Memoria de mis putas tristes - Marquez Gabriel Garcia 3 стр.


La niña gimió en sueños, y recé también por ella: Pues que todo ha de pasar por tal manera. Después apagué el radio y la luz para dormir.

Desperté de madrugada sin recordar dónde estaba. La niña seguía dormida de espaldas a mí en posición fetal. Tuve la sensación indefinida de que la había sentido levantarse en la oscuridad, y de haber oído el desagüe del baño, pero lo mismo pudo ser un sueño. Fue algo nuevo para mí. Ignoraba las mañas de la seducción, y siempre había escogido al azar las novias de una noche más por el precio que por los encantos, y hacíamos amores sin amor, medio vestidos las más de las veces y siempre en la oscuridad para imaginarnos mejores. Aquella noche descubrí el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer dormida sin los apremios del deseo o los estorbos del pudor.

Me levanté a las cinco, inquieto porque mi nota dominical debía estar en la mesa de redacción antes de las doce. Hice mi deposición puntual todavía con los ardores de la luna llena, y cuando solté la cadena del agua sentí que ñus rencores del pasado se fueron por los albañales. Cuando volví fresco y vestido al dormitorio, la niña dormía bocarriba a la luz conciliadora del amanecer, atravesada de lado a lado en la cama, con los brazos abiertos en cruz y dueña absoluta de su virginidad. Que Dios te la guarde, le dije. Toda la plata que me quedaba, la suya y la mía, se la puse en la almohada, y me despedí por siempre jamás con un beso en la frente. La casa, como todo burdel al amanecer, era lo más cercano al paraíso. Salí por el portón del huerto para no encontrarme con nadie. Bajo el sol abrasante de la calle empecé a sentir el peso de mis noventa años, y a contar minuto a minuto los minutos de las noches que me hacían falta para morir.

2

Escribo esta memoria en lo poco que queda de la biblioteca que fue de mis padres, y cuyos anaqueles están a punto de desplomarse por la paciencia de las polillas. A fin de cuentas, para lo que me falta por hacer en este mundo me bastaría con mis diccionarios de todo género, con las dos primeras series de los Episodios nacionales de don Benito Pérez Galdós, y con La montaña mágica, que me enseñó a entender los humores de mi madre desnaturalizados por la tisis.

A diferencia de los otros muebles, y de mí mismo, el mesón en que escribo parece de mejor salud con el paso del tiempo, porque lo fabricó en maderas nobles mi abuelo paterno, que fue carpintero de buques. Aunque no tenga que escribir, lo aderezo todas las mañanas con el rigor ocioso que me ha hecho perder tantos amores. Al alcance de la mano tengo mis libros cómplices: los dos tomos del Primer Diccionario Ilustrado de la Real Academia,de 1903; el Tesoro de la Lengua Castellana o Española de don Sebastián de Covarrubias; la gramática de don Andrés Bello, por si hubiera alguna duda semántica, como es de rigor; el novedoso Diccionario ideológico de don Julio Casares, en especial por sus antónimos y sus sinónimos; el Vocabolario della Língua Italiana de Nicola Zingarelli, para favorecerme con el idioma de mi madre, que aprendí desde la cuna, y el diccionario de latín, que por ser éste la madre de las otras dos lo considero mi lengua natal.

A la izquierda del escritorio mantengo siempre las cinco fojas de papel de hilo tamaño oficio para mi nota dominical, y el cuerno con polvo de carta que prefiero a la moderna almohadilla de papel se cante. A la derecha están el calamaio y el palillero de balso liviano con la péndola de oro, pues todavía manuscribo con la letra romántica que me enseñó Florina de Dios para que no me hiciera a la caligrafía oficial de su esposo, que fue notario público y contador juramentado hasta su último aliento. Hace tiempo que se nos impuso en el periódico la orden de escribir a máquina para mejor cálculo del texto en el plomo del linotipo y mayor acierto en la armada, pero nunca me hice a este mal hábito. Seguí escribiendo a mano y transcribiendo en la máquina con un arduo picoteo de gallina, gracias al privilegio ingrato de ser el empleado más antiguo. Hoy, jubilado pero no vencido, gozo del privilegio sacro de escribir en casa, con el teléfono descolgado para que nadie me disturbe, y sin censor que aguaite lo que escribo por encima de mi hombro.

