La segunda entrevista en la galería comenzó por la exposición de cartas estelares. Ni los unos ni los otros conocían por su posición las constelaciones junto a las cuales pasaban sus naves. (Sólo después, en la Tierra, logróse establecer que el astro azul claro se encontraba en una pequeña nebulosa de la Vía Láctea, cerca de Tau de Ofiuco. Cuando en los límites meridionales de Hércules se cruzó con el Telurio, la nave blanca dirigíase hacia un grupo de estrellas situado en el extremo norte de Ofiuco.
En la parte de la galería ocupada por los desconocidos surgió de pronto una especie de reja de placas de metal rojo; tenía aproximadamente la altura de un hombre. Por las rendijas entre las placas púdose ver que algo empezaba a girar. Repentinamente, éstas se volvieron de canto y desaparecieron. En lugar de la ranura quedó un vasto espacio, en cuyo fondo giraban unas esferas de deslumbrante azul. Eran los satélites del planeta fluórico. También éste se aproximaba lentamente. Una niebla impenetrable formaba una ancha faja azulosa en torno de su ecuador. Los polos y zonas adyacentes irradiaban destellos rojos grisáceos; por la parte central pasaban unas franjas, cuya inmaculada blancura les hacía semejarse a la superficie de la nave desconocida. En aquella zona, a través de una atmósfera poco saturada de vapores, adivinábanse vagamente los contornos de los mares, continentes y montañas, que alternaban con franjas verticales no del todo rectas. El planeta en cuestión era más grande que la Tierra. Su rápido movimiento giratorio creaba un potente campo eléctrico alrededor de él. Un fulgor liláceo extendía largas lenguas desde la línea ecuatorial hacia la negrura del espacio exterior.
Hora tras hora permanecían los telurianos ante la transparente pared, contemplando extasiados los cuadros verídicos del planeta fluórico que el misterioso aparato continuaba desenvolviendo ante ellos. Los hombres de la Tierra divisaron las liláceas olas del océano de ácido fluorhídrico que bañaban unas playas de arenas negras, rojos peñascos y las vertientes de unas montañas cuyas dentadas cumbres proyectaban el esplendor azulado de su Luna.
A medida que se avanzaba hacia los polos, el aire iba adquiriendo una tonalidad cada vez más azul y más profunda y pura hacíase la luz pavonada del astro violáceo alrededor del cual giraba raudo el planeta fluórico. Allí, las montañas eran como cúpulas redondas, muros o chatas prominencias que despedían un vivo brillo opalescente. Unas sombras azules cubrían los profundos valles, que se extendían desde las montañas polares hasta la festoneada franja de los mares ecuatoriales. Sobre los grandes golfos flotaban nubes de color azul claro con irisados visos. Unas estructuras gigantescas de metal rojo y piedras verdes como la hierba bordeaban los mares y subían verticalmente por los valles, en hileras infinitamente largas, hacia los polos. Aquellas aglomeraciones de edificios, que debían de ocupar vastas áreas — pues eran visibles desde tales alturas— estaban separadas por las anchas franjas de una vegetación exuberante, de color verde azulado, o por las planas cúpulas de las montañas con un fulgor interno como el ópalo o la selenita. Las redondas capas de fluoruro de hidrógeno congelado que cubrían los polos relumbraban como zafiros.
Azul y violeta en todas sus tonalidades dominaban por doquier. La propia atmósfera parecía estar empapada de una luz violácea. Era aquél un mundo frío e impasible, tan puro, distante e ilusorio como si estuviese reflejado en un cristal; un mundo exento del calor acariciante que brinda la variedad de tonalidades rojas, anaranjadas y amarillas en la Tierra.
Cadenas de ciudades extendíanse en ambos hemisferios, en las áreas correspondientes a las zonas polares y de clima moderado de la Tierra. A medida que se avanzaba hacia el ecuador, las montañas iban haciéndose más puntiagudas y más oscuras. Dentados picos afloraban a la superficie marina, envueltos en bocanadas de vapor. Los ramales de las cordilleras seguían la dirección latitudinal, bordeando las regiones tropicales.
