Anna Karéninaes quizá la obra maestra de un escritor deslumbrante que en un determinado momento abjuró de su arte. Después de internarse en la peligrosa senda de la admonición y la propaganda ideológica, Tolstói renegó del conjunto de su obra, salvando sólo un par de relatos cortos. Su rechazo obedecía no sólo a razones de tipo religioso y moral, sino también estilísticas. De escritor detallista y puntilloso —es difícil que Tolstói deje escapar a un solo personaje sin haberlo caracterizado de alguna manera, con un gesto, un rasgo físico, un detalle de su atuendo, y a menudo con una generosa combinación de todas y cada una de estas cosas— pasó a propugnar el estilo esquemático, desnudo de precisiones superfluas de tiempo y lugar de la bíblica historia de José y sus hermanos. En Anna Karéninaalcanzan su perfección esos párrafos hinchados, rebosantes de información, esos detalles milimétricos, esa penetración obsesiva para que no se le escape un solo aspecto relevador, un solo pormenor certero de cualquiera de sus personajes. De ahí también esa repetición insistente de algunos epítetos e imágenes, porque se trata de rasgos físicos o ademanes que definen de alguna manera, a veces a su pesar, la pasta de los personajes: las orejas de soplillo de Karenin, los dientes fuertes y regulares de Vronski, los ojos soñadores de Lidia Ivánovna, los andares saltarines de Oblonski.
En lo que respecta al estilo, no estaría de más citar el siguiente episodio: durante el verano de 1877, encontrándose en Yásnaia Polaina, Nikolái Strájov, filósofo y ensayista, amigo también de Dostoievski, participó en la revisión de Anna Karéninacon vistas a su publicación en forma de libro. Tolstói aceptó algunas de sus propuestas, pero rechazó la mayoría. Más tarde Strájov escribió: «En lo que concierne a mis correcciones, que casi siempre tienen que ver con el idioma, he notado que Lev Nikoláievich defiende tenazmente sus expresiones y hasta se niega a los cambios más anodinos. Por sus explicaciones pude convencerme de que le importa mucho su texto y que, a pesar de la negligencia y la aparente torpeza de su estilo, ha sopesado cada palabra y moldeado cada frase como el más exigente de los poetas».
Tolstói comentaría en una ocasión: «Si me dijeran que dentro de unos veinte años los que ahora son niños leerán mis escritos, y que esa lectura les hará reír, llorar y amar la vida, dedicaría todo mi tiempo y todos mis esfuerzos a esa tarea». Ahora que se cumple el centenario de su muerte podemos decir con justicia que su deseo se ha cumplido con creces.
Antes de terminar, no estaría de más recordar una anécdota que cuenta Nabokov, no por improbable menos hermosa: «Un día de tedio, cuando ya era anciano, muchos años después de que dejara de escribir novelas, cogió un libro y, empezando a leer por la mitad, se fue interesando y le fue agradando mucho, hasta que miró el título y vio: Anna Karénina, por Lev Tolstói».
Anna Karéninase publicó por entregas en El Mensajero Rusoa partir del mes de enero de 1875. La revista se negó a publicar la última parte de la novela, porque las opiniones que allí se vertían sobre los voluntarios rusos entraban en contradicción con su línea editorial, y Tolstói decidió editarla por su cuenta.
El plan de la obra fue madurando poco a poco. Tolstói le mencionó a su mujer por primera vez el argumento ya en 1870, pero, ocupado con otros proyectos y asuntos, no volvió a referirse al tema hasta 1873.
En el origen de la novela se sitúa un fragmento de Pushkin que empieza así: «Los invitados se reunieron en la casa de campo». A Tolstói le encantó esa manera de entrar en materia sin explicaciones previas y decidió seguir ese modelo. Entusiasmado con el proyecto, y convencido de tener todo el plan en su cabeza, expresó a un amigo su parecer de que la novela estaría lista en dos semanas, pero lo cierto es que el trabajo se prolongó, con numerosas interrupciones, cinco años enteros, hasta 1878, cuando la novela apareció por primera vez en forma de libro.