Vivo sin perros ni pájaros ni gente de servicio, salvo la fiel Damiana que me ha sacado de los apuros menos pensados, y sigue viniendo una vez por semana para lo que haya que hacer, aun como está, corta de vista y de cacumen. Mi madre en su lecho de muerte me suplicó que me casara joven con mujer blanca, que tuviéramos por lo menos tres hijos, y entre ellos una niña con su nombre, que había sido el de su madre y su abuela. Estuve pendiente de la súplica, pero tenía una idea tan flexible de la juventud que nunca me pareció demasiado tarde. Hasta un mediodía caluroso en que me equivoqué de puerta en la casa que tenían los Palomares de Castro en Pradomar, y sorprendí desnuda a Ximena Ortiz, la menor de las hijas, que hacía la siesta en la alcoba contigua. Estaba acostada de espaldas a la puerta, y se volvió a mirarme por encima del hombro con un gesto tan rápido que no me dio tiempo de escapar. Ay, perdón, alcancé a decir con el alma en la boca. Ella sonrió, se volteó hacia mí con un escorzo de gacela, y seme mostró de cuerpo entero. La estancia toda se sentía saturada de su intimidad. No estaba en vivas carnes, pues tenía en la oreja una flor ponzoñosa de pétalos anaranjados, como la Olimpia de Manet, y también llevaba una esclava de oro en el puño derecho y una gargantilla de perlas menudas. Nunca imaginé que pudiera ver algo más perturbador en lo que me faltaba de vida, y hoy puedo dar fe de que tuve razón.

Cerré la puerta de un golpe, avergonzado de mi torpeza, y con la determinación de olvidarla. Pero Ximena Ortiz me lo impidió. Me mandaba recados con amigas comunes, esquelas provocadoras, amenazas brutales, mientras se esparcía la voz de que estábamos locos de amor el uno por el otro sin que nos hubiéramos cruzado palabra. Fue imposible resistir. Tenía unos ojos de gata cimarrona, un cuerpo tan provocador con ropa como sin ella, y una cabellera frondosa de oro alborotado cuyo tufo de mujer me hacía llorar de rabia en la almohada. Sabía que nunca llegaría a ser amor, pero la atracción satánica que ejercía sobre mí era tan ardorosa que intentaba aliviarme con cuanta guaricha de ojos verdes me encontraba al paso. Nunca logré sofocar el fuego de su recuerdo en la cama de Pradomar, así que le entregué mis armas, con petición formal de mano, intercambio de anillos y anuncio de boda grande antes de Pentecostés.

La noticia estalló con más fuerza en el Barrio Chino que en los clubes sociales. Primero fue con burlas, pero se transformó en una contrariedad cierta de las académicas que veían el matrimonio como una situación más ridícula que sagrada. Mi noviazgo cumplió todos los ritos de la moral cristiana en la terraza de orquídeas amazónicas y helechos colgados de la casa de mi prometida. Llegaba a las siete de la noche, todo de lino blanco, y con cualquier regalo de abalorios artesanales o chocolates suizos, y hablábamos medio en clave y medio en serio hasta las diez, con la custodia de la tía Argénida, que se dormía al primer parpadeo como las chaperonas de las novelas de la época.

Ximena iba haciéndose más voraz cuanto mejor nos conocíamos, se aligeraba de corpiños y pollerines a medida que apretaban los bochornos de junio, y era fácil imaginarse el poder de demolición que debía tener en la penumbra. A los dos meses de noviazgo no teníamos de qué hablar, y ella planteó el tema de los hijos sin decirlo, tejiendo bolitas en crochet de lana cruda para recién nacidos. Yo, novio gentil, aprendí a tejer con ella, y así se nos fueron las horas inútiles que faltaban para la boda, yo tejiendo las botitas azules para niños y ella tejiendo las rosadas para niñas, a ver quién acertaba, hasta que fueron bastantes para más de medio centenar de hijos. Antes de que dieran las diez me subía a un coche de caballos y me iba al Barrio Chino a vivir mi noche en la paz de Dios.

