Invitación a una decapitacón - Набоков Владимир Владимирович 10 стр.


En la cúspide de su elocuencia el suegro repentinamente se atragantó, y dio tal tirón a su silla que la pequeña y tranquila Pauline, que había estado parada junto a él mirándole la boca, se cayó de espaldas yendo a dar detrás de la silla, y allí se quedó esperando que nadie se diera cuenta. Rompiendo el papel, el suegro comenzó a abrir un paquete de cigarrillos. Todos guardaban silencio.

Diferentes ruidos de pies al acomodarse. El hermano de Marthe, el moreno, se aclaró la garganta y comenzó a cantar suavemente «M ali é trano t'amesti...» Se detuvo de golpe y miró a su hermano, quien lo observaba con ojos furibundos. El abogado, sonriéndole a algo, volvió a utilizar su pañuelo. Sobre el canapé, Marthe conversaba en voz baja con su acompañante, quien le rogaba que se cubriera los hombros con el chal —el aire de la prisión era un poco húmedo. Cuando conversaban, se trataban formalmente de usted, pero cuánta carga de ternura llevaba este tratamiento mientras navegaba por el horizonte de su casi inaudible conversación... El viejecito, temblando espantosamente, se levantó de su silla, le tendió el cuadro a su anciana esposa, y con una llamita que temblaba igual que él, comenzó a caminar hacia el suegro de Cincinnatus, y ya iba a encenderle el... Pero la llama se apagó y aquél frunció el ceño disgustado.

—Sí que estorbas con tu estúpido encendedor —dijo malhumorado, pero ya sin cólera; luego el ambiente se fue animando, y todos comenzaron a hablar a un tiempo. «Malí é trano t'amesti!» cantó el hermano de Marthe a voz en cuello; —Diomedon, deja ese gato al instante—, dijo Marthe. —Ya has estrangulado otro ayer; uno por día es demasiado. Quíteselo, por favor, querido Victor—. Aprovechándose de la animación general, Pauline salió de atrás de la silla y con toda calma se levantó. El abogado se acercó al suegro de Cincinnatus y le ofreció fuego.

—Toma la palabra «chacharear» —le decía a Cincinnatus su cuñado, el inteligente—. Ahora quítale la palabra «crear». ¿Eh? Curioso, ¿no es cierto? Sí, amigo, te has metido en una buena. Hablando en serio, ¿cómo hiciste una cosa semejante?

Mientras tanto, la puerta se abrió imperceptiblemente M’sieur Pierre y el director se pararon en el umbral con las manos a la espalda en idéntica posición, y con toda calma, moviendo solamente los ojos con delicadeza, examinaban la reunión. Allí permanecieron un minuto, antes de retirarse.

—Escúchame —decía el cuñado, respirando vehementemente—. Soy tu viejo compañero. Haz lo que te digo. Arrepiéntete, mi pequeño Cincinnatus. Vamos, hazme ese favor. No ves que todavía podrían dejarte libre. ¿Eh? Piensa qué triste es tener al camarada de uno adentro. ¿Qué tienes que perder? Vamos, no seas cabeza dura.

—¡Salud! ¡Salud! ¡Salud! —dijo el abogado acercándose a Cincinnatus con el pañuelo en las manos—. No me abrace, todavía estoy muy resfriado. ¿De qué se habla? ¿Puedo ser útil en algo?

—Déjeme pasar —murmuró Cincinnatus—. Tengo que hablar dos palabras con mi esposa...

—Ahora, mi querido, discutamos la cuestión de los bienes —dijo el suegro, renovado, y extendió su bastón, haciendo tropezar a Cincinnatus—. ¡Espera, espera, te estoy hablando!

Cincinnatus siguió caminando; debió dar la vuelta a una larga mesa, puesta para diez personas, y luego pasar apretado entre el biombo y el armario para llegar hasta Marthe, reclinada sobre el canapé. El joven le había cubierto los pies con el chal. Cincinnatus casi lo consigue, pero justo en ese momento Diomedon pegó un grito terrible. Se dio vuelta y vio a Emmie, que había entrado quién sabe cómo y hacía burla al niño: imitando su renquera, arrastraba una de sus piernas en diversas y complicadas contorsiones. Cincinnatus la tomó de un brazo, pero ella se soltó y echó a correr. Pauline anadeó detrás de ella en un silencioso éxtasis de curiosidad.

