Ivan Efremov
EL CORAZÓN DE LA SERPIENTE
Traducción: Aurora Kantorovskaya.
Publicado en: El corazón de la serpiente.
Ediciones en lenguas extrajeras Moscú, 1962.
A través del sopor que nublaba el cerebro penetraron sonidos musicales... « ¡No duermas! ¡La indiferencia es el triunfo de la negra Entropía...! » Estas palabras de la conocida aria suscitaron en la memoria asociaciones corrientes y arrastraron tras de sí una cadena interminable de recuerdos.
La vida retornaba. La inmensa nave trepidaba aún; pero los mecanismos automáticos seguían realizando invariablemente su labor. Torbellinos de energía en torno de cada uno de los tres cascos protectores habían parado el invisible movimiento rotatorio. Durante algunos segundos, los cascos, como grandes colmenas de metal verde opaco, permanecieron en la misma posición; luego se desprendieron repentina y simultáneamente para desaparecer en los compartimentos del techo, entre la maraña de tubos, travesaños y cables.
Dos hombres permanecían inmóviles en sus hondos butacones rodeados por los aros que habían servido de base a los cascos recién desaparecidos. Otro alzó despacio la embotada cabeza e inesperadamente sacudió con ligereza sus espesos cabellos oscuros. Salió del fondo de su mullido aislamiento, se sentó e inclinóse hacia adelante para comprobar los índices de los aparatos diseminados en gran número por el luminoso plano inclinado de un gran pupitre que atravesaba el local de extremo a extremo, a medio metro de las butacas.
— ¡Hemos salido de la pulsación! — exclamó uno de ellos con voz segura—. Kari, ¡otra vez ha sido usted el primero en despertarse! ¡Qué salud más ideal para un hombre de su profesión!
Kari Ram, mecánico electrónico y piloto del vehículo cósmico Telurio, se volvió instantáneamente y encontróse con la mirada aún turbia del capitán.
Mut Ang hizo un gran esfuerzo para levantarse; luego suspiró aliviado y se paró ante el pupitre.
— Veinticuatro parsecs... Hemos pasado ante una estrella. Los aparatos nuevos son siempre inexactos... mejor dicho, no sabemos dominarlos... Quite la música. ¡Tey se ha despertado!
En el silencio repentino, Kari Ram no distinguió más que la respiración entrecortada de su compañero, que estaba saliendo del letargo.
El puesto central de mando semejaba una sala redonda bastante espaciosa, bien resguardada en el fondo de la gigantesca astronave. Una pantalla azulada extendíase a lo largo del local, formando un círculo completo más arriba de los tableros de los aparatos y de las puertas herméticamente cerradas. Delante, siguiendo el eje central de la nave, había en la pantalla un corte en el que se encontraba el disco del localizador, de transparencia cristalina, cuyo diámetro sería de casi la estatura de dos hombres. Aquel disco inmenso parecía fundirse con el espacio cósmico, y al reflejar las luces de los aparatos diríase que era un diamante negro.
Mut Ang hizo un movimiento imperceptible, y al instante los tres hombres, en el puesto de mando, hicieron casi el mismo ademán para proteger la vista. Un sol anaranjado, gigantesco, encendióse en el lado izquierdo de la pantalla. Apenas si se podía soportar aquella luz atenuada por potentes filtros. Mut Ang movió la cabeza y dijo:
— Por poco atravesamos la corona de una estrella. No volveré a marcar el rumbo exacto. Correremos mucho menos peligro si pasamos de lado.
— Eso es lo terrible de las astronaves pulsacionales — comentó Tey Eron, el ayudante del capitán y astrofísico jefe, desde el fondo de su butaca—. Nosotros hacemos los cálculos, y luego la nave vuela a ciegas, como un disparo hecho en la oscuridad. Nosotros, entretanto, estamos también muertos y ciegos dentro de los campos vortiginosos protectores. No me gusta este método de vuelo por el Cosmos, aunque sea el más veloz de cuantos haya podido inventar el hombre.
— ¡Veinticuatro parsecs! — exclamó Mut Ang—. Que fueron para nosotros como un minuto...
