El cuento de la criada - Atwood Margaret 9 стр.


Ahora nos está explicando que una red clandestina de espionaje ha sido desarticulada por un equipo de Ojos que trabajaba con un informante infiltrado. La red se dedicaba a sacar clandestinamente valiosos recursos nacionales por la frontera de Canadá.

«Han sido arrestados cinco miembros de la secta herética de los Cuáqueros», anuncia, sonriendo afablemente «y se esperan más arrestos».

En la pantalla aparecen dos cuáqueros, un hombre y una mujer. Parecen aterrorizados, pero intentan conservar cierta dignidad delante de la cámara. El hombre tiene una marca grande y oscura en la frente; a la mujer le han arrancado el velo y el pelo le cae sobre la cara. Ambos tienen alrededor de cincuenta años.

Ahora nos muestran una panorámica aérea de una ciudad. Antes era Detroit. Por debajo de la voz del locutor se oye el bramido de la artillería. En el cielo se dibujan columnas de humo.

– El restablecimiento de los Chicos del Jamón continúa como estaba previsto -dice el tranquilizador rostro rosado desde la pantalla-. Esta semana han llegado tres mil a la Patria Nacional Uno, y hay otros dos mil en tránsito.

¿Cómo hacen para transportar tanta gente de una sola vez? ¿En trenes, en autobuses? No nos muestran ninguna foto de esto. La Patria Nacional Uno es en Dakota del Norte. Sabrá Dios lo que se supone que tienen que hacer una vez que lleguen. Dedicarse a las granjas, teóricamente.

Serena Joy ya se ha hartado de noticias. Pulsa el botón impacientemente para cambiar de canal y aparece un bajo barítono, un anciano cuyas mejillas parecen ubres secas. Está cantando «Susurro de Esperanza». Serena apaga el televisor.

Esperamos. Se oye el tic-tac del reloj del vestíbulo, Serena enciende otro cigarrillo, yo subo al coche. Es la mañana de un sábado de septiembre, aún tenemos coche. Otras personas han tenido que vender el suyo. Mi nombre no es Defred, tengo otro nombre, un nombre que ahora nadie menciona porque está prohibido. Me digo a mí misma que no importa, el nombre es como el número de teléfono, sólo es útil para los demás; pero lo que me digo a mí misma no es correcto, y esto sí que importa. Guardo este nombre como algo secreto, como un tesoro que algún día desenterraré. Pienso en él como si estuviera sepultado. Está rodeado de un aura, como un amuleto, como un sortilegio que ha sobrevivido a un pasado inimaginablemente lejano. Por la noche me acuesto en mi cama individual, cierro los ojos, y el nombre flota exactamente allí, detrás de mis ojos, fuera del alcance, resplandeciendo en la oscuridad.

Es una mañana de sábado, en septiembre, y me pongo mi resplandeciente nombre. La niña que ahora está muerta se sienta en el asiento de atrás, con sus dos muñecas preferidas, su conejo de felpa, sucio de años y caricias. Conozco todos los detalles. Son detalles sentimentales, pero no puedo evitarlo. Sin embargo, no pensar demasiado en el conejo porque no puedo echarme a llorar aquí, sobre la alfombrilla china, respirando el humo que estuvo en el cuerpo de Serena. Aquí no, ahora no, puedo hacerlo más tarde.

Ella creía que salíamos de excursión, y de hecho en el asiento trasero, junto a ella, había un cesto con comida, huevos duros, un termo y todo. No queríamos que ella supiera a dónde íbamos realmente, no queríamos que, si nos paraban, cometiera el error de hablar y revelar algo. No queríamos que pesara sobre ella la carga de nuestra verdad.

Yo llevaba las botas de ir de excursión y ella sus zapatos de lona. Los cordones de sus zapatos tenían dibujados corazones de color rojo, púrpura, rosado y amarillo. Hacía calor para la época del año en que estábamos, algunas hojas ya empezaban a caer. Luke conducía, yo iba a su lado, el sol brillaba, el cielo era azul, las casas se veían confortables y normales, y cada una quedaba desvanecida en el pasado, desmoronada en un instante como si nunca hubiera existido, porque jamás volvería a verlas; al menos eso pensaba entonces.

