Al mediodía, detrás, cerca del convoy, resonó un grito:
—¡Alto! ¡Vista a la izquierda! ¡Señores oficiales!
En una carretela arrastrada por un par de caballos blancos, se acercó el general de la brigada. Se detuvo junto a la segunda batería y gritó algo que nadie comprendió. Varios oficiales, entre ellos Riabóvich, se le acercaron al galope.
—¿Qué tal? ¿Cómo vamos? —preguntó el general, entornando los ojos enrojecidos—. ¿Hay enfermos?
Obtenidas las respuestas, el general, pequeño y enteco, reflexionó y dijo, volviéndose hacia uno de los oficiales:
—El conductor del limonero de su tercer cañón se ha quitado la rodillera y el bribón la ha colgado en el avantrén. Castíguelo.
Alzó los ojos hacia Riabóvich y prosiguió:
—Me parece que usted ha dejado los tirantes demasiado largos...
Hizo aún algunas aburridas observaciones, miró a Lobitko y se sonrió:
—Y usted, teniente Lobitko, tiene un aire muy triste —dijo—. ¿Siente nostalgia por Lopujova? ¡Señores, echa de menos a Lopujova!
Lopujova era una dama muy entrada en carnes y muy alta, que había rebasado hacía ya tiempo los cuarenta. El general, que tenía una debilidad por las féminas de grandes proporciones cualquiera que fuese su edad, sospechaba la misma debilidad en sus oficiales. Ellos sonrieron respetuosamente. El general de la brigada, contento por haber dicho algo divertido y venenoso, rió estrepitosamente, tocó la espalda de su cochero y se llevó la mano a la visera. El coche reemprendió la marcha.
«Todo eso que ahora sueño y que me parece imposible y celestial, es en realidad muy común» —pensaba Riabóvich mirando las nubes de polvo que corrían tras la carretela del general—. «Es muy corriente y le sucede a todo el mundo... Por ejemplo, este general en su tiempo amó; ahora está casado y tiene hijos. El capitán Vájter también está casado y es querido, aunque tiene una feísima nuca roja y carece de cintura... Salmánov es tosco, demasiado tártaro, pero ha tenido también su idilio terminado en boda... Yo soy como los demás, y antes o después sentiré lo mismo que todos...»
La idea de que era un hombre como tantos y de que también su vida era una de tantas, lo alegró y reconfortó. Ya se la representaba osadamente a ella, y también su propia felicidad, sin poner freno alguno a su imaginación.
Cuando por la tarde la brigada hubo llegado a su destino y los oficiales descansaban en las tiendas, Riabóvich, Merzliakov y Lobitko se sentaron a cenar alrededor de un baúl. Merzliakov comía sin apresurarse, masticaba despacio y leía el Véstnik Yevrópy que sostenía sobre las rodillas. Lobitko hablaba sin parar y se servía cerveza. Y Riabóvich, con la cabeza turbia por los sueños de toda la jornada, callaba y bebía. Después del tercer vaso, se achispó, se debilitó y experimentó un irresistible deseo de compartir su nueva impresión con sus compañeros.
—Me sucedió algo extraño en casa de esos Von Rabbek... —empezó a decir, procurando imprimir a su voz un tono de indiferencia burlona—. Había ido, no sé si lo saben, a la sala de billar...
Se puso a contar con todo detalle la historia del beso y al minuto se calló... En aquel minuto lo había contado todo y le sorprendía tremendamente que hubiera necesitado tan poco tiempo para su relato. Le parecía que de aquel beso habría podido hablar hasta la madrugada. Habiéndolo escuchado, Lobitko, que contaba muchas trolas y por esta razón no creía a nadie, lo miró desconfiado y sonrió. Merzliakov enarcó las cejas y tranquilamente, sin apartar la mirada del Véstnik Yevrópy, dijo:
—¡Que Dios lo entienda! Arrojarse al cuello de alguien sin antes haber preguntado quién era... Se trataría de una psicópata.
—Sí, debía de ser una psicópata... —asintió Riabóvich.
—Una vez me ocurrió a mí un caso análogo... —dijo Lobitko, poniendo ojos de susto—. Iba el año pasado a Kovno... Tomé un billete de segunda clase... El vagón estaba de bote en bote y no había manera de dormir. Di medio rublo al revisor... Él cogió mi equipaje y me condujo a un compartimiento... Me acosté y me cubrí con la manta. Estaba oscuro, ¿comprenden? De súbito noté que alguien me ponía la mano en el hombro y respiraba ante mi cara... Abrí los ojos, y figúrense, ¡era una mujer! Los ojos negros, los labios rojos como carne de salmón, las aletas de la nariz latiendo de pasión frenesí, los senos, unos amortiguadores de tren...
—Permítame —lo interrumpió tranquilamente Merzliakov—, lo de los senos se comprende, pero ¿cómo podía usted ver los labios si estaba oscuro?
Lobitko empezó a salirse por la tangente y a burlarse de la poca perspicacia de Merzliakov. Esto molesté a Riabóvich, que se apartó del baúl, se acostó y se prometió no volver a hacer nunca confidencias.
