Decidamente tal vez - Strugackij Arkadij and Boris 10 стр.


Guardaron silencio, sentados, mirando las luces que se apagaban, una a una, en el edificio de doce pisos. Apareció Kaliam, maullando con suavidad. Saltó al regazo de Viecherovski, y ronroneó. Viecherovski lo acarició con la larga mano angosta, sin quitar la vista de las luces de la ventana.

— Pierde el pelo — previno Maliánov.

— No importa — respondió Viecherovski con suavidad.

Volvieron, a callar. Ahora, cuando no había un sudoroso Weingarten o un aterrorizado Zájar, con su abominable hijo, o el ordinario pero misterioso Glújov; cuando sólo quedaba Viecherovski, infinitamente sereno e infinitamente confiado, y sin esperar de nadie una decisión sobrenatural… ahora todo parecía un sueño o inclusive un extravagante cuento de hadas. Si en verdad había sucedido, bien, fue hacía mucho tiempo, y en realidad no ocurrió de verdad, se detuvo antes de empezar. Maliánov sintió inclusive un vago interés por ese protagonista de semificción: ¿lo sentenciaron a quince años, o era todo…?

Segunda Parte

CAPÍTULO 9

EXTRACTO 16…recordó a Snegovoi, y la pistola de su pijama, y el sello en la puerta.

— Escucha — dijo—, ¿mataron ellos de veras a Snegovoi?

—¿Quiénes? — respondió Viecherovski después de una pausa.

— Bueno, este… — empecé, y me interrumpí.

— Snegovoi, a juzgar por lo que se sabe, se suicidó —afirmó Viecherovski—. No pudo soportarlo.

—¿No pudo soportar qué?

— La presión. Eligió.

Ahora ya no era un cuento de hadas extravagante. Sentí dentro de mí el miedo familiar, y metí los pies bajo el cuerpo, en la silla, y me abracé las rodillas. Me acurruqué con tanta fuerza, que los músculos me crujieron. Era yo, y me estaba sucediendo a mí. No al principito Iván, ni a Iván el Tonto Sabio… ni a un protagonista de cuento de hadas… sino a mí. Viecherovski podía hablar, él estaba a salvo.

— Escucha — dije con los dientes apretados—. ¿Qué pasa contigo y Glújov? Tuvieron una conversación muy rara.

— Me encolerizó.

—¿Cómo?

Viecherovski no contestó enseguida.

— No se atreve a estar solo — dijo.

— No entiendo — dije, luego de pensarlo un poco.

— Lo que me irrita no es la forma en que hizo su elección — dijo Viecherovski con lentitud, como si pensara en voz alta—. ¿Pero por qué insistir en justificar su acción? Y no sólo justificarla, sino tratar de que los demás lo imiten. Le avergüenza ser débil entre gente fuerte, y quiere que ustedes también sean débiles. Piensa que de ese modo le resultará más fácil. Y hasta es posible que tenga razón, pero su actitud me enfurece.

Lo escuché, boquiabierto, y cuando terminó pregunté:

—¿Quiere decir que Glújov también está… bajo presión?

— Estaba bajo presión. Ahora se encuentra sencillamente aplastado.

— Espera un momento.

Viecherovski volvió el rostro hacia mí con lentitud:

—¿No entendiste?

—¿Qué quieres decir? El dijo… lo escuché con mis propios oídos… Quiero decir, se puede ver, sencillamente, que no soñó ni imaginó… ¡es evidente!

Pero ya no me parecía tan evidente. Muy por el contrario.

— Entonces no entendiste — replicó Viecherovski, mirándome con curiosidad—. Zájar sí. —Sacó la pipa por primera vez en la noche, y se puso a llenarla con tranquilidad—. Es extraño que no hayas entendido. Bien, resultó claro que estaba trastornado. Juzga tú mismo: al hombre le encantan las novelas de misterio, le encanta mirar televisión, hoy dan su espectáculo favorito, pero por algún motivo corrió a encontrarse con personas desconocidas… ¿para qué? ¿Para quejarse de sus dolores de cabeza? — Frotó un fósforo y encendió la pipa—. Y además, lo reconocí enseguida. — Una llama anaranjada bailó en sus ojos. Chupó la pipa—. Ha cambiado mucho. Antes era un cable cargado de electricidad… enérgico, excitable, sarcástico. Nada de esas prédicas al estilo de Rousseau, y nada de beber vodka. Primero sólo sentí pena por él, pero cuando comenzó a entonar las alabanzas de su nueva filosofía, me enfurecí.

