Lo Que Debe Hacerse - Tolstoi Leon


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Contiene los ensayos:

- ¿Qué Hacer?

- La vida en la ciudad

- La vida del campo

- Acerca del destino de la ciencia y del arte

- Sobre el trabajo y el lujo

LO QUE DEBE HACERSE

Contiene los ensayos: - ¿Qué Hacer?

- La vida en la ciudad - La vida del campo - Acerca del destino de la ciencia y del arte - Sobre el trabajo y el lujo

©1902, Tolstoi, Lev Nikolaevich ISBN: 9788486000097

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LO QUE DEBE HACERSE

LEV NIKOLAEVICH TOLSTOY

Traducción de CAMILO MILLÁNBARCELONA Casa Editorial Maucci, Mallorca, 226 y 228

BUENOS AIRES Maucci Herms. Cuyo 1070 || MÉXICO Maucci Herms. L. ªRelox l 1902

Barcelona.—Imp. de la Casa Editorial Maucci

PRIMERA PARTE

¿QUÉ HACER?

I

He pasado toda mi vida en el campo.

En 1881 vine a vivir en Moscou, y la miseria que reinaba en esta ciudad me llenó de admiración. Conocía lo que era la indigencia en los pueblos; pero la de las ciudades me era absolutamente desconocida, y no podía explicármela.

Es imposible salir a la calle en Moscou sin encontrar a cada paso mendigos, pero mendigos de un tipo particular, que no se parecen en modo alguno a los de los pueblos.

Éstos van cargados con las alforjas y tienen constantemente en los labios el nombre de Cristo: aquéllos, por el contrario, ni llevan alforjas ni piden limosna. Los más, cuando os ven, cruzan su mirada con la vuestra y, según el efecto que les producís, u os piden limosna o pasan de largo.

Conozco un mendigo de este género, y que es de origen noble. Es anciano: anda despacio, cojeando intencionalmente, bien del pie derecho, bien del izquierdo. Cuando os ve, se apoya en uno de ellos de modo que parece que os saluda: si os detenéis, lleva la mano a la gorra, se inclina, y os pide una limosna; pero, si pasáis de largo, trata de haceros creer que la inclinación obedeció a su defecto físico y sigue su camino inclinándose de igual modo sobre el otro pie.

Es un verdadero mendigo de Moscou que conoce su oficio.

Me pregunté, desde luego: ¿Por qué esas gentes obran así? Más tarde me di la razón de ello; pero me ha sido difícil siempre comprender su posición.

Noté un día, al atravesar la calle de Afanassievsky, que uno de la policía hacía entrar en un fiacre a un hombre del pueblo, hidrópico y andrajoso.

Le pregunté al agente qué delito había cometido aquel sujeto y me contestó que lo había detenido por mendigo.

—¿Está prohibido mendigar?—pregunté.

—Es probable, —me respondió el agente.

El fiacre se llevó al hidrópico.

Monté en mi coche y los seguí.

Quise saber si era verdad que estaba prohibido mendigar y cuáles eran los términos de la prohibición.

A pesar de todos mis esfuerzos, no podía comprender que estuviese prohibido que un ser humano les pidiese algo a sus semejantes, y menos podía persuadirse de ello al ver a los mendigos pulular por Moscou.

Entré en el cuartelillo adonde hablan conducido al hidrópico.

Un hombre, con el sable al costado y el revólver a la cintura, estaba sentado allí frente a una mesa.

Le pregunté por qué habían detenido al mujik.

El del sable y la pistola me miró con severidad y me dijo: —¿Qué tenéis que ver con eso?

Sin embargo, juzgando necesario darme algunas explicaciones, añadió: —Nuestros jefes mandan que se detenga a esa clase de personas, y es probable que tengan sus razones para ello.

Me retiré.

Vi en la antecámara al agente que había detenido al hidrópico: estaba apoyado en el marco de una ventana y examinaba con seriedad las páginas de un cuaderno.

