Morfina - Bulgákov Mijaíl 2 стр.


La observación no era nada tonta, ¿no es verdad? Me estremecí.

«Calla —le dije a la voz—, no necesariamente tiene que ser una hernia. ¿Qué neurastenia es ésta? Si ya estás aquí... ¡adelante!»

«Si ya estás aquí...», repitió mordazmente la voz.

Bien... no me separaré del manual... Si hay que recetar algo, puedo pensarlo mientras me lavo las manos. Tendré el manual siempre abierto dentro del libro en el que llevaré el registro de los pacientes. Daré recetas útiles, pero sencillas. Por ejemplo: 0,5 de salicilato de sodio, tres veces al día...

«¡Podrías recetar bicarbonato!», respondió, burlándose abiertamente de mí, mi interlocutor interno.

¿Qué tiene que ver aquí el bicarbonato? También podré recetar ipecacuana, en infusión a 180. O a 200.

E inmediatamente, aunque en mi soledad junto a la lámpara nadie me pidiera ipecacuana, pasé temeroso las hojas del vademécum, comprobé lo de la ipecacuana y al mismo tiempo leí que existe en el mundo una tal insipina, que no es otra cosa que el «sulfato de quinina»... ¡Pero sin el sabor de la quinina! ¿Cómo recetarlo? ¿Qué es, polvo? ¡Que el diablo se los lleve!

«Estoy de acuerdo con la insipina... pero ¿qué ocurrirá con la hernia?», seguía importunándome con tenacidad el miedo en forma de voz.

«Meteré al paciente en la bañera —me defendía furiosamente—, le meteré en la bañera y trataré de ponerla en su lugar.»

«¡Una hernia estrangulada, ángel mío! ¡De qué te servirá entonces la bañera! Estrangulada —cantaba con voz demoníaca el miedo—. Habrá que operar...»

En ese momento me rendí y por poco me echo a llorar. Elevé una plegaria a las tinieblas del exterior: cualquier cosa pero no una hernia estrangulada.

Y el cansancio entonaba:

«Acuéstate a dormir, desdichado esculapio. Descansa y por la mañana ya se verá qué hacer. Tranquilízate, joven neurasténico. Observa: la oscuridad del exterior está tranquila, los campos congelados duermen, no hay ninguna hernia. Por la mañana se verá. Te acostumbrarás... Duerme... Deja el atlas... De todas formas ahora no entiendes nada. Un anillo de hernia...»

Ni siquiera me di cuenta de cómo irrumpió en la habitación. Recuerdo que la barra de la puerta resonó. Axinia gritó algo y fuera se oyó el chirrido de una carreta.

El hombre no llevaba gorra y tenía abierto el abrigo, la barba enredada y una expresión de locura en sus ojos.

Se santiguó, se arrodilló y golpeó el suelo con la frente. En mi honor.

«Estoy perdido», pensé tristemente.

—¡Qué hace usted, qué hace, pero qué está haciendo! —exclamé, y traté de levantarle cogiéndole de la manga gris.

Su rostro se contrajo y como respuesta, atragantándose, comenzó a pronunciar atropelladamente palabras entrecortadas:

—Señor doctor..., señor..., es la única, la única..., ¡es la única! —gritó de pronto, con una sonoridad juvenil en la voz que hizo vibrar la pantalla de la lámpara—. ¡Ah, Dios!... ¡Ah!... —En medio de su tristeza se retorció las manos y nuevamente golpeó los tablones del suelo con la frente, como si quisiera romperlo—. ¿Por qué? ¿Por qué este castigo?... ¿En qué hemos ofendido a Dios?

—¿Qué...? ¿Qué ha ocurrido? —grité yo, sintiendo que mi rostro se enfriaba.

El hombre se puso de pie, se agitó y murmuró:

—Señor doctor... lo que usted quiera... le daré dinero... Pida el dinero que quiera. El que quiera. Le proveeremos de alimentos... Pero que no muera. Que no muera. Aunque esté inválida, no importa. ¡No importa! —gritó hacia el techo—. Tengo suficiente para alimentarla, me basta.

El pálido rostro de Axinia se enmarcaba en el cuadrado negro de la puerta. La tristeza envolvía mi corazón.

—¿Qué...? ¿Qué ha ocurrido? ¡Hable! —grité dolorosamente.

El hombre se calmó y en un susurro, como si fuera un secreto, con ojos insondables me dijo:

—Cayó en la agramadera...

—En la agramadera... ¿En la agramadera? —pregunté de nuevo—. ¿Qué es eso?

—El lino, agramaban el lino..., señor doctor... —me aclaró Axinia en voz muy baja—, la agramadera..., el lino se agrama...

«Aquí está el comienzo. Aquí está. ¡Oh, por qué habré venido!», pensé horrorizado.

—¿Quién?

