El vestido blanco de Cenicienta - Bulychev Kir 2 стр.


— En la mina se ha producido una explosión — dijo quedamente Bauer —. Dicen que no es nada terrible, pero hay quien ha sufrido quemaduras. No se va a anunciar. Que continúe la fiesta.

— ¿Queda eso lejos?

— ¿No has pasado nunca por allí?

— Es el primer día que estoy aquí.

Ante el ascensor se habían reunido unas cinco o seis personas.

Pavlysh comprendió en seguida que sabían todo lo que estaba ocurriendo. Todos se habían despojado de las caretas, y con ellas había desaparecido el despreocupado espíritu de la fiesta. Unos mosqueteros, un alquimista, un hombre de Neanderthal embutido en piel sintética y una bella dama de honor se habían olvidado de que se hallaban en un baile de máscaras y llevaban disfraces. Pero el baile de máscaras era ya cosa del pasado… Y la música, cuyas ondas sonoras llegaban hasta el ascensor, y el denso ruido de la sala no eran más que el fondo de la adusta realidad…

Ya amanecía, cuando Pavlysh se hallaba junto a las camillas que habían sacado del compartimiento de sanidad de la mina y esperaba a que el lunabus se situara del modo más conveniente para meter en el a los lesionados. A través de la transparente cúpula, lucía la Tierra, rayada, y Pavlysh advirtió que sobre el Pacífico se formaba un ciclón. El conductor saltó de la cabina y abrió la puerta trasera del lunabus. El hombre había enflaquecido en el transcurso de aquella noche.

— ¡Menuda nochecita! — dijo —. ¿Son tres?

— Sí, tres.

Cubrían las camillas unas fundas inflables de plástico. Los tres hombres, que estaban de guardia en el piso inferior de la mina, habían sufrido quemaduras de pronóstico grave y dormían. Aquel mismo día los evacuarían a la Tierra.

Salias, las mejillas recubiertas de la rojiza pelambre que le había crecido aquella noche, ayudó a Pavlysh y al chofer a introducir las camillas en el lunabus. Él se quedaría en la mina, y Pavlysh acompañaría a las víctimas hasta Lunaport.

Una hora después, Pavlysh quedó, por fin, libre y pudo regresar al gran túnel de la ciudad. habían apagado los reflectores y, por ello, los globos, las guirnaldas de flores y los farolillos, ya sin luz, parecían algo ajeno, que había ido a parar allí incomprensiblemente. El piso estaba sembrado de confeti y de pedazos de serpentina. En algún que otro lugar se veían cofias de papel y antifaces perdidos por las máscaras, había allí también un chafado chapeo de mosquetero. Un robot-basurero se afanaba en un rincón con su recogedor, desconcertado porque nunca había visto tal desorden.

Pavlysh se acercó al tablado. Unas horas atrás se hallaba en el mismo lugar esperando a Marina Kim. Alrededor había entonces mucha gente, y Bauer, enfundado en su negra sotana, bailaba con una verde ondina…

Pegada con papel engomado a una pata del piano veíase una esquela. En ella podía leerse en grandes letras cuadradas: «PARA EL HÚSAR PAVLYSH».

Pavlysh tomó la esquela de una punta y tiró de ella. Súbitamente el corazón se le encogió de espanto, al pensar que hubiera podido no volver allí. En la hoja de papel había unas líneas torcidas escritas por mana presurosa:

«Perdone que no pudiera venir a tiempo. Me descubrieron. La culpa de todo la tengo yo misma. Adiós, y no me busque. Si no le olvido, procuraré dar con usted dentro de dos años.

Marina».

Pavlysh releyó la esquela. Parecía proceder de una vida distinta, incomprensible. Cenicienta lloraba en el rellano de la escalera. Cenicienta dejaba una esquela en la que comunicaba que la habían descubierto y pedía que no la buscara. Aquello semejaba más bien propio de una antigua novela gótica saturada de misterios. La negativa de un encuentro debía ocultar grito mudo pidiendo ayuda, pues los raptores de la bella desconocida habían espiado cada uno de sus pasos, y, llena de temor por su elegido, bañada en lágrimas, la infeliz joven había tenido que escribir, al dictado de un canalla tuerto, aquella carta. Mientras, el elegido…

Pavlysh se sonrió irónico. Los románticos misterios eran fruto del abonado terreno del baile de máscaras. Tonterías, tonterías…

Cuando hubo regresado a la habitación de Salias, Pavlysh se duchó y se tendió luego en el diván.