Me acerqué a él y le pregunté: —¿Es verdad que se les prohíbe a los mendigos implorar la caridad en nombre de Cristo?

El agente salió de su abstracción; se fijó en mí: volvió a abstraerse, o mejor dicho, a amodorrarse, y murmuró: —Cuando los jefes lo ordenan, es porque conviene.

Se apoyó de nuevo en la ventana y volvió a examinar su libreta.

Salí del cuartelillo y me dirigí a mi carruaje: el cochero me preguntó: —¿Le han echado el guante?

Era evidente que se interesaba en el asunto.

—Sí, —repuse, —lo han cogido.

El cochero meneó la cabeza.

—¿Es cierto, pues, que en Moscou se les prohíbe a los mendigos pedir limosna por el amor de Dios? ¿Es posible saber por qué? ¿Cómo se comprende que siendo un mendigo de Cristo se le lleve preso?

—Hoy está prohibido mendigar.

En más de una ocasión me ha sucedido ver a los agentes de policía detener a los mendigos, conducirlos a la prevención y de allí a la casa de Iussupoff.

Un día encontré en la calle de Miasnitskaia un grupo de treinta mendigos, conducidos por agentes de policía.

Me dirigí a uno de éstos y le pregunté: —¿Qué delito ha motivado esas detenciones?

—El de la mendicidad, — me contestó.

Deducíase de ello que en Moscou, en nuestra segunda capital, la ley prohibía mendigar a todas esas gentes que pululaban por las calles y que se formaban ordinariamente en largas filas ante las iglesias durante los oficios religiosos, y, sobre todo, con ocasión de entierros.

Pero ¿por qué eran detenidos unos y se dejaba en libertad a otros? Esto era lo que no me explicaba.

Entre aquellos mendigos, ¿los había legales e ilegales? ¿Eran en tanto número que no se les pudiera coger a todos, o es que a medida que se arrestaba a unos iban llegando otros?

Existe en Moscou un número de mendigos de todo género: los hay que hacen un oficio de la mendicidad, y hay otros que son realmente indigentes; que habiendo ido a Moscou por un motivo cualquiera, no pueden dejar la ciudad por falta de recursos, y que se encuentran sumidos en la miseria más espantosa.

Entre los mendigos de esta categoría se ven aldeanos y aldeanas con sus trajes de pueblo, y frecuentemente he tropezado con ellos.

Algunos, al salir del hospital en donde hablan estado enfermos, carecían de recursos para su subsistencia y para regresar a su país: otros habían quedado arruinados en un incendio; los había también propensos o dados a la bebida, y éste era probablemente el caso del hidrópico de que he hablado antes.

También vi mujeres cargadas de niños de corta edad, y hombres vigorosos que podían trabajar.

Estos mendigos, que gozaban de buena salud, me interesaban singularmente, y he aquí la razón.

Desde mi llegada a Moscou, y como medida higiénica, tomé la costumbre de irme todos los días a trabajar con dos mujiks que aserraban madera en las Vorobiovy Gory (Montes de los gorriones).

Aquellos aldeanos se parecían en un todo a los mendigos que pululaban por las calles.

Uno de ellos, llamado Piotre, natural del gobierno de Kaluga, había sido soldado: el otro, nombrado Simion, era un aldeano del gobierno de Vladimir.

No poseían más que los vestidos que llevaban puestos, y los brazos para trabajar.

Ganaban, con su ruda labor, de cuarenta a cincuenta kopeks al día y aun hallaban medio de economizar algo de aquel salario. Piotre acababa de comprarse una pelliza, y Simion deseaba reunir el dinero suficiente para regresar a su pueblo.

Por eso, cuando encontraba en la calle dos hombres en iguales circunstancias, me interesaba por ellos y me decía: ¿Por qué trabajan los unos y mendigan los otros?

Cuando tropezaba con uno de estos últimos, le preguntaba por las causas que lo habían reducido a aquella situación.

Un día vi a un mujik de barba gris y en buen estado de salud, que me pidió una limosna, y le pregunté: —¿Cómo te llamas y de dónde vienes?