—Mi hijita —contestó él en un susurro, y luego gritó—: ¡Ayúdela! —De nuevo se arrodilló y sus cabellos cortados en redondo le cayeron sobre los ojos.

* * *

La lámpara de petróleo, con una torcida pantalla de hojalata, ardía intensamente con sus dos quemadores. La vi en la mesa de operaciones, sobre un hule blanco de fresco olor, y la hernia palideció en mi memoria.

Los cabellos rubios, de un tinte algo rojizo, colgaban de la mesa secos y apelotonados. La trenza era gigantesca, y su extremo tocaba el suelo.

La falda de percal estaba desgarrada y había en ella sangre de distintos colores: una mancha parda, otra espesa, escarlata. La luz de la lámpara de petróleo me parecía amarilla y viva; su rostro parecía de papel, blanco, con la nariz afilada.

En su pálido rostro se apagaba, inmóvil como si fuera de yeso, una belleza poco común. No siempre, no, no es frecuente encontrar un rostro como aquél.

En la sala de operaciones, durante unos diez segundos, hubo un silencio total, pero detrás de las puertas cerradas se oía cómo alguien gritaba con voz sorda y golpeaba, golpeaba repetidamente con la cabeza.

«Se ha vuelto loco —pensé—, y las enfermeras deben estarle dando alguna medicina... ¿Por qué es tan hermosa? Aunque... también él tiene facciones muy correctas... Se ve que la madre fue hermosa... Es viudo...»

—¿Es viudo? —susurré maquinalmente.

—Viudo —contestó en voz baja Pelagueia Ivánovna.

En ese momento Demián Lukich, con un movimiento brusco y casi rabioso, rompió la falda de abajo hacia arriba dejando descubierta a la muchacha. Lo que vi entonces superó todo lo que esperaba: la pierna izquierda prácticamente no existía. A partir de la rodilla fracturada, la pierna no era más que un amasijo sanguinolento: rojos músculos aplastados y blancos huesos triturados que sobresalían en todas direcciones. La pierna derecha estaba rota entre la rodilla y el pie de tal suerte que los extremos de los huesos habían desgarrado la piel y se asomaban. Como consecuencia la planta del pie yacía inerte, como algo independiente, apoyada sobre un costado.

—Sí —dijo en voz muy baja el enfermero, y no añadió nada más.

En ese momento salí de mi inmovilidad y tomé el pulso de la muchacha. No lo sentí en su muñeca helada. Sólo después de unos cuantos segundos logré encontrar una onda poco frecuente y apenas perceptible. Pasó... sobrevino una pausa durante la cual tuve tiempo de mirar las azuladas aletas de su nariz y sus labios blancos... Quise decir: es el fin... pero por fortuna me contuve... La onda pasó nuevamente como un hilillo.

«Así se apaga una persona despedazada —pensé—, aquí no hay nada que hacer...»

Pero de pronto dije con severidad, sin reconocer mi propia voz:

—Alcanfor.

Ana Nikoláievna se inclinó hacia mi oreja y susurró:

—¿Para qué, doctor? No la martirice. ¿Para qué pincharla? Pronto morirá... No podrá salvarla.

La miré con rabia y un aire sombrío y dije:

—Le he pedido alcanfor...

Entonces Ana Nikoláievna, con el rostro enrojecido por la ofensa, se lanzó de inmediato hacia la mesa y rompió una ampolla.

El enfermero, por lo visto, tampoco aprobaba el alcanfor. Sin embargo tomó la jeringuilla rápida y hábilmente, y el aceite amarillo penetró bajo la piel del hombro.

«Muere. Muere pronto —pensé—, muere. De lo contrario, ¿qué haré contigo?»

—Morirá de un momento a otro —susurró el enfermero, como si hubiera adivinado mi pensamiento. Miró de reojo la sábana, pero por lo visto cambió de opinión: le dolía mancharla de sangre. Sin embargo, unos segundos más tarde hubo que cubrir a la muchacha. Yacía como un cadáver, pero no había muerto. De pronto se hizo la claridad en mi cabeza, como si me encontrara bajo el techo de cristal de nuestro lejano anfiteatro de anatomía.

—Más alcanfor —dije con voz ronca.

Una vez más el enfermero, obedientemente, inyectó el aceite.

«¿Será posible que no muera...? —pensé con desesperación—. ¿Tendré acaso que...?»

Todo se aclaraba en mi cerebro y de pronto, sin ningún manual, ni consejos, ni ayuda, comprendí —la convicción de que había comprendido era férrea— que, por primera vez en mi vida, tendría que realizar una amputación a una persona moribunda. Y esa persona moriría durante la operación. ¡Sin duda moriría durante la operación! ¡Casi no le quedaba sangre! A lo largo de diez verstas la había perdido toda por las piernas destrozadas. Yo no sabía siquiera si ella sentía algo en ese momento, si nos oía. Ella callaba. Ah, ¿por qué no moría? ¿Qué me diría su padre enloquecido?