Los tempestuosos adioses de soltero que me hacían en el Barrio Chino iban en contravía de las veladas opresivas del Club Social. Contraste que a mí me sirvió para saber cuál de los dos mundos era en realidad el mío, y me hice la ilusión de que eran ambos pero cada uno a sus horas, pues desde cualquiera de los dos veía alejarse el otro con los suspiros desgarrados con que se separan dos barcos en altamar. El baile de la víspera en El Poder de Dios incluyó una ceremonia final que sólo podía ocurrírsele a un cura gallego encallado en la concupiscencia, que vistió a todo el personal femenino con velos y azahares, para que todas se casaran conmigo en un sacramento universal. Fue una noche de grandes sacrilegios en que veintidós de ellas prometieron amor y obediencia y les correspondí con fidelidad y sustento hasta el más allá de la tumba.

No pude dormir por el presagio de algo irremediable. Desde la madrugada empecé a contar el paso de las horas en el reloj de la catedral, hasta las siete campanadas temibles con que debía estar en la iglesia. El timbre del teléfono empezó a las ocho; largo, tenaz, impredecible, durante más de una hora. No sólo no contesté: no respiré. Poco antes de las diez llamaron a la puerta, primero con el puño, y luego con gritos de voces conocidas y abominadas. Temía que la derribaran por algún percance grave, pero hacia las once la casa quedó en el silencio erizado que sucede a las grandes catástrofes. Entonces lloré por ella y por mí, y recé de todo corazón para no encontrarme con ella nunca más en mis días. Algún santo me oyó a medias, pues Ximena Ortiz se fue del país esa misma noche y no volvió hasta unos veinte años después, bien casada y con los siete hijos que pudieron ser míos.

Trabajo me costó mantener mi puesto y mi columna en El Diario de La Paz , después de aquella afrenta social. Pero no fue por eso que relegaron mis notas a la página once, sino por el ímpetu ciego con que entró el siglo XX. El progreso se convirtió en el mito de la ciudad. Todo cambió; volaron los aviones y un hombre de empresa tiró un saco de cartas desde un Junker e inventó el correo aéreo.

Lo único que permaneció igual fueron mis notas en el periódico. Las nuevas generaciones arremetieron contra ellas, como contra una momia del pasado que debía ser demolida, pero yo las mantuve en el mismo tono, sin concesiones, contra los aires de renovación. Fui sordo a todo. Había cumplido cuarenta años, pero los redactores jóvenes la llamaban la Columna de Mudarra el Bastardo. El director de entonces me citó en su oficina para pedirme que me pusiera a tono con las nuevas corrientes. De un modo solemne, como si acabara de inventarlo, me dijo: El mundo avanza. Sí, le dije, avanza, pero dando vueltas alrededor del sol. Mantuvo mi nota dominical porque no habría encontrado otro inflador de cables. Hoy sé que tuve razón, y por qué. Los adolescentes de mi generación avorazados por la vida olvidaron en cuerpo y alma las ilusiones del porvenir, hasta que la realidad les enseñó que el futuro no era como lo soñaban, y descubrieron la nostalgia. Allí estaban ñus notas dominicales, como una reliquia arqueológica entre los escombros del pasado, y se dieron cuenta de que no eran sólo para viejos sino para jóvenes que no tuvieran miedo de envejecer. La nota volvió entonces a la sección editorial, y en ocasiones especiales, a la primera página.

A quien me lo pregunta le contesto siempre con la verdad: las putas no me dejaron tiempo para ser casado. Sin embargo, debo reconocer que nunca tuve esta explicación hasta el día de mis noventa años, cuando salí de la casa de Rosa Cabarcas con la determinación de nunca más provocar al destino. Me sentía otro. El genio se me trastornó por la gente de tropa que vi apostada en las rejas de hierro que rodeaban el parque. Encontré a Damiana trapeando los pisos, a gatas en la sala, y la juventud de los muslos a su edad me suscitó un temblor de otra época. Ella debió sentirlo porque se cubrió con la falda. No pude reprimir la tentación de preguntarle: Dígame una cosa, Damiana: ¿de qué se acuerda? No estaba acordándome de nada, dijo ella, pero su pregunta me lo recuerda. Sentí una opresión en el pecho. Nunca me he enamorado, le dije. Ella replicó en el acto: Yo sí. Y terminó sin interrumpir su oficio: Lloré veintidós años por usted. El corazón me dio un salto. Buscando una salida digna, le dije: Hubiéramos sido una buena yunta. Pues hace mal en decírmelo ahora, dijo ella, porque ya no me sirve ni de consuelo. Cuando salía de la casa, me dijo del modo más natural: Usted no me creerá, pero sigo siendo virgen, a Dios gracias.