Se concentró en la pipa.

Me hice una bola más apretada. De modo que así eran las cosas. El hombre había sido aplastado. Seguía con vida, pero ya no era el mismo hombre. Carne quebrada, espíritu quebrado. ¿Qué le hicieron que no pudo soportarlo? Pero supongo que existen presiones que ningún hombre es capaz de aguantar.

—¿Quieres decir que también condenas a Snegovoi? — inquirí.

— No condeno a nadie — replicó Viecherovski.

— Bien… Glújov te enfurece.

— No me entendiste — dijo Viecherovski con cierta impaciencia—. No me irrita la elección de Glújov. ¿Qué derecho tengo a irritarme por la elección que hizo un hombre que quedó solo, sin ayuda, sin esperanzas? Me encoleriza el comportamiento de Glújov después de su decisión. Repito: está avergonzado de su elección, y por eso — y sólo por eso— trata de convertir a los demás a su fe. En otras palabras, a causa de la imagen que tiene de sí mismo, aumenta la presión ya insoportable que experimenta. ¿Entiendes?

— Con la cabeza, sí.

Quise agregar que Glújov era perfectamente entendible, y que si se lo podía entender, también era posible perdonarlo; que Glújov estaba más allá del reino del análisis, en un reino en que sólo era aplicable la compasión, pero me di cuenta de que no tenía fuerzas para hablar. Temblaba. Sin ayuda y sin esperanzas. Sin ayuda y sin esperanzas. ¿Por qué yo? ¿Para qué? ¿Qué les hice yo? Debía continuar con mi parte de la conversación, y dije, apretando los dientes después de cada palabra:

— En fin de cuentas, existen presiones que ningún hombre de la tierra puede soportar.

Viecherovski respondió algo, pero no lo escuché o no lo entendí. Me daba cuenta de que ayer yo era un hombre, un miembro de la sociedad. Tenía mis propios problemas y preocupaciones, sí, pero mientras obedeciera a las leyes creadas por el sistema — y eso se había convertido en un hábito—, mientras obedeciese esas leyes, me encontraba protegido de todos los peligros imaginables por la policía, el ejército, los sindicatos, la opinión pública, y mis amigos y mi familia. Ahora, algo había enloquecido en el mundo que me rodeaba. De pronto estaba convertido en un siluro metido en una grieta, rodeado de vagas sombras monstruosas que ni siquiera necesitaban enormes mandíbulas abiertas… Un leve movimiento de sus aletas me haría polvo, me aplastaría, me haría puré. Y se me dejaba aclarado que mientras estuviese oculto en la grieta no podría ser tocado. Pero era mucho más aterrador que eso. Me hallaba separado de la humanidad tal como un cordero es separado del rebaño y arrastrado a alguna parte, por razones, desconocidas, en tanto que el rebaño, sin sospecharlo, sigue en sus cosas, se aleja aún más. Me habría sentido mucho mejor si hubiesen sido alienígenas belicosos, unos sanguinarios y destructivos agresores del espacio exterior, de las profundidades oceánicas, de la cuarta dimensión. ¡Habría sido uno de entre tantos; habría habido un lugar para mí, trabajo; estaría incluido en las filas! Pero estaba condenado a perecer ante la mirada de todos. Nadie vería nada, y cuando fuese destruido, convertido en polvo, todos se sorprenderían, y después se encogerían de hombros. Gracias a Dios que Irina no estaba allí. ¡Gracias a Dios que eso no la afectaba! ¡Una pesadilla! ¡Una increíble tontería! Sacudí la cabeza con tanta fuerza como me era posible.

—¿Todo este embrollo porque trabajo en la materia en difusión?

— En apariencia, sí —dijo Viecherovski.

Lo miré, horrorizado.

—¡Escucha, Fil, no tiene sentido! — exclamé, desesperado.

— Desde el punto de vista humano, ninguno — respondió Viecherovski—. Pero no es la gen le la que tiene algo contra tu trabajo.

—¿Y quién entonces?

— Otra vez con lo mismo… una pregunta tan buena como el oro — dijo Viecherovski, y fue tan poco de él, que reí nervioso. Histérico. Y escuché sus satisfechas risotadas marcianas.