Marthe se volvió hacia él. El joven, muy correctamente, se puso de pie.

—Marthe, sólo dos palabras, te lo ruego—, dijo Cincinnatus rápidamente; tropezó con un cojín que había en el suelo y se sentó torpemente en la orilla del canapé, envolviéndose al mismo tiempo en su bata sucia de ceniza.

—Una ligera hemicránea—, dijo el joven.

—¿Qué puede esperarse? Tanta excitación le hace mal—.

—Tiene usted razón—, dijo Cincinnatus.

—Sí, tiene usted razón. Quería preguntarle... Debo, en privado—.

—Con su permiso, señor—, dijo junto a él la voz de Rodion. Cincinnatus se paró; Rodion y otro empleado, mirándose a los ojos, agarraron fuertemente el canapé donde Marthe estaba recostada, gruñeron, lo levantaron y comenzaron a caminar hacia la puerta. —Adiós, adiós—, decía Marthe con voz infantil, cimbrando a tono con el paso de los hombres, pero repentinamente cerró los ojos y se cubrió la cara con las manos. Su escolta caminaba detrás silenciosamente, llevando el chal negro que había recogido del suelo, un ramillete de flores, la capa de su uniforme, y un guante solitario. Todo era conmoción. Los hermanos empacaban los platos en un baúl. Su padre, con respiración de asmático, sujetaba las múltiples faces del biombo. El abogado le ofrecía a alguien una inmensa hoja de papel de envolver, que quién sabe cómo había conseguido; fue visto tratando sin éxito de envolver con él un bol que contenía agua empañada y un pececillo anaranjado, pálido. En medio de la conmoción el armario con su reflejo estaba allí como una mujer encinta, sosteniendo y haciendo a un lado cuidadosamente su vientre de cristal para que nadie fuera a rozarlo. Fue reclinado para atrás y sacado en un tambaleante abrazo.

Todos se fueron acercando a Cincinnatus para despedirse.

—Bueno, olvidemos el pasado—, dijo el suegro y con fría cortesía besó la mano de Cincinnatus, tal como era costumbre. El hermano rubio se sentó al moreno sobre los hombros, y en esa posición se despidieron de Cincinnatus y partieron, como una montaña humana. Los abuelos temblaban encorvados y sostenían el confuso retrato. Los empleados seguían acarreando los muebles. Se acercaron los niños: la solemne Pauline levantó la cabeza; Diomedon, por el contrario, fijaba la vista en el suelo. El abogado los sacó llevándoles de la mano. La última en volar hacia él fue Emmie, pálida, con lágrimas en los ojos, la nariz rosada y la boca húmeda y temblorosa; no habló, pero de repente, con un leve crujido, se alzó en puntas de pie, le rodeó el cuello con sus brazos calientes, balbuceó incoherentemente y emitió un fuerte sollozo. Rodion la tomó de la muñeca —presumiéndose por la manera como rezongaba que la había estado llamando largo rato— y la arrastró firmemente rumbo a la salida. Arqueando hacia atrás su cuerpo, vuelta hacia Cincinnatus la cabeza con sus cabellos ondeantes, palma arriba su brazo encantador (con la apariencia de una cautiva de ballet pero con la sombra de genuina desesperación), Emmie seguía por la fuerza a Rodion mientras éste la arrastraba; su mirada siempre hacia atrás, el bretel caído. Con un balanceo, como si estuviera vaciando un balde de agua, Io arrojó él por el pasillo. Luego, aún murmurando, regresó con una pala a recoger el cuerpo del gato que yacía aplastado debajo de una silla. La puerta se cerró estrepitosamente.

Era difícil creer que en esa misma celda, solo un momento antes...

CAPITULO X

—Cuando el lobezno solitario conozca mejor mis puntos de vista, ya no me rehuirá. Un cierto grado de progreso, sin embargo, se ha alcanzado, y le doy la bienvenida con todo mi corazón —decía M'sieur Pierre sentado de lado junto a la mesa, como era su costumbre, con sus rollizas piernas cruzadas y una mano tamborileando sin ruido sobre el hule. Cincinnatus, con la cabeza apoyada en la mano, estaba recostado sobre el catre.

