César Vidal
Artorius
PRIMERA PARTE MATER
I
Britannia. En los albores de la Edad Oscura…
La luz es un fenómeno verdaderamente curioso. En ocasiones -y con ese fin la creó Dios – sirve para iluminarnos y permitir de esa manera que veamos lo que nos rodea. Sin embargo, en otras ocasiones, actúa de una manera muy distinta. Resulta tan poderosa, tan impresionante, tan llena de vigor que tan sólo logra cegarnos. Y entonces, de manera prodigiosa, aquello que debería ayudarnos a ver, precisamente nos lo impide. Es lo que ahora mismo sucede con la isla de Avalon. Despide una reluciente luminosidad semejante a la de una piedra preciosa tallada por un magnífico orfebre y expuesta a los limpios rayos del sol. Hasta las olas encrespadas que la rodean se ven sometidas a sus destellos rutilantes. Ese mar esmaltado de gris que tantas veces he contemplado se ha transformado en una sucesión peculiar de extrañas masas amarillas, naranjas y rojas, que se ven surcadas por transparentes tonalidades verde esmeralda. Parece como si las aguas intranquilas se hubieran transformado en una superficie de límpido zafiro semejante a la que algunos santos varones vieron desplegada ante el trono eterno e inmarcesible del Altísimo. Sin embargo, no es Dios el que reina en Avalon. Por supuesto, me consta que Su soberanía se ejerce sobre cada palmo de este mundo convulso en el que habitamos. No dudo tampoco de que Su providencia se manifiesta incluso en medio de los horrores más espantosos que podamos imaginar y sé lo que me digo porque he tenido ocasión de ver unos cuantos a lo largo de mi ya dilatada existencia. Sin embargo, allí, en Avalon, en la isla donde he de intentar hallar alivio para Artorius, reina otro ser. Se trata de la única persona que ha logrado apresar mi corazón entre sus dedos de la misma manera que un pescador diestro puede sujetar una trucha escurridiza o que un niño inocente, pero hábil se apodera de la mariposa multicolor. La recuerdo y no puedo sino sentir la dentellada inmisericorde de la memoria en el pecho y sin embargo… sin embargo, hubo una época en que me proporcionaba el aliento, la alegría, la ilusión, el deseo, verdaderamente invencible, de continuar… pero ahora… Ahora sé que me queda poco, muy poco, para cruzar una distancia mucho más profunda y decisiva, justo aquella que media entre este mundo de mortales y aquel otro en el que perduraremos en razón de lo que fue nuestra vida en éste. En ese mundo de allá -que pronto será el de acá para mí- no me encontraré con el poeta Virgilio y lo lamento vivamente porque durante las décadas que he vivido lo admiré hasta casi rozar la devoción. Sin embargo, no es menos cierto que descansaré de mis muchas tribulaciones y recibiré el perdón definitivo y final del Único que puede otorgarlo, del Único que vivió mucho antes que nosotros y que cuando nosotros nos veamos reducidos a un simple puñadito de polvo en esta tierra, seguirá vivo.
Si vuelvo la vista hacia atrás en busca del momento en que todo comenzó, no abrigo duda alguna de que fue mucho antes de que yo viniera a este mundo. En realidad, siempre sucede así. Es cierto que somos tan ingenuos como para creer que todo empieza con nuestra vida, pero la realidad es que nuestra existencia da inicio incluso antes de que nuestros padres llegaran a engendrarnos. ¿Cuando comenzó la mía? Quizá en el momento en que Roma se vio obligada a retirarse de Britannia porque el imperio se resquebrajaba y esta isla perdida en algún lugar de un mar norteño y frío no merecía los gastos que ocasionaba a unas arcas cada vez más exhaustas. En realidad, creo que nunca les interesamos mucho a los romanos. Cuando el gran Julio -la mente más privilegiada de Roma- llegó hasta nuestras costas sólo lo hizo para demostrar que podía vencer con facilidad a un pueblo de barbari que se permitía la intolerable osadía de ayudar a los galos que se le oponían al otro lado del Oceanus Britannicus. El gran Julio efectivamente logró derrotar a nuestros antepasados a pesar de que ya entonces habíamos dominado el difícil arte de desplazarnos en barcos y utilizábamos temibles carros de guerra. No resultaron adversario suficiente para las legiones, pero Julio César no estaba dispuesto a someter a sus tropas a las condiciones propias de nuestro gélido invierno. Tras asegurarse de que ni un solo hombre de guerra saldría de aquí con destino a las Galias, se marchó. Pasaron décadas antes de que los romanos volvieran a invadir estas costas. Esta vez la expedición la impulsaba Claudio, un emperador sin gloria que deseaba labrarse un nombre en las piedras frías de la Historia y que apenas lo consiguió asentando a algunas de sus legiones en nuestro suelo.
