Pnin - Набоков Владимир Владимирович 3 стр.


La sensación de haberse retrasado para una cita de odiosa puntualidad como, por ejemplo, el colegio, la comida, o la hora de acostarse, añadía el desagrado de un apresuramiento torpe a esa búsqueda ya cercana al delirio. El follaje y las flores, sin que nada alterase su intrincada urdimbre, parecían desprenderse en un cuerpo ondulante del fondo azul-pálido el cual también abandonaba su dimensión de papel y se dilataba en hondura haciendo que el corazón del espectador casi estallara a consecuencia de tal expansión. Aún podía distinguir, a través de las guirnaldas, ciertas zonas de la habitación llenas de una vida más tenaz que el resto: el biombo de laca, el resplandor de un vaso y las perillas de bronce de su catre; pero estas no lograban dominar a las hojas de encina y al resto de la abundante floración mural, del mismo modo que los reflejos de algunos objetos en la parte interior del vidrio de una ventana tampoco logran dominar al paisaje exterior visto a través de éste.

Y aunque el testigo y víctima de estos fantasmas estaba acuñado en su lecho, hallábase, de acuerdo con la doble naturaleza del ambiente que lo rodeaba, simultáneamente sentado en un banco de un parque verde-púrpura. Durante un instante tuvo la sensación de lograr, por fin, la clave que había buscado; pero, llegado de muy lejos, un viento susurrante cuyo volumen aumentaba al despeinar los rododendros —ahora sin flores, y ciegos— confundió todo el razonable sistema que una vez había tenido el dormitorio de Timofey. Estaba vivo y eso bastaba. Sentía que el respaldo del banco contra el cual seguía reclinado era tan real como sus ropas, su billetera, o la fecha del Gran Incendio de Moscú en 1912.

Una ardilla gris que estaba frente a él, sentada en el suelo cómodamente sobre sus cuartos traseros, tanteaba un hueso de durazno. El viento hizo una pausa y luego volvió a agitar el follaje.

El ataque lo había dejado un tanto atemorizado y tembloroso, pero argüyó que si hubiera sido un verdadero ataque al corazón, su desasosiego y preocupación habrían sido, sin duda, mucho mayores, y este raciocinio indirecto disipó completamente su miedo. Eran ya las cuatro y media. Se sonó y se encaminó penosamente hacia la estación.

El primer empleado había vuelto.

—Aquí está su valija —le dijo alegremente—. Lamento que haya perdido el bus a Cremona.

—Al menos — y cuánta ironía trató de inyectar nuestro infortunado amigo en ese «al menos»—, espero que todo ir bien con su esposa.

—Le irá bien. Creo que ella tendrá que esperar hasta mañana.

—Y ahora —dijo Pnin—, ¿dónde estar ubicado teléfono público?

El hombre se inclinó hacia fuera y de costado lo más posible sin abandonar su cubil y señaló con su lápiz. Pnin, valija en mano, se preparó a partir, pero lo llamaron para que volviera. El lápiz estaba dirigido ahora hacia la calle.

—Oiga, ¿ve esos dos tipos cargando ese camión? Van a Cremona ahora mismo. Dígales que lo manda Bob Horn. Ellos lo llevarán.

3

Ciertas personas —y me encuentro entre ellas— detestan los finales felices. Nos sentimos defraudados. La regla es el daño. La tragedia no debe frustrarse. La avalancha que se detiene en su cauce a unos metros de la aldea acobardada, se comporta no sólo antinaturalmente sino también sin ética. Si yo hubiera estado leyendo cerca de este buen hombre en vez de escribir sobre él, hubiera preferido que al llegar a Cremona hubiese descubierto que su charla no era ese viernes sino el siguiente. Sin embargo, no sólo llegó sano y salvo, sino a tiempo para la comida (una macedonia de frutas como entrada, gelatina de menta con el anónimo plato de carne y crema de chocolate con helado de vainilla). Por último, harto de dulces, vestido con su terno negro y haciendo malabarisrnos con los tres ensayos literarios que había metido en su chaqueta para que no le fuera a faltar el que necesitaba (burlando así a la desgracia por necesidad matemática), se sentó en una silla cerca de la mesa de conferencia, mientras Judith Clyde, una rubia de edad imprecisa vestida de rayón color agua, con extensas mejillas teñidas de un hermoso rosa caramelo, y ojos brillantes bañados en un azul lunático detrás del pince-nezsin marcos, presentaba a Pnin.

