Decidamente tal vez - Strugackij Arkadij and Boris 8 стр.


Parecía como si lo hubiese analizado hacía tiempo, y fuera a aclararlo todo, enseguida, siempre que, por supuesto, dejaran de interrumpirlo y le permitiesen hablar. Pero no aclaró nada… Calló y miró el frasco vacío de los arenques.

Todos guardaron silencio. Luego Gúbar habló con suavidad.

— No hago más que pensar en Snegovoi. Quiero decir… es probable que también a él le hayan ordenado dejar su trabajo… ¿y cómo podía hacerlo? Era un militar… Su trabajo era…

—¡Tengo que hacer pis! — anunció el chico, y cuando Gúbar suspiró y lo llevó al excusado, agregó en voz alta—. ¡Y también lo otro!

— No, amigo, no te precipites — volvió a decir Weingarten—. Imagina por un segundo que existe sobre la tierra un grupo de criaturas lo bastante poderosas para hacernos estas bromas. Digamos que es la Unión de los Nueve. ¿Qué les importa a ellos? Poner fin a ciertos trabajos en cierto campo, que lleva a ciertas metas. ¿Cómo lo sabes? Tal vez haya en Leningrado otras cien personas que se están volviendo locas como nosotros. Y como nosotros, temen admitirlo. Algunas tienen miedo, y otras turbación. ¡Y hasta es posible que algunas se sientan felices! Están haciendo atrayentes ofrecimientos, ¿sabes?

— A mí no me hicieron ofrecimientos atrayentes — dijo Maliánov, melancólico.

—¡Y eso también es intencional! Eres un babieca, no te interesa el dinero. Ni siquiera sabes cómo sobornar a la persona que corresponde en el momento oportuno. Todo el mundo es un enorme obstáculo para ti. Todas las mesas están reservadas en un restaurante, y eso es un obstáculo. Hay una cola para conseguir entradas, y eso es un obstáculo. Alguien tiene ciertos tratos con tu esposa y…

—¡Está bien! ¡Basta! No necesito una disertación.

— No. Tranquilízate, amigo. Es una suposición muy posible. Y significa, es claro, que son enormes, fantásticamente poderosos… pero maldito sea, la hipnosis y la sugestión existen, ¡e inclusive, hasta la sugestión telepática! No amigo, imagina: hay una raza, una raza antigua, sabia, y quizá ni siquiera humana… nuestros competidores. Han estado esperando con paciencia, reuniendo datos, preparándose. Y ahora deciden asestar el coup de grace. Y fíjate: no en guerra franca, sino de modo mucho más inteligente. Se dan cuenta de que crear montañas de cadáveres es inútil, bárbaro y peligroso también para ellos. Y entonces resuelven actuar con cuidado, con un escalpelo, en el sistema nervioso central, el cimiento de todos los cimientos, la investigación más promisoria. ¿Entiendes?

Maliánov lo escuchó y no lo escuchó. Una sensación desagradable le subía por la garganta. Quería cerrar los oídos, irse, acostarse, tenderse, ocultar la cabeza bajo una almohada. Era el miedo.

Y no el miedo común y corriente, sino el Miedo Negro. Vete de aquí. Corre para salvar la vida. Déjalo todo, escóndete, entiérrate, ahógate. Eh, tú, se gritó a sí mismo. ¡Despierta, idiota! No puedes hacer eso, morirás. Y habló con cierto esfuerzo.

— Lo entiendo, pero es una tontería.

—¿Por qué?

— Porque es un cuento de hadas. — Se le puso ronca la voz, y tosió—. Para lectores jóvenes. ¿Por qué no lo escribes y lo llevas a Publicaciones Fogata? Asegúrate de que el pionero Vasia destruya a la pandilla maligna, al final, y salve al mundo.

— Muy bien — dijo Weingarten con serenidad—. ¿Esas cosas nos sucedieron?

— Bueno, sí.

—¿Los sucesos fueron fantásticos?

— Bien, digamos que lo fueron.

— Y entonces, amigo, ¿cómo esperas explicar acontecimientos fantásticos sin hipótesis fantásticas?

— No sé nada de eso — replicó Maliánov—. Ustedes dos tuvieron sucesos fantásticos. Y tal vez estuvieron bebiendo como locos durante las dos últimas semanas. A mí no me ocurrió nada fantástico. Yo no bebo.

