tiempo que no oía reír.

Salimos a un patio central. Es amplio y alto y hay varios pisos hasta la claraboya de la parte superior. En el centro hay una fuente, una fuente redonda que rocía agua en forma de diente de león que empieza a granar. Plantas en tiestos y retoños de árbol aquí y allá, enredaderas que cuelgan de los balcones. Ascensores con cristales ovalados se deslizan arriba y abajo como moluscos gigantes.

Sé dónde estoy. He estado aquí antes: con Luke, por las tardes, hace mucho tiempo. Antes era un hotel. Ahora está lleno de mujeres.

Me quedo quieta y las miro. Aquí puedo mirar fijamente, mirar a mi alrededor, ya no tengo la toca que me lo impida. Mi cabeza, despojada de ella, parece extrañamente ligera, como si le hubieran quitado un peso, o parte de su sustancia.

Las mujeres están sentadas, repantigadas, paseándose o apoyadas unas contra otras. Mezclados con ellas se ven algunos hombres, montones de hombres que, vestidos con sus uniformes o trajes oscuros, tan parecidos entre sí, forman un segundo plano indiferenciado. Las mujeres, por su parte, tienen un aspecto tropical, van vestidas con todo tipo de ropas festivas y brillantes. Algunas de ellas llevan conjuntos como el mío, con plumas y adornos brillantes, escotados en los muslos y en los pechos. Algunas tienen puesta ropa interior como la que se usaba antes, camisones cortos, pijamas cortos y algún que otro salto de cama transparente. Otras llevan trajes de baño, enteros o bikinis; hay una con una prenda hecha con ganchillo y unas enormes conchas de vieiras que le cubren las tetas. Algunas van vestidas con pantalones cortos de deporte y blusas abiertas en la espalda, otras con mallas de gimnasia como las que solían verse por televisión, ceñidas, y calentadores tejidos de color pastel. Incluso se ven algunas con trajes dé animadoras, faldas cortas plisadas y enormes letras sobre el pecho. Me imagino que han tenido que recurrir a esta mezcolanza, a lo que han podido birlar o rescatar. Todas están maquilladas, y me doy cuenta de lo raro que me resulta ver mujeres maquilladas, porque sus ojos me parecen demasiado grandes, demasiado oscuros y brillantes, sus bocas demasiado rojas, demasiado húmedas, como bañadas en sangre; o, por otra parte, payasescas.

A primera vista hay cierta alegría en la escena. Es como un baile de disfraces; son como niños demasiado crecidos para su edad, vestidos con trajes que han encontrado revolviendo un baúl. ¿Hay algo placentero en todo esto? Podría ser, ¿pero lo han elegido? No se puede deducir a simple vista.

En esta sala hay una gran cantidad de traseros. Ya no estoy acostumbrada a ellos.

– Es como viajar al pasado -comenta el Comandante en tono satisfecho, incluso encantado- ¿No te parece?

Intento recordar si el pasado era exactamente así. Ahora no estoy segura. Sé que contenía estas cosas, pero de algún modo la mezcla es diferente. Una película sobre el pasado no es lo mismo que el pasado.

– Sí -afirmo. Lo que siento no es una cosa simple. Ciertamente, estas mujeres no me espantan, no me impresionan. Reconozco en ellas al tipo de mujer holgazana. El credo oficial las rechaza, niega su existencia misma, y sin embargo, aquí están. Al menos eso es algo.

– No te quedes mirando tontamente -me aconseja el Comandante, o te delatarás. Actúa con naturalidad

– vuelve a guiarme. Un hombre lo ha reconocido, lo ha saludado y ha empezado a caminar en dirección a nosotros. El Comandante me coge el brazo con más fuerza-. Tranquila -susurra-. No pierdas la calma.

Todo lo que tienes que hacer, me digo a mí misma, es mantener la boca cerrada y parecer estúpida. No es tan difícil.

El Comandante habla por mí, con este hombre y con los otros que vienen con él. No dice gran cosa sobre mí, no necesita hacerlo. Explica que soy nueva y ellos me miran, me descartan y se dedican a hablar de otras cosas. Mi disfraz ha cumplido con su función.

