El corazon de la serpiente - Efremov Ivan 4 стр.


— Dice usted ceguera — terció Mut Ang—. ¿Y sabe cómo nuestros antepasados se representaban, ya en la época inicial del asalto al espacio, el primer encuentro con los habitantes de otros mundos? Como un choque bélico en el que las naves se destruirían brutalmente y los hombres se aniquilarían los unos a los otros.

— ¡Increíble! — exclamaron simultáneamente Kari Ram y Tey Eron.

— Nuestros literatos modernos no escriben nada del tenebroso período de decadencia del capitalismo — siguió Mut Ang—. Pero ustedes saben, por los manuales de historia utilizados en la escuela, que nuestra humanidad atravesó en su tiempo un período bastante crítico de desarrollo.

— Naturalmente — corroboró Kari—. Cuando los seres humanos habían aprendido ya a dominar la materia y el espacio, las relaciones sociales conservaban aún sus viejas formas y el desarrollo de la conciencia social se hallaba retrasado también respecto a los adelantos de la ciencia.

— La definición es casi exacta. Usted tiene buena memoria, Kari. Pero formulémoslo en otros términos: el conocimiento y dominio del Universo chocaron con la primitiva mentalidad del propietario individualista. El futuro y la salud de la humanidad se hallaban puestos en el platillo de la balanza del destino años antes de que triunfase el progreso y de que el género humano formara una sola familia en una sociedad sin clases. En la mitad capitalista del mundo, la gente no veía nuevas vías de desarrollo y consideraba su formación social como algo eterno e inmutable, que degeneraría en el futuro, en guerras inevitables y suicidas.

— Es probable que cada civilización tenga sus períodos de crisis en cualquiera de los planetas de otros sistemas solares donde existan seres racionales — dijo Tey Eron pausadamente, lanzando una ojeada a las esferas de los aparatos registradores de la marcha—. Conocemos ya dos planetas, donde a pesar de haber agua y atmósfera con restos de oxígeno, no se ha descubierto ningún síntoma de vida. Nuestras astronaves han fotografiado sólo arenales desiertos, donde los vientos campan a sus anchas, mares muertos y...

— Me resisto a creer — le interrumpió. Kari Ram, moviendo la cabeza— que hombres que han llegado ya a conocer la infinitud del espacio y el poderío que les brinda la ciencia, sean capaces de...

—...¿de razonar como bestias que acaban de adquirir la facultad de pensar lógicamente? — completó Mut Ang—. No olvide que la vieja sociedad surgió espontáneamente, sin el plan ni la previsión que distinguen las formas sociales superiores creadas por el hombre. El cerebro humano, la forma de razonar, hallábanse aún en la fase primaria de la lógica simple, matemática, que reflejaba la lógica de las leyes de desarrollo de la materia y la naturaleza, tales como se percibían por observación directa. En cuanto la humanidad adquirió suficiente experiencia histórica y llegó a conocer el proceso histórico de desarrollo del mundo que le rodeaba, surgió la lógica dialéctica como fase superior del pensamiento. El hombre comprendió la dualidad de los fenómenos de la naturaleza y de su propia existencia. Comprendió que, como individuo, era igual de pequeño y transitorio en la vida que una gota de agua en el océano o una chispa apagada por el viento; y a la vez vio que era tan inmensamente grande como el Universo, abarcado por su cerebro y su alma en la infinidad del tiempo y el espacio.

El capitán guardó silencio y empezó a pasearse, pensativo, mientras los otros permanecían quietos, sumidos en profundas reflexiones. Luego prosiguió:

— Tengo en mi bibliofilmoteca de películas históricas un libro muy característico de aquellos tiempos. No ha sido traducido al lenguaje moderno por una máquina, sino por Sania Chen, un historiador del siglo pasado. ¡Leámoslo!

Mut Ang, satisfecho de ver el vivo interés con que los jóvenes le escuchaban, salió por la puerta que daba al pasillo del compartimiento delantero.

