El cuento de la criada - Atwood Margaret 27 стр.


Deglen empieza a darse por vencida con respecto a mí. Cada vez susurra menos y habla más del tiempo. No lo lamento. Me siento aliviada.

CAPÍTULO 42

Están doblando las campanas; suenan a bastante distancia. Es la mañana, y hoy no hemos desayunado. Al llegar a la puerta principal, salimos formando filas de a dos. Hay un grueso contingente de guardias, Ángeles especialmente destacados, con equipos antidisturbios -los cascos con visores de plexiglás oscuro que les dan aspecto de escarabajos, las largas cachiporras, los botes de gas-, formando un cordón alrededor de la parte de afuera del Muro. Todo esto es por si se da algún caso de histeria. Los ganchos del Muro están vacíos.

Este es un Salvamento local, sólo de mujeres. Los Salvamentos siempre son separados. Éste fue anunciado ayer. No lo anuncian hasta un día antes. Es poco tiempo para acostumbrarse.

Avanzamos hacia donde suenan las campanas, por los senderos que alguna vez fueron usados por estudiantes, y pasamos junto a edificios que en otros tiempos fueron aulas y dormitorios. Resulta muy extraño estar aquí otra vez. Visto desde afuera, cualquiera diría que nada ha cambiado, excepto que las persianas de la mayoría de las ventanas están bajas. Ahora, estos edificios pertenecen a los Ojos.

Marchamos en fila por el amplio prado, frente a lo que antes era la biblioteca. La escalinata blanca sigue siendo la misma, y la entrada principal permanece inalterada. Sobre el césped han levantado una tarima de madera, semejante a la que solían poner cada primavera para la Ceremonia de la entrega de diplomas, hace años. Pienso en los sombreros que llevaban algunas de las madres y en las togas negras que se ponían los estudiantes, y en las rojas. Pero después de todo, esta tarima no es la misma; la diferencia está en los tres postes de madera que hay encima, y los lazos de cuerda.

En el frente de la tarima hay un micrófono; la cámara de la televisión está discretamente colocada a un costado.

Hasta ahora, sólo he estado en uno de estos actos, hace dos años. Los Salvamentos de Mujeres no son frecuentes. No son tan necesarios. En estos tiempos nos comportamos muy bien.

No quiero contar esta historia.

Ocupamos nuestros sitios en el orden de costumbre: las Esposas y las hijas en las sillas plegables de madera instaladas en la parte de atrás, las Econoesposas y las Marthas a los lados y en los escalones de la biblioteca, y las Criadas al frente, donde todos pueden vigilarnos. No nos sentamos en sillas sino que nos arrodillamos, y esta vez tenemos cojines pequeños, de terciopelo rojo, sin ninguna inscripción, ni siquiera la palabraFe.

Afortunadamente, el tiempo es bueno: no hace demasiado calor y el cielo está despejado. Seria lamentable tener que estar aquí de rodillas bajo la lluvia. Quizá por eso lo anuncian tan tarde, para prever qué tiempo hará. Es una razón tan buena como cualquiera.

Me arrodillo en mi cojín de terciopelo rojo. Intento pensar en esta noche, en hacer el amor en la oscuridad mientras la luz se refleja en las paredes blancas. Recuerdo haberlo hecho.

Hay un largo trozo de cuerda que se balancea como una serpiente frente a la primera fija de cojines, sobre la segunda, y llega hasta las filas de sillas curvándose como un río lento visto desde el aire. La cuerda es gruesa, de color marrón, y huele a alquitrán. El otro extremo de la cuerda se encuentra encima del escenario. Parece una mecha, o el hilo de un globo.

A la izquierda del escenario están las que van a ser salvadas: dos Criadas y una Esposa. No es habitual que haya Esposas, y muy a pesar mío miro a ésta con interés. Quiero saber lo que ha hecho.

Han sido colocadas aquí antes de que se abrieran las puertas. Todas están sentadas en sillas plegables de madera, como si fueran estudiantes graduadas que están a punto de recibir un premio. Tienen las manos sobre el regazo, como si las tuvieran cruzadas. Se balancean un poco, probablemente les han dado inyecciones o píldoras, para que no molesten. Es mejor que las cosas transcurran en calma. ¿Estarán atadas a las sillas? Con tanta ropa como llevan, es imposible saberlo.

Ahora la comitiva oficial se acerca al escenario y sube los escalones de la derecha; son tres mujeres: una Tía que va delante y, un paso más atrás, dos Salvadoras vestidas con capas y capuchas negras. Detrás de ellas están las otras Tías. Los murmullos cesan. Las tres mujeres se acomodan y se vuelven hacia nosotras; la Tía queda flanqueada por las dos Salvadoras vestidas de negro.