Él sigue sujetándome del brazo y, mientras habla, su columna se vuelve imperceptiblemente rígida, su pecho se ensancha, su voz adopta cada vez más la vivacidad y la jocosidad de la juventud. Se me ocurre que está exhibiéndose. Me está exhibiendo a mí ante ellos, y ellos lo comprenden y son lo suficientemente decorosos, mantienen las manos quietas pero me observan los pechos y las piernas como si no hubiera razón para no hacerlo. Pero también se está exhibiendo ante mí. Me está demostrando su dominio del mundo. Está quebrando las normas delante de narices, burlándose de ellos. Tal vez ha alcanzado ese estado de intoxicación que, según se dice, inspira el poder, ese estado que hace que algunos se sientan indispensables y crean que pueden hacer cualquier cosa, absolutamente lo que les plazca, cualquier cosa. Por segunda vez, cuando cree que nadie lo mira, me guiña el ojo.

Todo esto es una ostentación infantil, y una situación patética; pero es algo que comprendo.

Cuando se harta de la conversación vuelve a llevarme cogida del brazo, esta vez hasta un mullido sofá floreado, como los que antes había en los vestíbulos de los hoteles; de hecho, en este vestíbulo hay un dibujo floral que aún recuerdo, un fondo azul oscuro con flores rosadas de estilo art nouveau.

– Pensé que con esos zapatos -explica- tal vez tenias los pies cansados -tiene razón, y me siento agradecida. Me ayuda a sentarme, y se sienta a mi lado. Pone un brazo alrededor de mis hombros. La tela de su manga resulta áspera en contacto con mi piel, tan desacostumbrada estoy a que me toquen-. ¿Y bien? -prosigue-. ¿Qué te parece nuestro pequeño club?

Vuelvo a mirar a mi alrededor. Los hombres no forman una masa homogénea, como me pareció al principio. Junto a la fuente hay un grupo de japoneses vestidos con trajes de color gris claro, y en un rincón una mancha blanca: árabes ataviados con sus largas túnicas, sus tocados y las badanas de rayas.

– ¿Es un club? -pregunto.

– Bueno, así lo llamamos, entre nosotros. El club.

– Creí que este tipo de cosas estaba prohibido -comento.

– Oficialmente, sí -reconoce-. Pero al fin y al cabo todos somos humanos.

Espero que me dé más detalles pero, como no lo hace, le pregunto:

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que es imposible escapar a la Naturaleza -asegura-. En el caso de los hombres, la Naturaleza exige variedad. Es lógico, forma parte de la estrategia de la procreación. Es el plan de la Naturaleza -no respondo, de modo que continúa-. Las mujeres lo saben instintivamente. ¿Por qué en aquel entonces se compraban tantas ropas diferentes? Para hacerles creer a los hombres que eran varias mujeres diferentes. Una mujer nueva cada día.

Lo dice como si lo creyera, pero dice muchas cosas de esta manera. Tal vez las cree, tal vez no, o tal vez le ocurren las dos cosas al mismo tiempo. Es imposible saber lo que piensa.

– Por eso, ahora que no tenemos diferentes ropas -sugiero-, ustedes simplemente tienen diferentes mujeres -es una ironía, pero él no la capta.

– Esto resuelve un montón de problemas -dice sin inmutarse.

No le respondo. Empiezo a hartarme de él. Tengo ganas de mostrarme fría con él, de pasar el resto de la velada de mala cara y muda. Pero no puedo permitirme ese lujo, lo sé. Sea lo que fuere, esto al menos es una noche fuera.

Lo que realmente me gustaría hacer es charlar con las mujeres, pero comprendo que tengo pocas posibilidades de hacerlo.

– ¿Quiénes son estas personas? -pregunto.

– Esto sólo es para oficiales -me aclara-. De todas las ramas; y para altos funcionarios. Y delegaciones comerciales, por supuesto. Estimula el comercio. Es un sitio ideal para conocer gente. Fuera de aquí apenas se pueden hacer negocios. Intentamos proporcionar al menos lo mismo que pueden conseguir en cualquier otro sitio. También puedes enterarte de cosas, información. A veces un hombre le dice a una mujer cosas que jamás le contaría a otro hombre.

– No -puntualizo-. Me refiero a las mujeres.

– Oh -exclama-. Bueno, algunas de ellas son verdaderas prostitutas. Chicas de la calle- lanza una carcajada- de los tiempos pasados. No podrían ser asimiladas; de todos modos, la mayoría de ellas prefieren esto.

– ¿Y las otras? -pregunto.

– ¿Las otras? Bueno, tenemos toda una colección. Aquella de allí, la de verde, es socióloga. O era. Ésa era abogada, aquélla se dedicaba a los negocios, tenía un puesto ejecutivo en una especie de cadena de tiendas de comida para llevar, o tal vez eran hoteles. Me han dicho que si uno sólo tiene ganar de hablar, ella es la persona ideal para mantener una charla interesante. Ellas también prefieren estar aquí.