Empezó la vida del campamento... Transcurrían los días muy semejantes unos a los otros. Durante todos ellos, Riabóvich se sentía, pensaba y se comportaba como un enamorado. Cada mañana, cuando el ordenanza lo ayudaba a levantarse, al echarse agua fría a la cabeza se acordaba de que había en su vida algo bueno y afectuoso.
Por las tardes, cuando sus compañeros se ponían a hablar de amor y de mujeres, él escuchaba, se les acercaba y adoptaba una expresión como la que suele aflorar en los rostros de los soldados al oír el relato de una batalla en la que ellos mismos han participado. Y las tardes en que los oficiales superiores, algo alegres, con el séter-Lobitko a la cabeza, emprendían alguna correría donjuanesca por el arrabal, Riabóvich, que tomaba parte en tales salidas, solía ponerse triste, se sentía profundamente culpable y mentalmente le pedía a ella perdón... En las horas de ocio o en las noches de insomnio, cuando le venían ganas de rememorar su infancia, a su padre, a su madre y, en general, todo lo que era familiar y entrañable, también se acordaba, infaliblemente, de Mestechki, del raro caballo, de Von Rabbek, de su mujer parecida a la emperatriz Yevguenia, del cuarto oscuro, de la rendija iluminada de la puerta...
El treinta y uno de agosto regresaba del campamento, pero ya no con su brigada, sino con dos baterías. Durante todo el camino soñó y se impacientó como si volviera a su lugar natal. Deseaba con toda el alma ver de nuevo el caballo extraño, la iglesia, la insincera familia Von Rabbek y el cuarto oscuro. La «voz interior» que con tanta frecuencia engaña a los enamorados le susurraba, quién sabe por qué, que la vería sin falta... Unos interrogantes lo torturaban: ¿cómo se encontraría con ella?, ¿de qué le hablaría?, ¿no habría olvidado ella el beso? En el peor de los casos, pensaba, aunque no se encontraran, para él ya resultaría agradable el mero hecho de pasar por el cuarto oscuro y recordar...
Hacia la tarde se divisaron en el horizonte la conocida iglesia y los blancos graneros. A Riabóvich empezó a palpitarle el corazón... No escuchaba al oficial que cabalgaba a su lado y le decía alguna cosa, se olvidó de todo contemplando con avidez el río que brillaba en lontananza, la techumbre de la casa, el palomar encima del cual revoloteaban las palomas iluminadas por el sol poniente.
Se acercaron a la iglesia y luego, al escuchar al aposentador, esperaba a cada instante que por detrás del templo apareciera el jinete e invitara a los oficiales a tomar el té, pero... el informe de los aposentadores tocó a su fin, los oficiales bajaron de sus cabalgaduras y se dispersaron por el pueblo, y el jinete no comparecía.
«Ahora Von Rabbek se enterará de nuestra llegada por los mujiks y mandará por nosotros», pensaba Riabóvich al entrar en una isba, sin comprender por qué su compañero encendía una vela ni por qué los ordenanzas se apresuraban a preparar los samovares...
Una penosa inquietud se apoderé de él. Se acostó, después se levantó y miró por la ventana si llegaba el jinete. Pero no había jinete. Volvió a acostarse. Media hora más tarde se levantó y, sin poder dominar su inquietud, salió a la calle y dirigió sus pasos hacia la iglesia. La plaza, cerca de la verja, estaba oscura y desierta... Tres soldados se habían detenido, juntos y callados, al mismísimo borde del sendero. Al ver a Riabóvich, salieron de su ensimismamiento y lo saludaron. Él se llevó la mano a la visera y empezó a bajar por el conocido sendero.
Por encima de la otra orilla, el cielo se había teñido de un color purpúreo: salía la luna. Dos campesinas, charlando en voz alta, andaban por un huerto arrancando hojas de col; tras los huertos negreaban algunas isbas... Y en la orilla de este lado, todo era igual que en mayo: el sendero, los arbustos, los sauces inclinados sobre el agua... Sólo no se oía al valiente ruiseñor, ni se notaba olor a álamo y a hierba tierna.
Ante el jardín, Riabóvich miró por la portezuela. El jardín estaba oscuro y silencioso... Sólo se distinguían los troncos blancos de los abedules próximos y un pequeño tramo de la avenida, todo lo demás se confundía en una masa negra. Riabóvich aguzaba el oído y miraba ávidamente, pero, tras haber permanecido allí alrededor de un cuarto de hora sin oír ni un ruido y sin haber visto una luz, volvió sobre sus pasos...
Se acercó al río. Ante él se destacaban la caseta de baños del general y unas sábanas colgadas en las barandillas del puentecillo. Subió al pequeño puente, se detuvo un poco, tocó sin necesidad una de las sábanas, que encontró áspera y fría. Miró hacia abajo, al agua... El río se deslizaba rápido y apenas se le oía rumorear junto a los pilotes de la caseta. La luna roja se reflejaba cerca de la orilla; pequeñas ondas corrían por su reflejo alargándola, despedazándola, como si quisieran llevársela.