— Un minuto de sueño mortal — replicó sombrío Tey Eron—. Pero en la Tierra...
— Es mejor no pensar que en la Tierra han pasado más de setenta y ocho años. Muchos de nuestros amigos y parientes habrán muerto ya, muchas cosas habrán cambiado... ¿Qué será cuando...?
— Eso es inevitable al realizar un viaje largo en una astronave de cualquier tipo — dijo sereno el capitán—. Sólo que, en el Telurio, el tiempo transcurre más de prisa para nosotros. Y aunque vayamos más lejos que nadie, volveremos siendo casi los mismos...
Tey Eron se acercó al calculador.
— Todo sucede con exactitud irreprochable — dijo al cabo de algunos minutos—. Es Cor Serpentis o, como la llamaban los antiguos astrónomos árabes, Unuc al Hai: El Corazón de la Serpiente.
— ¿Y dónde está su vecina más próxima? — preguntó Kari Ram.
— La oculta a nuestra vista la estrella principal. Fíjese, es el espectro K-cero — repuso Tey.
— ¡Descubran las pantallas de todos los receptores! — ordenó el capitán.
Rodeóles la negrura insondable del Cosmos. Parecía aún más profunda porque a la izquierda y atrás ardía, como un fuego áureo anaranjado el Corazón de la Serpiente. La Vía Láctea y demás astros palidecían ante ese resplandor. Solamente abajo refulgía con intensidad no menor una estrella blanca.
— Epsilon de la Serpiente está muy cerca de aquí — dijo Kari Ram. El joven astronauta quería que el jefe le elogiase. Pero Mut Ang miraba en silencio hacia la derecha, donde, con límpida luz blanca, se destacaba una estrella lejana, de gran magnitud.
— En esa dirección se ha ido Sol, mi antigua astronave — dijo lentamente el capitán, al percibir un silencio expectativo a sus espaldas— , hacia nuevos planetas...
— ¿Conque esa es Alfecea de la Corona Boreal?
— Sí, Ram; o Gemma, como la llaman en Europa... Pero ¡ya es hora de que pongamos manos a la obra!
— ¿Despierto a los demás? — preguntó, solícito Tey Eron.
— ¿Para qué? Si comprobamos que delante no hay nada, haremos una o dos pulsaciones más — repuso Mut Ang —. Conecte los telescopios ópticos y de radio y verifique la regulación de las máquinas de la memoria. Tey, ponga en marcha los motores nucleares. Por el momento avanzaremos con ayuda de ellos. ¡Acelere el vuelo!
— ¿Hasta seis séptimas de la velocidad de la luz?
Y en respuesta al gesto afirmativo del jefe, Tey Eron efectuó rápidamente las manipulaciones necesarias. La astronave no se estremeció siquiera, aunque unas llamas irisadas ardieron deslumbrantes en todas las pantallas, ocultando por completo las estrellas de poca magnitud más abajo de la resplandeciente Vía Láctea. Entre aquellos cuerpos celestes hallábase también el Sol terreno.
— Disponemos de algunas horas, mientras los aparatos terminan de hacer las observaciones necesarias y su cuádruple comprobación — dijo Mut Ang—. Vamos a tomar algo y luego cada cual a su cama, a descansar un poco. Yo relevaré a Kari.
Los astronautas abandonaron el puesto central. Kari Ram ocupó la butaca giratoria frente al centro del pupitre. Cerró los receptores de atrás, y en el acto desaparecieron las llamas de los motores del cohete.
La ígnea Cor Serpentis continuaba proyectando centelleos sobre la impasible superficie pulimentada de los aparatos. El disco del localizador delantero seguía siendo un pozo negro sin fondo, lo que no preocupaba, sino, por el contrario, tenía muy contento al astronauta. Los cálculos, que habían robado seis años de trabajo a poderosos cerebros y máquinas investigadoras de la Tierra, resultaron exactos.
