Decidamente tal vez - Strugackij Arkadij and Boris 3 стр.


— Por supuesto, Dmitri — repuso Snegovoi, y palmeó a Maliánov en la espalda—. Es claro, mi querido amigo, es claro.

— Y esta es Lídochka — anunció Maliánov, señalando en dirección de ella—. La mejor amiga de mi esposa desde la escuela. De Odesa.

Snegovoi se obligó a girar hacia Lídochka, y preguntó:

—¿Se quedará mucho tiempo en Leningrado?

Ella respondió con cierta cortesía, y él hizo otra pregunta, algo relacionado con las Noches Blancas.

En una palabra, iniciaron su lujoso contacto, y Maliánov pudo quedarse tranquilo. No, no puedo beber. ¡Qué pena! Estoy volteado. Sin oír ni entender una sola palabra, contempló el horrible rostro de Snegovoi, corroído por los fuegos del infierno, y sufrió remordimientos de conciencia. Cuando el sufrimiento se volvió insoportable, se levantó en silencio; tomándose de las paredes, fue al cuarto de baño y se encerró con llave. Durante un rato se sentó en el borde de la bañera, en lúgubre desesperación, y luego abrió de lleno el agua fría y metió la cabeza bajo ella.

Cuando regresó, reanimado y con el cuello de la camisa mojado, Snegovoi se encontraba en medio de una tensa exposición del chiste de los dos gallos. Lídochka reía con fuerza, echaba la cabeza hacia atrás y dejaba al descubierto el cuello hecho-para-besar. Maliánov entendió que esa era una buena señal, aunque no se sentía bien dispuesto hacia personas que elevaban la cortesía al rango de un arte. Pero el lujo del contacto, como cualquier otro lujo, exigía ciertos gastos. Esperó mientras Lídochka reía, recogió la bandera a punto de caer y se lanzó en una serie de chistes astronómicos que no era posible que ninguno de los otros dos conociera. Cuando se le acabaron, Lídochka iluminó la situación con chistes sobre la playa. A decir verdad, no eran nada del otro mundo, y no sabía contarlos, pero sabía reír, y sus dientes eran chispeantes, y blancos como el azúcar. Luego, quién sabe por qué, la conversación pasó a la predicción del futuro. Lídochka les informó que una gitana le había dicho que tendría tres esposos y ningún hijo. ¿Qué haríamos sin las gitanas? murmuró Maliánov, y se jactó de que una gitana le había dicho que haría un trascendente descubrimiento sobre la interrelación de las estrellas con la difusión de la materia en la galaxia. Bebieron más Sangre de Toro helado, y de pronto Snegovoi prorrumpió en una extraña historia. Parece que se le había dicho que moriría a los ochenta y tres años en Groenlandia. («En la República Socialista de Groenlandia», bromeó Maliánov, pero Snegovoi respondió con calma: «No, sólo en Groenlandia».) Creía en eso con fatalismo, y su convicción irritaba a todos los que lo rodeaban. Una vez. durante la guerra, aunque no en el frente, uno de sus amigos, bebido, o mareado, como solían decir en esos días, se enfureció tanto con el asunto, que sacó la pistola, clavó el caño en la sien de Snegovoi y dijo:

— Ahora veremos — y amartilló el arma.

—¿Y? — preguntó Lídochka.

— Lo dejó muerto — bromeo Maliánov.

— El tiro falló —explicó Snegovoi.

— Tiene extraños amigos — dijo Lídochka, con tono de duda.

Había dado en el clavo. Arnóld Snegovoi hablaba muy pocas veces de sí, pero cuando lo hacía, era memorable. Y a juzgar por sus relatos, tenía, en verdad, amigos muy extraños.

Después Maliánov y Lídochka discutieron con acaloramiento, durante un rato, acerca de cómo podía terminar Arnóld en Groenlandia. Maliánov se inclinó por la teoría del accidente de aviación. Lídochka suscribió unas sencillas vacaciones turísticas. En cuanto al propio Arnóld, fumaba cigarrillo tras cigarrillo, sentado, con los labios purpúreos contraídos en una sonrisa.

Entonces Maliánov lo pensó y trató de servir un poco más de vino en las copas, pero descubrió que la botella ya estaba vacía. Estaba a punto de precipitarse en busca de otra, pero Arnóld lo detuvo. Era hora de irse, había entrado nada más que por un minuto. Lídochka, por otra parte, se mostraba dispuesta a continuar. Ni siquiera estaba achispada, la única huella del vino eran sus mejillas enrojecidas.