— Oye — dije—, al demonio con ellos. Bebamos un poco de té.

Temí que respondiera que ya era hora de irse, que mañana tenía que presidir exámenes o terminar su capítulo, así que añadí enseguida:

—¿De acuerdo? Tengo una caja de golosinas escondida en alguna parte… Pensé: ¿por qué atiborrar con todas las cosas la cara de Weingarten? ¡Démonos una satisfacción!

— Con placer — dijo Viecherovski, y se puso de pie en el acto.

—¿Sabes? uno piensa y piensa — dije mientras íbamos a la cocina y ponía el agua—. Piensa y piensa, hasta que todo se vuelve negro. Eso es una equivocación. Eso fue lo que liquidó a Snegovoi. Ahora lo sé. Sentando en su departamento, a solas, con todas las luces encendidas, ¿pero de qué le sirvió? Ese tipo de oscuridad no se puede iluminar ni con todas las lámparas del mundo. Pensó y pensó, y luego algo chasqueó, y fue el final. No se puede perder el sentido del humor, ese es el asunto. En realidad es gracioso, ¿sabes?: todo ese poder, toda esa energía… nada más que para impedir que un hombre investigue qué sucede cuando una estrella cae en una nube de polvo. ¡Quiero decir, pienso en eso, Fil! Es gracioso, ¿no?

Viecherovski me miraba con una expresión desconocida.

—¿Sabes, Dmitri? — repuso—, no sé porqué, pero nunca consideré el aspecto humorístico de la situación.

—¿No? Pero cuando se piensa en eso… Ahí están, y empiezan a calcular cosas: cien megavatios en la investigación de los anélidos, setenta y cinco multivatios para llevar adelante este proyecto, y diez bastarán para detener a Maliánov. Y alguno objeta que diez no bastan. Después de todo, hay que enloquecerlo con llamados telefónicos; darle coñac y una mujer, y van dos. — Me senté con las manos apretadas entre las rodillas— No, en realidad es gracioso.

— Si — admitió Viecherovski—, por cierto que es gracioso, pero no mucho. La pobreza de tu imaginación resulta abrumadora. Me sorprende que hayas terminado por conseguir tus burbujas.

—¿Qué burbujas? No hay burbujas. Ni las habrá. Deja de acosarme, señor director. No vi nada, no oí nada, no veo nada malo, no oigo nada malo. Y de cualquier modo, mi trabajo oficial es con el espectrómetro IK. Todo lo demás es apenas la hibris de los intelectuales, un complejo de Galileo.

Guardamos silencio. La tetera comenzó a jadear con suavidad, e hizo un ruido de «pf-pf-pf», como si estuviese a punto de hervir.

— Bueno, está bien — dije—. Pobreza de imaginación. De acuerdo. Pero tienes que admitir que si olvidas los detalles diabólicos, todo el asunto resulta fascinante. En realidad parece como si existieran. La gente ha parloteado tanto, conjeturado tanto, mentido tanto en la invención de esos platillos idiotas, misteriosas explicaciones para las terrazas de Baalbek… y en verdad existen. Pero es claro que no tal como creíamos. De paso, yo siempre tuve la certeza de que cuando ellos se anunciaran, serían muy distintos de todo lo que habíamos inventado al respecto.

—¿Quiénes son «ellos»? — interrogó Viecherovski, distraído. Encendía la pipa.

— Los alienígenas — contesté—. O para usar el término científico, la supercivilización.

— Ahá —dijo Viecherovski—. Entiendo. Nadie sugirió nunca que pudiesen ser policías con pautas de conducta aberrantes.

— Muy bien, muy bien — dije. Me levanté y puse dos tazas y platillos para té—. Puede que mi imaginación sea pobre, pero tú no tienes ninguna.

— Es probable — convino Viecherovski—. Soy totalmente incapaz de imaginar algo que no puede existir. El flogisto, por ejemplo, o un termógeno, o, digamos, el éter universal. No, no, por favor, prepara un poco de té fresco. Y no escatimes.

— Sé cómo prepararlo — gruñí—. ¿Qué decías sobre el flogisto?

— Jamás creí en el flogisto. Y nunca creí en las supercivilizaciones. Tanto el flogisto como las supercivilizaciónes son demasiado humanos. Como en Baudelaire. Demasiado humanos, y por lo tanto animales. No son un producto de la razón, sino de la falta de razón.