El Telurio, primera astronave pulsacional de la Tierra, había sido lanzado a un ancho pasillo del espacio, donde no existían acumulaciones estelares ni nubes oscuras. Ese tipo de astronaves, que circulaban por el espacio-cero debía llegar a profundidades mucho mayores de la Galaxia que las alcanzadas por las astronaves anteriores, las anamesónicas, las de propulsión nuclear, que volaban a velocidades iguales a cinco sextas o seis séptimas de la velocidad de la luz. Funcionando según el principio de la compresión del tiempo, las naves pulsacionales eran miles de veces más veloces. Pero, lo peligroso de ellas consistía en que, en el momento de la « pulsación », la astronave no podía ser dirigida. Los seres humanos eran capaces de resistir la pulsación tan sólo hallándose en un estado de pérdida del conocimiento, hundidos en un potente campo magnético. El Telurio avanzaba a saltos, por así decirlo, estudiando meticulosamente el camino, con objeto de comprobar si estaba libre para la pulsación subsiguiente.
La nave debía atravesar el espacio casi vacío de las altas latitudes de la Galaxia, junto a la Serpiente, para llegar a la constelación de Hércules, donde se hallaba una estrella de carbono.
El vehículo cósmico realizaba este extraordinario vuelo para que su tripulación estudiase, en la propia estrella de carbono, los enigmáticos procesos de transformación de la materia, muy importantes para la energética terrestre. Se sospechaba que dicha estrella estaba ligada a una nube oscura en forma de un disco electromagnético giratorio, vuelto de canto hacia la Tierra.
Los sabios esperaban ver, a una distancia relativamente corta del Sol, la repetición de la historia de la formación de nuestro sistema planetario. La « corta distancia » equivalía a ciento diez parsecs o trescientos cincuenta años de camino de un rayo de luz...
Kari Ram controló los aparatos protectores. Indicaban que todas las instalaciones automáticas de la nave se hallaban en perfecto estado. Hecho esto, el joven astronauta se puso a cavilar.
Lejos, muy lejos de allí, a una distancia de setenta y ocho años de luz, había quedado la Tierra, tan hermosa y tan bien acondicionada por los hombres para una vida espléndida y una inspirada labor de creación. En aquella sociedad sin clases, cada persona conocía todo el planeta. No sólo sus fábricas y minas, sus plantaciones e industrias pesqueras, sus centros de enseñanza y de investigación, sus museos y cotos, sino también sus gratos rinconcitos de descanso, soledad o aislamiento con el ser querido.
El hombre, insaciable de saber, había dejado aquel mundo de maravilla, para internarse más y más en los gélidos abismos del Universo, adquirir nuevos conocimientos y descifrar los enigmas de la naturaleza, cada vez más sumisa a él. El hombre iba alejándose, alejándose de la Luna, bañada por los mortíferos rayos X y ultravioleta del Sol; también se alejaba de Venus, tórrido y sin vida, con sus océanos de petróleo, su suelo pegajoso de alquitrán y su eterna niebla, y del frío Marte, cubierto de arenales, con una vida apenas latente en sus entrañas. Habíase empezado a estudiar a Júpiter cuando nuevos aparatos volantes llegaron a las estrellas más cercanas. Las astronaves terrenas visitaron Alfa y Próxima de Centauro, la estrella de Barnard, Sirio, Eta de Erídano y hasta Tau de la Ballena. Se entiende que no eran las propias estrellas sino sus planetas o los más próximos alrededores cuando se trataba de estrellas binarias, como Sirio, exentas de sistemas planetarios...
Pero las naves cósmicas de la Tierra no habían estado aún en planetas donde la vida hubiese llegado ya a su fase superior de desarrollo, donde habitaran seres racionales.