— No, no, amigos — dijo Snegovoi—, debo irme. — Se puso de pie con pesadez, y llenó la cocina con su corpachón—. Me voy. ¿Por qué no me acompañas, Dmitri? Buenas noches, Lídochka, fue un placer conocerla.

Atravesaron el vestíbulo. Maliánov continuaba tratando de convencerlo de que se quedase para otra botella, pero Snegovoi meneaba con decisión la cabeza gris, y mascullaba negativamente. En la puerta dijo en voz alta:

—¡Ah, sí! ¡Dmitri! Te prometí ese libro. Ven, te lo daré.

—¿Qué libro? — estuvo a punto de preguntar Maliánov, pero Snegovoi se llevó el gordo dedo a los labios y lo atrajo al rellano. El gordo dedo en los labios dejó atónito a Maliánov, y siguió a Snegovoi como una polilla a la llama. En silencio, aun tomando a Maliánov del brazo, Snegovoi encontró su llave en el bolsillo y abrió la puerta. En el departamento, las luces se hallaban encendidas: en el vestíbulo, en ambas habitaciones, en la cocina y aun en el cuarto de baño. Olía a tabaco rancio y a agua de colonia fuerte, y Maliánov se dio cuenta de súbito que nunca había estado allí, en los cinco años que se conocían. La habitación a la cual lo condujo Snegovoi era limpia y pulcra; todas las lámparas se encontraban encendidas: la araña de tres luces, la lámpara de pie, en el rincón, junto al sofá, y la lámpara de la mesita. Del respaldo de una silla colgaba una casaca con botones y charreteras de plata, y con una sarta de medallas, barras y condecoraciones. Resultaba que Arnóld Snegovoi era coronel. ¿Qué me dicen?

—¿Qué libro? — preguntó Maliánov por fin.

— Cualquiera — contestó Snegovoi con impaciencia—. Ten, toma este, y retenlo, o te lo olvidarás. Sentémonos un momento.

Confundido, Maliánov tomó de la mesa un grueso volumen. Lo apretó con fuerza bajo el brazo, y se hundió en el sofá, bajo la lámpara. Arnóld se sentó junto a él y encendió un cigarrillo. No miró a, Maliánov.

— Bien, es así… bueno… — comenzó a decir—. Pero ante todo, ¿quién es esa mujer?

—¿Lídochka? Ya te lo dije. La amiga de mi esposa. ¿Por qué?

—¿La conoces bien?

— No. La conocí hoy. Llegó con una carta. — Maliánov se interrumpió y preguntó, asustado—: ¿Por qué crees que es…?

— Yo haré las preguntas. No tengo tiempo. ¿En que trabajas ahora, Dmitri?

Maliánov recordó a Val Weingarten, y le brotó un sudor frío. Dijo, con una sonrisa irónica:

— Todos parecen interesarse hoy por mi trabajo.

—¿Quién más? — preguntó Snegovoi, y sus ojitos azules lo perforaron—. ¿Ella?

Maliánov sacudió la cabeza.

— No. Weingarten. Un amigo mío.

— Weingarten, Weingarten — repitió Snegovoi.

—¡No, no! — exclamó Snegovoi—. Lo conozco bien, estuvimos juntos en la escuela primaria, y seguimos siendo amigos.

—¿El apellido Gúbar significa algo para ti?

—¿Gúbar? No. ¿Qué pasa, Arnóld?

Snegovoi apagó el cigarrillo y encendió otro.

—¿Quién más hizo averiguaciones sobre tu trabajo?

— Nadie más.

— Y bien, ¿en qué estás trabajando?

Maliánov se enfureció. Se enfurecía siempre que estaba asustado.

— Escucha, Arnóld. No entiendo.

—¡Tampoco yo! Y quiero saber, tengo muchos deseos de saber. ¡Díme! Espera un momento. ¿Tú trabajo es secreto?

—¿Qué quiere decir, «secreto»? — replicó Maliánov con irritación—. Es simple y vulgar astrofísica y dinámica estelar. La simple, relación entre las estrellas y la difusión de la materia. ¡Ahí no hay nada de secreto, sólo que no me agrada hablar de mi trabajo hasta que he terminado!

— Estrellas y difusión de la materia. — Snegovoi lo repitió con lentitud, y se encogió de hombros. Está la hacienda, y está el agua. ¿Y no es secreto? ¿Ninguna parte?

— Ni una sola letra.

—¿Y estás seguro de que no conoces a Gúbar?

— No conozco a ningún Gúbar.