El rostro de Weingarten se puso rojo como una remolacha, y golpeó en la mesa con el puño y gritó:

—¡Maldición, tienes que creernos, si no nos creemos unos a otros, maldición, todo se irá al demonio! ¡Tal vez esos canallas cuentan con eso, maldición! Que no nos creamos unos a otros, que terminemos aislados, cada uno para ser manipulado como se les ocurra.

Gritaba y bramaba con tanta furia, que Maliánov se amedrentó.

Y hasta se olvidó del Miedo Negro.

— Bueno, muy bien — dijo—, vamos, basta, no te pongas histérico. Fue un error de mi parte, lo siento, lo siento, no lo dije en serio. — Gúbar regresó del excusado y los miró, aterrorizado.

Terminados sus gritos, Weingarten se levantó de un salto, tomó de la refrigeradora una botella de agua mineral, le arrancó con los dientes la tapa de plástico y bebió de la botella. El agua carbonatada le corrió por las velludas mejillas gordas, y en el acto apareció en forma de sudor en su frente y en sus peludos hombros desnudos.

— Quiero decir que lo que en verdad pensaba — dijo Maliánov, apaciguador— es que no me gusta que las cosas imposibles se expliquen por causas imposibles. ¿Sabes? la navaja de Occam. De lo contrario te sale Dios sabe qué.

— Bien, ¿y qué sugieres? — interrogó Weingarten, aplacado, metiendo bajo la mesa la botella vacía.

— No tengo sugestiones. Si las tuviera, te las diría. Mi cerebro ha quedado paralizado por el temor. Sólo que me parece que si en verdad son tan todopoderosos, habrían podido arreglar todo el asunto con mucha mayor sencillez.

—¿Cómo, por ejemplo?

— Oh, no sé. Bien, habrían podido envenenarte con conservas podridas. Y a Zájar… una descarga de mil voltios. Y de todos modos, ¿por qué molestarse siquiera con tanta matanza y terror? Y si son telépatas tan competentes, podrían hacernos olvidarlo todo, fuera de las matemáticas más sencillas. O crear un reflejo condicionado: en cuanto nos sentamos a trabajar, tenemos colitis, o influenza: nos chorrea la nariz, nos duele la cabeza. O eccema. Hay muchísimas cosas. En silencio, con tranquilidad; nadie se habría enterado.

Weingarten esperó a que terminase.

— Mira, Dmitri, tienes que entender una cosa…

Pero Zájar no lo dejó terminar.

—¡Un momento! — suplicó, extendiendo las manos como para empujar a Weingarten y Maliánov a sus respectivos rincones—. Déjenme hablar mientras puedo recordarlo. ¿Quieres esperar, Val, y dejarme hablar? Es sobre las jaquecas. Acabas de mencionarlas, Dmitri. ¿Saben? el año pasado me hospitalizaron.

Resultó que el año anterior estuvo en el hospital porque algo andaba mal en su sangre, y compartió una habitación con ese Vladen Semiónovich Glújov, un orientalista. Glújov estaba allí por problemas cardíacos, pero no se trataba de eso. Se trataba de que trabaron amistad, y que cuando salieron se encontraban de vez en cuando. Y dos meses atrás el mismo Glújov se quejó a Gúbar de que tenía ese enorme proyecto para el cual hacía diez años que reunía materiales, y que todo se iba al demonio por algo muy extraño que le sucedía. A saber: en cuanto se sentaba a escribir acerca de sus investigaciones, la cabeza le dolía espantosamente, hasta el punto de la náusea y de los accesos de desvanecimiento.

— Y sin embargo podía pensar libremente en su trabajo — continuó Zájar—, leer materiales e inclusive, creo, hablar de eso… aunque no estoy seguro, y no quiero mentirles. Pero no le era posible escribir. Y después de lo que dijiste tú, Dmitri…

—¿Conoces su dirección? — preguntó Weingarten.

— Sí.

—¿Tiene teléfono?

— Sí. Tengo su número.

— Adelante. Invítalo a venir. Es uno de los nuestros.

Maliánov se levantó de un salto.

—¡Vete al demonio! — gritó—. ¡Estás demente! No puedes hacer eso. Tal vez sea nada más que una cosa.

— Todos tenemos una cosa.

—¡Val, es un orientalista! ¡Un campo distinto por completo!

— Es el mismo, amigo, juro que es el mismo.

