El ojo - Набоков Владимир Владимирович 4 стр.


Marianna se detuvo por un instante en su relato de los horrores de la guerra; finalmente se había dado cuenta de que Román Bogdanovich, un hombre solemne con barba, quería decir unas palabras, que retenía en la boca como un gran caramelo. Sin embargo, no tuvo suerte, porque Smurov fue más rápido.

—Cuando oigo hablar de «los horrores de la guerra» —dijo Smurov, citando incorrectamente con una sonrisa un famoso poema—, no lo siento «ni por el amigo, ni por la madre del amigo», sino por aquellos que nunca han estado en la guerra. Es difícil expresar en palabras el placer musical que produce el zumbido de las balas... O cuando vuelas a galope tendido para atacar...

—La guerra es siempre algo horrible —interrumpió bruscamente Marianna—. Probablemente me han educado de una forma distinta de la suya. Un ser humano que quita la vida a otro es siempre un asesino, tanto si es un verdugo como un oficial de caballería.

—Personalmente... —empezó Smurov, pero ella volvió a interrumpirle:

—El heroísmo militar es un vestigio del pasado. En mi ejercicio de la medicina he tenido muchas oportunidades de ver a personas que han sido mutiladas o que han visto sus vidas destruidas por la guerra. Hoy día la humanidad aspira a nuevos ideales. Nada hay más degradante que servir de carne de cañón. Tal vez una educación distinta...

—Personalmente... —dijo Smurov.

—Una educación distinta —prosiguió ella rápidamente— en lo que se refiere a ideas de humanitarismo e intereses de cultura general me hace mirar con ojos distintos de los suyos. Nunca he disparado furiosamente contra la gente ni he atravesado a nadie con una bayoneta. Puede estar usted completamente seguro de que encontrará más héroes entre mis colegas médicos que en el campo de batalla...

—Personalmente, yo... —dijo Smurov.

—Basta ya —dijo Marianna—. Me doy cuenta de que no vamos a convencernos el uno al otro. La discusión se ha terminado.

Siguió un breve silencio. Smurov permaneció tranquilamente sentado, removiendo el té. Sí, tiene que ser un antiguo oficial, un temerario a quien le gustaba jugar con la muerte y sólo por modestia no dice nada sobre sus aventuras.

—Lo que quería decir es esto —tronó Román Bogdanovich—: Usted, Marianna Nikolaevna, ha mencionado Constantinopla. Tenía allí un amigo íntimo entre el grupo de emigrados, un tal Kashmarin, con el que más tarde me peleé, un tipo sumamente bruto y de genio vivo, aunque se calmaba rápidamente y a su manera era amable. Por cierto, una vez le dio una paliza a un francés por celos que casi lo mata. Pues bien, me contó la siguiente anécdota. Da una idea de las costumbres turcas. Imaginen...

—¿Le dio una paliza? —interrumpió Smurov con una sonrisa—. Oh, muy bien. Eso es lo que me gusta...

—Casi lo mata —repitió Román Bogdanovich, y emprendió su narración.

Smurov asentía con la cabeza mientras escuchaba. Evidentemente era una persona que, tras su modestia y discreción, ocultaba un espíritu apasionado. Sin duda era capaz de despedazar a un tipo en un momento de ira y, en un momento de pasión, de llevar bajo su capa en una noche ventosa a una muchacha asustada y perfumada hasta una barca que espera con los escálamos enfundados, bajo una rodaja de luna de melón, como hacía alguien en la anécdota de Román Bogdanovich. Si Vanya era una conocedora de caracteres, tenía que haber advertido esto.

—Lo he escrito todo detalladamente en mi diario —concluyó complacido Román Bogdanovich, y tomó un sorbo de té.

Mukhin y Khrushchov volvieron a congelarse junto a sus respectivas jambas; Vanya y Evgenia se alisaron sus vestidos en dirección a las rodillas con un gesto idéntico; Marianna, sin ningún motivo aparente, clavó la mirada en Smurov, que estaba sentado con el perfil hacia ella y, fiel a la fórmula de tics varoniles, tensaba los músculos de la mandíbula bajo su poco amistosa mirada. El me gustaba. Sí, decididamente; y sentí que con cuanta más intensidad lo miraba Marianna, la culta doctora, más clara y armoniosa resultaba la imagen de un joven temerario con nervios de acero, pálido por las noches de insomnio pasadas en los barrancos de la estepa y en las estaciones de ferrocarril destrozadas por los proyectiles. Todo parecía ir bien.

Vikentiy Lvovich Weinstock, para quien Smurov trabajaba como dependiente (reemplazaba al inútil anciano), sabía menos de él que nadie. Había en la personalidad de Weinstock una atractiva veta de temeridad. Este es probablemente el motivo por el que empleó a alguien que no conocía bien. Sus sospechas exigían un alimento regular. Del mismo modo que hay personas normales y perfectamente decentes que inesperadamente resulta que tienen una pasión por coleccionar libélulas o grabados, Weinstock, nieto de un comerciante de chatarra e hijo de un anticuario, el ceremonioso, equilibrado Weinstock, que se había dedicado toda su vida al negocio de los libros, había construido para sí mismo un pequeño mundo separado. Allí, en la penumbra, tenían lugar misteriosos acontecimientos.