Snegovoi fumó en silencio junto a él, gigantesco, encorvado, aterrador. Al cabo habló.

— Bueno, bueno, parece que ahí no hay nada. He terminado contigo, Dmitri. Por favor, perdóname.

—¡Pero yo no terminé contigo! Sigo queriendo saber…

—¡No tengo derecho! — dijo Snegovoi con palabras secas, y cortó la conversación.

Es claro que Maliánov no habría dejado que las cosas quedasen así, pero entonces vio algo que le hizo morderse la lengua En el bolsillo izquierdo de los pantalones de Snegovoi se vía un bulto, y del bolsillo asomaba el muy definitivo mango de una pistola. Una pistola grande. Como una gigantesca Colt 45 de las películas. Y esa Colt mató el deseo de Maliánov, de hacer más preguntas. En cierto modo, resultaba muy claro que había algo sospechoso, y que él no era quien debía hacer las preguntas. Y Snegovoi se puso de pie y dijo:

— Y bien, Dmitri. Me iré mañana por la mañana.

CAPÍTULO 3

EXTRACTO 5…yacía de espaldas, y despertaba poco a poco. Los camiones rodaban con estrépito al otro lado de la ventana, pero en el departamento reinaba el silencio. Los restos de la insensata noche de la víspera eran un ligero zumbido en la cabeza, un regusto metálico en la boca y una desagradable astilla en el corazón, o en el alma, o donde demonios doliera. Había comenzado a explorar qué era la astilla, cuando se escuchó un cuidadoso golpe en la puerta. Debía de ser Arnóld con sus llaves, supuso, y corrió a atender.

Camino a la puerta, notó que la cocina estaba limpia, y que la puerta de la habitación de Bóbchik se hallaba cerrada. Debe de haberse levantado, lavado los platos, y vuelto a acostarse, pensó.

Mientras forcejeaba con la cerradura, hubo otro delicado timbrazo.

— Ya va, ya va — dijo con la voz enronquecida por el sueño—. Un minuto, Arnóld.

Pero resultó ser otro. Un desconocido se frotaba los pies en la alfombra de goma. El joven usaba jeans, una camisa negra con las mangas arrolladas y grandes anteojos para el sol. Como los Tontón Macoute, la policía secreta haitiana. Maliánov vio que en el rellano, junto al ascensor, había otros dos Tontón Macoutes con gafas oscuras, pero antes que tuviese tiempo de preocuparse de ellos, el primer Tontón Macoute dijo:

— Del Departamento de Investigaciones Criminales — y entregó a Maliánov una libretita. Abierta.

«¡Espléndido!», pensó Maliánov. Todo estaba claro. Habría debido esperarlo. Se sintió molesto. En calzoncillos, se encontraba ante, el Tontón Macoute del Departamento de Investigaciones Criminales y miraba el librito, aturdido. Había una foto, algunos sellos y firmas, pero sus sensaciones embotadas sólo permitieron pasar un dato pertinente: «Oficina del Ministerio de Asuntos Internos». En letras grandes.

— Sí, es claro, pase — masculló—. Pase. ¿Qué ocurre?

— Hola — dijo el Tontón Macoute con extrema cortesía—. ¿Usted es Dmitri Alexéievich Maliánov?

— Sí.

— Me gustaría hacerle algunas preguntas, si no le molesta.

— Por favor, hágalo. Espere, mi cuarto no está ordenado. Acabo de levantarme. ¿Le molestaría pasar a la cocina? No, allí da el sol, ahora. Bien, entre aquí, limpiaré en un santiamén.

El Tontón Macoute entró en la habitación principal y se detuvo en el centro con modestia, miró francamente en torno mientras Maliánov acomodaba la cama, se ponía una camisa y un par de jeans, y abría las persianas y las ventanas.

— Siéntese aquí, en la butaca. ¿O estará más cómodo ante el escritorio? ¿Qué problema hay?

El Tontón Macoute pisó con cuidado los papeles dispersos por el suelo, se sentó en la butaca, y depositó su carpeta sobre su regazo.

— Su pasaporte, por favor.

Maliánov revisó el cajón del escritorio y extrajo su pasaporte.

—¿Quién más vive aquí? —preguntó el Tontón Macoute mientras examinaba el pasaporte.

— Mi esposa, mi hijo… pero ahora se encuentran ausentes. Están en Odesa, de vacaciones, en casa de los padres de ella.

El Tontón Macoute dejó el pasaporte sobre la carpeta, y se quitó los anteojos. Un tipo de exterior perfectamente normal. Y ningún Tontón Macoute. Un vendedor, tal vez. O un mecánico de aparatos de TV.