—¡No lo hagas! Zájar, siéntate, no le prestes atención. Está totalmente ebrio.

Resultaba horrible e imposible imaginar a un normal y total desconocido entrando en esa cocina calurosa, repleta de humo, para hundirse en la absoluta locura, terror y borrachera.

— Oigan, ¿por qué no hacemos esto? — insistió Maliánov—. ¿Por qué no llamamos a Viecherovski? Juro que será mucho mejor.

Weingarten no opuso objeciones.

— Muy bien — dijo—. Es una buena idea, llamar a Viecherovski. Viecherovski tiene una cabeza sobre los hombros. Zájar, ve a llamar a tu Glújov, y después llamaremos a Viecherovski.

Maliánov, desesperado, no quería a ningún Glújov. Rogó, suplicó, insistió en que estaba en su casa, y que los echaría a todos a puntapiés. Pero era inútil oponerse a Weingarten. Zájar salió a llamar a Glújov, y el chico se deslizó del taburete y lo siguió como una sombra.

CAPÍTULO 7

EXTRACTO 14…el hijo de Zájar, cómodamente instalado en un rincón de la cama, adornó la sesión con ocasionales lecturas de la Enciclopedia médica popular, que Maliánov le había entregado para tenerlo tranquilo. Viecherovski, notablemente elegante en contraste con el sudoroso y desgreñado Weingarten, escuchó y miró con curiosidad al extraño chico, enarcando muy altas las rojas cejas. Todavía no había dicho nada de peso… hizo un par de preguntas que a Maliánov (y no sólo a Maliánov) le parecieron impertinentes. Por ejemplo, sin motivo alguno, le preguntó a Zájar si tenía conflictos frecuentes con sus inspectores, y a Glújov si le gustaba ver televisión. (Resultó que Zájar nunca tenía conflictos con nadie, así era su personalidad, y que a Glújov le gustaba ver la televisión, y no sólo le gustaba, sino que no podía resistirla.)

En verdad, Glújov le gustó a Maliánov. En general, a Maliánov no le agradaba ver a personas nuevas en compañía de los de antes; siempre temía que mostrasen algún mal comportamiento, y que se sintiera molesto por ellos. Pero Glújov estaba bien. Era muy afable y nada amenazador… un hombrecito flaco, de nariz respingada, de ojos rojizos ocultos tras gruesos lentes. Cuando llegó, bebió, feliz, la copa de vodka que le ofreció Weingarten, y se entristeció a las claras cuando se enteró de que era la última que había en la casa. Cuando se le interrogó, escuchó a cada uno con atención, inclinó la cabeza hacia la derecha, como un profesor, y también miró hacia la derecha.

— No, no — respondió con tono de disculpa—. No, nada de eso me sucedió a mí. Por favor, ni siquiera puedo imaginarme algo por el estilo. ¿Mi tesis? Me temo que es demasiado ajena a ustedes: «La influencia cultural de EE.UU. en Japón: intento de análisis cualitativo y cuantitativo». Sí, mis dolores de cabeza parecen ser una idiosincrasia; hablé de ellos con grandes doctores… un caso raro, dicen.

En términos generales, fracasaron con Glújov, pero no importaba, era bueno que estuviese allí. Era un tipo con los pies en la tierra. Bebió con vigor, y quiso más; comió caviar con alborozo infantil, prefería el té de Ceilán, y sus lecturas favoritas eran las novelas de misterio. Miró al extraño niño con reservada aprensión, de vez en cuando rió con incertidumbre, escuchó los delirantes relatos con simpatía nada común, y se rascó detrás de ambas orejas, mientras murmuraba:

—¡Sí, es sorprendente, increíble!

En una palabra, en Glújov todo estaba claro para Maliánov. Por cierto que de él no se obtendrían nuevas informaciones, ni consejos.

Weingarten, como sucedía siempre que Viecherovski estaba cerca, redujo de perfil. Y hasta pareció más presentable, y dejó de gritar y llamar «amigo» a la gente. Pero se comió los últimos granos del caviar negro.

Si no se contaban las breves respuestas a las preguntas de Viecherovski, Zájar no dijo nada. Ni siquiera liego a narrar su propia historia: Weingarten se encargó de eso. Y dejó de censurar a su hijo, y sonrió en forma lastimera cuando escuchó las útiles citas sobre enfermedades de distintos órganos delicados.