No nos llevamos casi nada, no queremos dar la impresión de que nos vamos a algún lugar lejano o permanente. Los pasaportes son falsos, pero están garantizados: valen lo que hemos pagado por ellos. No podíamos pagarlos con dinero, por supuesto, ni ponerlos en la Compucuenta, pero usamos otras cosas: algunas joyas de mi madre, una colección de sellos que Luke había heredado de su tío. Este tipo de cosas pueden cambiarse por dinero en otros países. Cuando lleguemos a la frontera fingiremos que sólo haremos un viaje de un día; los visados falsos sólo sirven para un día. Antes de eso le daré a ella una píldora para dormir, y así cuando crucemos ya estará dormida. De ese modo no nos traicionará. No se puede esperar que un niño resulte convincente mintiendo.

No quiero que ella se asuste, ni que sienta el miedo que ahora me atenaza los músculos, tensa mi columna, me deja tan tirante que estoy segura de que si me tocan me romperé. Cada semáforo en rojo es como una agonía. Pasaremos la noche en un motel, o mejor dormiremos en el coche, a un costado de la carretera, y nos evitaremos las preguntas suspicaces. Cruzaremos por la mañana, pasaremos por el puente con toda tranquilidad, como si fuéramos al supermercado.

Entramos en la autopista sin peaje, rumbo al norte, y circulamos con poco tránsito. Desde que empezó la guerra, la gasolina es cara y escasea. Una vez fuera de la ciudad, pasamos el primer control. Sólo quieren ver el permiso. Luke supera la prueba: el permiso concuerda con el pasaporte; ya habíamos pensado en eso.

Otra vez en la carretera, me coge la mano con fuerza y me mira. Estás blanca como un papel me dice.

Así es como me siento: blanca, aplastada, delgada. Me siento transparente. Seguro que se puede ver a través de mí. Peor aún, ¿cómo podré apoyar a Luke y a ella si estoy tan aplastada, tan blanca? Siento que ya no me quedan fuerzas; se me escaparán de las manos, como si yo fuera de humo, o como si fuera un espejismo que se desvanece ante sus ojos. No pienses así, diría Moira. Si lo piensas, lograrás que ocurra.

Animo, dice Luke. Está conduciendo demasiado rápido. El nivel de adrenalina de su cabeza ha bajado. Está cantando. Oh, qué hermoso día, canta.

Incluso su canto me preocupa. Nos advirtieron que no debemos mostrarnos demasiado alegres.

CAPÍTULO 15

El Comandante golpea a la puerta. La llamada es obligatoria: se supone que la sala es territorio de Serena Joy, y que él debe pedir permiso para entrar. A ella le gusta hacerlo esperar. Es un detalle insignificante, pero en esta casa los detalles insignificantes tienen mucha importancia. Sin embargo, esta noche ella ni siquiera tiene tiempo de hacerlo porque, antes de que pueda pronunciar una palabra, él ha entrado. Quizá simplemente olvidó el protocolo, pero quizás lo ha hecho deliberadamente. Quién sabe lo que ella le dijo mientras cenaban, sentados a la mesa incrustada en plata. O lo que no le dijo.

El Comandante lleva puesto el uniforme negro, con el cual parece el guarda de un museo. O un hombre semiretirado, cordial pero precavido, que se dedica a matar el tiempo. Pero ésa es la impresión que da a primera vista. Si lo miras bien, parece un presidente de banco del Medio Oeste, con su caballo plateado liso y prolijamente cepillado, su actitud seria y la espalda un poco encorvada. Y además está su bigote, también plateado, y su mentón, un rasgo imposible de pasar por alto. Si sigues más abajo de la barbilla, parece un anuncio de vodka de una de esas revistas de papel satinado de los viejos tiempos.

Sus modales son suaves, sus manos grandes, de dedos gruesos y pulgares codiciosos, sus ojos azules y reservados, falsamente inofensivos. Nos echa un vistazo, como si hiciera el inventario: una mujer de rojo arrodillada, una de azul sentada, dos de verde de pie, un hombre solo, de rostro delgado, al fondo. Se las arregla para parecer desconcertado, como si no pudiera recordar exactamente cuántos somos. Como si fuéramos algo que ha heredado, por ejemplo un órgano victoriano, y no supiera qué hacer con nosotros. Ni para qué servimos.

Inclina la cabeza en dirección a Serena Joy, que no emite ni un solo sonido. Avanza hacia la silla grande de cuero reservada para él, se saca la llave del bolsillo y busca a tientas en la caja chapada en cobre y con tapa de cuero que está en la mesa, junto a la silla. Introduce la llave, abre la caja y saca un ejemplar de la Biblia de tapas negras y páginas de bordes dorados. La Biblia está guardada bajo llave, como hacía mucha gente en otros tiempos con el té para que los sirvientes no lo robaran. Es una estratagema absurda: ¿quién sabe qué haríamos con ella Si alguna vez le pusiéramos las manos encima? Él nos la puede leer, pero nosotros no podemos hacerlo. Giramos la cabeza en dirección a él, expectantes: vamos a escuchar un cuento para irnos a dormir.

