Resurrección - Tolstoi Leon


RESURRECCIÓN

En la Rusia zarista, marcada por tremendas desigualdades sociales, una joven de humildísima extracción seducida en su día por el príncipe Nejliudov, señorito rico y ocioso, y luego arrojada a la prostitución, se enfrenta a un juicio por robo y asesinato. Entre los jurados se halla su antiguo seductor, quien, conmovido por las consecuencias de su pasado capricho, se propone redimirla. Marcada por la espiritualidad propia de la última etapa del autor, Resurrección es una de sus novelas más sugerentes e inolvidables.

©1899, Tolstoi, Lev Nikolaevich

ISBN: 9788420679822

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Lev Nikolaevich Tolstoi

Resurrección

Entonces se le acercó Pedro y le

preguntó: «Señor, ¿cuántas veces

he de perdonar a mi hermano

si peca contra mí? ¿Hasta siete

veces?» Dícele Jesús: «No digo

yo hasta siete veces, sino hasta

setenta veces siete.»

SAN MATEO, 18, 2122.

¿Cómo ves la paja en el ojo de

tu hermano y no ves la viga en

el tuyo?

SAN MATEO, 7, 3.

El que de vosotros esté sin pecado,

arrójele la piedra el primero.

SAN JUAN, 8, 7.

Ningún discípulo está sobre su

maestro; para ser perfecto ha de

ser como su maestro.

SAN LUCAS, 6, 40.

PRIMERA PARTE

I

En vano los hombres, amontonados por centenares y miles sobre una estrecha extensión, procuraban mutilar la tierra sobre la cual se apretujaban; en vano la cubrían de piedras a fin de que nada pudiese germinar en ella; en vano arrancaban todas las briznas de hierba y ensuciaban el aire con el carbón y el petróleo; en vano cortaban los árboles y ponían en fuga a los animales ya los pájaros; la primavera era la primavera, incluso en la ciudad. El sol calentaba, brotaba la hierba y verdeaba en todos los sitios donde no la habían arrancado, tanto en los céspedes de los jardines como entre las grietas del pavimento; los chopos, los álamos y los cerezos desplegaban sus brillantes y perfumadas hojas; los tilos hinchaban sus botones a punto de abrirse; las chovas, los gorriones y las palomas trabajaban gozosamente en sus nidos, y las moscas, calentadas por el sol, bordoneaban en las paredes. Todo estaba radiante. Únicamente los hombres, los adultos, continuaban atormentándose y tendiéndose trampas mutuamente. Consideraban que no era aquella mañana de primavera, aquella belleza divina del mundo creado para la felicidad de todos los seres vivientes, belleza que predisponía a la paz, a la unión y al amor, lo que era sagrado e importante; lo importante para ellos era imaginar el mayor número posible de medios para convertirse en amos los unos de los otros.

Así, en la oficina de la prisión de una cabeza de partido se consideraba como sagrado e importante no el hecho de que la primavera regocijase y encantase a todos los hombres ya todos los animales, sino el de haber recibido la víspera una hoja timbrada y numerada que contenía la orden de conducir aquel mismo día, 28 de abril, a las nueve de la mañana, al Palacio de Justicia a tres detenidos: dos mujeres y un hombre. Una de esas mujeres, considerada la más culpable, debía ser conducida por separado. Y he aquí que, de conformidad con semejante aviso, el 28 de abril, a las ocho de la mañana, el vigilante jefe entró en el sombrío e infecto corredor del departamento de mujeres. Iba seguido por la vigilanta, mujer de aspecto cansado, de cabellera gris, vestida con una camisola cuyas mangas estaban adornadas de galones y la cintura recamada de azul.

-¿Viene usted a buscar a Maslova? -preguntó, acercándose con el guardián a una de las celdas que daban al corredor.

El vigilante, con un ruido de chatarra, hizo funcionar la cerradura y abrió la puerta, por la que se escapó un aire más nauseabundo aún que el del pasillo.