La India le despertaba un respeto mítico: era una de esas personas que, a la mención de Bombay, inevitablemente no imaginan a un funcionario británico enrojecido por el calor, sino a un faquir. Creía en los duendes y en las brujas, en los números mágicos y en el diablo, en el mal de ojo, en el poder secreto de los símbolos y los signos, y en los ídolos de bronce con el vientre desnudo. Por las noches, colocaba las manos, como un pianista petrificado, en una ligera mesita de tres patas. Esta empezaba a crujir suavemente, emitiendo chirridos como un grillo y, cobrando fuerzas, se levantaba por un lado y luego, torpe pero con energía, golpeaba una pata contra el suelo. Weinstock recitaba el alfabeto. La mesita lo seguía atentamente y golpeaba al son de las letras adecuadas. Llegaban mensajes de César, Mahoma, Pushkin, y de un primo muerto de Weinstock. A veces la mesa se portaba mal: se levantaba y permanecía suspendida en el aire, o bien atacaba a Weinstock y le daba topetadas en el estómago. Weinstock apaciguaba afablemente al espíritu, como un domador que juega con una bestia retozona; retrocedía hasta el otro extremo de la habitación, todo el tiempo con la punta de los dedos en la mesa que caminaba como un pato detrás de él. Para sus conversaciones con los muertos empleaba también una especie de platillo marcado y un artilugio extraño con un lápiz que salía por debajo. Las conversaciones eran registradas en una libreta especial. Un diálogo podía ser como sigue:

WEINSTOCK: —¿Ha encontrado el reposo?

LENIN: —Esto no es Baden-Baden.

WEINSTOCK: —¿Desea hablarme de la vida de ultratumba?

LENIN (tras una pausa): —Prefiero no hacerlo.

WEINSTOCK: —¿Por qué?

LENIN: —Tengo que esperar a que haya una reunión plenaria.

Se habían acumulado muchas de esas libretas y Weinstock solía decir que un día publicaría las conversaciones más importantes. Un fantasma muy divertido era un tal Abum, de origen desconocido, tonto y de mal gusto, que hacía de intermediario concertando entrevistas entre Weinstock y varias celebridades muertas. Trataba a Weinstock con vulgar familiaridad.

WEINSTOCK: —¿Quién sois, oh espíritu?

RESPUESTA: —Ivan Sergeyevich.

WEINSTOCK: —¿Cuál Ivan Sergeyevich?

RESPUESTA: —Turgeniev.

WEINSTOCK: —¿Sigues creando obras maestras?

RESPUESTA: —Idiota.

WEINSTOCK.: —¿Por qué insultarme?

RESPUESTA (sacudimiento de mesa): —¡Te he engañado! Soy Abum.

A veces, cuando Abum empezaba con sus payasadas, resultaba imposible desembarazarse de él durante toda la sesión de espiritismo. «Es malo como un mono», se quejaba Weinstock.

La compañera de Weinstock en estos juegos era una pequeña dama de cara sonrosada, cabello pelirrojo y manitas regordetas, que olía a goma de eucalipto y siempre estaba resfriada. Más tarde me enteré de que habían tenido una aventura amorosa durante largo tiempo, pero Weinstock, que en algunos aspectos era particularmente franco, jamás permitió que esto se le escapara. Se dirigían el uno al otro por sus nombres y patronímicos y se comportaban como si fuesen simplemente buenos amigos. Ella solía entrar de paso a la tienda y, mientras se calentaba junto a la estufa, leía una revista teosófica publicada en Riga. Alentaba a Weinstock en sus experimentos con el más allá y solía contar cómo periódicamente los muebles de su habitación empezaban a animarse, cómo una baraja volaba de un sitio a otro o se esparcía por el suelo y cómo en cierta ocasión la lámpara de cabecera brincó de la mesa y empezó a imitar a un perro que tira impaciente de su correa; finalmente saltó el enchufe, se oyó el ruido de alguien escapándose precipitadamente en la oscuridad y más tarde encontraron la lámpara en el vestíbulo, justo junto a la puerta de entrada. Weinstock solía decir que, por desgracia, no se le había concedido un «poder» real, que tenía los nervios tan flojos como tirantes viejos, mientras que los nervios de un médium eran prácticamente como las cuerdas de un arpa. Sin embargo, no creía en la materialización y era sólo como una curiosidad por lo que conservaba una foto, que le había dado un espiritista, en la que aparecía una mujer pálida y gordinflona, con los ojos cerrados, que vomitaba una masa fluida, como una nube.

Era aficionada a Edgar Poe y a Barbey d'Aurevilly, a las aventuras, los desenmascaramientos, los sueños proféticos y las sociedades secretas. La presencia de logias masónicas, clubs de suicidas, misas negras y especialmente agentes soviéticos enviados de «aquel lugar» (y qué elocuente y pavorosa era la entonación de ese «aquel lugar») para vigilar a algún infeliz emigrado, transformaban el Berlín de Weinstock en una ciudad de maravillas en medio de la cual se sentía perfectamente a sus anchas. Insinuaba que era miembro de una gran organización, supuestamente dedicada a desenmarañar y a rasgar los delicados hilos tejidos por cierta araña escarlata, que Weinstcok había hecho reproducir en una sortija de sello espantosamente llamativa que daba un no sé qué de exótico a su mano peluda.