El Comandante se sienta y cruza las piernas, mientras lo contemplamos. Los señaladores están en su sitio. Abre el libro. Carraspea, como si se sintiera incómodo.

– ¿Podría tomar un poco de agua? -dice dejando la Pregunta suspendida en el aire-. Por favor -agrega.

A mis espaldas, Rita o Cora -alguna de las dos- abandona su sitio en el cuadro familiar y camina silenciosamente hasta la cocina. El Comandante espera, con la vista baja. Suspira; del bolsillo interior de la chaqueta saca un par de gafas para leer, de montura dorada, y se las pone. Ahora parece un zapatero salido de un viejo libro de cuentos. ¿No tendrán fin sus disfraces de hombre benevolente?

Observamos cada uno de sus gestos, cada uno de sus rasgos.

Un hombre observado por varias mujeres. Debe de sentir algo muy extraño. Ellas observándolo todo el tiempo y preguntándose ¿y ahora qué hará? Retrocediendo cada vez que él se mueve, incluso aunque sea un movimiento tan inofensivo como estirarse para coger un cenicero. Juzgándolo, pensando: no puede hacerlo, no servirá, tendrá que servir, y haciendo esta última afirmación como si él fuera una prenda de vestir pasada de moda o de mala calidad que de todos modos hay que ponerse porque no hay ninguna otra cosa.

Ellas se lo ponen, se lo prueban, mientras él, a su vez, se las pone como quien se pone un calcetín, se las calza en su propio apéndice, su sensible pulgar de repuesto, su tentáculo, su acechante ojo de babosa que sobresale, se expande, retrocede y se repliega sobre sí mismo cuando lo tocan incorrectamente y vuelve a crecer agrandándose un poco en la punta, avanzando como si se internara en el follaje, dentro de ellas, ávido de visiones. Alcanzar la visión de este modo, mediante este viaje en la oscuridad que está compuesta de mujeres, de una mujer que puede ver en la oscuridad mientras él se encorva ciegamente hacia delante.

Ella lo observa desde el interior. Todas lo observamos. Es algo que realmente podemos hacer, y no en vano: ¿que sería de nosotras si él se quebrara o muriera? No me extrañaría que debajo de su dura corteza exterior se ocultara un ser tierno. Pero esto sólo es una expresión de deseos. Lo he estado observando durante algún tiempo y no ha dado muestras de blandura.

Pero ten cuidado, Comandante, le digo mentalmente. No te pierdo de vista. Un movimiento en falso y soy mujer muerta.

Sin embargo, debe de parecer increíble ser un hombre así

Debe de ser fantástico.

Debe de ser increíble.

Debe de ser muy silencioso.

Llega el agua, y el Comandante bebe.

– Gracias -dice.

Cora vuelve a instalarse en su sitio.

El Comandante hace una pausa y baja la vista para buscar la página. Se toma su tiempo, como si no se diera cuenta de nuestra presencia. Es como alguien que juguetea con un bistec, sentado junto a la ventana de un restaurante, fingiendo no ver los ojos que lo miran desde la hambrienta oscuridad a menos de un metro de distancia. Nos inclinamos un poco hacia él, como limaduras de hierro que reaccionan ante su magnetismo. Él tiene algo que nosotros no tenemos, tiene la palabra. Cómo la malgastábamos en otros tiempos.

El Comandante empieza a leer, pero parece que lo hiciera de mala gana. No es muy bueno leyendo. Quizá simplemente se aburre.

Es el relato de costumbre, los relatos de costumbre. Dios hablando a Adán. Dios hablando a Noé. Creced y multiplicaos y poblad la tierra. Después viene toda esa tontería aburrida de Raquel y Leah que nos machacaban en el Centro. Dame hijos, o me moriré. ¿Soy yo, en lugar de Dios, quien te impide el fruto de tu vientre? He aquí a mi sierva Bilhah. Ella parirá sobre mis rodillas, y yo también tendré hilos de ella. Etcétera, etcétera. Nos lo leían todos los días durante el desayuno, cuando nos sentábamos en la cafetería de la escuela a comer gachas de avena con crema y azúcar moreno. Tenéis todo lo mejor, decía Tía Lydia. Estamos en guerra y las cosas están racionadas. Sois unas niñas consentidas, proseguía, como si riñera a un gatito. Minino travieso.