Lo despertó el timbre del videófono. Pavlysh se levantó apresuradamente y miró el reloj. Eran las ocho y veinte. Salias no había vuelto allí. En la pantalla sonreía Bauer, con su planchado uniforme de navegante de la Flota de Altura, rozagante, afeitado, diligente.

— ¿Has dormido un poco, Slava? ¿No te he despertado?

— Dormí unas tres horas.

— Oye, Pavlysh, he hablado con el capitán. Vamos, cargados, a Epístola. En el rol de la nave hay una vacante de médico. Puedes volar con nosotros. ¿Qué me dices?

— ¿Cuándo salís?

— La canoa se va al punta de partida a las diez. ¿Te dará tiempo?

— Sí.

— Muy bien. Por cierto, he dicho ya al jefe de movimiento que vuelas con nosotros de médico de a bordo.

— ¿Quiere decirse que toda la conversación fue pura formalidad?

— Naturalmente.

— Gracias, Gleb.

Pavlysh desconectó el videófono y se puso a escribir una nota para Salias.

Al cabo de medio año, cuando regresaba a la Tierra, Pavlysh hubo de detenerse en el planetoide Askor. Allí debía arribar la nave «Praga» con equipos para las expediciones que trabajaban en aquel sistema. De Askor, la «Praga» daría el Gran Salto a la Tierra.

Pavlysh llevaba en el planetoide dos días. Conocía ya a todos y todos lo conocían a él. Iba de visita, tomaba té, dio una charla acerca de los progresos de la reanimación y jugar una simultánea de ajedrez en la que, para vergüenza de la Flota de Altura, perdió la mitad de las partidas. Pero la «Praga» no llegaba.

Pavlysh se dio cuenta de una extraña peculiaridad de su persona. Si llegaba a algún sitio en donde había de pasar un mes, los primeros veintiocho días transcurrían sin que se diera cuenta, pero los dos últimos se prolongaban una tediosa eternidad. Si lo destinaban a algún sitio por un año, vivía normalmente once meses y medio. Esta vez le ocurría lo mismo. Casi medio año no había pensado en su casa, no tenía tiempo para ello. Pero la última semana era un verdadero suplicio. Los ojos estaban cansados de ver nuevos prodigios, y los oídos de escuchar canciones de mundos lejanos… ¡A casa, a casa, a casa!

Pavlysh mataba el tiempo en la cantina, leyendo la inmortal obra de Maquiavelo La historia de Placencia, que era el tomo más voluminoso de la biblioteca. La geólogo Ninochka, tras el mostrador, fregaba perezosamente unas copas. En la cantina hacían guardia todos, por turno.

El planetoide se estremeció. Parpadearon las bombillas del techo.

— ¿Quién ha llegado? — preguntó Pavlysh, con tímida esperanza.

— Un carguero local — respondió Ninochka —. De cuarta clase.

— No saben atracar — dijo el mecánico Ahmet, que, sentado a un velador, engullía unas salchichas.

Pavlysh exhaló un suspiro. Los ojos de Ninochka expresaban viva compasión.

— Slava — dijo la joven —, es usted un enigmático peregrino a quien el viento estelar lleva de un planeta a otro. No recuerdo en dónde leí de un hombre así. Es usted cautivo de la mala suerte.

— Muy bien dicho. Soy cautivo, peregrino y mártir.

— Si es así, no sufra. La suerte decidirá todo por usted.

La suerte apareció en la puerta de la cantina encarnada en un hombre bajo y grueso de penetrantes ojuelos negros. Se llamaba Spiro, y Pavlysh lo recordaba.

— Bien — dijo Spiro con la voz de un hombre recién llegado de la galaxia vecina —, ¿qué se puede tomar aquí? ¿Qué ofrece este salón a un solitario cazador?

Ninochka dejó en el mostrador una copa de limonada, y Spiro se acercó, anadeando.

— ¿No tienen nada más sustancial? — preguntó —. Prefiero el ácido nítrico.

— Ya no queda — le explicó Ninochka.

— Hace poco llegaron unos piratas cósmicos de la Estrella Negra — terció Pavlysh en la conversación —. Se soplaron tres barricas de ron y luego hicieron saltar por los aires el alambique. Pasamos a la ley seca.