— No llegaré nunca a ser un verdadero capitán — confesó Tey Eron como si se disculpara—. Es imposible saber todo lo que sabe Ang.

— Pues él se considera un mal capitán precisamente por lo mucho que inquieta su espíritu y su pensamiento — dijo Kari, acomodándose en la butaca del piloto de guardia.

Tey Eron miró a Kari con asombro. Ambos callaban; en el silencio del recinto sólo se oía el quedo y monótono zumbido de los aparatos. La inmensa nave se apartaba a toda velocidad de la estrella de carbono hacia el cuarto del Universo, donde cuatro islas estelares, sumergidas en la espesa negrura del espacio, rutilaban, apenas con una luz que moría impotente en el ojo humano.

De súbito, un punto luminoso se encendió y vaciló en la pantalla del radar grande. Y oyóse al propio tiempo un sonido penetrante. Los astronautas quedaron con la respiración en suspenso.

Tey Eron, sin pararse a pensar, dio la señal de alarma. Cada miembro de la tripulación debía ocupar en el acto el lugar previamente señalado para casos de avería.

Mut Ang llegó corriendo al puesto de mando y en dos saltos se plantó ante el pupitre. El negro espejo del radar había cobrado vida, y en él — como en un lago sin fondo— flotaba una esfera luminosa diminuta, de contornos bien definidos, balanceándose de arriba abajo y deslizándose lentamente hacia la derecha. Lo extraño era que los robots, encargados de dar la señal de alarma para evitar el choque de la nave con meteoritos, no funcionasen. ¿Acaso la luz de la pantalla no era un reflejo del rayo propio, sino de otro, desconocido?

La nave seguía el mismo rumbo, y el punto luminoso temblaba ahora en el cuarto inferior de la pantalla, a estribor... Lo que esto significaba hizo estremecerse a Mut Ang. Tey Eron se mordió el labio y Kari Ram se agarró al borde del pupitre hasta sentir dolor. Algo maravilloso e inimaginable volaba al encuentro de ellos, precedido por el potente rayo de un localizador, el mismo que el Telurio lanzaba a gran distancia delante de sí.

Tan vivo era el deseo del capitán de que sus sospechas se viesen confirmadas y tan grande su miedo de caer en el abismo de la desilusión después de un alocado vuelo de la esperanza, como había ocurrido ya centenares de veces a los astronautas terrenos, que el hombre no pudo pronunciar palabra. Y esa inquietud suya pareció transmitirse a los que estaban enfrente...

El punto luminoso de la pantalla desapareció para aparecer de nuevo al cabo de un instante; luego, empezó a apagarse y a encenderse con intervalos: cuatro luces rápidas, una pausa, luego dos, y otra vez cuatro. Esta sucesión regular de señales podía ser atribuida solamente al cerebro humano, la única fuerza racional del Universo.

No quedaba lugar a dudas: otra nave espacial venía en dirección contraria al Telurio. En aquella parte del Universo no surcada hasta entonces por ninguna astronave terrena, únicamente podía encontrarse un vehículo cósmico llegado de otro mundo, de los planetas de otro sol muy distante...

El radar principal del Telurio, manejado por Kari Ram, empezó también a emitir señales intermitentes. Parecía cosa imposible que esos signos fuesen recibidos de igual manera a bordo de la nave desconocida...

La voz de Mut Ang, difundida por los amplificadores denotaba agitación:

— ¡Atención! ¡A nuestro encuentro viene una nave desconocida! Nos desviamos del rumbo y empezamos a frenar la marcha. ¡Que todos dejen sus ocupaciones y se coloquen en los puntos designados para casos de emergencia!

No había que perder ni un segundo. Si la otra nave volaba con la misma rapidez que el Telurio, la velocidad de acercamiento de ambos sería aproximadamente como la sublumínica o sea, sobre poco más o menos, de 294.000 kilómetros por segundo. Según señalaba el radar, la gente tenía a su disposición tan sólo cien segundos. Mientras Mut Ang había estado hablando por el micrófono, Tey Eron susurró algo al oído de Kari, y éste, pálido por la tensión del esfuerzo, efectuó ciertas combinaciones en la tabla del radar.

