Corazón de perro - Bulgákov Mijaíl 2 стр.


"Tipo raro. ¡Me quiere conquistar! No se aflija, no pienso irme. Lo seguiré dondequiera me lo ordene."

—¡Chist, chist, por aquí!

"¿En la calle Obukhov? Desde luego. Conozco muy bien esta calle."

—¡Chisssttt!

"¿Aquí? Con todo gus... Bueno, no. No, perdóneme, hay un portero. Y no existe nada peor que eso. Es muchísimo más peligroso que un barrendero. Una raza decididamente odiosa. Aun más repugnante que los gatos. Descuartizadores con librea de botones dorados."

—Vamos, no temas nada, avanza.

—Mis respetos, Filip Filipovich.

—Buenos días, Fiodor.

"¡Vaya! ¡Alguien importante! ¡Dios de los perros, mira adónde me conduce mi destino! ¡Quién podrá ser este hombre que hace entrar a los perros de la calle en un edificio, a la vista de un portero? Ese canalla no dijo ni "mu". Me miró de reojo pero se mantuvo digno bajo su gorra galonada. Como si fuese algo absolutamente normal. ¡Lo respeta, lo considera, no puede con él! ¡Pues sí, yo estoy con Él, entro con Él! ¿Qué? ¿Me has tocado? ¡Agárrate esto! Ah, morder la pantorrilla callosa de un proletario... Si no eres tú, será tu hermano... Todos los escobazos que recibí, ¿eh?"

—Vamos, ven aquí.

"Comprendo muy bien, no se preocupe. Donde usted vaya, iré yo. Indíqueme tan sólo el camino, no me quedaré atrás a pesar de mi flanco lastimado. "

Voz en la escalera:

—¿No hay correspondencia para mí, Fiodor?

Voz deferente, desde la planta baja:

—No señor, nada. (Luego, casi a media voz, en tono confidencial, apresurado.) En el departamento número tres pusieron nuevos.

El gran benefactor de perros interrumpió súbitamente su ascensión. Se inclina sobre la barandilla y pregunta, aterrorizado:

—¿Qué-é?

El ojo alerta, el bigote erguido.

Abajo, el portero levanta la cabeza, pone sus manos a ambos lados de la boca, como una bocina:

—Tal como le digo: son cuatro.

—¡Por Dios! Imagino lo que ocurrirá. ¿Y cómo son?

—Pasables...

—¿Y Fiodor Pablovich?

—Fue a buscar ladrillos y biombos. Van a hacer tabiques.

—¿Qué novedad es ésta?

—Van a agregar gente en todos los departamentos, menos en el suyo, Filip Filipovich. Hace un rato hubo una reunión y nombraron un nuevo comité. Los demás... despedidos.

—¡Es increíble! ¡Ay, ay, ay! Chist, chist.

"Ya voy, ya voy. Hago todo lo que puedo pero mi flanco me hace demorar. Permítame lamerle el botín."

Abajo, la gorra del portero ha desaparecido. En el rellano de mármol, los tubos de la calefacción irradian un suave calor. Unos peldaños más... y aquí está el Hermoso Piso.

Cuando el olor de la carne se huele a tres kilómetros, no vale la pena de aprender a leer. Sin embargo, si usted vive en Moscú y tiene tan sólo un poco de seso, quiéralo o no, termina por saber leer sin necesidad de haber tomado lecciones. Entre los cuarenta mil perros de Moscú, ninguno ha de ser tan estúpido como para no saber deletrear la palabra salchichón.

Bola había empezado a aprender por los colores. Desde la edad de cuatro meses había observado, diseminados por todo Moscú, grandes carteles de un azul verdoso que llevaban la leyenda M S P O —comercio de carne. Evidentemente, hay que repetirlo, no servían para nada ya que el olor bastaba. Pero una vez se equivocó: engañado por un pérfido color azulado, y privado momentáneamente del olfato debido a emanaciones de nafta, Bola había entrado en el negocio de artículos eléctricos de los hermanos Polubizner, en la Miasniskaia. Allí fue donde trabó relaciones con el hilo eléctrico: ¡al lado de eso el látigo del cochero no era nada! Este memorable acontecimiento marcó el comienzo de la educación de Bola. En cuanto salió empezó a darse cuenta que "azul" no siempre significa "carne"; aullando de dolor, con la cola entre las patas, recordó que en el extremo izquierdo de los carteles de las carnicerías había siempre una cosa roja o dorada parecida a un pequeño trineo.