Es Tía Lydia. ¿Cuántos años hacía que no la veía? Había empezado a pensar que sólo existía en mi imaginación, pero aquí está, un poco más vieja. Desde aquí la veo perfectamente, veo las profundas arrugas a los costados de la nariz, la marca en el entrecejo. Parpadea, sonríe nerviosamente, mira con atención a derecha e izquierda examinando al público, levanta una mano y juguetea con su tocado. A través del sistema de altavoces nos llega un sonido extraño y estrangulado: ella se está aclarando la garganta.

He empezado a tiritar. El odio me llena la boca de saliva.

Sale el sol y el escenario y sus ocupantes se iluminan como un belén. Veo las arrugas debajo de los ojos de Tía Lydia, la palidez de las mujeres que están sentadas, las hebras de la cuerda que está frente a mí, las briznas de hierba. Exactamente delante de mí hay un diente de león del color de una yema de huevo. Estoy hambrienta. Las campanas dejan de repicar.

Tía Lydia se levanta, se alisa la falda con ambas manos y se acerca al micrófono.

– Buenas tardes, señoras -saluda, y se oye el instantáneo y ensordecedor zumbido del sistema de altavoces.

Parece increíble, pero entre nosotras surgen algunas carcajadas. Resulta difícil no reírse, es la tensión y la expresión irritada de Tía Lydia mientras ajusta el sonido. Se supone que esto es algo solemne-. Buenas tarde, señoras -repite, esta vez en tono metálico y apagado. El hecho de que diga señoras, en lugar de niñas, se debe a la presencia de las Esposas-. Estoy segura de que todas somos conscientes de las lamentables circunstancias que nos reúnen en esta hermosa mañana, y no me cabe duda de que todas preferiríamos estar haciendo otra cosa, al menos así es en mi caso; pero el deber es un verdadero tirano, tal vez en este caso debería decir tirana, y es en nombre del deber que hoy estamos aquí.

Prosigue en esta tónica durante unos minutos, pero no la escucho. He oído este discurso, o uno parecido, bastantes veces: los mismos lugares comunes, los mismos lemas, las mismas frases sobre la antorcha del futuro, la cuna de la raza, el deber que nos espera. Resulta difícil creer que después de este discurso no se produzca un amable aplauso y que no se sirvan té y pastas en el jardín.

Creo que eso era el prólogo. Ahora irá al grano.

Tía Lydia revuelve en su bolsillo y saca un trozo de papel arrugado. Le lleva un tiempo excesivo desplegarlo y echarle un vistazo. Es como si nos lo restregara por la nariz, haciéndonos saber quién es ella exactamente, obligándonos a mirarla mientras lee en silencio haciendo alarde de sus prerrogativas. Esto es una obscenidad, pienso. Acabemos con esto de una vez.

– En el pasado -dice- existía la costumbre de comenzar los Salvamentos con un detallado informe de los delitos por los cuales se condenaba a los prisioneros. Sin embargo, hemos considerado que un informe público de este tipo, especialmente cuando se trata de un acto televisado, es seguido invariablemente por un brote, si puedo llamarlo así, una ola casi diría, de delitos exactamente iguales. Así que hemos decidido, por el bien de todos, romper con esta práctica. Los Salvamentos se desarrollarán sin más explicaciones.

Se oye un murmullo colectivo. Los delitos de los demás son un lenguaje secreto entre nosotras. A través de ellos nos demostramos que, después de todo, nosotras seríamos capaces de cometerlos. No es una declaración popular. Pero nadie lo sabría mirando a Tía Lydia, que sonríe y parpadea, como abrumada por los aplausos. Ahora nos dejan que nos las arreglemos solas, que hagamos nuestras propias especulaciones. La primera, la que ahora levantan de su silla, las manos con guantes negros sobre la parte superior de los brazos: ¿por leer? No, sólo es una mano amputada, en la tercera condena. ¿Infidelidad, o un atentado contra la vida de su Comandante? O, más probablemente, contra la de la Esposa del Comandante. Eso es lo que estamos pensando. En cuanto a la Esposa, generalmente hay una sola razón por la que podrían someterla al Salvamento. Ellas pueden hacernos casi cualquier cosa, pera no están autorizadas a matarnos, al menos legalmente. Ni con agujas de tejer, ni con tijeras de jardín, ni con cuchillos hurtados de la cocina, y menos aún si estamos embarazadas. Podría ser adulterio, por supuesto. Siempre podría ser eso.

O intento de fuga.