—Están en todas partes —decía con calmada insinuación—. En todas partes. Si voy a una fiesta donde hay cinco, diez, tal vez veinte personas, entre ellas, puedes estar seguro, sí, sí, completamente seguro de que por lo menos hay un espía. Estoy hablando, pon por caso, con Ivan Ivanovich y, ¿quién puede jurar que se puede confiar en Ivan Ivanovich? O, pon por caso, tengo en mi despacho un hombre que trabaja para mí —cualquier tipo de despacho, no necesariamente esta librería (quiero evitar todo personalismo, ya me comprendes)—, y bien, ¿cómo puedo saber que no es un espía? Están en todas partes, repito, en todas partes... Voy a una fiesta, todos los invitados se conocen, y, sin embargo, no hay ninguna garantía de que este mismo modesto y educado Ivan Ivanovich no sea realmente... —Y Weinstock asintió significativamente.

Pronto empecé a sospechar que Weinstock, aunque con mucha cautela, estaba aludiendo a una persona concreta. En términos generales, cualquiera que charlara con él se iba con la impresión de que el blanco de Weinstock era bien el interlocutor de Weinstock, bien un amigo común. Lo más extraordinario de todo es que una vez —y Weinstock recordaba esta ocasión con orgullo— su instinto no lo había defraudado: una persona a la que conocía bastante bien, un tipo simpático, tranquilo, «honrado como Dios» (expresión de Weinstock), resultó ser en realidad un venenoso soplón soviético. Tengo la impresión de que sentiría menos dejar que se le escapara un espía que perder la oportunidad de insinuar al espía que él, Weinstock, lo había descubierto.

Aun cuando Smurov exhalase cierto aire de misterio, aun cuando su pasado pareciese más bien vago, ¿era posible que...? Lo veo, por ejemplo, detrás del mostrador con su pulcro traje negro, el pelo estirado, con su cara pálida y de rasgos definidos. Cuando entra un cliente, apoya cuidadosamente el cigarrillo sin acabar en el borde del cenicero y, frotándose las delgadas manos, presta cuidadosa atención a lo que necesita el comprador. A veces —sobre todo si se trata de una dama— sonríe ligeramente para expresar ya sea su condescendencia hacia los libros en general, o tal vez burlas a sí mismo en su papel de simple vendedor, y da valiosos consejos: éste vale la pena leerlo, mientras que éste es un poco pesado; aquí la eterna lucha de los sexos está descrita de forma muy entretenida y esta novela no es profunda pero sí muy chispeante, muy embriagadora, ya me entiende, como champán. Y la dama que ha comprado el libro, la dama con los labios pintados y con un abrigo de pieles negro, se lleva una imagen fascinante: aquellas manos delicadas que recogen los libros con cierta torpeza, aquella voz apagada, aquel esbozo de sonrisa, aquellos modales admirables. Sin embargo, en casa de los Khrushchov, Smurov empezaba ya a causar en alguien una impresión algo distinta.

La vida de esta familia en el número 5 de Peacock Street era excepcionalmente feliz. El padre de Evgenia y Vanya, que pasaba gran parte del año en Londres, les mandaba cheques generosos y, además, Khrushchov ganaba mucho dinero. Sin embargo, lo importante no era esto: incluso si no hubieran tenido un céntimo, nada hubiera cambiado. Las hermanas habrían estado envueltas en la misma brisa de felicidad, procedente de una dirección desconocida pero que podía sentir incluso el más melancólico y más insensible de los visitantes. Era como si hubiesen emprendido un alegre viaje: este piso alto parecía deslizarse como una aeronave. No se podía localizar exactamente el origen de aquella felicidad. Yo miraba a Vanya y empezaba a pensar que había descubierto el origen... Su felicidad no hablaba. A veces, de pronto hacía una pregunta breve y, una vez recibida la respuesta, inmediatamente callaba de nuevo, mirándoles fijamente con sus ojos asombrados, hermosos y miopes.

—¿Dónde están sus padres? —preguntó una vez a Smurov.

—En el cementerio de una iglesia muy lejana —contestó, y por alguna razón hizo una ligera reverencia.

Evgenia, que estaba jugando con una pelota de ping-pong en una mano, dijo que ella podía acordarse de su madre y Vanya no. Aquella noche no había nadie, excepto Smurov y el inevitable Mukhin: Marianna había ido a un concierto, Khrushchov estaba trabajando en su habitación y Román Bogdanovich se había quedado en casa, como hacía todos los viernes, para escribir su diario. El tranquilo y remilgado Mukhin guardaba silencio, ajustándose de vez en cuando las pinzas de sus quevedos sin aros sobre la delgada nariz. Iba muy bien vestido y fumaba cigarrillos ingleses auténticos.

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