Ondas ultracortas de radio traían desde los lejanos abismos del Cosmos señales de mundos poblados; a veces llegaban a la Tierra miles de años después de ser emitidas. La humanidad, que no hacía sino aprender a leer esos mensajes, empezó a formarse una idea del vasto océano de conocimientos, la técnica y el arte que fluía entre los mundos poblados de nuestra Galaxia... Mundos aún inaccesibles. ¡Qué decir, pues, de otras galaxias o archipiélagos estelares, separados por distancias de millones de años de luz...! Pero eso no hacía sino avivar el deseo de llegar a planetas habitados por hombres que, aunque no se pareciesen a los terrenales, hubieran creado una sociedad sabia, bien desarrollada, donde cada cual tuviese su parte de felicidad, la mayor felicidad que puede corresponder al nivel alcanzado de dominio de la naturaleza. Por lo demás, se tenía noticia de que existía gente muy parecida a la nuestra, y, probablemente, en número mayor que la no parecida. ¡Las leyes de desarrollo de los sistemas planetarios y de la vida en ellos eran homogéneas, no sólo en nuestra Galaxia, sino también en la parte del Universo conocida por nosotros!
La astronave pulsacional, último triunfo del genio humano, brindaba la posibilidad de acudir a las llamadas de mundos lejanos. Si el vuelo del Telurio daba buen resultado, entonces... Pero este nuevo invento, como todo en la vida, tenía dos lados.
— Y aquí tienes el lado opuesto... — Kari Ram, en su ensimismamiento, no se dio cuenta de que había pronunciado en voz alta estas últimas palabras.
Inesperadamente, resonó a sus espaldas la agradable y potente voz de Mut Ang:
Kari Ram se estremeció.
— Yo no sabía que a usted también le gusta la música antigua — comentó, sonriente, el capitán de la astronave—. ¡Esta romanza tiene no menos de cinco siglos!
— ¡No me interesan ahora las canciones! — replicó el piloto—. Estaba pensando en esta astronave... y en qué siglo habríamos de volver...
El capitán se puso serio.
— No hemos efectuado más que la primera pulsación, y usted está pensando ya en la vuelta.
— ¡Oh, no! ¿Para qué hubiera pedido, si no, que me incluyesen en la tripulación? Me ha parecido que... En fin, como volveremos a la Tierra al cabo de setecientos años, y a pesar de la redoblada longevidad de los hombres, hasta los biznietos de nuestros hermanos habrán dejado ya de existir...
— ¿No lo sabía usted acaso?
— Sí, naturalmente — continuó, obstinado, Ram—. Pero se me ha ocurrido otra cosa.
— Comprendo. ¿La aparente inutilidad de nuestro vuelo?
— ¡Sí! Antes de haber sido inventado y construido el Telurio, salieron astronaves de cohetes corrientes en dirección a Fomalhaut, a Capella y Arcturo. La expedición de Fomalhaut ha de retornar dentro de dos años. Han pasado ya cincuenta. Pero las de Arcturo y Capella tardarán aún no menos de cuarenta o cincuenta años, pues estas estrellas se encuentran a distancias de doce y catorce parsecs. En cambio, ahora se construyen ya las naves pulsacionales que, en una pulsación, pueden llegar a Arcturo. Y esa distancia no es nada en comparación con la que hemos de cubrir nosotros. Mientras realicemos el vuelo, la gente habrá vencido definitivamente el tiempo, o el espacio, llámelo como quiera. Y entonces las astronaves terrenas irán mucho más lejos que la nuestra, y nosotros regresaremos con un bagaje de conocimientos anticuados e inservibles...
— Nos hemos ido de la Tierra como se van de la vida los muertos — dijo lentamente Mut Ang— , y volveremos retrasados en nuestro desarrollo y con reminiscencias del pasado.
— ¡Eso era lo que estaba pensando yo!
— Usted tiene razón, y al propio tiempo está profundamente equivocado. El acopio de conocimientos y experiencias, la exploración del insondable Universo deben ser constantes. De lo contrario, se atentaría a las leyes del desarrollo, el cual es siempre desigual y contradictorio. ¡Imagínese que los antiguos investigadores de la naturaleza, tan ingenuos a nuestro parecer, esperasen, digamos, la invención de los microscopios cuánticos modernos! O que los labriegos y albañiles del lejano pasado, que regaron profusamente la tierra con el sudor de su frente, se pusiesen a esperar las máquinas automáticas... ¡sin salir ellos de sus húmedas casuchas de barro y alimentándose de las migajas que les daba la naturaleza!