—Esta noche —dijo—, el conferencista de la tarde... A propósito, ésta es nuestra tercera tarde de los viernes; la última vez, corno ustedes recordarán, gozamos oyendo lo que el profesor Moore nos dijo sobre la agricultura china. Esta noche tenemos aquí, me enorgullezco en decirlo, a un ruso de nacimiento y ciudadano de este país, el profesor, aquí viene lo difícil me temo, el profesor Pun-nin. Espero haberlo dicho bien. Casi no necesita presentación y todas estamos felices de tenerlo aquí. Nos aguarda una tarde larga, una tarde larga y fructífera, y estoy segura de que todas querrán disponer de tiempo después para hacerle preguntas. De paso diré que se me ha informado que su padre era el médico de la familia Dostoievsky, y viajó mucho por ambos lados de la Cortina de Hierro. En consecuencia, no restaré más tiempo a su precioso tiempo y me limitaré a agregar unas palabras sobre nuestra próxima charla del viernes. Tengo la seguridad de que rodas estarán encantadas de saber que se nos reserva una magnífica sorpresa. Nuestra próxima conferencista será la distinguida poetisa y prosista miss Linda Lacefieid. Todas sabemos que ha escrito poesía, prosa y algunos cuentos cortos. Miss Lacefieid nació en Nueva York. Sus antepasados, por ambos lados, combatieron por los dos bandos en la Guerra de Secesión. Escribió su primer poema antes de graduarse. Muchos de sus poemas, tres de ellos por lo menos, han sido publicados en «Réplica», Cien Poemas Líricos de Amor por mujeres Americanas. En 1922 recibió el premio en dinero ofrecido por... Pero Pnin no escuchaba. Una ligera inquietud nacida de su reciente ataque absorbía por completo su atención. Tuvo sólo algunas palpitaciones, con una sístole adicional aquí y allá —ecos finales, inofensivos— y se esfumó cuando su distinguida anfitriona lo invitó a pasar a la mesa; pero mientras esa inquietud duró, ¡cuán límpida fue la visión!: En el centro de la primera fila de asientos vio a una de sus tías del Báltico, llevando las perlas, los encajes y la peluca rubia que luciera en todas las funciones del gran cómico Khodotov, al que había adorado antes de enloquecer. Junto a ella, sonriendo tímidamente, inclinada la cabeza oscura, lisa y brillante y deslumbrando a Pnin con su suave mirada parda bajo aterciopeladas cejas, mientras se abanicaba con el programa, estaba una de las muchachas que había amado, ahora muerta. Viejos amigos asesinados, olvidados, agraviados, incorruptibles e inmortales, aparecían dispersos por la opaca sala entre otras personas del presente, como miss Clyde, que modestamente se había sentado en un asiento de primera fila. Vanya Bednyashkin (fusilado por los rojos en 1919 en Odessa porque su padre había sido liberal) le hacía alegres señas a su antiguo compañero de clase desde el fondo de la sala. Y en una ubicación retirada, el doctor Pavel Pnin y su anhelante esposa, ambos un tanto borrosos, pero, después de todo, muy nítidos si se piensa en el abismo insondable del recuerdo en donde habían estado sumergidos, contemplaban a su hijo con la misma devastadora pasión y el mismo orgullo con que lo habían mirado esa noche de 1912 cuando, en una fiesta del colegio en que se conmemoraba la derrota de Napoleón, él había recitado (muchachito de gafas y tan solitario en el proscenio) un poema de Pushkin.

La breve visión había desaparecido. La anciana miss Herring, profesora jubilada de Historia, autora de Rusia Despierta(1922), se inclinaba por encima de dos miembros del auditorio para felicitar a miss Clyde por su discurso, mientras detrás de esa dama, una compañera aún más vieja, agitaba frente a su nariz un par de manos marchitas que aplaudían sin hacer ruido.

CAPITULO SEGUNDO

I

Las famosas campanas de la Universidad de Waindell se hallaban en la mitad de sus repiques matinales.

Laurence G. Clements, profesor de Waindell, cuyo único curso bien recibido era el de Filosofía del Gesto, y Joan, su esposa, regresada de Pendleton en 1930, se habían separado recientemente de su hija, que era la mejor alumna de su padre: Isabel se había casado, cuando cursaba el primer año, con un graduado de Waindell que trabajaba en obras de ingeniería en un lejano estado del Oeste.

Las campanas resonaban musicalmente bajo el sol plateado. Enmarcada en la ventana, como un cuadro, la pequeña ciudad de Waindell — pintada de blanco y salpicada de ramitas negras — se proyectaba, como dibujada por un niño, en perspectiva carente de profundidad, hacia los cerros color gris pizarra; la escarcha embellecía todas las cosas; las partes brillantes de los autos detenidos resplandecían; el viejo Scotch-terrierde miss Dingwall, una especie de péCarl cilindrico, había iniciado sus jiras calle Warren arriba y Avenida Spelman abajo, y vuelto a hacer el mismo camino; pero ni el espíritu de buena vecindad, ni el paisaje, ni un cambio en el repique, podían suavizar la estación; en quince días más, después de una bien rumiada pausa, el año académico entraría en la más invernal de sus fases: el Trimestre de Primavera. Y los Clements se sentían deprimidos, inquietos y solitarios en su hermosa casa vieja, plagada de corrientes de aire, que ahora parecía colgar alrededor de ellos como la piel suelta y las ropas flaccidas de algún loco que ha perdido la tercera parte de su peso. Es que Isabel era tan niña, tan ambigua; y ellos, en realidad, nada sabían de sus parientes políticos, fuera de esa fiesta nupcial con rostros empolvados, en un salón alquilado, con la vaporosa novia tan desvalida ya que no se había puesto las gafas.