Se quedaron pero, a diferencia de lo que había sucedido con los galos, los romanos apenas consiguieron civilizar a mis antecesores. Su lengua fue también el latín no solo para los documentos oficiales, e incluso se acostumbraron del todo a vestir y, casi casi, a pensar como romanos. La vieja Roma sabía que un imperio necesita una lengua y la implantó. Los buenos resultados son obvios todavía. Sin embargo, aún quedaron barbari y eran agresivos. Seguramente por eso, el emperador Adriano llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era levantar un muro que librara el sur de la isla de peores invasiones procedentes de las tribus hostiles que procedían del norte. Aquella cadena de fuertes de madera y piedra desempeñó bien sus funciones durante casi dos siglos y medio, pero, finalmente, el costo era muy elevado y el imperio demasiado débil, y los romanos comenzaron a retirarse al continente. No lo hicieron del todo, sin embargo, porque les agradaba creer que la isla seguía siendo una parte de Roma y porque, en no escasa medida, así sucedía. Lo mismo pensaban mis antepasados porque Britannia había cambiado y lo había hecho no sólo gracias a las águilas de las legiones sino también a la llegada del cristianismo.
Los britanni no tuvieron mucha dificultad en adaptar la antigua religión de los druidas a la traída por las legiones. Es cierto que los romanos prohibieron los sacrificios humanos que realizaban los druidas y que también rechazaron algunos ritos en el curso de los cuales los nativos de estas tierras verdes y brumosas se intoxicaban con poderosas drogas obtenidas del muérdago y de los hongos y tenían visiones. No es menos realidad que se rieron siempre de la creencia druídica en la transmigración de las almas, considerando ridículo que un ser humano pudiera convertirse en otra vida en un animal o incluso en una piedra. Sin embargo, tras aceptar todas esas modificaciones, los britanni no habían tenido problema en descubrir a Hércules o a Mercurio detrás de sus propios dioses a los que siguieron adorando en su lengua nativa. Fue la llegada de los primeros misioneros cristianos lo que alteró aquella situación. Se trataba de gente dura, acostumbrada a las privaciones y empeñada en predicar a un dios que se había encarnado no para seducir mujeres, como Júpiter, o para ayudar a ejércitos, como Marte. No. Se había hecho hombre para morir en una cruz en pago por los pecados de todos los hombres. Acostumbrados a oír que los emperadores eran hombres que se convertían en dioses, aquel mensaje resultó como mínimo chocante. Tanto que algunos britanni no dudaron en quemar vivos o en arrojar al fondo de un pantano a los que lo propalaban, convencidos de que se enfrentaban así a alguna blasfemia extraña e incomprensible, a la vez que demasiado audaz como para no resultar peligrosa.
Seguramente, los fieles de cualquier otra superstición hubieran quedado convencidos por argumentos tan poderosos como las llamas o el fango helado como para no insistir en su predicación. Sin embargo, aquellos misioneros no se dieron por vencidos. Persistieron en su labor y, seguramente, aquella perseverancia fue lo que acabó provocando un cambio en los corazones de los britanni. Hasta entonces, para algunos de los britanni el latín era la lengua de la gente educada, culta, la que tenía a su cargo el gobierno y la instrucción del pueblo. A partir de entonces, pasó a ser también el lenguaje en el que se recogían los hechos de aquel dios extraño que había muerto voluntaria y, sobre todo, mansamente. No sólo eso. También era la lengua en la que cantaban a aquel nuevo dios, en la que realizaban los ritos sagrados y en la que introducían a sus hijos en el número de sus fieles. En menos de un siglo, aquella fe logró lo que no habían conseguido las legiones, convertir el latín en una lengua popular, aunque -todo hay que decirlo- no todos la hablaran con la misma pureza.