— ¡Formidable! — exclamó el capitán, al observar cómo en la pantalla de control el rayo de luz describía una curva hacia la izquierda, hacia atrás y luego giraba en espiral.

No habían pasado más de diez segundos, cuando una silueta luminosa, en forma de flecha, apareció en la pantalla, se curvó hacia la derecha del círculo negro y giró también vertiginosamente en espiral. Un suspiro de alivio, casi un gemido, escapóse simultáneamente a los tres hombres que ocupaban el puesto central de mando. ¡Los seres extraños que venían a su encuentro desde las profundidades ignotas del Universo habían comprendido la señal! ¡A tiempo!

Sonaron los timbres de alarma. No era ya el rayo de luz de un radar, sino el cuerpo macizo de una nave lo que se reflejaba en la pantalla principal. En el acto, Tey Eron desconectó el autopiloto y desvió al Telurio una chispa hacia la izquierda. Cesaron los sonidos, y la pantalla quedó nuevamente negra. Los hombres apenas si tuvieron tiempo de advertir la línea luminosa que, como una exhalación, se deslizó por el radar de la banda derecha. Las naves pasaron de largo, la una ante la otra, a una velocidad inimaginable y fueron a perderse en la infinidad del espacio.

Pasarían algunos días antes de que volvieran a encontrarse. No se había dejado escapar el momento; las dos astronaves disminuirían la marcha, darían la vuelta y a una velocidad calculada por los aparatos de precisión, se acercarían de nuevo al lugar de su encuentro.

— ¡Atención todos! — exclamó Mut Ang por el micrófono—. ¡Empezamos a frenar la marcha! ¡Que cada sección dé la señal en cuanto esté preparada!

Unas lucecitas verdes encendiéronse en hilera sobre los índices de los aparatos que controlaban los motores de la nave. Estos enmudecieron. Se hizo un silencio expectante. El capitán recorrió con la mirada el puesto de mando y, sin decir palabra, hizo una señal con la cabeza a los que estaban sentados en las butacas, al tiempo que conectaba el robot del freno. Los ayudantes viéronle fruncir el ceño al consultar la escala del programa y mover la manivela principal hacia el número « 8 ».

Ingerir una píldora que hacía disminuir la actividad cardíaca, sentarse en la butaca y oprimir el botón del robot fue cosa de unos segundos.

Al chocar con el abismo del espacio, la gigantesca cosmonave pareció encabritarse como los caballos de montar en otros tiempos. Los « jinetes », en vez de salir despedidos por encima de la cabeza de sus monturas, se hundieron en las butacas hidráulicas perdiendo ligeramente el conocimiento.

La tripulación del Telurio reunióse en la biblioteca. Todos estaban allí a excepción de uno que quedó al cuidado de las instalaciones protectoras de los complejísimos aparatos electrónicos. A pesar del viraje después de frenar, el Telurio había conseguido alejarse a más de diez mil millones de kilómetros del punto del encuentro con la nave desconocida. Volaba lentamente, a una vigésima de la velocidad absoluta. Las máquinas calculadoras controlaban y corregían de continuo el rumbo. Era preciso hallar de nuevo, en el espacio inabarcable del Universo, el punto invisible donde se hallaba aquella partícula insignificante: la nave misteriosa. Si en los aparatos del Telurio no se producía ningún error que lo desviara más de lo admisible y si el otro vehículo cósmico poseía también los instrumentos adecuados de precisión, el encuentro podría producirse dentro de ocho días, ocho largos días de espera. Entonces se acercarían a una distancia que les permitiera palparse mutuamente, en la densa oscuridad, con los rayos invisibles de los radares.