Durante el almuerzo eran las bienaventuranzas. Bienaventurado esto, bienaventurado aquello. Ponían un disco, cantado por un hombre. Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos será el reino de los cielos. Bienaven turados los dóciles. Bienaventurados los silenciosos. Sabía que ellos se lo inventaban, que no era así, y también que omitían palabras, pero no había manera de comprobarlo. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

Nadie decía cuándo.

Mientras comemos el postre -peras en conserva con canela, lo normal para el almuerzo-, miro el reloj y busco a Moira, que se sienta a dos mesas de distancia. Ya se ha ido. Levanto la mano para pedir permiso. No lo hacemos muy a menudo, y siempre elegimos diferentes horas del día.

Una vez en los lavabos, me meto en el penúltimo retrete, como de costumbre.

¿Estás ahí?, susurro.

Me responde Moira en persona.

¿Has oído algo?, le pregunto.

No mucho. Tengo que salir de aquí, o me volveré loca. Siento pánico. No, Moira, le digo, no lo intentes. Y menos aún tú sola.

Simularé que estoy enferma. Envían una ambulancia, ya lo he visto.

Como máximo llegarás al hospital.

Al menos será un cambio. No tendré que oír a esa vieja bruja.

Te descubrirán.

No te preocupes, se me da muy bien. Cuando iba a la escuela secundaria, dejé de tomar vitamina C, y cogí escorbuto. En un primer momento no pueden diagnosticarlo. Después empiezas otra vez con las vitaminas, y te pones bien. Esconderé mis vitaminas.

Moira, no lo hagas.

No podía soportar la idea de no tenerla conmigo, para mí.

Te envían con dos tipos en la ambulancia. Piénsalo bien. Esos tipos están hambrientos, mierda, ni siquiera les permiten ponerse las manos en los bolsillos, existe la posibilidad de…

Oye, tú, se te ha acabado el tiempo, dijo la voz de Tía Elizabeth, al otro lado de la puerta. Me levanté y tiré de la cadena. Por el agujero de la pared aparecieron dos dedos de Moira. Tenía el tamaño justo para dos dedos. Acerqué mis dedos a los de ella y los cogí rápidamente. Luego los solté.

– Y Leah dijo: Dios me ha recompensado porque le he dado mi sierva a mi esposo -dice el Comandante. Deja caer el libro, que produce un ruido ahogado, como una puerta acolchada que se cierra sola, a cierta distancia: una ráfaga de aire. El sonido sugiere la suavidad de las finas páginas de papel cebolla, y del tacto contra los dedos. Suave y seco, como el papier poudre, gastado y polvoriento, antiguo, el que te daban con los folletos de propaganda en las tiendas donde vendían velas y jabón de diferentes formas: conchas marinas, champiñones. Como el papel de cigarrillos. Como pétalos.

El Comandante se queda con los ojos cerrados, como si estuviera cansado. Trabaja muchas horas. Sobre él recaen muchas responsabilidades.

Serena se ha echado a llorar. Logro oírla, a mis espaldas. No es la primera vez. Lo hace todas las noches en que se celebra la Ceremonia. Intenta no hacer ruido. Intenta conservar la dignidad delante de nosotros. La tapicería y las alfombrillas amortiguan el sonido, pero a pesar de ello podemos oírla claramente. La tensión que existe entre su falta de control y su intento por superarlo, es horrible. Es como tirarse un pedo en la iglesia. Como siempre, siento la necesidad imperiosa de soltar una carcajada, pero no porque piense que es divertido. El olor de su llanto se extiende sobre todos nosotros, y fingimos ignorarlo.

El Comandante abre los ojos, se da cuenta, frunce el ceño y hace caso omiso.

– Recemos un momento en silencio -dice el Comandante-. Pidamos la bendición y el éxito de todas nuestras empresas.

Inclino la cabeza y cierro los ojos. Oigo a mis espaldas la respiración contenida, los jadeos casi inaudibles, las sacudidas. Cómo debe de odiarme, pienso.

Rezo en silencio: Nolite te bastardes carborundorum. No sé qué significa, pero suena bien y además tendrá que servir porque no sé qué otra cosa puedo decirle a Dios. Al menos no lo sé ahora mismo. O, como solían decir antes, en esta coyuntura. Ante mis ojos flota la frase grabada en la pared de mi armario, escrita por una mujer desconocida con el rostro de Moira. La vi salir en dirección a la ambulancia, encima de una camilla transportada por dos Angeles.