—Ahora estamos solos —continuó M'sieur Pierre— y llueve. Tiempo ideal para una charla íntima. Aclarémoslo de una vez por todas... Tengo la impresión de que está usted sorprendido, hasta diría irritado, por la actitud de la administración hacia mí; es como si me encontrara yo en una situación de privilegio... no, no, no proteste... terminemos con la cuestión. Permítame decirle dos cosas usted sabe que nuestro querido director (a propósito, el lobezno no es justo con él, pero ya hablaremos de eso más tarde), usted sabe cuán impresionable es, cuán entusiasta, cómo le conmueve cualquier novedad —supongo que durante los primeros días le debe haber ocurrido con usted, de modo que la pasión que ahora le inflama por esa persona, no debe necesariamente molestarle a usted. pío sea tan celoso, amigo mío. En segundo lugar, cosa bastante curiosa por cierto, usted evidentemente desconoce aún las razones por las que yo terminé aquí dentro, pero cuando se lo diga, comprenderá muchas cosas. Perdóneme, ¿qué es eso que tiene en el cuello? Aquí, aquí, sí, aquí.

—¿adónde? —preguntó Cincinnatus mecánicamente, sintiendo las vértebras cervicales.

M'sieur Pierre se acercó a él y se sentó en el borde del catre. —Aquí—, dijo —pero ahora me doy cuenta de que sólo era una sombra. Me pareció ver... un pequeño bulto o algo así. ¿No le molesta cuando mueve la cabeza? ¿No le duele nada? ¿No estuvo tal vez en alguna corriente de aire?

—Oh, deje de molestarme, por favor —dijo Cincinnatus lastimosamente.

—No, espere un minuto. Tengo las manos limpias, permítame palpar aquí. Me parece, después de todo... ¿Le duele aquí? ¿Y aquí?

Con su mano pequeña y musculosa palpaba rápidamente el cuello de Cincinnatus y lo examinaba cuidadosamente, respirando por la nariz con un suave resuello.

—No, nada. Todo está en orden —dijo por fin apartándose después de darle una palmadita en la nuca al paciente—. Solamente que tiene un cuello terriblemente delgado; lo demás, todo es normal, pero a veces pasa, usted sabe... Veamos su lengua. La lengua es el espejo del estómago. Cúbrase, cúbrase, hace frío aquí. ¿De qué estábamos hablando? Refresqúese la memoria.

—Si es verdad que le interesa mi bienestar —dijo Cincinnatus— me dejaría solo. Vayase, por favor.

—Quiere decir que realmente no le interesa oír lo que tengo que contarle —objetó M'sieur Pierre con una sonrisa—. Está usted seguro de la infalibilidad de sus conclusiones, conclusiones que aún me son desconocidas... téngalo presente, desconocidas.

Perdido en su desconsuelo, Cincinnatus no dijo nada.

—Permítame decirle, sin embargo —continuó M'sieur Pierre con cierta solemnidad—, cuál fue la naturaleza de mi crimen. Fui acusado —justamente o no, ésa es otra cuestión— fui acusado... ¿de qué, qué supone usted?

—Bueno, dígalo de una vez —dijo Cincinnatus con un melancólico suspiro.

—Se sorprenderá. Fui acusado de intentar... Oh, desagradecido, amigo infiel... Fui acusado de intentar ayudarle a usted a salir de aquí.

—¿Es verdad eso? —preguntó Cincinnatus.

—Yo nunca miento —dijo M'sieur Pierre imponentemente—. Quizá haya ocasiones en que uno debería mentir, ésa es otra cuestión, y quizá tan escrupulosa veracidad sea una tontería y al final no resulte buena, eso también puede ser. Pero el hecho subsiste, yo nunca miento. He terminado aquí, querido amigo, por culpa suya. Fui arrestado anoche. ¿Adónde? Digamos en Upper Elderbury. Sí, yo soy un Elderburniano. Salinas, frutales. Cuando quiera usted visitarme a mí, le convidaré con algo de Elderbury. (No me hago responsable de la rima, así dice en el sello de la ciudad.) Allí —no en el sello, sino en la cárcel— su siervo fiel pasó tres días. Luego me transfirieron aquí.

—Quiere decir que usted quiso salvarme... —dijo Cincinnatus pensativamente.