Luego los progresos fueron más rápidos. Aprendió la "A" en GIavryba en la esquina de lo Mokhovaia, después la "B"... Le resultaba más fácil empezar por el final de la palabra porque al principio había una mayúscula.

Las pequeñas chapas de mayólica colocadas en las esquinas de las calles de Moscú significaban, con toda seguridad, "queso". En cuanto al pequeño grifo negro de samovar con que comenzaba el letrero del ex propietario Téhichkin, evocaba montañas de queso de Holanda, dependientes brutos odiados por los perros, aserrín en el piso y el espantoso olor del innoble bakstein.

También estaban los lugares de los cuales brotaban sonidos de acordeón (que bien valían "Celeste Aída") y olor a salchichas: entonces era muy fácil deletrear en los carteles blancos las primeras letras de la palabra "Prohi... ", que querían decir "Prohibido blasfemar y dar propinas". Algunas veces entre los jugadores estallaban riñas, se golpeaban a puñetazos y también a patadas o a servilletazos, aunque esto último ocurría con menor frecuencia.

Una vidriera llena de mandarinas y jamones rancios era G-a... Ga... Gastronomía. Oscuras botellas que contenían un desagradable líquido... V-I - Vi... Vino... Vinos, la antigua casa Elisséiev Hermanos.

* * *

Al llegar a la puerta de su lujoso departamento del Hermoso Piso, el desconocido tocó el timbre. El perro, que lo había seguido hasta allí, alzó la vista hacia la gran chapa negra cubierta de letras doradas, colocada junto a la ancha puerta de vidrio esmerilado color rosa. Identificó inmediatamente las tres primeras letras: P-R-O... Pro. Luego seguía una especie de porquería panzona que significaba Dios sabe qué "¿No será un proletario?", se preguntó Bola sorprendido. "No, es imposible." Levantó el hocico, husmeó de nuevo el abrigo y llegó definitivamente a esta conclusión: “No, esto no huele a proletario. Es una palabra sabia, pero vaya uno a saber lo que quiere decir.”

Tras el vidrio rosado se encendió de pronto una alegre luz que hizo resaltar aún más el color negro de la chapa. La puerta se abrió sin ruido y apareció una hermosa joven que llevaba un delantalcito blanco y una cofia de encaje. El perro se sintió invadido por un calor divino; la falda de la joven olía a violetas.

“Así es como entiendo la vida”, apreció el can.

—Sírvase entrar, señor Bola —exclamó irónicamente el señor.

Bola obedeció agitando alegremente la cola. En el fastuoso vestíbulo se amontonaba una multitud de objetos. Lo primero que impresionó a Bola fue el gran espejo que llegaba hasta el suelo y reflejaba la imagen de su doble destrozado, roído, gastado hasta la raíz de su pelambre. También observó las terribles astas de reno que dominaban el lugar, numerosos abrigos y botas y la pantalla de opalina de la luz del cielorraso.

—¿Dónde encontró semejante cosa, Filip Filipovich? —preguntó sonriendo la joven mientras le ayudaba a quitarse el pesado abrigo de zorro plateado con reflejos azules—. Pero... ¡está lleno de piojos!

—Estás diciendo tonterías. ¿Dónde ves piojos? —respondió el señor martillando las sílabas.

Libre de su abrigo, ahora se lo veía vestido con un traje negro de paño inglés. Una cadena de oro le cruzaba el abdomen, poniendo una nota cálida y discreta en su atuendo.

—Quédate quieto... Deja de moverte, imbécil. Piojos... ¡Hmmmm! ¡Ajá! una quemadura. Pero, ¡quieres quedarte quieto! ¿Quién te puso en este estado?

"Fue el cocinero, esa carne de patíbulo" quiso gemir el perro, alzando una mirada conmovedora.

—Zina —ordenó el amo— llévalo inmediatamente a la sala de curaciones y dame un guardapolvo.

La mujer silbó, chasqueó los dedos y el can, tras vacilar un instante, la siguió. Entraron en un angosto corredor débilmente iluminado, pasaron frente a una puerta barnizada, en el extremo del corredor dieron una vuelta hacia la derecha y se hallaron en una habitación oscura en la cual reinaba un olor que inmediatamente le desagradó. Un chasquido seco y la oscuridad se convirtió en luz enceguecedora, una verdadera luz diurna que parecía surgir de todas partes.