Densas masas de vapor azul flotaban sobre aquella zona. Al calor del astro celeste, el ácido fluorhídrico, sumamente volátil, saturaba la atmósfera de vapores, que en forma de enormes muros avanzaban hacia las zonas de clima moderado, para condensarse allí y retornar, en cataratas, a la cálida zona ecuatorial. Presas gigantescas moderaban el impetuoso avance de esos torrentes encerrados en túneles y acueductos y empleados como fuentes de energía por las centrales eléctricas del planeta.
Campos de enormes cristales de cuarzo herían la vista con su brillo; era evidente que el silicio hacía el papel de nuestra sal en las aguas de aquel mar fluorhídrico.
En la pantalla fueron destacando a primer plano las ciudades concisamente delineadas en la fría luz azulenca. Todo lo que abarcaba la vista — a excepción de la misteriosa zona ecuatorial, envuelta en lechosas evaporaciones— parecía estar habitado y llevaba impreso el sello de la labor y la inteligencia humanas. Y eso era mucho más visible que en la Tierra, donde aún permanecían intactas las vastas áreas de los vedados, las ruinas de la antigüedad y las minas abandonadas.
El trabajo de incontables generaciones y de miles de millones de seres humanos elevábase por encima de las montañas y envolvía todo el planeta. La vida dominaba a los elementos de la naturaleza, o sea las turbulentas aguas y la densa atmósfera, bombardeada por las mortíferas radiaciones del astro azul, saturada de cargas eléctricas de fantástica potencia.
Los hombres del Telurio no podían apartar los ojos de la pantalla; y al propio tiempo acudía a su memoria el recuerdo de su propio planeta. No evocaban determinadas extensiones de campo llano o de bosque umbrío, ni tampoco el melancólico paisaje de unas montañas rocosas o la joyante vista de la soleada costa de un mar transparente, como se representaban la patria los lejanos antepasados, según el lugar donde hubieran nacido y vivido. Ante la imaginación de los tripulantes del Telurio surgía la Tierra entera con sus zonas frígidas, benignas y tórridas. El espléndido panorama de sus argentadas estepas, donde el viento campaba a sus anchas, y de sus bosques, poblados de oscuros abedules y cedros, de abedules blancos, aladas palmeras y eucaliptos gigantescos. Las costas, envueltas en la niebla, y las rocas, tapizadas de musgo, de los países septentrionales, y los arrecifes de blancos corales en el azulado resplandor de los mares tropicales. El frío y penetrante brillo de las nevadas cordilleras y el oscilante e ilusorio vaho de los desiertos. Los majestuosos ríos de ancho y lento caudal y los de aguas turbulentas, que corrían alocadas como una manada de blancos baguales, por las peñas de cauces pedregosos. La riqueza de colorido, la diversidad de flores, el cielo azul y las nubes como blancas palomas, el calor del sol, el frío de los días lluviosos, el eterno calidoscopio de las estaciones del año. Y entre todas aquellas riquezas naturales destacábase la gran diversidad de seres racionales, su belleza, su pensamiento, sus obras, sus sueños, sus fantasías, sus alegrías y sus penas, sus canciones y danzas, sus lágrimas y sus. afanes...
El mismo poderío de la labor inteligente, que asombraba por el ingenio, el arte, la fantasía, la belleza de formas, manifestábase en todo: en las casas, las fábricas, las máquinas y las naves.
¿Sería posible que aquellos seres desconocidos viesen con sus enormes ojos rasgados mucho más que los terrenos en las frías tonalidades azules de su planeta y que en la transformación de su naturaleza, más monótona que la de la Tierra, les hubiesen aventajado? Los del Telurio se decían: « Nosotros, que somos el producto de una atmósfera rica en oxígeno, cien mil veces más común en el Cosmos que cualquier otra, hemos hallado y hallaremos aún múltiples planetas donde se ofrezcan condiciones favorables para la vida; e indudablemente nos encontraremos, en otros cuerpos celestes, con seres humanos iguales que nosotros. Pero ellos, esos engendros del raro flúor, con sus extraordinarias proteínas y huesos fluóricos, con su sangre de corpúsculos azules que absorben el flúor, como nuestros glóbulos rojos el oxígeno, ¿pueden esperar hallar seres de su misma especie? »
Aquella gente veíase confinada en el limitado espacio de su planeta. Era de suponer que hacía ya mucho tiempo que andaba buscando a seres semejantes o al menos planetas con atmósferas fluóricas adecuadas a su organismo. El problema estaba en cómo hallar en los abismos del Universo unos planetas tan raros y llegar a ellos venciendo una distancia de miles de años de luz. Era de comprender su desencanto y desesperación al encontrarse — quizá no ya por primera vez— con hombres que respiraban oxígeno.