También sucedió algo inesperado en Britannia y es que las viejas familias comenzaron a mezclarse con los romanos. No es que no hubiera sucedido eso de vez en cuando antes, pero, por regla general, las uniones no habían pasado de ser contubernios no siempre reconocidos por la ley. Ni siquiera cuando el emperador Caracalla convirtió en ciudadanos romanos a todos los habitantes del imperio, las circunstancias cambiaron de manera sustancial, pero ahora, acudiendo a los mismos templos a orar y adorando al mismo Dios, resultó cada vez más difícil mantener las barreras existentes entre britanni y romanos. Al cabo de unas décadas, no faltaban los habitantes de la isla que procedían de familias romanas que se habían asentado siglos atrás en Britannia o de estirpes mezcladas en las que jóvenes pelirrojas hablaban en las dos lenguas o jóvenes rubios lamentaban que las águilas de las legiones pudieran abandonar la tierra de sus antepasados. Yo venía de una de esas familias. Digo de una y no de dos, porque nunca se supo a ciencia cierta quién era mi padre.
Sé -a fondo se han ocupado de que lo sepa- que no pocos afirman ahora que fui engendrado por un íncubo, uno de esos demonios que descargan su lascivia antinatural sobre las mujeres y que incluso, en algunos casos, pueden tener hijos. No se trata sino de una calumnia que -lo reconozco- empezó a circular incluso cuando yo no podía articular palabra, pero que mis enemigos han ido propalando después a medida que mi nombre -en contra de mi voluntad- se hizo conocido. Pero para entender hasta qué punto rezuman maldad esas versiones de mi nacimiento basta con recordar a mi madre.
Tu maior; tibi me est aequum parere… Tú eres mayor y por lo tanto es justo que te obedezca. Eso decía en una de sus Bucólicas ese Virgilio al que no me encontraré en el cielo. Pero, a pesar de su paganismo, el viejo poeta tenía razón. Una sociedad se sustenta sobre la base de apoyarse en la experiencia y el saber de los que vivieron antes. Fue esa conducta la que permitió sobrevivir a Roma durante siglos porque creían en la necesidad de respetar las mores maiorum, las costumbres de los mayores, y si existe algo especialmente dañino en el comportamiento de los barbari es su ansiosa lucha por erradicar todo lo que nos enseñaron y por edificar un nuevo mundo sobre las ruinas del antiguo. Se creen sabios y superiores, pero, en realidad, su comportamiento es tan necio como el de una cuadrilla de albañiles que, en lugar de ir colocando una fila de piedras o ladrillos sobre la ya colocada, se empeñaran en derruirla por completo antes de situar la nueva. Esfuerzo perdido, soberbia supina, estupidez profunda, porque escuchar a los mayores, aburrido o sugestivo, es una de las condiciones para evitar que nuestro mundo se hunda. Sólo un barbari [1] se negaría, por necedad o egoísmo, a verlo.
II
Britannia, a inicios del s. v
No tengo la sensación de haberme preguntado en los primeros tiempos de mi vida por qué no tenía padre. A decir verdad, creo que me parecía normal que así fuera. Yo no crecí viendo a hombres y a mujeres juntos como sucede con el común de los mortales. Vivía con mi madre en el lugar que la iglesia del apóstol Pedro había destinado a morada de viudas y vírgenes. Se trataba de mujeres que, siguiendo el consejo de otro apóstol, el que cambió su nombre de Saulo por el de Pablo, al no tener quien se ocupara de ellas habían decidido entregar su vida al Señor. Eran buenas hijas de Eva, que lo mismo limpiaban las dependencias del templo -demasiado pequeñas como para requerir mucha atención- que se ocupaban de prestar alguna ayuda a los indigentes que llegaban hasta las puertas de la iglesia. Entre tantas mujeres no había un solo hombre. Ocasionalmente, recuerdo haber visto a uno ataviado con hábitos talares, pero su imagen me resulta distante y apenas me trae remembranzas como la de una caricia de pasada o una sonrisa que me pareció entonces -¿lo era en realidad?- severa. Aquel hombre casi evanescente y algún niño de los que se acercaban hasta la iglesia fue toda la presencia varonil con la que me topé durante mis primeros años. No puedo decir que me encontrara incómodo. A decir verdad, tengo la sensación de que me sentía muy feliz siendo el único hombre en medio de aquellas mujeres. ¿Por qué iba a echar de menos a un padre? En realidad, ¿hubiera sabido responder a la pregunta de qué era un padre? Con certeza, no.