Si ello sucediese, los tripulantes del Telurio entrarían en contacto — por vez primera en la historia de la humanidad— con seres semejantes, de idéntica fuerza, pensamiento y aspiraciones, cuya existencia fuera adivinada y establecida por la poderosa inteligencia humana. Hasta entonces, los inmensos abismos del tiempo y el espacio que separaban los mundos habitados habían parecido insuperables. Pero ahora, hombres de la Tierra tenderían la mano a otros seres racionales, y por mediación de éstos, a otros... Y así, salvando las simas del espacio, se extenderían los eslabones del trabajo y el pensamiento hasta lograr el triunfo definitivo sobre los elementos de la naturaleza.

Durante miles de millones de años habían pululado las diminutas partículas de protoplasma en las oscuras y tibias aguas de los golfos marítimos, y en cientos de millones de años más fueron formándose de ellas seres más complejos, que salieron después del agua a tierra. Y aún hubieron de pasar muchos millones de años hasta que, en plena dependencia de las fuerzas de la naturaleza y en ciego batallar por la vida y la continuación de la especie, desarrollóse el gran cerebro, poderosísimo instrumento para conseguir el alimento y luchar por la existencia.

La vida fue desenvolviéndose a un ritmo creciente, la lucha por la existencia, agudizándose más y más, y la selección natural transcurrió con mayor rapidez. Y todo ello a costa de incontables víctimas: animales herbívoros devorados por carnívoros; animales carnívoros muertos de hambre, de debilidad, de algún mal o de la vejez; animales caídos en la lucha por la posesión de la hembra o la protección de sus crías; animales desaparecidos en los cataclismos naturales...

Así fue sucediendo a lo largo de todo el proceso de ciega evolución hasta que, en las rigurosas condiciones de vida de la gran época de los glaciares, un lejano descendiente del mono empezó a procurarse de una manera consciente los medios de existencia. Ya no obedecía sólo al instinto. Fue entonces cuando surgió el hombre, que llegó a conocer la inmensa fuerza del trabajo colectivo y del experimento racional.

Pero aún hubieron de pasar muchos milenios plagados de guerras, sufrimientos, hambre, opresión e ignorancia; mas nunca faltaron las esperanzas de un futuro mejor.

Estas esperanzas viéronse realizadas. Llegó aquel futuro luminoso que el hombre siempre anhelara, y el género humano, unido en una sociedad sin clases, libre del miedo y la opresión, había alcanzado alturas del desarrollo científico y artístico jamás conocidas hasta entonces. Era capaz de hacer lo más difícil: conquistar el espacio. Y finalmente, como culminación de aquel largo y trabajoso ascenso por la escalera del progreso, como último fruto de los conocimientos acumulados por el hombre y de su ingente labor, había sido inventado el Telurio, poderosa astronave que ahora exploraba las remotas profundidades de la Galaxia. Este aparato, producto supremo del desarrollo de la materia en la Tierra y en el sistema solar, entraría en contacto con otro que representaba a su vez la meta de un camino de progreso quizá no menos tortuoso, recorrido también durante miles de millones de años en otro rincón del Universo.

Tales eran los pensamientos que, de una forma u otra, agitaban a todos los miembros de la tripulación. Hasta la joven Taina habíase puesto seria, consciente de la colosal importancia de aquel suceso. ¿Sabrían ellos — un insignificante puñado de representantes de los miles y miles de millones de seres que habitaban la Tierra— ser dignos del valor, de la laboriosidad, de la perfección física, de la inteligencia y firmeza del hombre? ¿Cómo debía prepararse cada uno para el encuentro? ¡Recordando la grande y enconada lucha que la humanidad había sostenido para ser libre de cuerpo y de alma!

Lo más enigmático y emocionante era saber cómo serían los que venían hacia ellos; monstruos o modelos de perfección, desde el punto de vista terreno.

Afra Devi fue la primera en romper el silencio.

La joven mujer, embellecida por la emoción, alzaba a cada momento la mirada hacia el cuadro colocado sobre la puerta: un vasto panorama montañoso del África Ecuatorial ejecutado con pinturas tridimensionales. Diríase que el impresionante contraste de las sombrías vertientes pobladas de árboles y de las crestas rocosas inundadas de sol daba relieve a los pensamientos de la joven.

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