-¡Maslova! ¡Al tribunal! -gritó.

Luego cerró la puerta y aguardó.

Incluso en el patio de la prisión, el aire que llegaba de los campos era fresco y vivificante. Pero en aquel corredor, la atmósfera se mantenía pesada y malsana, infectada de estiércol, de podredumbre y de brea, lo que hacía que todo recién llegado, desde el mismo momento de su entrada, se pusiera triste y taciturno. La vigilanta lo notó también, por muy acostumbrada que estuviese a aquel aire viciado. Apenas entró en el comedor experimentó una especie de fatiga y somnolencia. .

En la celda común de las presas se oían voces y el ruido de pasos producidos por pies descalzos.

-¡Vamos! ¡Más aprisa! ¡Te digo que te apresures, Maslova! -gritó el vigilante jefe por la rendija de la puerta entornada.

Dos minutos después apareció una mujer joven, bajita, de pecho amplio, vestida con un capotón de tela gris puesto encima de una camisola y de una saya blanca.

Con paso seguro se acercó al vigilante y se detuvo a su lado. Llevaba medias de tela y, como calzado, unos trapos bastos arreglados en la misma cárcel a manera de zapatos; se cubría la cabeza con una pañoleta blanca que coquetamente dejaba escapar los bucles de una abundante cabellera negra. Su rostro tenía esa palidez particular que sigue a un largo enclaustramiento y que recuerda el tinte de las simientes de patatas guardadas en los sótanos. La misma palidez había invadido igualmente sus manos, pequeñas y anchas, y su cuello lleno, que emergía de la gran abertura del capotón , y en aquel color mate del rostro se destacaban unos ojos negros, brillantes y vivos, uno de los cuales bizqueaba ligeramente.

La joven se mantenía erguida, adelantando su amplio busto. Al llegar al corredor levantó la cabeza, miró directamente al vigilante a la cara y se detuvo en una actitud que daba a entender que estaba dispuesta a hacer todo lo que se le mandase. La puerta de la celda iba a cerrarse cuando apareció el rostro pálido, arrugado y severo de una anciana que se puso a hablarle a Maslova. Pero el vigilante rechazó con el batiente de la puerta la cabeza de la presa, que desapareció. Una risa de mujeres resonó en el interior. Maslova sonrió igualmente y se acercó a la mirilla enrejada. Desde el otro lado la vieja le gritó con voz ronca:

-¡Sobre todo, procura no decir demasiado! ¡Repite siempre lo mismo y nada más!

-¡Bah! -dijo Maslova sacudiendo la cabeza-. Me pase lo que me pase, nada podrá ser peor de lo que es. Todo es una misma cosa.

-Desde luego que todo es una cosa, y no dos -dijo el vigilante jefe, convencido de haber hecho un brillante juego de palabras -.¡Vamos, en marcha!

El ojo de la vieja, pegado tras la mirilla de la puerta desapareció y Maslova siguió al guardián con cortos y precipitados pasos. Bajaron la ancha escalera de piedra, pasaron ante las celdas de los hombres, más malolientes aún y más ruidosas que las de las mujeres, y, bajo las miradas de los inquilinos de las celdas, llegaron así a la oficina de la cárcel, donde aguardaban dos soldados con el fusil en bandolera. El escribiente que se encontraba allí dio a uno de los soldados una hoja impregnada de olor a tabaco y dijo, señalando a la detenida:

-Hazte cargo.

El soldado, un campesino de Nijni-Novgorod, de cara marcada por la viruela, se puso el papel en la vuelta de la manga, sonrió y guiñó maliciosamente los ojos a su camarada, un chuvaco de anchos pómulos prominentes. Los soldados y la presa salieron de la oficina y luego franquearon la gran verja de la cárcel.