¡Ea, no, gimió Bola para sí, perdóneme pero no me entregaré! Que se vayan al diablo, ellos y su salchichón. Ahora comprendo donde me atrajeron: a un hospital para perros. Me van a hacer tomar aceite de ricino y usarán cuchillos para cortarme el flanco... como si ya no me doliese bastante.

—¿Adónde vas? —exclamó la que llamaban Zina.

Retorciéndose para huir, el perro se ovilló sobre sí mismo y, con su flanco sano fue a golpear la puerta con tal violencia que todo el departamento tembló. Luego, arrojándose hacia atrás empezó a girar como un trompo, volcando un balde blanco que desparramó en el suelo una multitud de copos de algodón. Las paredes, contra las cuales se adosaban armarios llenos de instrumentos resplandecientes, comenzaron a girar en torno de él, luego un delantal blanco y el rostro deformado de una mujer se abalanzaron a su encuentro.

—¡Qué haces, maldito animal, quédate aquí! —gritaba Zina, desesperada.

¿Dónde estará la escalera de servicio?, se preguntó. Tomó impulso y se arrojó de cabeza contra un vidrio con la esperanza de encontrar una salida. Volaron ruidosamente mil añicos y se rompió un gran frasco esférico del que se volcó, esparciéndose. por el piso, una inmundicia rojiza de olor horrendo. Entonces se abrió la verdadera puerta.

—¡Quédate quieto, pedazo de bruto! —gritó el señor con el guardapolvo a medio poner y saltando para agarrarlo por la cola. ¡Zina, préndelo del pescuezo, vaya granuja!

—¡Bondad divina, qué perro!

La puerta se abrió aún más y otro personaje de sexo masculino, que también vestía guardapolvo, entró en la habitación. Pisoteando fragmentos de vidrio, no reparó en él sino que se dirigió al armario, que abrió, inundando el cuarto con un olor dulzón y empalagoso. Luego se echó con todo su peso sobre el animal, el cual no desperdició la oportunidad de morderlo en un tobillo, justo encima del botín. El personaje profirió un grito de dolor, pero no renunció. El liquido empalagoso quitaba el aliento y mareaba. Sintió que las patas se le aflojaban, dio todavía algunos pasos vacilantes y se desplomó en medio de los filosos trozos de vidrio. "Bueno, todo terminó, pensó seminconsciente. ¡Adiós Moscú! Ya no volveré a ver a los hermanos Tchiclikin, ni a los proletarios, ni al salchichón de Cracovia. Habré merecido muy bien mi paraíso de perro. Hermanos, desolladores, ¿por qué me trataron así?"

Entonces se acostó definitivamente sobre el flanco y reventó.

* * *

Cuando resucitó experimentaba un leve mareo y sentía algunas náuseas, pero el dolor en el flanco había desaparecido, reemplazado por una deliciosa sensación de ausencia. Levantó lánguidamente un párpado y vio por la comisura del ojo derecho, las vendas apretadas que le sostenían el vientre y los flancos.

"Estos hijos de perra se salieron con la suya, pensó confusamente, pero hay que reconocer que lo hicieron bien."

De Sevilla a Granada... En las quietas tinieblas de la noche¹canturreaba distraídamente una voz en falsete por encima de su cabeza.

¹Canción muy conocida a comienzos del siglo XX, con letra de Alexei Tolstoi (N. de la T.]

Sorprendido, el perro abrió bien grandes ambos ojos y divisó a dos pasos de él una pierna de hombre posada sobre un taburete blanco. El pantalón y el calzoncillo arremangados dejaban al descubierto una piel amarillenta maculada con sangre seca y tintura de yodo.

"¡Dios mío!", pensó, "Es el que mordí. Es obra mía. Tanto peor para mí."

Se oyen las serenatas y los hombres que pelean. —la voz dejó de cantar para preguntarle—: ¿Por qué mordiste al doctor, bribón? Y por qué rompiste el vidrio, ¿eh?

—¡Wu u u u uu! —trató de gemir.

—Bueno, basta. Quédate quieto, idiota.