– Decharles -anuncia Tía Lydia. No la conozco. La hacen avanzar; camina como si realmente se concentrara en la tarea, un pie, luego el otro, no hay duda de que está drogada. En su boca se dibuja una sonrisa descentrada y débil y contrae un costado de la cara en un guiño sin coordinación dirigido a la cámara. Por supuesto, no lo mostrarán, esto no es en directo. Las dos Salvadoras le atan las manos a la espalda.

Detrás de mí alguien tiene náuseas.

Por eso no nos dan el desayuno.

– Seguramente es Janine -susurra Deglen.

He visto esto antes, la bolsa blanca colocada sobre la cabeza, la mujer que es ayudada a subir al alto taburete como si la ayudaran a subir los escalones de un autobús, sostenida allí arriba, el lazo ajustado delicadamente alrededor de su cuello como una vestidura, y luego una patada al escabel para apartarlo. He oído el prolongado suspiro que se eleva a mi alrededor, un suspiro como el aire de un colchón hinchable, he visto a Tía Lydia colocar la mano sobre el micrófono para amortiguar los sonidos que llegan desde detrás de ella, me he inclinado hacia delante para tocar junto con las demás mujeres, con ambas manos, la cuerda que está delante de mí, esa cuerda peluda y pegajosa de alquitrán a causa del sol, y luego me he puesto la mano en el corazón para mostrar mi unidad con las Salvadoras, mi consentimiento y mi complicidad en la muerte de esta mujer. He visto los pies dando patadas y las dos que van vestidas de negro cogiéndose a ellos y tirando hacia abajo con todas sus fuerzas. No quiero verlo más. En cambio, miro el césped. Describo la cuerda.

CAPÍTULO 43

Los tres cuerpos quedan allí colgados; con los sacos blancos sobre sus cabezas parecen extrañamente estirados, como pollos colgados del pescuezo en el escaparate de una carnicería, como pájaros con las alas cortadas, como pájaros incapaces de volar, como ángeles destruidos. Es difícil quitarles los ojos de encima. Los pies cuelgan por debajo de los dobladillos de los vestidos, dos pares de zapatos rojos, un par de azules. Si no fuera por las cuerdas y los sacos, podría tratarse de una especie de danza, un ballet captado en el aire por una cámara fotográfica. Parecen puestas en orden. Como si fueran parte de un espectáculo. Debe de haber sido Tía Lydia la que puso a la de azul en el medio.

– El Salvamento de hoy ha concluido -anuncia Tía Lydia por el micrófono-. Pero…

Nos volvemos hacia ella, la escuchamos, la observamos. Siempre supo dónde hacer las pausas. Entre nosotras se produce un murmullo y un movimiento. Quizá va a ocurrir algo más.

– Pero debéis levantaros y formar un circulo -nos sonríe con expresión generosa y munificente. Está a punto de darnos algo. De concedernos algo-. En orden.

Nos está hablando a nosotras, a las Criadas. Algunas de las Esposas empiezan a irse, igual que algunas de las hijas. La mayoría de ellas se quedan, pero en la parte de atrás, apartadas, simplemente observando. No forman parte del circulo.

Dos Guardianes han avanzado y están enrollando la gruesa cuerda, quitándola de en medio. Otros quitan los cojines. Nos apiñamos sobre el césped, delante del escenario, algunas intentamos encontrar sitio en el frente, cerca del centro, unas cuantas empujan lo suficiente para abrirse paso hasta el centro, donde estarán protegidas. Es un error vacilar demasiado en un grupo como éste; te catalogan de persona poco entusiasta y carente de ardor. Aquí se produce un despliegue de energía, un murmullo, un estremecimiento de rapidez y furia. Los cuerpos se tensan, los ojos se vuelven más brillantes, como si apuntaran a algo.

No quiero estar delante, y tampoco detrás. No estoy segura de lo que ocurrirá, aunque presiento que será algo que no quiero ver de cerca. Pero Deglen me coge del brazo y me arrastra consigo; nos colocamos en la segunda línea, apenas protegidas por una delgada fila de cuerpos. No quiero ver pero tampoco retrocedo. He oído rumores, pero sólo los creo a medias. A pesar de todo lo que sé, me digo a mi misma: no llegarán a ese extremo.

– Ya conocéis las reglas de una Particicución -afirma Tía Lydia-. Esperaréis hasta que toque el silbato. Después de eso, lo que hagáis es asunto vuestro, hasta que yo vuelva a tocar el silbato. ¿Entendido?

Se produce un murmullo general, un asentimiento sin forma.