En el extremo de la galería ocupado por los desconocidos, los paisajes del planeta fluórico cedieron lugar a vistas de unas construcciones colosales. Los muros, inclinados hacia dentro, hacían recordar la arquitectura tibetana. No había allí ángulos rectos ni planos horizontales. La transición de la vertical a la horizontal efectuábase por medio de suaves líneas helicoidales. Un orificio oscuro, en forma de óvalo retorcido, surgió en la lejanía. Al ir avanzando a primer plano y aumentar, viose que la parte inferior del óvalo era un camino ancho, ascendente en espiral, que penetraba en la oscuridad de la gigantesca entrada de un edificio tan enorme como toda una ciudad. Sobre la entrada había unos grandes signos azules, bordeados de rojo, que, contemplados desde lejos, semejaban las aguas marinas rizadas por el viento. La entrada fue aproximándose, y en el fondo de ella apareció a la vista una sala gigantesca, escasamente alumbrada, cuyas paredes proyectaban los destellos del espato flúor.
De súbito, el cuadro desapareció. Los astronautas del Telurio, aunque esperaban ver algo sumamente extraordinario, quedaron estupefactos. La galería, al otro lado de la transparente pared, volvió a quedar sumergida en la luz azulada de antes. Aparecieron algunos de los astronautas desconocidos. Esta vez sus movimientos eran bruscos y precipitados.
Al propio tiempo surgió en la pantalla una serie de cuadros en sucesión tan vertiginosa, que los telurianos apenas si tenían tiempo de discernir su contenido. Una astronave blanca, igual que la que se encontraba en aquellos momentos al lado del Telurio, estaba surcando la oscuridad del espacio. Veíase cómo su anillo central giraba, lanzando en todas direcciones sus rayos. De pronto, el anillo cesó de girar, y la nave quedó inmóvil a poca distancia de un minúsculo astro azul. Unas rayitas entrecortadas partieron de la nave y fueron a alcanzar a otra, aparecida en el ángulo izquierdo de la pantalla y que estaba también suspensa en el espacio al lado de un vehículo cósmico semejante al Telurio. Todos lo reconocieron: era su misma nave. La blanca, al recibir el mensaje de su compañera, se apartó del Telurio y desapareció en el negro abismo del espacio.
Mut Ang lanzó un suspiro tan profundo, que todos volvieron la cabeza hacia él.
— La cosa está clara — dijo—. Muy pronto se marcharán de aquí. Han entrado en contacto con otra nave de las suyas, que se encuentra lejos, lejísimos, aunque no comprendo cómo puede establecerse comunicación a tales distancias. Algo le ha ocurrido a la segunda nave, posiblemente, una avería, y su petición de socorro ha llegado hasta nuestros desconocidos, a quienes sería más justo llamar amigos.
— ¿Y si no está averiada, sino que ha hecho un hallazgo muy importante? — aventuró en voz baja Taina.
— Es posible. Sea como sea, se van. Y hay que darse prisa para fotografiar cuanto se pueda y recoger el mayor número posible de datos. Lo más importante son sus mapas, su ruta y lo que hayan descubierto en su viaje... Estoy seguro de que se han cruzado en su camino con hombres que respiran oxígeno, como nosotros.
Los desconocidos dieron a entender que podían permanecer aún allí durante un período equivalente a un día terrestre. Los tripulantes del Telurio, estimulados por drogas especiales, trabajaban con verdadero frenesí, sin ceder en nada a los grises moradores del planeta fluórico.