—¿Cómo hizo para traer un perro tan nervioso, Filip Filipovich? —preguntó una agradable voz masculina. La parte inferior del calzoncillo se deslizó hacia el pie. Brotó un olor a tabaco; se oyó un leve ruido de frascos en el armario.

—Con suavidad. Es el único medio posible cuando se trata de una criatura viviente. Por medio del terror nada se obtiene de ningún animal, cualquiera sea su nivel en la escala de la evolución. Es lo que siempre sostuve, lo que sostengo y seguiré sosteniendo. Algunos creen que se puede lograr algo por el terror. ¡No, no y no: el terror jamás sirve para nada, ya sea blanco, rojo o pardo! El terror paraliza por completo el sistema nervioso. ¡Zina! Compré para este vagabundo un rublo y 40 kopecks de salchichón de Cracovia. Hazme el favor de darle de comer cuando se le terminen las náuseas.

Se oyeron rechinar astillas de vidrio bajo la escoba y una voz de mujer que replicaba con coquetería:

—¡Cracovia! Como si no hubiese bastado con comprarle 20 kopecks de sobras en la carnicería. ¡De buenas ganas me quedaría yo con el Cracovia!

—Prueba de hacerlo y tendrás que vértelas conmigo. Es un veneno para el estómago humano. A tu edad eres todavía como un niño que se lleva a la boca todas las porquerías que encuentra. Te lo advierto: ni el doctor Bormental ni yo nos ocuparemos de ti cuando tengas cólicos...

Entretanto, varios timbrazos leves habían sonado en el departamento, al mismo tiempo que se oían con intermitencias ruidos de voces procedentes del vestíbulo. Zina salió de la habitación.

Filip Filipovich arrojó una colilla en el balde, abrochó su guardapolvo, se alisó el bigote frente al espejo y le espetó al perro:

—Chist, aquí; es la hora de la consulta.

Bola se levantó sobre sus patas aún débiles, temblando y vacilando un poco, pero muy pronto se reanimó y siguió al amplio guardapolvo de Filip Filipovich. Entró de nuevo en el angosto corredor y, al pasar, observó en el cielorraso el globo que ahora lo iluminaba. La puerta barnizada se abrió y pasó al consultorio detrás de Filip Filipovich: quedó deslumbrado por el esplendor del lugar. Había una sorprendente profusión de luz: en las molduras del cielorraso, en la mesa, en las paredes, en los vidrios de los armarios, por todas partes resplandecían lámparas. Entre la multitud de objetos que se le revelaban, Bola reparó con especial interés en una enorme lechuza posada sobre una rama apoyada en una de las paredes.

—¡Acuéstate! —ordenó Filip Filipovich.

Enfrente se abrió una puerta de madera labrada, por la que entró el hombre que había sido mordido. En la brillante claridad de esta habitación, ahora se lo veía joven, muy apuesto, con breve barba cortada en punta. Tendió una hoja de papel y anunció:

—Un viejo cliente...

Y salió sin esperar respuesta mientras Filip Filipovich, alzando los faldones de su guardapolvo, se instalaba ante su escritorio y adoptaba de pronto un aire extraordinariamente serio e importante.

"No, no es a un hospital donde llegué, es otra cosa, pensó el perro turbado, dejándose caer sobre la ornamentada alfombra junto a un pesado sofá de cuero, pero tendré que aclarar este asunto de la lechuza..."

La puerta se abrió suavemente y entró un personaje que lo asombró, a tal punto que lo hizo proferir un leve ladrido.

—¡Silencio! Vaya... amigo mío, está usted desconocido.

El recién llegado dirigió a Filip Filipovich un saludo confundido y respetuoso.

—Es que usted es un mago y un encantador profesor —pronunció con cierta turbación.

—Quítese el pantalón, querido amigo —ordenó Filip Filipovich levantándose.

"Dios mío, pensó el perro, ¿quién será este bicharraco?"

El bicharraco tenía cabellos perfectamente verdes que adquirían sobre la nuca un matiz herrumbre-tabaco. Su rostro estaba surcado de arrugas pero tenía la tez rosada como la de un bebé. Arrastraba sobre la alfombra la pierna izquierda completamente tiesa y saltaba como un títere sobre la derecha. En la solapa de su chaqueta, de excelente hechura, lucía una piedra preciosa que parecía un ojo alerta en acecho.

Назад Дальше