Para la traducción he utilizado la edición de Obras completasen veintidós tomos publicada por la editorial Judozhestvenaia Literatura en 1981.
Víctor Gallego Ballestero
A mí la venganza, yo haré justicia. 1
PRIMERA PARTE
I
Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo.
Todo estaba patas arriba en casa de los Oblonski. Enterada de que su marido tenía una relación con la antigua institutriz francesa de sus hijos, le había anunciado que no podía seguir viviendo con él bajo el mismo techo. Esa situación, que se prolongaba ya por tres días, era dolorosa no sólo para el matrimonio, sino también para los demás miembros de la familia y la servidumbre. Tanto unos como otros se daban cuenta de que no tenía sentido que siguieran viviendo juntos, que los huéspedes ocasionales de cualquier pensión tenían más cosas en común que cuantos habitaban esa casa. La mujer no salía de sus habitaciones, y el marido hacía ya tres días que no ponía el pie por allí. Los niños corrían de un lado para otro desconcertados; la institutriz inglesa había discutido con el ama de llaves y había escrito una nota a una amiga en la que le solicitaba que le buscara una nueva colocación; el cocinero se había largado el día anterior, a la hora de la comida; la pinche y el cochero habían pedido que les abonaran lo que les debían.
Tres días después de la discusión, el príncipe Stepán Arkádevich Oblonski —Stiva para los amigos— se despertó a las ocho, como de costumbre, pero no en el dormitorio conyugal, sino en su despacho, sobre un sofá de cuero. Como si deseara dormir aún un buen rato, volvió su cuerpo grueso y bien cuidado sobre los muelles del sofá y, abrazando con fuerza el cojín por el otro lado, lo apretó contra su mejilla; pero de pronto se incorporó con gesto brusco, se sentó y abrió los ojos.
«A ver, a ver, ¿qué es lo que pasaba? —pensaba, tratando de recordar los detalles del sueño que había tenido—, ¿Qué es lo que pasaba? ¡Ah, sí!
Alabin daba una comida en Darmstadt. No, no era en Darmstadt, sino en algún lugar de América. Sí, pero el caso es que Darmstadt estaba en América. Sí, Alabin daba una comida en mesas de cristal, sí, y las mesas cantaban Il mio tesoro, 2no, no ese pasaje, sino otro aún más bonito, y había unas garrafitas que eran también mujeres.»
Los ojos de Stepán Arkádevich se iluminaron con un brillo alegre. «Sí —se dijo con una sonrisa—, era agradable, muy agradable. Había muchas otras cosas maravillosas, pero, una vez despierto, no hay modo de expresarlas con palabras, ni siquiera con el pensamiento.» Y, al advertir que un rayo de luz se filtraba por la rendija de una de las espesas cortinas, sacó los pies del sofá con gesto animoso, tanteó el suelo en busca de las pantuflas de cordobán dorado, que su mujer le había cosido como regalo de cumpleaños el año anterior y, cediendo a una vieja costumbre que había adquirido hacía ya nueve años, antes de levantarse extendió la mano hacia el lugar donde colgaba su bata en el dormitorio. En ese momento recordó de pronto por qué no estaba durmiendo en la alcoba conyugal, sino en su despacho, y la sonrisa se borró de sus labios, al tiempo que frunció el ceño.
«¡Ay, ay, ay! ¡Ah! —gemía, al rememorar lo que había pasado. Y se le representaron de nuevo en la imaginación todos los detalles de la discusión con su mujer y lo desesperado de su situación; pero lo que más le atormentaba era el sentimiento de culpa—. ¡No, ni me perdonará ni puede perdonarme! Y lo más terrible es que tengo la culpa de todo y sin embargo no soy culpable. En eso consiste mi tragedia —pensaba—. ¡Ay, ay, ay!», repetía desesperado, recordando las impresiones más penosas de aquella escena.
Lo más desagradable habían sido los primeros instantes, cuando, al volver del teatro, alegre y en buena disposición de ánimo, llevando una enorme pera para su mujer, no la había encontrado en el salón ni tampoco en el despacho, lo que le sorprendió mucho, sino en el dormitorio, con esa malhadada nota en la mano que se lo había revelado todo.
