—¡Ah... buenas tardes! —dice, ofreciendo una mano grande y mojada—. Qué... ¿se le pasó lo de la garganta?
—¡Iván Matveich! —dice el sabio con voz temblorosa, retrocediendo, y enlazando los dedos—. ¡Iván Matveich! —luego, dando un salto hacia el escribiente lo agarra por un hombro y comienza a sacudirlo débilmente—. ¿Qué es lo que está usted haciendo conmigo... —prosigue con desesperación—, terrible y mala persona?... ¿Qué está usted haciendo? ¿Reírse?... ¿Se mofa usted, acaso de mí?... ¿Sí?...
El semblante ovalado de Iván Matveich (que, a juzgar por la sonrisa que todavía no ha acabado de deslizarse de su rostro, esperaba un recibimiento completamente distinto) se alarga aún más al ver al sabio respirando indignación y, lleno de asombro, abre la boca.
—¿Qué?... ¿Qué dice?... —pregunta.
—¡Con que además pregunta usted que qué digo! —exclama alzando las manos—. ¡Sabiendo como sabe usted lo precioso que me es el tiempo me viene con dos horas de retraso! ¡No tiene usted temor de Dios!
—Es que no vengo ahora de casa —balbucea Iván Matveich, desanudándose indeciso la bufanda—. Era el santo de mi tía, y fui a verla... Vive a unas seis verstas de aquí... ¡Si hubiera ido directamente desde mi casa... sería distinto!
—¡Reflexione usted, Iván Matveich!... ¿Existe lógica en su proceder?... ¡Aquí hay trabajo, asuntos urgentes..., y usted se va a felicitar a sus tías por sus santos!... ¡Oh!... ¡Desátese más de prisa esa absurda bufanda!... ¡En fin, que todo esto es intolerable!
Y el sabio se acerca de otro salto al escribiente y le ayuda a destrabar la bufanda.
—¡Es usted peor que una baba!... ¡Bueno! ¡Venga ya! ¡Más rápido, por favor!
Sonándose con un arrugado y sucio pañuelo y estirándose el saco gris, Iván Matveich, tras atravesar la sala y el salón, penetra en el despacho. En este hace tiempo que le ha sido preparado sitio, papel y hasta cigarrillos.
—¡Siéntese! ¡Siéntese! —le mete prisa el sabio, frotándose las manos impacientemente—. ¡Hombre insoportable! ¡Sabe usted lo apremiante que es el trabajo y se retrasa de esta manera! ¡Sin querer, tiene uno que regañar! Bueno, ¡escriba!... ¿Dónde quedamos?
Iván Matveich se atusa los cabellos, duros como crines, desigualmente cortados, y toma la lapicera. El sabio, paseándose de un lado a otro y reconcentrándose, comienza a dictar:
"Es el hecho (coma) que algunas de las que podríamos llamar formas fundamentales... (¿Ha escrito usted formas?...) sólo se condicionan según el sentido de aquellos principios (coma) que en sí mismos encuentran su expresión y sólo en ellos pueden encarnarse. (Aparte. Ahí punto, como es natural). Las más independientes son..., son aquellas formas que presentan un carácter no tanto político (coma) como social."
—Ahora los colegiales llevan otro uniforme. El de ahora es gris —dice Iván Matveich—. Cuando yo estudiaba era diferente.
—¡Ah!... ¡Escriba, por favor! —se enoja el sabio—. ¿Ha escrito usted social?... "En cuanto no se refiere a regularización, sino a perfeccionamiento de las funciones de estado (coma), no puede decirse que estas se distinguen sólo por las características de sus formas... ¡Eso!... Sí..." Las tres últimas palabras van entrecomilladas... ¿Qué me decía usted antes del colegio?
—Que en mis tiempos llevábamos otro uniforme.
—¡Ah... sí! Y usted... ¿hace mucho que ha dejado el colegio?
—Sí, se lo decía ayer. Hace tres años que no estudio... Lo dejé en cuarto año.
—¿Y por qué dejó usted el colegio? — pregunta el sabio, echando una mirada sobre lo escrito por Iván Matveich.
—Pues porque sí... Por cuestiones absolutamente particulares.
—¡Otra vez tengo que volvérselo a decir: Iván Matveich!... ¿Cuándo dejará usted de alargar tanto los renglones?... ¡No debe haber más de cuarenta letras en cada renglón!
—¿Cree usted, acaso, que lo hago a propósito? —se ofende Iván Matveich—. ¡Otros, en cambio, llevan menos de cuarenta! ¡Cuéntelas! ¡Si le parece que lo hago adrede, puede quitármelo de la paga!
—¡Ah!... ¡No se trata de eso!... ¡Qué poca delicadeza tiene usted! ¡Enseguida se pone a hablar de dinero!... ¡El esmero es lo que importa, Iván Matveich!... ¡Lo que importa es el esmero!... ¡Tiene usted que acostumbrarse al esmero!