– Pues bien -dice Tía Lydia. Asiente con la cabeza y dos Guardianes, que no son los que han apartado la cuerda, se acercan desde detrás del escenario. Entre ambos llevan casi a la rastra a otro hombre. Éste también va vestido con uniforme de Guardián, pero no lleva puesta la gorra y tiene el uniforme sucio y desgarrado. Tiene la cara cortada y magullada, y llena de morados rojizos; está hinchado y lleno de bultos y le empieza a crecer la barba. No parece una cara, sino algún vegetal desconocido, un bulbo despedazado o un tubérculo, algo deformado. Incluso desde donde estoy puedo olerlo: huele a mierda y a vómito. Unos mechones de pelo rubio le caen sobre la cara, como si algo se los hubiera erizado. ¿Será el sudor seco?

Lo miro fijamente, con repugnancia. Parece borracho. Parece un borracho que ha estado en una pelea. ¿Por qué habrán traído aquí a un borracho?

– Este hombre -aclara Tía Lydia- ha sido condenado por violación -su voz se estremece a causa de la ira y deja entrever un tono triunfal-. Era un Guardián. Deshonró su uniforme. Abusó de su puesto de confianza. Su cómplice ya ha sido ejecutada. Como sabéis, la violación se castiga con la muerte. Deuteronomio, veintidós; versículos veintitrés y veintinueve. Debo añadir que este delito implicaba a dos de vosotras y que se realizó a punta de pistola. Y que fue brutal. No voy a ofender vuestros oídos con más detalles, excepto para decir que una mujer estaba embarazada y que el bebé murió.

Se oye un gemido entre nosotras; a pesar de mí misma, aprieto las manos. Esta violación es excesiva. El bebé también, después de todo lo que soportamos. Es verdad, hay un ansia de sangre; siento deseos de romper, de arrancar, de destrozar.

Empujamos hacia delante, nuestras cabezas giran de un lado a otro, nuestras fosas nasales se ensanchan olfateando la muerte, nos miramos mutuamente para ver nuestro odio. Se merecía algo peor que la muerte. El hombre gira la cabeza, atontado. ¿La habrá oído siquiera?

Tía Lydia aguarda un momento; luego sonríe levemente y se lleva el silbato a los labios. Lo oímos, estridente y prístino, un eco de una partida de voleibol de épocas pretéritas.

Los dos Guardianes sueltan los brazos del tercer hombre y retroceden. El hombre se tambalea -¿está drogado?- y cae de rodillas. Tiene los ojos arrugados en la carne hinchada, como si la luz fuera demasiado brillante para él. Lo han tenido encerrado en la oscuridad. Se lleva una mano a la mejilla, como para comprobar si aún está allí. Todo esto ocurre rápidamente, pero parece lento.

Nadie se mueve. Las mujeres lo miran con horror, como si fuera una rata medio muerta que se arrastra por el suelo de la cocina. Nos mira con los ojos entrecerrados, observa el círculo de mujeres rojas. Increíblemente, un costado de su boca se levanta… ¿será una sonrisa?

Intento penetrarlo con la mirada, ver dentro del rostro destrozado, averiguar cuál debe de ser su aspecto real. Supongo que tiene alrededor de treinta años. No es Luke.

Pero sé que podría haber sido él. Podría tratarse de Nick. Sé que, al margen de lo que haya hecho, no puedo tocarlo.

Dice algo. Sus palabras son poco claras, como si tuviera la garganta magullada, como si tuviera la lengua demasiado grande, pero igualmente lo oigo. Dice:

– Yo no…

Se produce un movimiento hacia delante, como si fuéramos una multitud en un concierto de música rock de otros tiempos y esperáramos a que se abrieran las puertas con esa urgencia que se apodera de nosotras. El aire está impregnado de adrenalina, todo nos está permitido, esto es la libertad, la siento en mi cuerpo, siento vértigo, una mancha roja se extiende por todas partes, pero antes de que la marea de ropas y cuerpos empiecen a golpearlo, Deglen se abre paso entre las mujeres dando codazos a diestra y siniestra y corre hacia él. Lo hace caer de costado y le patea la cabeza furiosamente, una, dos, tres veces, con golpes secos y certeros. Ahora se oyen gemidos, un sonido débil semejante a un gruñido, gritos, y los cuerpos rojos caen hacia delante y ya no veo nada, él ha quedado oculto por brazos, puños y pies. En algún sitio se oye un aullido, como el grito aterrorizado de un caballo.

Me quedo a cierta distancia, intentando mantener el equilibrio. Algo me golpea por detrás y me tambaleo. Cuando vuelvo a recuperar el equilibrio miro a mi alrededor y veo a las Esposas y a las hijas que se inclinan hacia delante en sus sillas, y a las Tías que observan con interés desde la plataforma. Desde allí arriba deben de tener mejor perspectiva.