«¡Qué estúpido! ¡Qué estúpido! —pensaba Riabóvich contemplando la corriente—. ¡Qué poco inteligente es todo esto.»
Ahora que ya no esperaba nada, la historia del beso, su impaciencia, sus vagas esperanzas y su desencanto se le aparecían con vívida luz. Ya no le parecía extraño que no se hubiera presentado el jinete enviado por el general, ni no ver nunca a aquella que casualmente lo había besado a él en lugar de otro. Al contrario, lo raro sería que la viera.
El agua corría no se sabía hacia dónde ni para qué. Del mismo modo corría en mayo; el riachuelo, en el mes de mayo, había desembocado en un río caudaloso, y el río en el mar; después se había evaporado, se había convertido en lluvia, y quién sabe si aquella misma agua no era la que en este momento corría otra vez ante los ojos de Riabóvich... ¿A santo de qué? ¿Para qué?
Y el mundo entero, la vida toda, le parecieron a Riabóvich una broma incomprensible y sin objeto. Apartando luego la vista del agua y tras haber elevado los ojos al cielo, recordó otra vez cómo el destino en la persona de aquella mujer desconocida lo había acariciado por azar, se acordó de sus ensueños y visiones estivales, y su vida le pareció extraordinariamente aburrida, mísera y gris.
Cuando regresó a su isba, no encontró en ella a ninguno de sus compañeros. El ordenanza le informó que todos se habían ido a casa del «general Fontriabkin», que había mandado un jinete a invitarlos... Por un instante el gozo estalló en el pecho de Riabóvich, pero él se apresuró a apagar aquella llama, se acostó y, para contrariar a su destino, como si deseara vejarle, no fue a casa del general.
El camaleón
El inspector de policía Ochumélov, con su capote nuevo y un hatillo en la mano, cruza la plaza del mercado. Tras él camina un municipal pelirrojo con un cedazo lleno de grosellas decomisadas. En torno reina el silencio... En la plaza no hay ni un alma... Las puertas abiertas de las tiendas y tabernas miran el mundo melancólicamente, como fauces hambrientas; en sus inmediaciones no hay ni siquiera mendigos.
—¿A quién muerdes, maldito? —oye de pronto Ochumélov—. ¡No lo dejen salir, muchachos! ¡Ahora no está permitido morder! ¡Sujétalo! ¡Ah... ah!
Se oye el chillido de un perro. Ochumélov vuelve la vista y ve que del almacén de leña de Pichuguin, saltando sobre tres patas y mirando a un lado y a otro, sale corriendo un perro. Lo persigue un hombre con camisa de percal almidonada y el chaleco desabrochado. Corre tras el perro con todo el cuerpo inclinado hacia delante, cae y agarra al animal por las patas traseras. Se oye un nuevo chillido y otro grito: «¡No lo dejes escapar!» Caras soñolientas aparecen en las puertas de las tiendas y pronto, junto al almacén de leña, como si hubiera brotado del suelo, se apiña la gente.
—¡Se ha producido un desorden, señoría!... —dice el municipal.
Ochumélov da media vuelta a la izquierda y se dirige hacia el grupo. En la misma puerta del almacén de leña ve al hombre antes descrito, con el chaleco desabrochado, quien ya de pie levanta la mano derecha y muestra un dedo ensangrentado. En su cara de alcohólico parece leerse: «¡Te voy a despellejar, granuja!»; el mismo dedo es como una bandera de victoria. Ochumélov reconoce en él al orfebre Jriukin. En el centro del grupo, extendidas las patas delanteras y temblando, está sentado en el suelo el culpable del escándalo, un blanco cachorro de galgo de afilado hocico y una mancha amarilla en el lomo. Sus ojos lacrimosos tienen una expresión de angustia y pavor.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunta Ochumélov, abriéndose paso entre la gente—. ¿Qué es esto? ¿Qué haces tú ahí con el dedo?... ¿Quién ha gritado?
—Yo no me he metido con nadie, señoría... —empieza Jriukin, y carraspea, tapándose la boca con la mano—. Venía a hablar con Mitri Mítrich, y este maldito perro, sin más ni más, me ha mordido el dedo... Perdóneme, yo soy un hombre que se gana la vida con su trabajo... Es una labor muy delicada. Que me paguen, porque puede que esté una semana sin poder mover el dedo... En ninguna ley está escrito, señoría, que haya que sufrir por culpa de los animales... Si todos empiezan a morder, sería mejor morirse...
—¡Hum!... Está bien... —dice Ochumélov, carraspeando y arqueando las cejas—. Está bien... ¿De quién es el perro? Esto no quedará así. ¡Les voy a enseñar a dejar los perros sueltos! Ya es hora de tratar con esos señores que no desean cumplir las ordenanzas. Cuando le hagan pagar una multa, sabrá ese miserable lo que significa dejar en la calle perros y otros animales. ¡Se va a acordar de mí!... Eldirin —prosigue el inspector, volviéndose hacia el guardia—, infórmate de quién es el perro y levanta el oportuno atestado. Y al perro hay que matarlo. ¡Sin perder un instante! Seguramente está rabioso... ¿Quién es su amo?