—¡Un minuto! — exclamé, con la tetera en la mano y una caja de té de Ceilán en la otra—. Pero tú mismo admitiste que nos vemos ante una supercivilización.

— Nada de eso — replicó Viecherovski, inconmovible—. Lo admitieron ustedes. Yo sólo aproveché las circunstancias para reorientarlos.

El teléfono sonó en mi habitación. Me estremecí, dejé caer la tapa de la tetera, mascullé, mientras miraba a Viecherovski y la puerta, una y otra vez.

— Vé —dijo Viecherovski con calma—. Yo prepararé el té.

No tomé el teléfono enseguida. Tenía miedo. Nadie podía llamar, en especial a esa hora. ¿Tal vez un Weingarten borracho? El estaba solo. Tomé el aparato.

—¿Hola?

La voz de ebrio de Weingarten dijo:

— Bueno, es claro que no duermo. ¡Saludos, víctima de la supercivilización! ¿Cómo estás ahí?

— Muy bien — dije, con gran alivio—. ¿Y tú?

— Todo va a la perfección — anunció Weingarten—. Pasamos por el Astoria. El Austeria, ¿entiendes? Conseguimos una botella de medio litro, pero no pareció suficiente. Así que llevamos dos medios litros, o sea un litro, a casa, y ahora nos sentimos muy bien. ¿Quieres venir?.

— No — repuse—. Viecherovski todavía está aquí. Bebemos té.

— El té te tetera — rió Weingarten—. Bueno. Llama si pasa algo.

— No entiendo, ¿estás sólo, o con Zájar?

— Los tres — dijo Weingarten—. Es muy lindo. Así que si pasa algo ven. Te esperamos. — Y colgó.

Regresé a la cocina. Viecherovski servía el té.

—¿Weingarten? — interrogó.

— Sí, es agradable que algunas cosas sigan igual, aun en toda esta locura. La constancia de la locura. Nunca pensé que un Weingarten bebido fuese algo tan bueno.

—¿Qué dijo?

— Dijo «El té te tetera».

Viecherovski rió entre dientes Weingarten le gustaba. Muy a su manera, pero le gustaba. Consideraba a Weingarten un enfant terrible… un enfant terrible grande, sudoroso, ruidoso.

Rebusqué en la refrigeradora, y encontré una costosa caja de golosinas Dame Pique.

—¿Ves esto?

— Ohó —dijo Viecherovski, respetuoso.

Admiramos la caja.

— Saludos de la supercivilización — dijo—. ¡Oh, sí! ¿Qué estabas diciendo? El me confundió por completo. ¡Ah, ya recuerdo! Quiere decir que, después de todo esto, sigues afirmando…

— Ahá. Sigo afirmando. Siempre supe que no había supercivilizaciónes. Y ahora, después de todo esto, como dices tú comienzo a adivinar porqué no existen.

— Espera. — Dejé la taza—. Por qué, etc., etc., todo eso es teórico. Dime esto: si no es una supercivilización, si no son alienígenas, ¿qué es? — Estaba furioso—. ¿Sabes algo, o estás ejercitando la lengua, divirtiéndote con paradojas? Un hombre se suicidó, otro se convirtió en jalea. ¿De qué estas parloteando?

No, aun a simple vista se advertía que Viecherovski no se divertía con paradojas ni parloteaba. De pronto el rostro se le puso gris y pareció fatigado, y apareció en la superficie una tensión enorme, cuidadosamente oculta. O tal vez era empecinamiento… un empecinamiento salvaje, tenaz. Dejó de parecer el mismo. Por lo general su rostro se veía un tanto marchito, con una adormilada flaccidez aristocrática… pero ahora era duro como la piedra. Y volví a asustarme. Por primera vez se me ocurrió que Viecherovski no me acompañaba para darme apoyo moral. Y que no era por eso qué me había invitado a pasar la noche, y antes a trabajar en su departamento. Y aunque estaba muy asustado, de pronto experimenté una oleada de piedad, sin base alguna, por cierto, aparte de unos vagos sentimientos, y del cambio operado en su rostro.

Y entonces recordé, sin motivo, que tres años antes Viecherovski había sido hospitalizado, pero no por mucho tiempo…

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