Él se ha convertido en eso.

Deglen está otra vez a mi lado. Tiene la cara tensa y sin expresión.

– He visto lo que has hecho -le digo. Empiezo nuevamente a sentir conmoción, agravio, náusea. Barbarismo-. ¿Por qué lo hiciste? ¡Precisamente tú! Creí que…

– No me mires -me advierte-. Nos están vigilando.

– No me importa -replico. Estoy levantando la voz. No puedo evitarlo.

– Domínate -me aconseja. Finge apartarme cogiéndome del brazo y del hombro y acerca su cara a mi oreja-. No seas estúpida. Él no era un violador, era un político. Era uno de los nuestros. Lo dejé sin conocimiento. Le evité el dolor. ¿No ves lo que le están haciendo?

Uno de los nuestros, pienso. Un Guardián. Parece imposible.

Tía Lydia vuelve a tocar el silbato, pero las mujeres no se detienen de inmediato. Intervienen los dos Guardianes para apartarlas de lo que queda del hombre. Algunas quedan tendidas en el césped pues han sido golpeadas o pateadas por error. Otras se han desmayado. Las demás se dispersan de a dos o de a tres, o solas. Parecen aturdidas.

– Buscad vuestra pareja y formad fila -ordena Tía Lydia a través del micrófono. Unas pocas le obedecen. Una mujer se acerca a nosotras, caminando como si avanzara a tientas en la oscuridad: es Janine. Tiene una mancha de sangre en la cara y algunas más en la parte blanca de su tocado. Nos dedica una diminuta sonrisa. Tiene la mirada perdida.

– Hola -saluda-. ¿Cómo estás? -sujeta algo con la mano derecha. Es un mechón de pelo rubio. Ríe tontamente.

– Janine -le digo. Pero ahora se deja ir totalmente, como en una caída libre, en actitud de abandono.

– Que lo pases bien -dice y pasa junto a nosotras, en dirección a la entrada.

La observo. Ten cuidado, pienso. Ni siquiera siento pena por ella, aunque debería sentirla. Siento rabia. No me siento orgullosa por ello, ni por nada de todo esto. Pero eso es lo que cuenta.

Las manos me huelen a alquitrán caliente. Quiero regresar a la casa y subir al cuarto de baño y restregarme una y otra vez con el jabón duro y la piedra pómez para eliminar de mi piel cualquier rastro de este olor que me hace sentir enferma.

Y también estoy hambrienta. Parece monstruoso, pero sin embargo es verdad. La muerte me hace sentir hambre. Quizá es porque he quedado vacía; o quizá es el modo que tiene mi cuerpo de comprobar que estoy viva, y sigo repitiendo como en una plegaria: estoy, estoy. Aún estoy.

Quiero irme a la cama y hacer el amor, ahora mismo.

Pienso en la palabra fruición.

Me comería un caballo.

CAPÍTULO 44

Las cosas han vuelto a la normalidad.

¿Cómo puedo llamarle normalidad a esto? Aunque comparado con lo de esta mañana, es normal.

Para almorzar me dieron un bocadillo de pan moreno con queso, un vaso de leche, unas ramas de apio y peras en conserva. Un almuerzo de escolar. Me lo comí todo, no muy rápidamente, sino degustando de la exuberancia de sabores con la lengua. Ahora iré a la compra, como de costumbre. Casi espero ese momento ansiosamente. En cierto modo es un consuelo quebrar la rutina.

Salgo por la puerta de atrás y recorro el sendero. Nick está lavando el coche y lleva la gorra puesta de costado. No me mira. Ahora intentamos no mirarnos. Seguramente nos descubriríamos, incluso aquí al aire libre, donde nadie nos ve.

Me detengo en la esquina para esperar a Deglen. Se está retrasando. Finalmente, la veo venir, una silueta de ropa roja y blanca, como una cometa, caminando con paso uniforme, tal como nos han enseñado. La veo y al principio no noto nada. Pero a medida que se acerca me doy cuenta de que hay algo que no está bien. Tiene un aspecto raro. Ha cambiado de una manera indefinida; no está lastimada ni cojea. Es como si se hubiera encogido.

Cuando la tengo más cerca me doy cuenta. No es Deglen. Tiene la misma estatura, pero es más delgada, y su cara es beige en lugar de rosada. Se acerca a mí y se detiene.

– Bendito sea el fruto -me saluda. Imperturbable. Mojigata.

– Y que el Señor permita que se abra -contesto. Intento no revelar mi asombro.

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