En ocasiones, un olor, un color, un sabor me transportan a aquellos primeros días de mi vida. Se despiertan entonces sensaciones dotadas de un enorme vigor. Desde mi corazón suben, con una rapidez inusitada, el brillo metálico del agua todavía sin secar en el suelo de la iglesia, el aroma pesado de los cirios amarillos regalo de algún eques, incluso la textura del pan crujiente con manteca dorada que me llevaba a la boca y que devoraba en dos bocados. Sí, todo aquello me invade y por un instante me parece que nada ha sucedido, que nada ha pasado, que nada ha acontecido y que, de manera suave y hermosa, he regresado a una época tranquila en la que la salida del sol anunciaba el plácido inicio de una jornada dichosa y su caída era el signo precursor de un descanso rezumante de sueños gratos. Se trataba de la era en que todos los alimentos sabían bien, todas las horas eran hermosas y todos los lugares -salvo, excepcionalmente, los oscuros- resultaban entrañables y preñados de incitantes atracciones. En aquel entonces comenzaba a descubrir el mundo. También en aquel entonces fue cuando vi a los primeros hombres que me impresionaron.
Me entretenía en subir y bajar una y otra vez los tres o cuatro escalones que llevaban hasta la iglesia cuando reparé en ellos. Atraparon mi atención por el motivo de que iban a caballo. Por supuesto, ya había visto antes aquel animal -en contadas ocasiones, pero lo había visto- no obstante, no dejaba de llamarme poderosamente la atención. Los que los montaban iban ataviados con unas capas largas y pardas. Seguramente, sólo pretendían protegerse del viento con aquellas modestas prendas, pero a mí me parecieron un extraordinario despliegue de inusitado lujo. Tan inusitado como el uso de unas espadas largas y relucientes que colgaban de sus caderas golpeando suavemente los flancos de sus monturas. ¡Y además llevaban cascos! Sé que todo esto carece, en realidad, de importancia. Sin embargo, en aquella época esa visión de dos equites no resultó para mí menos prodigiosa de lo que hubiera sido el descenso de dos ángeles procedentes del mismo cielo.
El rítmico sonido de los cascos se detuvo a unos pasos apenas del lugar que yo subía y bajaba con enorme entusiasmo. Pero yo fingí que no me llamaban la atención y seguí ocupado en los escalones de piedra escasamente pulida, limitándome a mirar de reojo a los recién llegados. Tuvieron que dirigirse a mí de manera expresa para que les prestara una atención visible. Fue uno de ellos, de piel rojiza y barba hirsuta, el que pronunció el nombre de mi madre y me ordenó que fuera a buscarla.
La encontré a escasa distancia, lavando con otras mujeres en un riachuelo retorcido que discurría cercano a la iglesia. Recuerdo que una sombrecilla que no comprendí entonces se posó sobre su frente y que, por un instante fugaz, inclinó la cabeza sobre el pecho. Luego respiró hondo, pidió a una de las otras mujeres, una viuda, que la acompañara y emprendió el camino hacia el lugar sagrado.
Las seguí durante unos pasos, pero cuando estábamos a escasa distancia de los jinetes, la anciana se volvió y me ordenó con términos nada equívocos que me quedara donde estaba. Obedecí -no se me hubiera ocurrido hacer algo distinto, a decir verdad- y sólo pude contemplar la escena de lejos. No duró mucho. Sin descender de sus cansinos animales, los hombres dijeron algunas palabras a mi madre. Parece que aún estoy viendo cómo, por un instante, se quedó inmóvil, mirándolos, como si los escuchara, aunque yo hubiera asegurado que nada decían. Luego inclinó por un instante la cabeza, volvió a erguirla y se encaminó hacia la iglesia del apóstol Pedro.