—Si quería o no es asunto mío, amigo de mi corazón, cucarachita escondida. De cualquier modo, fui acusado de eso —ya sabe usted que los delatores son una raza joven e impulsiva, de modo que aquí estoy; «aquí embelesado, me tienes ante ti...», ¿recuerda la canción? La principal evidencia contra mí fueron unos bosquejos de esta fortaleza que supuestamente tenían mis impresiones digitales.

—Ya ve, piensan que yo tenía planeado hasta el último detalle de su fuga, mi pequeña cucaracha.

—Piensan ellos, o... —preguntó Cincinnatus.

—¡Qué criatura tan ingenua, tan deliciosa! —rió sarcásticamente M'sieur Pierre exhibiendo una multitud de dientes—. Lo quiere todo tan simple, como, ¡ay!, nunca ocurre en la vida real.

—Es que a uno le gustaría saber... —dijo Cincinnatus.

—¿Qué? ¿Si mis jueces tenían razón? ¿Si yo realmente planeaba salvarlo? Qué vergüenza, qué vergüenza...

—Entonces, ¿es verdad? —murmuró Cincinnatus.

M'sieur Pierre se levantó y comenzó a caminar por la celda.

—Dejemos el asunto—, dijo con resignación. —Decida usted mismo, amigo desconfiado. De uno u otro modo, vine a dar aquí por culpa suya. Y le diré más: subiremos juntos al cadalso.

Siguió caminando por la celda con pasos elásticos, silenciosos, las partes fofas de su cuerpo, cubiertas con el pijama de la prisión, se balanceaban suavemente, y Cincinnatus con afligida atención, seguía cada paso del ágil gordo.

—Por lo irrisorio del asunto, debo creerle —dijo Cincinnatus finalmente—. Veremos qué resultará de esto. Escúcheme, le creo. Y, para hacerlo más convincente, hasta le doy las gracias.

—Oh, para qué, no es necesario... —dijo M'sieur Pierre y volvió a tomar asiento junto a la mesa—. Simplemente quería que usted estuviera enterado. Está bien. Ahora ya hemos conseguido aliviar bastante nuestro pecho, ¿no es cierto? No sé usted, pero yo me siento como para llorar. Y eso es bueno. Llore, no aguante esas lágrimas saludables.

—Qué horrible es esto —dijo Cincinnatus con cautela.

—No tiene nada de horrible. A propósito, hace ya mucho tiempo que quería reprocharle su actitud hacia la vida aquí dentro. No, no, no se dé vuelta, permítame como a un amigo... No es usted justo ni con nuestro fiel Rodion ni, lo que es más importante, con su excelencia el director. De acuerdo, no es muy inteligente, un poco pora-poso, cabeza de chorlito, y nada adverso por cierto a pronunciar discursos, todo eso es verdad, y yo no puedo compartir con él mis pensamientos íntimos, como lo hago con usted, especialmente cuando el alma, perdone la expresión, me duele. Pero cualesquiera puedan ser sus defectos, es un hombre derecho, honesto y amable. Sí, un hombre de rara amabilidad, no discuta, no lo diría si no lo supiera, y no acostumbro a hablar vanamente, y tengo más experiencia y conozco mejor la gente y a la vida que usted. Por eso es que me duele ver con qué cruel frialdad, con qué arrogante desprecio rechaza usted a Rodrig Ivanovich. A veces puedo leer tanta pena en sus ojos... Y en cuanto a Rodion, cómo es que usted, un hombre tan inteligente, es incapaz de percibir a través de ese presunto mal humor toda la generosidad de ese muchachón. Oh, comprendo que usted está nervioso, que tiene hambre sexual, pero aun así, Cincinnatus perdóneme pero no es justo, no es nada justo... Y generalmente, usted, persona desatenta..., generalmente apenas prueba la maravillosa comida que nos sirven aquí. Muy bien, supongamos que no le da ninguna importancia, créame, también sé un poco de gastronomía, pero usted la desprecia, y no piensa que alguien la ha preparado, que alguien ha trabajado duro... Ya sé, esto a veces aburre y uno quisiera dar un paseo o retozar con una muchacha, pero por qué piensa sólo en usted, en sus deseos, por qué no ha sonreído siquiera una vez ante las industriosas bromitas de nuestro querido y patético Rodrig Ivanovich... Quizás él llore más tarde, y no duerma, recordando cómo usted reacciona...

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