— ¿Qué? — preguntó, alarmado, Spiro —. ¿Piratas?

Quedó inmóvil, la copa de limonada en la mano, pero, al punto, reconoció a Pavlysh.

— Oye — dijo —, yo te conozco.

En aquel mismo instante farfulló el altavoz, y el jefe de movimiento pronunció:

— Pavlysh, sube aquí. Doctor Pavlysh, ¿me oyes?

Las palabras de Spiro alcanzaban a Pavlysh y lo empujaban por la espalda.

— ¡Te espero aquí! No se te ocurra ir a ninguna parte. No sabes la falta que me haces. No puedes imaginártelo.

El pequeño y siempre nostálgico tamil que llevaba ya dos anos trabajando allí de jefe de movimiento, dijo a Pavlysh que la «Praga» tardaría, por lo menos, unos cinco días.

Pavlysh aparentó que la noticia no lo afectaba, pero temía que no podría sobrevivir aquello. Bajó a la cantina, haciendo sonar las herraduras de su calzado.

Spiro se hallaba en medio del local, con la copa vacía. Sus ojos negros despedían centellas, como si quisiera quemar el plástico del mostrador.

— ¿Qué calamidad es ésta? — preguntaba a Ninochka —. Les voy a arrancar la cabeza a todos. ¡Frustrar una empresa tan importante! ¡Engañar a los camaradas! ¡Algo inaudito! Eso no había ocurrido nunca en toda la historia de la flota. Simplemente han olvidado, ¿comprendes? han olvidado en Tierra-14 dos contenedores. ¡Fíjate bien, no uno, sino dos! ¿Qué te parece?

— ¿Era importante el cargamento? — preguntó Pavlysh.

— ¿Importante? — a Spiro le tembló la voz. Pavlysh temió que pudiera echarse a llorar. Pero Spiro no lo hizo. Miraba a Pavlysh. Y este se sintió como un ratón en el que hubiera puesto sus ojos un gato famélico —. ¡Galagan! — dijo Spiro —. Tú eres nuestra salvación.

— Yo no soy Galagan; soy Pavlysh.

— Cierto, Pavlysh. Tú y yo liquidamos las consecuencias de la explosión en una mina de la Luna. Cientos de víctimas, un fuego volcánico. Yo te saqué de entre las llamas, ¿cierto?

— Casi.

— ¿Ves? estás en deuda conmigo. En Sentipera hay en el segundo almacén unos contenedores de reserva. No sabía que habrían de hacerme falta, pero no los di a nadie. Tú volarás a Sentipera y perderás un día en sacárselos a Guelenka. Primero te dirá…

— No le calientes la cabeza — dijo Ninochka —. ¿Crees que no está bien claro para todos que los contenedores no son tuyos?

— ¡Son míos!

— ¡Naranjas de la China! — dijo Ahmet.

— ¡Son más que míos! — exclamo, indignado, Spiro —. Sin ellos, todo esta perdido. Sin ellos, pararía el trabajo de todo el laboratorio. La vida científica de todo un planeta quedaría paralizada.

— Si es así, vuela por tus contenedores — le aconsejo Ninochka.

— ¿Y quién llevará el cargamento a Proyecto? ¿tú?

— Sabes perfectamente que aquí todos estamos ocupados.

— Eso, precisamente, es lo que yo digo.

Spiro se acerco al velador al que se había sentado Pavlysh y dejó caer ante este una gran y apretada saca.

— Esto es para ti — dijo.

La saca se abrió, y de ella cayeron unas cuantas cartas y unos paquetes postales. Sobres, microfilmes y videocasetes se esparcieron lentamente por la pulida superficie del velador, amenazando con volar al piso. Pavlysh y la cantinera se apresuraron a recoger todo aquello para meterlo de nuevo en la saca.

— Siempre trata así el correo — observo Ninochka —. Arma cada vez un guirigay de miedo y luego lo deja todo tirado y se larga.

Spiro era un tipo divertido. Pavlysh recogía las cartas. Sentía que no podría soportar otra semana en el planetoide. ¿Y si arriesgaba y volaba a Sentipera?

— Aquí tiene otra carta — dijo Ninochka, pasando a Pavlysh un sobre con una videohoja. En el sobre ponía: «Proyecto-18. Laboratorio central. A Marina Kim».