—Prepare todo para una amputación —dije al enfermero con voz ajena.

La comadrona me lanzó una mirada salvaje, pero en los ojos del enfermero apareció una chispa de simpatía; éste comenzó a ocuparse del instrumental. El reverbero rugió entre sus manos...

Pasó un cuarto de hora. Yo, con terror supersticioso, levantaba un párpado de la muchacha y observaba su ojo apagado. No comprendía nada... ¿Cómo puede vivir un semicadáver? Las gotas de sudor corrían irrefrenables por mi frente, bajo el gorro blanco; Pelagueia Ivánovna me secaba con gasa el sudor salado. En la poca sangre que aún quedaba en las venas de la muchacha, ahora nadaba también la cafeína. ¿Habría que inyectarla otra vez o no? Ana Nikoláievna acariciaba suavemente los montículos que se habían formado en las caderas de la muchacha como consecuencia del suero fisiológico. Seguía con vida.

Tomé el bisturí tratando de imitar (una vez en mi vida, en la universidad, había visto una amputación) a alguien... Ahora le rogaba al destino que la joven no muriera en los siguientes treinta minutos... «Que muera en la sala, cuando yo haya terminado la operación...»

En mi favor trabajaba sólo mi sentido común, aguijoneado por lo inusitado de la situación. Hábilmente, de forma circular, como un carnicero experto, corté con un afilado bisturí la cadera; la piel se separó sin que saliera una sola gota de sangre. «Si las arterias comienzan a sangrar, ¿qué voy a hacer?», pensé, y como un lobo miré de reojo la montaña de pinzas de torsión. Corté un enorme pedazo de carne femenina y una de las arterias —con forma de tubito blancuzco—, pero de ella no salió ni una gota de sangre. La cerré con una pinza y continué. Coloqué esas pinzas de torsión en todos los lugares donde suponía que debía haber arterias... «Arteria... arteria... Diablos, ¿cómo se llama?...» La sala de operaciones parecía un hospital. Las pinzas de torsión colgaban en racimos. Con ayuda de la gasa las levantaron, y yo comencé, con una sierra de dientes pequeños, a aserrar el redondo hueso.

«¿Por qué no muere?... Es sorprendente... ¡Oh, cuánta vitalidad tiene el ser humano!»

El hueso se desprendió. En las manos de Demián Lukich quedó lo que había sido una pierna de muchacha. Jirones, carne, huesos! Pusimos todo eso a un lado. Sobre la mesa de operaciones yacía una muchacha que parecía haber sido recortada en un tercio, con un muñón extendido hacia un lado. «Un poco, un poco más... No mueras ahora —pensaba yo con ardor—, espera hasta llegar a la habitación, permíteme salir con éxito de este terrible suceso de mi vida.»

Luego la cosimos con puntadas grandes; luego, haciendo chasquear las pinzas, comencé a coser la piel con puntadas pequeñas... pero me detuve iluminado, comprendí... había que dejar un pequeño agujero para que la herida drenara... Coloqué un tapón de gasa... El sudor me cubría los ojos y tenía la impresión de encontrarme en un baño de vapor...

Suspiré. Miré pesadamente el muñón y aquel rostro del color de la cera. Pregunté:

—¿Está viva?

—Está viva... —respondieron al unísono, como un eco sin sonido, Ana Nikoláievna y el enfermero.

—Vivirá unos segundos más —me dijo al oído el enfermero, sin voz, hablando únicamente con los labios. Luego titubeó y me aconsejó con delicadeza—: Quizá no deberíamos tocar la otra pierna, doctor. Podríamos envolvérsela con gasa... de lo contrario no llegará a la habitación... ¿Eh? Es mejor que no muera en la sala de operaciones.

—Déme yeso —respondí con voz ronca, empujado por una fuerza desconocida.

El suelo estaba lleno de manchas blancas, todos estábamos cubiertos de sudor. El semicadáver yacía inmóvil. La pierna derecha estaba enyesada y en el lugar de la fractura brillaba la ventanilla que yo había dejado en un momento de inspiración.

—Vive... —dijo asombrado y con voz ronca el enfermero.

Luego comenzamos a levantarla y bajo la sábana se veía una gigantesca hendidura: habíamos dejado una tercera parte de su cuerpo en la sala de operaciones.

Se agitaron unas sombras en el corredor, las enfermeras iban y venían; vi cómo, pegada a la pared, se movía subrepticiamente una desarreglada figura masculina y lanzaba un gemido. Pero se lo llevaron de allí. Todo quedó en silencio.

En la sala de operaciones me lavé las manos, ensangrentadas hasta el codo.

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