— Conozcámonos — dijo—. Soy investigador superior del DIC. Me llamo Igor Petróvich Zíkov.

— Un placer.

Entonces recordó que él, maldito sea, no era un criminal, y que el, maldito sea, era un científico universitario superior, y Doctor en Filosofía. Y que tampoco era un chiquillo. Cruzó las piernas, se puso cómodo y dijo con frialdad:

— Escucho.

Igor Zíkov levantó la carpeta con ambas manos, cruzó las piernas, volvió a poner la carpeta sobre la rodilla y dijo:

—¿Conoce a Arnóld Pávlovich Snegovoi?

La pregunta no sorprendió a Maliánov. Por algún motivo — un motivo inexplicable—, sabía que le preguntarían por Val Weingarten o por Arnóld Snegovoi. Y por lo tanto podía contestar con frialdad.

— Sí. Conozco al coronel Snegovoi.

—¿Y cómo sabe que es coronel? — interrogó Zíkov enseguida.

— Bueno, quiero decir… — Maliánov evitó una respuesta directa—. Nos conocemos desde hace mucho tiempo.

—¿Cuánto?

— Bien, cinco años, creo. Desde que se mudó a este edificio.

—¿Y en qué circunstancias se conocieron?

Maliánov trató de recordar. ¿Cuáles habían sido las circunstancias? Maldición. ¿Cuándo le llevó la llave por primera vez? No. entonces ya nos conocíamos.

— Hmm — dijo, descruzando las piernas y rascándose la nuca—. ¿Sabe? no recuerdo. Recuerdo esto. El ascensor no funcionaba, e Irina, mi esposa, volvía de la tienda con comestibles y el niño. Arnóld Snegovoi la ayudó con los paquetes y el chico. Bien, ella lo invitó a pasar. Creo que vino esa misma noche.

—¿Iba de uniforme?

— No — repuso Maliánov con certidumbre.

— Bien. ¿Y desde entonces se hicieron amigos?

— Bueno, amigos es una palabra demasiado fuerte. Aparece de vez en cuando… pide prestados libros, los presta, a veces bebemos una taza de té. Y cuando se va por sus negocios, nos deja las llaves.

—¿Por qué?

—¿Qué quiere decir por qué? Uno nunca…

Pero en realidad, ¿por qué dejaba las llaves? Nunca se me ocurrió preguntármelo. Supongo que por las dudas, tal vez.

— Por las dudas, tal vez — dijo Maliánov—. Es posible que aparezcan sus parientes… o algún otro.

—¿Alguna vez vino alguien?

— No… Que yo recuerde, no. Por lo menos mientras estuve aquí. Quizá mi esposa sepa algo en ese sentido.

Igor Zíkov asintió, pensativo, y luego inquirió:

— Bien, ¿y alguna vez hablaron de ciencia, de su trabajo?

Otra vez el trabajo.

—¿Del trabajo de quién? — preguntó Maliánov, sombrío.

— Del de él, por supuesto. Era físico, ¿no?

— No tengo la menor idea. Yo creía que estaba en cohetería.

Antes de terminar la frase le brotó un sudor frío. ¿Qué quería decir era? ¿Por qué el tiempo pretérito? No dejó la llave. Dios, ¿qué habría ocurrido? Estaba a punto de gritar a todo pulmón: «¿Qué quiere decir era?», pero Zíkov lo dejó pasmado. Con el veloz movimiento de un esgrimista, estiró el brazo y tomó una libreta de debajo de la nariz de Maliánov.

—¿De dónde sacó esto? — preguntó, y el rostro se le volvió más viejo—. ¿De dónde lo sacó?

— Apenas una…

—¡Siéntese! — gritó Zíkov. Sus ojos azules recorrieron el semblante de Maliánov—. ¿Cómo llegaron estos datos a sus manos?

—¿Qué datos? — murmuró Maliánov—. ¿De qué demonios de datos me habla? — rugió—. Esos son mis cálculos.

— Estos no son sus cálculos — replicó Zíkov con frialdad, y levantando la voz a su vez—. ¿De dónde salió este gráfico?

Le mostró la página desde lejos, y señaló una línea retorcida.

—¡De mi cabeza! — vociferó Maliánov—. ¡De aquí! —Se golpeó la sien con el puño—. ¡Es la dependencia de la densidad respecto de la distancia hasta la estrella!

—¡Esta es la línea de crecimiento de los delitos en nuestro distrito, en el último trimestre! — anunció Zíkov.

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