El grupo caminó por la ciudad por el centro de la calzada. Los cocheros, los tenderos, las cocineras, los obreros y los empleados se detenían, examinando con curiosidad a la presa. Algunos sacudían la cabeza y pensaban: «He ahí adónde lleva una mala conducta, que afortunadamente no se parece a la nuestra.» Los niños miraban con espanto a «aquella criminal», pero se tranquilizaban a la vista de los soldados que la ponían en la imposibilidad de hacer daño. Un campesino que acababa de tomar té en la posada y vendía carbón se acercó a ella, hizo la señal de la cruz y le entregó un copec. La joven enrojeció, bajó la cabeza y murmuró algunas palabras.

Sintiendo miradas fijas en ella, observaba sin volver la cabeza a quienes se quedaban contemplándola al pasar, divertida por verse objeto de tanta atención. Gozaba también de la dulzura del aire primaveral al salir de la atmósfera malsana de la cárcel.

Pero, habiendo perdido la costumbre de caminar, con sus zapatos de trapo se lastimaba al pisar sobre las piedras, esforzándose por no apoyarse demasiado en el suelo. Al pasar ante la tienda de un vendedor de harina en cuyo umbral picoteaban algunas palomas, la presa estuvo a punto de pisar a una de ellas. Ésta levantó el vuelo y, con un batido de alas, casi rozó la oreja de Maslova. Ella sonrió; luego, al recordar su situación lanzó un profundo suspiro.

II

La historia de la acusada Maslova era de las más triviales.

Maslova era hija natural de una guardiana de ganado en la finca de dos viejas señoritas. Aquella mujer, soltera, traía un niño al mundo cada año. Como sucede ordinariamente, los pobres pequeños, nada más nacer, eran bautizados, y luego no tardaban en morir. La madre en efecto no quería alimentar a aquellos niños venidos sin que ella los pidiese, de los que no tenía necesidad y que la impedían trabajar.

Hasta el número de cinco, todos se habían ido así. El sexto, nacido de un gitano de paso, era una niña, y su suerte habría sido la misma si el azar no hubiese llevado a una de las dos viejas señoritas a entrar en el establo para hacer reproches con motivo de una cierta nata que tenía gusto a vaca. Encontró allí a la parturienta tendida en tierra, con una niña muy hermosa a su lado que no pedía más que vivir. La vieja señorita reprochó a las sirvientas, además de la nata, haber dejado en aquel lugar a una mujer en ese estado. Luego, cuando se disponía a salir, percibió a la niña, se enterneció e incluso expresó el deseo de ser su madrina. Hizo, pues, bautizar a la pequeñuela y, apiadándose de su ahijada, mandó dar a la madre leche y un poco de dinero. Así, la niña pudo vivir.

Tenía tres años cuando su madre cayó enferma y murió , y como su abuela, también guardiana de ganado, no sabía qué hacer de ella, las dos viejas señoritas la acogieron en su casa. Con sus grandes ojos negros, era una niñita extraordinariamente viva y graciosa, y las dos ancianas se divertían viéndola. La más joven, y también la más indulgente, se llamaba Sofía Ivanovna; era la madrina de la niña. La mayor, María Ivanovna, se inclinaba más bien a la severidad. Sofía Ivanovna vestía a la niña, la enseñaba a leer y soñaba con hacer de ella una hija adoptiva. María Ivanovna, por el contrario, pretendía hacer de ella una sirvienta, una complaciente doncella. Partiendo de este principio, se mostraba exigente, daba órdenes a la niña y, en sus accesos de mal humor, incluso llegaba a pegarla. Cuando la niña creció, resultó que, debido a estas dos influencias divergentes, se encontró siendo a medias una doncella y a medias una señorita. Así, le daban un nombre correspondiente a esta situación intermedia: en efecto, no la llamaban ni Katka ni Kategnka, sino Katucha. Ella cosía, arreglaba las habitaciones, limpiaba el icono, servía el café y hacía lavados pequeños. De vez en cuando acompañaba a las señoritas y les leía.