La doncella entra en el despacho, trayendo una bandeja que contiene dos vasos de té y una cestita con tostadas secas... Iván Matveich toma torpemente su vaso con ambas manos y empieza de inmediato a bebérselo. El té está demasiado caliente y, para no quemarse los labios, Iván Matveich lo bebe a sorbitos. Se come primero una tostada; luego otra; después una tercera, y, turbado y mirando de reojo al sabio, tiende la mano hacia la cuarta. Sus ruidosos sorbos, su glotona manera de mascar y la expresión de codicia hambrienta de sus cejas alzadas irritan al sabio.
—¡Dese prisa! ¡El tiempo es precioso!
—Siga dictándome. Puedo beber y escribir al mismo tiempo... Le confieso que tenía hambre.
—¿Vendrá usted a pie seguramente?
—Sí... ¡Y qué mal tiempo hace!... Por este tiempo, en mi tierra, huele ya a primavera... En todas partes hay charcos de la nieve que se derrite...
—¿Es usted del Sur?
—Soy de la región del Don... En el mes de marzo ya es enteramente primavera. Aquí, en cambio, no hay más que hielo y nieve; todo el mundo va con un abrigo... Allí, hierbita fresca... Como por todas partes está seco, hasta se pueden agarrar tarántulas.
—¿Y por qué agarrar tarántulas?
—¡Porque sí!... ¡Por hacer algo! —dice suspirando Iván Matveich—. Es divertido agarrarlas. Se pone en una hebra de hilo un pedacito de resina, se mete en el nido y se la golpea en el caparazón. La muy maldita, entonces, se enoja y toma la resina con las patitas; pero se queda pegada... ¡Qué no habremos hecho con ellas! A veces llenábamos una palangana hasta arriba y soltábamos dentro una bijorka.
—¿Qué es una bijorka?
—¡Una araña que se llama así!... Pertenece a una especie parecida a la de las tarántulas. ¡Ella sola, peleando, puede con muchas tarántulas!
—¿Sí?... Pero, bueno... tenemos que escribir... ¿Dónde nos detuvimos?
El sabio dicta otros cuarenta renglones, luego se sienta y se sumerge en la meditación.
Desde su asiento, Iván espera lo que van a decirle, estira el cuello y se esfuerza en poner orden en el cuello de su camisa. La corbata no cae mal, pero como se le ha soltado el pasador, el cuello se le abre a cada momento.
—¡Sí!... dice el sabio— ¡Así es!... qué ¿todavía no ha encontrado usted un trabajo, Iván Matveich?
—No... ¿Dónde va uno a encontrarlo?... ¿Sabe... yo?... Pienso sentar plaza en un regimiento... Mi padre me aconseja que me haga dependiente de botica.
—Sí... Pero ¿no sería mejor que ingresara usted en la Universidad?... El examen es difícil, pero con paciencia y un trabajo perseverante se puede llegar a aprobar. ¡Estudie usted!... ¡Lea usted más! ¡Lea mucho!
—La verdad es que... tengo que confesar que leo poco —dice Iván Matveich, encendiendo un cigarrillo.
—¿Ha leído a Turgueniev?
—No.
—¿Y a Gogol?
—¿A Gogol?... ¡Jum!... ¿A Gogol?... No; no lo he leído.
—¡Iván Matveich! ¿No le da vergüenza?... ¡Ay, ay, ay, ay!... ¡Cómo un muchacho tan bueno!... ¡Con tanta originalidad como hay en usted, y que resulte que ni siquiera ha leído a Gogol!... ¡Tiene que leerlo! ¡Yo se lo daré! ¡Léalo sin falta! ¡Si no lo lee, pelearemos!
De nuevo se produce un silencio. Medio tumbado en un cómodo diván, medita el sabio, mientras Iván Matveich, dejando al fin tranquilo su cuello, pone toda su atención en sus zapatos. No se había dado cuenta de que bajo sus pies, a causa de la nieve derretida, se habían formado dos grandes charcos. Se siente avergonzado.
—¡Me parece, Iván Matveich, que también es usted aficionado a cazar jilgueros!
—¡Eso en otoño!... ¡Aquí no cazo, pero allí, en mi casa, solía cazar!
—¿Sí?... Bien... Pero, bueno, de todos modos, tenemos que escribir.
El sabio se levanta decidido y empieza a dictar, pero después de escritos los diez primeros renglones, se vuelve a sentar en el diván.
—No... Tendremos que dejarlo ya hasta mañana por la mañana —dice—. Venga usted mañana por la mañana. Pero ¡eso sí..., temprano! Sobre las nueve... ¡Dios lo libre de retrasarse!