Dolly, 3esa mujer diligente, siempre atareada, y algo limitada, según le parecía a él, estaba sentada inmóvil, con la nota en la mano, y le miraba con una expresión de horror, desesperanza e indignación.
—¿Qué es esto? ¿Qué es? —preguntaba, mostrándole la nota.
Al recordar ese momento, lo que más hería a Stepán Arkádevich, como suele suceder, no era tanto lo que había pasado como la manera en que había contestado a su mujer.
Se había encontrado en la posición de un hombre al que sorprenden de pronto cometiendo un acto vergonzoso, y no había sabido adoptar una expresión adecuada a la situación en la que se había puesto ante su mujer después de que se hubiera descubierto su infidelidad. En lugar de ofenderse, negar, justificarse, pedir perdón o al menos fingir indiferencia —cualquiera de esas soluciones habría sido mejor que la que adoptó—, en su rostro apareció de pronto de forma completamente involuntaria («una acción refleja», pensó Stepán Arkádevich, que era aficionado a la fisiología) esa sonrisa tan suya, bondadosa y por tanto estúpida.
No podía perdonarse esa estúpida sonrisa. Al verla, Dolly se había estremecido, como sacudida por un dolor físico, había estallado en un torrente de palabras crueles con su habitual vehemencia y había salido a toda prisa de la habitación. Desde entonces se había negado a ver a su marido.
«Esa estúpida sonrisa tiene la culpa de todo —pensaba Stepán Arkádevich—. Pero ¿qué puede hacerse? ¿Qué?», se decía con desesperación, sin encontrar respuesta.
II
Stepán Arkádevich era un hombre sincero consigo mismo. Por tanto, no podía engañarse fingiendo que se sentía arrepentido de su proceder. Este hombre de treinta y cuatro años, apuesto y enamoradizo, no podía arrepentirse de no estar enamorado de su mujer, sólo un año más joven que él y madre de siete hijos, dos de los cuales habían muerto. Únicamente se arrepentía de no haberle ocultado mejor su aventura. En cualquier caso, se daba cuenta de la gravedad de la situación y se compadecía de su mujer, de sus hijos y de sí mismo. Tal vez se habría esforzado en encubrir mejor sus pecados si hubiera previsto la impresión que iba a causarle el descubrimiento de sus infidelidades. Jamás había reflexionado con detenimiento sobre el particular, pero se imaginaba de un modo confuso que ella sospechaba algo desde hacía tiempo y miraba para otro lado. Hasta tenía la impresión de que la propia Dolly, ajada, envejecida, ya sin atractivo alguno, privada de cualquier encanto particular, nada más que una sencilla y bondadosa madre de familia, debía mostrarse condescendiente en aras de la justicia. Pero había sucedido todo lo contrario.
«¡Ah, es terrible! ¡Ay, ay, ay, es terrible! —repetía Stepán, incapaz de encontrar ninguna solución—, ¡Y qué bien iba todo hasta este momento, qué felices éramos! Dolly estaba satisfecha, contenta con los niños, yo no la estorbaba en nada, dejaba que se ocupara de ellos y de la administración de la casa. Ya sé que no está bien que esa personatrabajara de institutriz bajo nuestro propio techo. ¡No está bien! No deja de ser trivial y vulgar hacerle la corte a la institutriz de mis hijos. Pero ¡qué institutriz! —Recordó con viveza los picaros ojos negros y la sonrisa de mademoiselle Rolland—. Además, mientras vivió en nuestra casa, no me permití nada. Y lo peor de todo es que ella ya... ¡Parece hecho a propósito! ¡Ay, ay, ay! Pero ¿qué puedo hacer? ¿Qué?»
No había ninguna respuesta, más allá de la que la vida da a las cuestiones más complicadas e irresolubles: vivir al día, o, dicho de otro modo, entregarse al olvido. Pero ya no podía buscar ese olvido en el sueño, al menos hasta la noche siguiente; ya no podía volver a aquella música interpretada por esas garrafitas que eran como mujeres; por tanto, debía buscar ese logro en el sueño de la vida.