¿Qué le pasa?, le pregunté en voz muy baja a la mujer que tenía a mi lado; una pregunta bastante prudente para cualquiera, excepto para una fanática.

Fiebre, dijo moviendo apenas los labios. Apendicitis, dicen.

Esa tarde yo estaba cenando albóndigas y picadillo. Mi mesa estaba junto a la ventana y pude ver lo que ocurría afuera, en el portal principal. Vi que la ambulancia volvía, esta vez sin hacer sonar la sirena. Uno de los Angeles bajó de un salto y le habló al guarda. Éste entró en el edificio; la ambulancia seguía aparcada y el Angel aguardaba de espaldas a nosotras, como le habían enseñado. Del edificio salieron dos Tías, con el guarda, y caminaron hacia la parte posterior de la ambulancia. Sacaron a Moira del interior, atravesaron el portal arrastrándola y la hicieron subir la escalinata sosteniéndola de las axilas, una a cada costado. Ella no podía caminar. Dejé la comida, no pude seguir; en ese momento, todas las que estábamos sentadas de ese lado de la mesa, mirábamos por la ventana. La ventana era de color verdoso, el mismo color de la tela metálica de gallinero que solían poner del lado de adentro del cristal. Seguid comiendo, dijo Tía Lydia. Se acercó a la ventana y bajó la persiana.

La llevaron a una habitación que hacía las veces de Laboratorio Científico. Ninguna de nosotras entraba allí voluntariamente. Después de eso, estuvo una semana sin poder caminar; tenía los pies tan hinchados que no le cabían en los zapatos. A la primera infracción, se dedicaban a tus pies. Usaban cables de acero con las puntas deshilachadas. Después le tocaba el turno a las manos. No les importaba lo que te hacían en los pies y en las manos, aunque fuera un daño irreversible. Recordadlo, decía Tía Lydia. Vuestros pies y vuestras manos no son esenciales para nuestros propósitos.

Moira tendida en la cama para que sirviera de ejemplo. No tendría que haberlo intentado, y menos con los Angeles, dijo Alma desde la cama contigua. Teníamos que llevarla a las clases. En la cafetería, a la hora de las comidas, robábamos los sobres de azúcar que nos sobraban y los hacíamos llegar por la noche, pasándolos de cama en cama. Probablemente no necesitaba azúcar, pero era lo único que podíamos robar. Para regalárselo.

Sigo rezando, pero lo que veo son los pies de Moira tal como los tenía cuando la trajeron. No parecían pies. Eran como un par de pies ahogados, inflados y deshuesados, aunque por el color cualquiera habría jurado que eran pulmones.

Oh, Dios, rezo. Nolite te bastardes carborundorum.

¿Era esto lo que estabas pensando?

El Comandante carraspea. Es lo que hace siempre para comunicamos que, en su opinión, es hora de dejar de rezar.

– Que los ojos del Señor recorran la tierra a lo largo y a lo ancho, y que su fortaleza proteja a todos aquellos que le entregan su corazón -concluye.

Es la frase de despedida. Él se levanta. Podemos retirarnos.

CAPÍTULO 16

La Ceremonia prosigue como de costumbre.

Me tiendo de espaldas, completamente vestida salvo el saludable calzón blanco de algodón. Si abriera los ojos, vería el enorme dosel blanco de la cama de Serena Joy -de estilo colonial y con cuatro columnas-, suspendido sobre nuestras cabezas como una nube combada, una nube salpicada de minúsculas gotas de lluvia plateada que, si las miras atentamente, podrían llegar a ser flores de cuatro pétalos. No vería la alfombra blanca, ni las cortinas adornadas, ni el tocador con su juego de espejo y cepillo de dorso plateado; sólo el dosel, que con su tela diáfana y su marcada curva descendente sugiere una cualidad etérea y al mismo tiempo material.

O la vela de un barco. Las velas hinchadas, solían decir, como un vientre hinchado. Como empujadas por un vientre.

Nos invade una niebla de Lirio de los Valles, fría, casi helada. Esta habitación no es nada cálida.

Detrás de mí, junto al cabezal de la cama, está Serena Joy, estirada y preparada. Tiene las piernas abiertas, y entre éstas me encuentro yo, con la cabeza apoyada en su vientre, la base de mi cráneo sobre su pubis, y sus muslos flanqueando mi cuerpo. Ella también está completamente vestida.

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