Por consiguiente, guardaron silencio, sentados. Sorbieron té frío. Fumaron. Las ventanas de la casa de enfrente brillaban como oro fundido, la hoz de plata de la luna nueva pendía en el cielo azul oscuro, y por la ventana entraba un seco ruido restallante… debían de estar quemando otra vez cajones viejos en la calle. Weingarten agitó su atado de cigarrillos, atisbo dentro de él, lo arrugó y preguntó con suavidad:

—¿A quién le quedan cigarrillos?

— Toma, sírvete — repuso Zájar en voz baja. Glújov tosió e hizo repiquetear la cucharilla en el vaso.

Maliánov miró a Viecherovski. Seguía sentado en su silla, con la pierna estirada y cruzada en el tobillo, estudiándose las uñas de la mano derecha. Maliánov miró a Weingarten. Weingarten fumaba y observaba a Viecherovski por sobre la punta ardiente del cigarrillo. Zájar contemplaba a Viecherovsky, y Glújov. A Maliánov se le ocurrió que la situación era tonta. En realidad, ¿qué esperamos de él? Bien, es un matemático. Bien, un gran matemático. Bueno, digamos que es un enorme matemático… un matemático mundialmente famoso. ¿Y? Somos como un puñado de chicos. ¡Dios! Estamos perdidos en el bosque y miramos confiados al hombre simpático, y parpadeamos. Oh, él nos sacará del bosque.

— Bien, en lo fundamental esas son todas las ideas que tenemos sobre el asunto — dijo Weingarten—. Como ven, están adquiriendo forma por lo menos dos posiciones. — Hablaba como si se dirigiera al grupo, pero sólo miraba a Viecherovski—. Dmitri siente que deberíamos explicar todos estos acontecimientos en el marco de los fenómenos naturales conocidos. Yo considero que nos vemos ante la intervención de fuerzas que nos son desconocidas por nosotros. Es decir: lo igual cura a lo igual, lo fantástico con lo fantástico.

La tirada sonó increíblemente a fraudulenta. No, no podía decir sencillamente: estamos perdidos, señor, sáquenos. No, tenía que resumir las cosas: nosotros también hemos estado pensando. Y ahora está sentado ahí como un tonto. Maliánov tomó la tetera y dejó a Val con su vergüenza. No escuchó la conversación mientras hacía correr el agua y ponía la marmita. Cuando volvió, Viecherovski hablaba con lentitud, examinándose con cuidado las uñas de la mano izquierda.

— …y por eso me parece que tu punto de vista es más exacto. En realidad, lo fantástico debe ser explicado por lo fantástico. Sospecho que todos ustedes cayeron en la esfera de interés de… llamémosla una supercivilización. Creo que esa se ha convertido en la denominación normal de una inteligencia muchos grados más poderosa que la inteligencia humana.

Weingarten hizo una inspiración profunda, exhaló humo y asintió, con expresión importante y concentrada.

— El motivo de que necesiten detener sus investigaciones en particular — continuó Viecherovski— no es sólo un problema complejo, sino, además, académico. El caso es que la humanidad, sin siquiera sospecharlo, ha atraído la atención de esa inteligencia, y dejado de ser un sistema contenido en sí mismo. En apariencia, sin sospecharlo, hemos pisado los callos a cierta supercivilización, y esa supercivilización, parece, ha decidido regular nuestros progresos como le parezca conveniente.

— Fil — dijo Maliánov—. Espera. ¿Tampoco tú lo ves? ¿Qué demonios de supercivilización es esa? Una supercivilización que nos acosa como un gatito ciego. ¿A qué vienen todas esas tonterías sin sentido? ¿Mi investigador y el coñac? ¿Las mujeres de Zájar? ¿Dónde está el principio fundamental de la razón: la conveniencia y la economía?

— Esos son detalles — replicó Viecherovski con suavidad—. ¿Por qué medir la conveniencia no humana en términos humanos? Y además recuerda con qué fuerza te golpeas la mejilla para matar a un mosquito insignificante. Un golpe como ese podría matar fácilmente a todos los mosquitos de la vecindad.

Weingarten agregó:

— O por ejemplo. ¿Cuál es la conveniencia de construir un puente sobre un río, desde el punto de vista de una trucha?

— Bueno, no sé —dijo Maliánov—. Pero no tiene sentido.

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