«Ya veremos más tarde», se dijo Stepán Arkádevich y, levantándose, se puso la bata gris forrada de seda azul, hizo un nudo en el cordón, llenó de aire su poderosa caja torácica, se acercó a la ventana con esos andares resueltos de sus pies torcidos, que con tanta ligereza transportaban su recia figura, descorrió las cortinas y tiró con fuerza de la campanilla. No tardó en aparecer su viejo amigo, el ayuda de cámara Matvéi, trayéndole el traje, las botas y un telegrama. Le seguía el barbero con los útiles de afeitar.
—¿Han traído unos papeles de la oficina? —preguntó Stepán Arkádevich, cogiendo el telegrama y sentándose delante del espejo.
—Están en la mesa —respondió Matvéi, dirigiendo sobre su amo una mirada inquisitiva y afectuosa. Al cabo de un momento añadió con una sonrisita astuta—: Ha venido alguien de parte de los cocheros.
En lugar de responder, Stepán Arkádevich se quedó contemplando el reflejo de Matvéi en el espejo; de la mirada que intercambiaron se deducía que ambos se entendían a las mil maravillas. Era como si Stepán Arkádevich le estuviera preguntando: «¿Por qué me dices eso? ¿Es que no lo sabes?».
Matvéi metió las manos en los bolsillos de la chaqueta, adelantó un pie y miró en silencio a su amo, con expresión bondadosa y una sutil sonrisa en los labios.
—Les he dicho que vuelvan el domingo, que hasta entonces no le molesten a usted ni se molesten ellos en vano —dijo el criado, que por lo visto había preparado la frase de antemano.
Stepán Arkádevich comprendió que Matvéi había querido gastarle una broma y atraer su atención. Después de rasgar el telegrama, lo leyó, adivinó el sentido de las palabras, plagadas de errores, como de costumbre, y su rostro resplandeció.
—Matvéi, mañana llega mi hermana Anna Arkádevna —dijo, deteniendo por un instante la mano gordezuela y reluciente del barbero, que estaba abriendo un rosado camino entre las largas patillas rizadas.
—Gracias a Dios —dijo Matvéi, dando a entender con esa respuesta que era tan consciente como su amo de la importancia de esa novedad: Anna Arkádevna, la querida hermana de su señor, podía contribuir a reconciliar al matrimonio—. ¿Sola o con su marido? —preguntó.
Stepán Arkádevich no pudo pronunciar palabra, porque en ese momento el barbero estaba ocupado con su labio superior, y se limitó a levantar un dedo. El criado, reflejado en el espejo, asintió con la cabeza.
—Sola. ¿Mando preparar las habitaciones de arriba?
—Díselo a Daria Aleksándrovna y que ella decida.
—¿A Daria Aleksándrovna? —exclamó Matvéi con aire dubitativo.
—Sí. Llévale el telegrama y ven luego a comunicarme lo que ha dicho.
«Quiere hacer una prueba», pensó el ayuda de cámara, pero se contentó con añadir:
—A sus órdenes.
Stepán Arkádevich, ya lavado y peinado, se disponía a vestirse cuando Matvéi, con el telegrama en la mano, entró en la habitación y avanzó con pasos lentos por la mullida alfombra, acompañado del ligero crujido de sus botas. El barbero ya se había marchado.
—Daria Aleksándrovna me ha pedido que le informe de que se marcha. Y que el señor, es decir, usted, haga lo que le parezca —dijo, sonriendo sólo con los ojos, las manos metidas en los bolsillos, la cabeza ladeada, la mirada fija en el amo.
Stepán Arkádevich guardó silencio unos instantes. Luego una sonrisa bondadosa y algo triste asomó a su hermoso rostro.
—¿Y qué te parece a ti, Matvéi? —preguntó, moviendo la cabeza.
—No se preocupe, señor, todo se enderezará —respondió el criado.
—¿Se enderezará?
—Seguro.
—¿Tú crees? ¿Quién está ahí? —preguntó Stepán Arkádevich, que había oído el rumor de un vestido detrás de la puerta.