– ¿Prefieren esto a qué otra cosa? -pregunto.

– A las alternativas -responde-. Incluso tú podrías preferir esto a lo que tienes -dice en tono tímido, está buscando elogios, quiere que le haga cumplidos, y sé que la parte seria de la conversación ha llegado a su fin.

– No sé -digo, como analizando la posibilidad-. Debe de ser un trabajo duro.

– Tendrías que vigilar tu peso, eso no lo dudes -afirma-. Son muy estrictos con eso. Si llegas a engordar cuatro kilos, te envían a Solitario -¿está bromeando? Es lo más probable, pero no quiero saberlo-. Ahora -dice-, para ponerte a tono con el ambiente, ¿qué te parece un trago?

– No debo beber -le recuerdo-. Ya lo sabe.

– Por una vez no te hará daño -insiste-. Por otra parte, no sería normal que no lo hicieras. ¡Aquí dentro, nada de tabúes para la nicotina y el alcohol! Ya ves que aquí gozan de ciertas ventajas.

– De acuerdo -acepto. Para mis adentros estoy encantada con la idea, hace años que no bebo un trago.

– ¿Entonces qué pido? -me pregunta-. Aquí tienen de todo, e importado.

– Una tónica con ginebra -decido-. Pero suave, por favor. No querría ponerle en un aprieto.

– No lo harás -dice, sonriendo. Se pone de pie y, sorpresivamente, me coge la mano y me besa la palma. Luego se marcha en dirección al bar. Podría haber llamado a una camarera -hay unas cuantas, todas vestidas con minifalda negra y borlas en los pechos-, pero parecen tan ocupadas que es difícil que respondan a una señal.

Entonces la veo. Moira. Está de pie con otras dos mujeres, cerca de la fuente. Tengo que volver a mirarla con atención para asegurarme de que es ella. La miro entrecortadamente, con movimientos rápidos de los ojos, para que nadie lo note.

Está absurdamente vestida con un conjunto negro de lo que alguna vez fue raso brillante y ahora es una tela desgastada. No lleva tirantes y en el interior tiene un alambre que le levanta los pechos, pero a Moira no e sienta bien; es demasiado largo, lo que hace que un pecho le quede erguido y el otro no. Ella tironea distraídamente de la parte superior, para levantarlo. Lleva una bola de algodón en la espalda, la veo cuando se pone de perfil; parece una compresa higiénica que ha reventado como si fuera una palomita de maíz. Me doy cuenta que pretende ser un rabo. Lleva atadas a la cabeza dos orejas, no logro distinguir si son de conejo o de ciervo; una de las orejas ha perdido su rigidez, o el armazón de alambre, y está medio caída. Lleva una corbata de lazo en el cuello, medias negras de tul y zapatos negros de tacón alto. Siempre odió los tacones altos.

Todo el traje, antiguo y estrafalario, me recuerda algo del pasado, pero no logro deducir qué es. ¿Una obra de teatro, una comedia musical? Las chicas vestidas para Semana Santa, con trajes de conejo. ¿Qué significado tiene eso en este lugar, por qué se supone que los conejos son sexualmente atractivos para los hombres? ¿Cómo puede resultar atractivo un traje tan ruinoso?

Moira está fumando un cigarrillo. Da una calada y se lo pasa a la mujer de su izquierda, que tiene puesto un vestido de lentejuelas rojas con una larga cola terminada en punta y cuernos de plata: un traje de diablo. Ahora tiene los brazos cruzados delante del cuerpo, debajo de los pechos levantados con alambre. Se apoya en un pie, luego en el otro, deben de dolerle los pies. Tiene la columna ligeramente encorvada. Recorre la habitación con la mirada, pero sin interés. Éste debe de ser un escenario familiar.

Quiero que me mire, que me vea, pero su mirada se desliza sobre mí como si yo no fuera más que otra palmera, otra silla. Seguramente volverá a mirar, lo deseo con todas mis fuerzas, debe mirarme antes de que alguno de los hombres se acerque a ella, antes de desaparecer. La otra mujer que está con ella, la rubia de la mañanita color rosa con un adorno de piel gastada, ya tiene asignado un acompañante, ha entrado en el ascensor de cristal y ha subido hasta desaparecer de la vista. Moira vuelve a girar la cabeza, tal vez en busca de posibles clientes.

Debe de resultar duro quedarse allí sin que nadie la reclame, como si estuviera en un baile del colegio y la pasaran por alto. Esta vez sus ojos se fijan en mí. Me ve. Sabe que es mejor no reaccionar.

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