Me contestó que venía de Kaluga en busca de trabajo: había salido de su país con un camarada: hallaron desde luego ocupación y hacían leña en el bosque; pero su patrón dejó un día de necesitarlos, y los despidió: buscaron nuevo trabajo inútilmente: su camarada regresó al pueblo, y él, después de quince días en que se comió lo economizado, carecía de medios para comprar un hacha o una sierra.

Le di lo suficiente para que comprase una sierra y le indiqué un sitio en donde le darían trabajo.

Yo me había puesto de acuerdo con Piotre y con Simion, quienes me habían prometido acoger un camarada y encontrarle un compañero para el trabajo.

—Cuento contigo, —le dije al pordiosero, —y no te faltará qué hacer.

—Descuidad, iré: no mendigo por gusto: tengo fuerzas para trabajar.

Aquel mujik me dio palabra de concurrir al trabajo: me pareció franco y voluntarioso.

A la mañana siguiente fui a ver a mis dos amigos y les pregunté por su nuevo compañero; pero no habían visto a nadie.

Y como por éste, fui engañado por otros muchos aldeanos.

Algunos me dijeron que únicamente deseaban reunir el dinero necesario para regresar a sus pueblos: se lo di, y ocho días después los volví a ver en Moscou: la mayor parte me reconocían y me esquivaban, pero algunos hasta se olvidaban de mi fisonomía y volvían a pedirme limosna.

Así fue como me convencí de que aquella categoría de mendigos encerraba a muchos de mala fe; pero hasta los más embusteros inspiraban lástima, porque todos estaban flacos, miserables y enfermos.

A aquella clase de mendigos pertenecían, al decir de los periódicos, los que se morían de hambre o se suicidaban.

II

Cuando hablaba yo de esta miseria a los de la ciudad, me contestaban: —|Oh! lo que habéis visto no es nada aún. Id al mercado de Khitrovo y entrad en una de sus casas de dormir: allí encontraréis la compañía dorada 1.

Un humorista me dijo que la compañía se había convertido ya en regimiento completo; tan numerosos eran los miserables, y aquel humorista tenía razón, pero hubiera sido más justo decir que la compañía doradaformaba en Moscou un ejército entero, cuyo contingente se elevaba, por mi cuenta, a cincuenta mil personas.

Los habitantes de la ciudad me hablaban con cierta fruición de aquella miseria y parecía que se vanagloriaban al demostrarme que conocían aquel estado de cosas.

Recuerdo haber observado, durante mi estancia en Londres, que los habitantes de la ciudad parecían vanagloriarse también de la miseria londinense.

—Ved—parecían decir—cómo van las cosas por ahí fuera.

Quise ver la miseria de que me hablaron.

Intenté ir algunas veces al mercado de Khitrovo; pero me detuvo cierto malestar y cierto escrúpulo.

—¿A qué conduce ir a observar los sufrimientos de gentes a quienes no puedes socorrer?—me decía una voz interior.

—No, —me decía otra voz. —Toda vez que habitas en esta ciudad y ves sus esplendores, contempla también sus miserias.

Un día no festivo del mes de Diciembre de 1882, en que helaba atrozmente y corría un viento glacial, me dirigí al mercado de Khitrovo.

Eran las cuatro de la tarde.

En la calle de Soliannka empecé a encontrar individuos de color enfermizo, vestidos de un modo raro con trajes que no hablan sido hechos seguramente para ellos, y calzados de una manera muy particular. El número de aquellos individuos aumentaba a medida que yo me iba acercando al punto adonde quería ir: lo que más me llamó la atención fue su desprecio hacia todo lo que les rodeaba.

Envuelto cada uno en un traje extraño, que a ningún otro se parecía, todos marchaban con aire desdeñoso y sin preocuparse del espectáculo que ofrecían.

Todos se encaminaban hacia el mismo sitio. Sin informarme de un camino que no conocía, les seguí y llegué al mercado de Khitrovo.

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