Poco después descubrí que había dejado floreros de rosas rojas por toda la casa, y una tarjeta en la almohada: Le deseo que llegue a los sien. Con este mal sabor me senté a continuar la nota que había dejado a medias el día anterior. La terminé con un solo aliento en menos de dos horas y tuve que torcerle el cuello al cisne para sacármela de las tripas sin que se me notara el llanto. Por un golpe de inspiración tardía decidí rematarla con el anuncio de que con ella ponía término feliz a una vida larga y digna sin la mala condición de morirme.

Mi propósito era dejarla en la portería del periódico y volver a casa. Pero no pude. El personal en pleno me esperaba para celebrarme el cumpleaños. El edificio estaba en obra, con andamies y escombros fríos por todas partes, pero habían parado la obra para la fiesta. En una mesa de carpintero estaban las bebidas para el brindis y las cuelgas envueltas en papel de fantasía. Aturdido por los relámpagos de las cámaras me hice con todas las fotos del recuerdo.

Me alegró encontrar allí a periodistas de radio y de los otros diarios de la ciudad: La Prensa, matutino conservador; El Heraldo, matutino liberal, y El Nacional, vespertino sensacionalista que trataba de aliviar las tensiones del orden público con folletones pasionales. No era extraño que estuvieran juntos, pues dentro del espíritu de la ciudad fue siempre de buen recibo que se mantuvieran intactas las amistades de la tropa mientras los mariscales libraban la guerra editorial.

También estaba allí fuera de horas el censor oficial, don Jerónimo Ortega, a quien llamábamos el Abominable Hombre de las Nueve porque llegaba puntual a esa hora de la noche con su lápiz sangriento de sátrapa godo. Allí permanecía hasta asegurarse de que no hubiera una letra impune en la edición de mañana. Tenía una aversión personal contra mí, por mis ínfulas de gramático, o porque utilizaba palabras italianas sin comillas ni cursivas cuando me parecían más expresivas que en castellano, como debiera ser de uso legítimo entre lenguas siamesas. Después de padecerlo por cuatro años, habíamos terminado por aceptarlo como la mala conciencia de nosotros mismos.

Las secretarias llevaron al salón un pudín con noventa velas encendidas que me enfrentaron por primera vez al número de mis años. Tuve que tragarme las lágrimas cuando cantaron el brindis, y me acordé de la niña sin ningún motivo. No fue un golpe de rencor sino de compasión tardía por una criatura de la que no esperaba volver a acordarme. Cuando acabó de pasar el ángel alguien me había puesto un cuchillo en la mano para que cortara el pudín. Por temor a las burlas nadie se arriesgó a improvisar un discurso. Yo hubiera preferido morirme que contestarlo. Para terminar la fiesta, el jefe de redacción, por quien no tuve nunca gran simpatía, nos devolvió a la realidad inclemente. Ahora sí, ilustre nonagenario, me dijo: ¿Dónde está su nota?

La verdad es que toda la tarde la sentía ardiéndome como una brasa en el bolsillo, pero la emoción me había calado tan hondo que no tuve corazón para aguar la fiesta con mi renuncia. Dije: Por esta vez no hay. El jefe de redacción se disgustó por una falta que había sido inconcebible desde el siglo anterior. Entiéndalo por una vez, le dije, tuve una noche tan difícil que amanecí embrutecido. Pues debió escribir eso, dijo él con su humor de vinagre. A los lectores les gustará saber de primera mano cómo es la vida a los noventa. Una de las secretarias terció. A lo mejor es un secreto delicioso, dijo, y me miró con malicia: ¿O no? Una ráfaga ardiente me abrasó la cara. Maldita sea, pensé, qué desleal es el rubor. Otra, radiante, me señaló con el dedo. ¡Qué maravilla! Todavía le queda la elegancia de ruborizarse. Su impertinencia me provocó otro rubor encima del rubor. Debió ser una noche de ataque, dijo la primera secretaria: ¡Qué envidia! Y me dio un beso que me quedó pintado en la cara. Los fotógrafos se encarnizaron. Ofuscado, le entregué la nota al jefe de redacción, y le dije que lo dicho antes era en broma, aquí la tiene, y escapé atolondrado por la última salva de aplausos, para no estar presente cuando descubrieran que era mi carta de renuncia al cabo de medio siglo de galeras.

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