Iván Matveich deja la pluma, se levanta de la mesa y va a sentarse en otra silla. Cuando han pasado unos cinco minutos en silencio, empieza a sentir que ya le ha llegado la hora de marcharse, que ya está allí de más...; pero ¡el despacho del sabio es tan agradable..., tan luminoso y templado!... ¡El efecto de las tostadas secas y del té dulce está todavía tan reciente..., que su corazón se estremece sólo al pensar en su casa!... En su casa hay pobreza, hambre, frío, un padre gruñón... ¡Echan en cara lo que dan..., mientras que aquí hay tanta tranquilidad!... ¡Y hasta quien se interesa por las tarántulas y los jilgueros!...
El sabio consulta la hora y toma el libro.
—¿Me dará usted a Gogol, entonces? —pregunta, levantándose, Iván Matveich.
—Sí, sí...; se lo daré. Pero ¿por qué tiene usted tanta prisa, amigo mío? ¡Quédese! ¡Cuénteme algo!
Iván Matveich se sienta y sonríe con franqueza. Casi todas las tardes se la pasa sentado en este despacho, percibiendo cada vez en la voz y en la mirada del sabio algo verdaderamente afable, conmovido..., algo que le parece suyo. Hasta hay veces, segundos, en los que le parece que el sabio está ligado a él; se ha habituado tanto a su persona, que si le riñe por sus retrasos es sólo porque se aburre sin su charla, sin sus tarántulas y sin todo aquello relacionado con el modo de cazar jilgueros en la región del Don.
La colección
Hace días pasé a ver a mi amigo, el periodista Misha Kovrov.1 Estaba sentado en su diván, se limpiaba las uñas y tomaba té. Me ofreció un vaso.
—Yo sin pan no tomo —dije—. ¡Vamos por el pan!
—¡Por nada! A un enemigo, dígnate, lo convido con pan, pero a un amigo nunca.
—Es extraño... ¿Por qué, pues?
—Y mira por qué... ¡Ven acá!
Misha me llevó a la mesa y extrajo una gaveta:
—¡Mira!
Yo miré en la gaveta y no vi definitivamente nada.
—No veo nada... Unos trastos... Unos clavos, trapitos, colitas...
—¡Y precisamente eso, pues y mira! ¡Diez años hace que reúno estos trapitos, cuerditas y clavitos! Una colección memorable.
Y Misha apiló en sus manos todos los trastes y los vertió sobre una hoja de periódico.
—¿Ves este cerillo quemado? —dijo, mostrándome un ordinario, ligeramente carbonizado cerillo—. Este es un cerillo interesante. El año pasado lo encontré en una rosca, comprada en la panadería de Sevastianov. Casi me atraganté. Mi esposa, gracias, estaba en casa y me golpeó por la espalda, si no se me hubiera quedado en la garganta este cerillo. ¿Ves esta uña? Hace tres años fue encontrada en un bizcocho, comprado en la panadería de Filippov. El bizcocho, como ves, estaba sin manos, sin pies, pero con uñas. ¡El juego de la naturaleza! Este trapito verde hace cinco años habitaba en un salchichón, comprado en uno de los mejores almacenes moscovitas. Esa cucaracha reseca se bañaba alguna vez en una sopa, que yo tomé en el bufete de una estación ferroviaria, y este clavo en una albóndiga, en la misma estación. Esta colita de rata y pedacito de cordobán fueron encontrados ambos en un mismo pan de Filippov. El boquerón, del que quedan ahora sólo las espinas, mi esposa lo encontró en una torta, que le fue obsequiada el día del santo. Esta fiera, llamada chinche, me fue obsequiada en una jarra de cerveza en un tugurio alemán... Y ahí, ese pedacito de guano casi no me lo tragué, comiéndome una empanada en una taberna... Y por el estilo, querido.
—¡Admirable colección!
—Sí. Pesa libra y media, sin contar todo lo que yo, por descuido, alcancé a tragarme y digerir. Y me he tragado yo, probablemente, unas cinco, seis libras...
Misha tomó con cuidado la hoja de periódico, contempló por un minuto la colección y la vertió de vuelta en la gaveta. Yo tomé en la mano el vaso, empecé a tomar té, pero ya no rogué mandar por el pan.
La corista
En cierta ocasión, cuando era más joven y hermosa y tenía mejor voz, se encontraba en la planta baja de su casa de campo con Nikolai Petróvich Kolpakov, su amante. Hacía un calor insufrible, no se podía respirar. Kolpakov acababa de comer, había tomado una botella de mal vino del Rin y se sentía de mal humor y destemplado. Estaban aburridos y esperaban que el calor cediese para ir a dar un paseo.
De pronto, inesperadamente, llamaron a la puerta. Kolpakov, que estaba sin levita y en zapatillas, se puso en pie y miró interrogativamente a Pasha.
—Será el cartero, o una amiga —dijo la cantante.
Kolpakov no sentía reparo alguno en que le viesen las amigas de Pasha o el cartero, pero, por si acaso, cogió su ropa y se retiró a la habitación vecina. Pasha fue a abrir. Con gran asombro suyo, no era el cartero ni una amiga, sino una mujer desconocida, joven, hermosa, bien vestida y que, a juzgar por las apariencias, pertenecía a la clase de las decentes.