Pavlysh releyó tres veces las señas, lentamente, y luego, con mucho cuidado, metió el sobre en la saca.

— Haremos así — dijo Spiro —: yo saldré ahora mismo para Sentipera. ¡Dios me libre de tener que regresar sin los contenedores! ¡Tú no conoces a Dimov! Y lo mejor que te puede ocurrir es que no llegues a conocerlo. Me quedan veinte minutos. Ahora te doy una lista de los cargamentos y te mostraré en donde se halla mi goleta. Luego, el hortelano te suministrará verduras, lo cargarás todo y lo llevarás a Proyecto. No te preocupes, el carguero tiene control automático y no pasará de largo. ¿Está claro? Y mira, no opongas resistencia, todo está ya decidido, y tú no tienes derecho a fallarle a un viejo amigo.

Spiro amenazaba, imploraba, persuadía, manoteaba e iba y venía precipitadamente por la cantina, descargando sobre Pavlysh aludes de frases y signos de admiración.

— ¡Acabe de una vez y escúcheme! — bramó Pavlysh con todo el volumen de su potentísima voz —. ¡Estoy de acuerdo en volar a Proyecto! ¡He resuelto, sin necesidad de sus argumentos, volar a Proyecto! ¡En resumidas cuentas, tal vez soñara hacía mucho con volar a Proyecto!

Spiro quedó de una pieza. Sus negros ojuelos se humedecieron. Sintió que se le hacía un nudo en la garganta, pero logró dominar su emoción y dijo rápidamente:

— Si es así, vamos. Vivo. El tiempo apremia.

— Hace bien en ir — dijo Ninochka —. Yo misma habría ido, pero no tengo tiempo. Dicen que hay allí un océano precioso…

El carguero salió hacia el planeta Proyecto-18 por el lado sin iluminar, y pasaron unos minutos antes de que el Sol, hacia el que volaba raudo el aparato, vertiera su luz sobre el infinito y liso océano. Pavlysh amortiguo las sobrecargas y paso a órbita estable. Luego, haciendo chasquear el conmutador, comunicó con la Estación.

Sabía que la Estación observaba el vuelo del carguero y esperaba el familiar susurro indicador de que la franja quedaba libre para el piloto.

En la faz del océano surgieron unos puntos oscuros. Un seco ruido salía del receptor.

— Estación — dijo Pavlysh —. Estación, aterrizo.

— ¿Qué te pasa con la voz, Spiro? — preguntaron de abajo.

— No soy Spiro — explico Pavlysh —. Spiro se fue a Sentipera.

— Esta claro — dijo la Estación.

— Paso al control manual — dijo Pavlysh —. El aparato va recargado. Temo que pueda pasar de largo.

A la derecha, en la pantalla que había sobre el panel, giraba lentamente el globo del planeta, y sobre él, un punto negro, el carguero se acercaba poco a poco a la lucecita verde de la Estación.

— No te duermas — aconsejo la Estación.

— Pierda cuidado — dijo Pavlysh —. Soy de la Flota de Altura. He volado más que Spiro en cargueros como éste.

Abajo se deslizó atrás un grupo de islas esparcidas por la plana faz del océano. En el horizonte se veía la Estación, envuelta en tenue neblina. El carguero perdía altura demasiado lentamente, y Pavlysh desconectó el equipo automático y frenó. Sintió como si lo hundieran en el respaldo del sillón.

Pavlysh volvió a hacer chasquear el conectador del panel de comunicación.

— ¿Qué debo ponerme? — preguntó —. ¿Qué tiempo hace ahí?

Conectó el videófono. En la pantalla surgió la ancha y plana cara de un hombre con la cabeza rapada. Tenía los ojos estrechos de por si y, además, los entornaba; sus finas cejas parecían dos pajaritas. En general, hacía recordar a Gengis Khan cuando le dieron la noticia de que sus miliarcas preferidos habían sido derrotados ante los muros de Samarcanda.

— ¿A quien se le ocurre enviar a gente así? — preguntó Gengis Khan, refiriéndose, por lo visto, a Pavlysh.

— He ahorrado media tonelada de combustible — respondió modestamente Pavlysh —. He llegado con una hora de anticipación. Supongo que no he merecido sus reproches. ¿Qué se ponen ustedes cuando salen al aire libre?

— Spiro dejó lo suyo ahí — dijo Gengis Khan.

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