En tanto unos fotografiaban las páginas de los libros de texto ilustrados, otros hacían grabaciones de la lengua en que hablaban los desconocidos. Se procedió a un intercambio de colecciones de minerales, aguas y gases en envases transparentes e irrompibles. Los químicos de ambos planetas se esforzaban por comprender los símbolos que representaban la composición de las sustancias orgánicas e inorgánicas.
Afra, pálida del cansancio, estudiaba los diagramas de los procesos fisiológicos, las fórmulas y los esquemas genéticos, así como las fases del desarrollo embriológico del organismo humano en el planeta fluórico. Las cadenas interminables de moléculas de proteínas resistentes al flúor eran asombrosamente parecidas a nuestras moléculas albuminoideas: los mismos filtros de energía, las mismas barreras surgidas en la lucha de la materia viva, contra la entropía.
Al cabo de veinte horas, Tey y Kari, agotados, rendidos, aparecieron en la galería trayendo enrollados los mapas celestes, en los que estaba trazada toda la ruta recorrida por el Telurio desde el Sol hasta el lugar del encuentro. Los desconocidos se apresuraron más aún. Las cintas fotomagnéticas de las máquinas mnemotécnicas de los terrenos apuntaban la situación de estrellas desconocidas con signos indescifrables de las distancias, los datos astrofísicos y las rutas cruzadas en complejos zigzags de las dos naves blancas. Todo eso debía ser descifrado más tarde por medio de las tablas explicatorias que los viajeros de la nave blanca habían preparado con ese fin.
Luego, las imágenes proyectadas en la pantalla arrancaron gritos de admiración a los tripulantes del Telurio. Uno a uno fueron apareciendo círculos en torno de cinco estrellas; y en ellos empezaron a girar planetas. Tras la figura desmañada de una ventruda nave cósmica apareció toda una bandada de naves más airosas. En las plataformas ovales que salían de debajo de sus cuerpos, estaban en pie, embutidos en sus escafandras, unos seres que, indudablemente, pertenecían al género humano. El signo de un átomo con ocho electrones — es decir, oxígeno— coronaba la imagen de los planetas y las naves; pero éstas, según el esquema, se hallaban ligadas sólo con dos de los planetas representados: uno de ellos encontrábase en la cercanía de un sol rojo y el otro giraba alrededor de un astro dorado brillante de la clase espectral F. Era de suponer que la vida en los planetas de las tres estrellas restantes, a pesar de desarrollarse en una atmósfera rica en oxígeno, no había alcanzado el nivel necesario para realizar viajes cósmicos o que allí no habían tenido tiempo aún de aparecer los seres racionales.
Aunque los tripulantes del Telurio no lograron esclarecer estos detalles, obraban ahora en su poder datos inapreciables sobre las vías conducentes a aquellos mundos poblados, separados por cientos de parsecs del punto en que ellos se habían encontrado con los emisarios del planeta fluórico.
Había llegado el momento de la separación.
Las tripulaciones de las dos naves se alinearon, la una enfrente de la otra, a cada lado de la transparente pared. Los broncíneos habitantes de la Tierra y los grisáceos moradores del planeta fluórico (cuyo nombre quedó desconocido) se despedían con miradas, sonrisas y ademanes cuyo afectuoso significado era comprensible para todos.
Una punzante congoja apoderóse de los telurianos. Jamás habían experimentado tal sensación, ni siquiera al abandonar la Tierra natal, sabiendo que no regresarían sino al cabo de siete siglos. Se negaban a admitir que dentro de algunos minutos, aquella gente buena, hermosa y fantástica se desvanecería para siempre en el espacio cósmico, y por él continuaría buscando solitaria y desesperanzada, una vida racional semejante a la suya.
Sólo entonces, quizás, los astronautas llegaron a comprender plenamente que el objetivo principal de todas las búsquedas, aspiraciones y luchas era el bien del Hombre. Lo más valioso de toda civilización, en cualquier estrella, en la Galaxia entera y en la inmensidad del Universo, era el Hombre, su inteligencia, sus emociones, su vigor, su belleza... ¡su vida!