Las campanas, bajo el mando entusiasta del doctor Robert Trebler, miembro activo del Departamento de Música, seguían resonando con fuerza en esa atmósfera angelical, y ante un frugal desayuno de naranjas y limones, Laurence, rubio indefinido, semicalvo y de una obesidad malsana, criticaba al jefe del Departamento de Francés, una de las personas que Joan había invitado para que se encontrara esa tarde en su casa con el profesor Entwistle, de la Universidad de Goldwin.

—¿Cómo se te ocurrió —dijo furioso— invitar a ese individuo Blorenge, una momia, un pelmazo, uno de los pilares de estuco de la educación?

—Me gustaAnn Blorenge —dijo Joan, recalcando su afirmación y su afecto con inclinaciones de cabeza.

—¡Una vulgar gata vieja! —gritó Laurence.

—Una gata vieja patética —murmuró Joan. Y fue entonces cuando el doctor Trebler detuvo las campanas y empezó a sonar el teléfono del vestíbulo.

Técnicamente hablando, el arte de narrar las conversaciones telefónicas está muy atrasado respecto al de escribir diálogos mantenidos entre dos habitaciones, o de una ventana a otra a través de una callejuela azul en una ciudad muy antigua, escasa de agua y llena de asnos, tiendas de alfombras, minaretes, extranjeros, melones y vibrantes ecos mañaneros. Cuando Joan, con el andar resuelto de sus piernas largas llegó al apremiante instrumento y dijo aló(cejas en alto, ojos vagabundos), sólo oyó una hueca quietud, el simple sonido de una respiración regular. Por último, la voz del que respiraba desde el otro lado de la línea dijo, con un agradable acento extranjero:

—Un momento; excúseme. —Y luego continuó respirando y acaso carraspeando o aun suspirando levemente, con el acompañamiento de una crepitación que evocaba el ruido de pequeñas páginas al ser hojeadas.

—¡Aló! —repitió ella.

—¿Usted —sugirió cautelosamente la voz— es mistress Fire?

—No —dijo Joan, y colgó el teléfono—. Y, además —continuó, volviendo a la cocina y dirigiéndose a su marido que estaba probando el tocino que ella se había preparado para sí—, no puedes negar que Jack Cockerell dice que Blorenge es un administrador de primera clase.

—¿Quién llamaba?

—Alguien que preguntaba por mistress Feuer o Fayer. Mira, si descuidas deliberadamente todo lo que George... (El doctor O. G. Heml, médico de la familia).

—Joan —dijo Laurence, que se sentía mucho mejor después de la rebanada de tocino—. Joan querida, ¿recuerdas, verdad, que ayer le dijiste a Margaret Thayer que deseabas tener un pensionista?

—¡Dios mío! —exclamó Joan, mientras, obsequiosamente, el teléfono volvía a sonar.

—Es evidente —dijo la misma voz, reanudando plácidamente la conversación —que yo empleé erradamente el nombre de la informante. ¿Hablo con mistress Clements?

—Sí. Habla mistress Clements —dijo Joan.

—Aquí habla el profesor (a lo que siguió una absurda pequeña explosión vocal). Dirijo las clases de ruso. Mistress Fire, que está haciendo medias jornadas en la Biblioteca...

—Sí. Mistress Thayer. Ya lo sé. Bien. ¿Usted quiere ver la habitación?

Lo quería. ¿Era posible darle un vistazo aproximadamente en media hora más? Sí, ella estaría en casa. Molesta, colgó el teléfono.

—¿De quién se trataba esta vez? —preguntó su marido, mirando atrás, con la mano pecosa y gordinflona apoyada en la baranda, en camino al piso alto, hacia la seguridad de su escritorio.

—De una pelota de ping-pongchiflada. Un ruso.

—¡El profesor Pnin, Santo Dios! — gritó Laurence—. Lo conozco bien; lo único que faltaba. Me niego rotundamente a tener ese bicho raro en la casa.

Siguió subiendo con aire truculento. Ella lo llamó.

—Lore, ¿terminaste de escribir ese artículo anoche?

—Casi. —Ya había dado la vuelta a la escalera. Ella sintió el chirrido de su mano en la baranda y luego los golpes—. Hoy lo haré, pero antes tengo que preparar ese condenado examen de EDS.

Esto significaba Evolución del Sentido, el más importante de sus cursos (iniciado ya con una matrícula de doce alumnos, ninguno de los cuales ni siquiera remotamente apostólico) y que habría de terminar con una frase destinada a ser famosa algún día: «La evolución del sentido es, en un sentido, la evolución del sin sentido».

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