Varias veces la habían solicitado en matrimonio, pero siempre se había negado: mimada por el contacto con la existencia regañona de las dueñas, comprendía cuán difícil le resultaría vivir con un rudo trabajador.

Hasta la edad de dieciocho años había vivido de esta manera. Por aquella época llegó a casa de las viejas señoritas su sobrino, entonces estudiante y rico príncipe además; y Katucha lo había amado, sin osar confesárselo ni a él ni a sí misma. Dos años después, el joven, en camino para la guerra contra los turcos, se detuvo durante cuatro días en casa de sus tías. Pero antes de su partida sedujo a Katucha; en el último instante le deslizó rápidamente un billete de cien rublos y partió. Cinco meses después, la muchacha no podía ya dudar de que estaba en cinta.

A partir de ese momento, todo le pesaba, y su único pensamiento era conjurar la vergüenza que la amenazaba; servía a las ancianas señoritas, pero negligentemente y de mala gana: era algo más fuerte que ella. Se insolentaba con las ancianas y se arrepentía después. Finalmente, ella misma solicitó marcharse y nadie se opuso.

Después que hubo abandonado a sus protectoras, entró como doncella en casa de un comisario de policía rural; pero el comisario, un viejo de más de cincuenta años, se apresuró a hacerle la corte, de forma que no pudo quedarse en casa de él más de tres meses. Como un día se hubiera mostrado más audaz aún, ella lo trató de imbécil y de viejo verde, y él la despidió por su impertinencia. Ya no podía pensar en buscar otro puesto, porque se acercaba el término de su embarazo. Entonces entró en pensión en casa de una viuda que tenía una taberna y era al mismo tiempo comadrona. El parto se realizó sin que tuviese que sufrir demasiado. Pero la comadrona, habiendo tenido que dirigirse al pueblo a asistir a una aldeana, pegó la fiebre puerperal a Katucha. El niño de ésta cayó igualmente enfermo. Hubo que enviarlo a un hospicio, donde murió en presencia de la mujer que lo condujo allí.

Por toda riqueza, Katucha estaba en posesión de ciento veintisiete rublos: veintisiete ganados por ella y cien rublos que le había entregado su seductor. Pero al salir de casa de la comadrona no le quedaban más que seis. El dinero se le derretía en los dedos, bien por culpa de ella, bien sobre todo por culpa de los demás: se lo daba a quien lo quería. Sus dos meses de pensión en casa de la comadrona le habían costado cuarenta rublos; veinticinco se habían empleado para enviar al niño al hospicio; luego, en forma de préstamo y pretextando la compra de una vaca, la comadrona le había sacado cuarenta rublos más; quedaban veinte rublos y Katucha los había gastado sin saber cómo, en adquisiciones inútiles o en regalos; así, cuando estuvo curada, no tenía ya dinero y se encontraba en la obligación de buscar un puesto. Aceptó uno en casa de un guardia forestal, que estaba casado. Pero, lo mismo que el comisario, éste se puso, desde el primer día, a perseguirla con sus asiduidades. A la joven sirvienta le repugnaba, y procuraba defenderse de sus tentativas. Pero su amo la sobrepasaba en experiencia y en astucia y, justamente porque era el amo, podía darle las órdenes que convenían a sus propósitos; habiendo, pues, acechado el momento propicio, consiguió poseerla. Sin embargo, su mujer, que no tardó en saberlo, sorprendió un día a su marido en una habitación hablando a solas con Katucha, y golpeó a esta última en la cara. Se originó entonces una pelea, y esto fue el pretexto para despedir a la sirvienta sin pagarle su salario.

Entonces, Katucha se dirigió a la ciudad, a casa de una tía suya casada con un encuadernador. En otros tiempos, éste había estado en buena situación, pero sus clientes lo habían abandonado; se había entregado a la embriaguez y se gastaba en la taberna todo el dinero que podía procurarse.

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