Maleficios - Bulgákov Mijaíl


MALEFICIOS

Traductor: Silvia Serra

Autor: Bulgakov, Mijail

ISBN: 9788477020240

Generado con: QualityEPUB v0.27

Mijaíl Bulgákov - Maleficios

Título original: ( Dyavoliada)

Traducción Silvia Serra

© Valdemar (ENOKIA, S. L)

© CECISA, Madrid, 1992

Mijaíl Bulgákov

Mijaíl Afanásievich Bulgákov nació en Kiev el 3 de mayo de 1891. Cursó estudios de medicina y ejerció esta profesión hasta el año 1919 en el que se vio obligado a abandonarla a causa de la guerra civil. Este fue el momento en el que comenzó su trayectoria literaria, publicando bajo diversos seudónimos reportajes y folletines en periódicos de Moscú. Su modo de escritura se define por su carácter satírico y los numerosos elementos fantásticos que emplea, tanto de anticipación científica como motivos surrealistas. Sus primeras obras dramáticas como Corazón de Perro(1925) o La Guardia Blanca(1925) tuvieron gran éxito de público, sin embargo fue calificado como contrarrevolucionario por las autoridades de la época, motivo por el que se prohibieron sus obras. Una vez paralizada su actividad literaria, en el año 1930 dirigió una carta al gobierno soviético pidiendo el exilio o si no se lo concedían, que le asignaran un empleo en algún teatro. De este modo se convirtió en director adjunto del Teatro del Arte de Moscú.

Cuando contrajo una grave enfermedad de riñón y sabiendo que le restaba poco tiempo de vida, se apresuró a escribir la novela que ha sido considerada como su obra maestra y que fue publicada en el año 1966, veintiséis años después de su muerte: El Maestro y Margarita. El relato que presentamos en esta ocasión fue uno de sus primeros escritos, Maleficios(1924), es una narración de fuerte carácter satírico impregnado de una gran fantasía, elementos empleados para exponer una visión crítica y algo surrealista del sistema burocrático imperante tras la revolución. El protagonista se ve obligado a vivir una serie de situaciones absurdas y delirantes a partir de un infortunado equívoco. Todas sus peripecias están narradas con el ritmo de los gagsdel cine mudo.

Relato en el que se narra cómo dos gemelos llevaron a la perdición a un secretario.

1. El suceso del día veinte

En un tiempo en que todo el mundo saltaba de un empleo a otro, el camarada Korotkov se encontraba bastante seguro en su puesto del GLAVTSENTRBAZSPIMAT (Depósito Central y Principal de Materiales Fosfóricos), donde ocupaba el cargo de secretario titular.

Animado por su empleo en el SPIMAT, Korotkov, un rubio apacible y bondadoso, había desterrado por completo de su corazón esa idea tan extendida en este mundo cruel que se suele definir como reveses de la fortuna; por el contrario, se había inoculado con la convicción de que él, Korotkov, conservaría su plaza en el depósito hasta la total extinción de la vida sobre el globo terrestre. Pero, desgraciadamente, las cosas fueron de forma bien distinta...

El 20 de septiembre de 1921, el cajero del SPIMAT se enfundó su horrible gorro con orejeras, metió en la cartera una orden de pago anulada y abandonó el SPIMAT. Eran las once de la mañana.

El cajero regresó a las cuatro y media de la tarde, totalmente calado. Al llegar, sacudió el agua de su gorro, lo dejó en la mesa, puso la cartera encima y dijo:

—No empujen, señores.

Después revolvió en un cajón de la mesa en busca de no se sabe qué, salió de la habitación y regresó al cabo de un cuarto de hora con una gallina muerta a la que le habían retorcido el cuello. Dejó la gallina en la mesa y puso la mano derecha sobre ella. A continuación dejó caer estas palabras:

—No hay dinero.

—¿Y mañana? —preguntaron las mujeres a coro.

—Tampoco —el cajero sacudió la cabeza—; no habrá dinero mañana ni pasado mañana. No empujéis, camaradas, o volcaréis la mesa.

—¿Cómo? —exclamaron todos, y, entre ellos, el inocente Korotkov.

—¡Ciudadanos! —clamó con voz llorosa el cajero, apartando a Korotkov de un codazo—. Por favor.

—Pero ¿cómo es posible? —gritaron los allí reunidos, entre los que se destacó la voz del cómico Korotkov.

—¡Un momento! ¡Calma! —balbuceó el cajero con voz ronca.

Y, acto seguido, sacó la orden de la cartera y se la enseñó a Korotkov. Por debajo del lugar que señalaba el cajero con su sucia uña se veía escrito de través y con tinta roja:

« Páguese. El camarada Soubbotnikov: El Senado.»

Y debajo, en tinta violeta:

« No hay dinero. El camarada Ivanov: Smirnov.»

—¿Cómo? —exclamó Korotkov en solitario, mientras los demás, jadeantes, se apiñaban a la espalda del cajero.

—¡Por el amor de Dios! —gimió el cajero con aire abatido—. ¿Qué culpa tengo yo en todo este asunto? ¡Por favor!

Y guardó rápidamente la orden en la cartera. Después, se puso el gorro, deslizó la cartera bajo el brazo, levantó la gallina y gritó:

—¡Déjenme pasar, por favor!

Se abrió entonces una brecha en la muralla humana y el cajero desapareció por la puerta.

La secretaria encargada del registro se había puesto pálida y corrió tras él con sus altos tacones puntiagudos. Al llegar a la puerta se oyó un chasquido y la perseguidora perdió el tacón izquierdo. La secretaria se tambaleó, levantó el pie y se deshizo del zapato.

De este modo, también ella se quedó en la habitación con un pie desnudo, junto a los demás, entre los que se encontraba Korotkov.

2. Productos manufacturados

Tres días después de la escena descrita, la puerta del despacho particular en el que trabajaba Korotkov se entreabrió y asomó una cabeza de mujer que, entre sollozos, gritó con voz furiosa:

—¡Camarada Korotkov! ¡Vaya a recoger su salario!

—¿Cómo? —exclamó el secretario lleno de júbilo, y corrió hacia el despacho consignado como «Caja», mientras silbaba la obertura de «Carmen».

Al llegar a la mesa del cajero se detuvo y se quedó boquiabierto. Había allí dos enormes torres de paquetes amarillos que llegaban hasta el techo. Para no tener que responder a ninguna pregunta, el cajero, jadeante y sudoroso, había clavado con una chincheta en la pared la ordenanza de pago, en la que ahora se veía una tercera firma, hecha con tinta verde:

Pagar en productos manufacturados.

El camarada Bogoravlienski: Préobrajenski.

También con mi aprobación: Kchesinski.

Korotkov abandonó al cajero luciendo una amplia y estúpida sonrisa. Iba cargado con cuatro grandes paquetes amarillos y cinco pequeños paquetes verdes, a parte de trece cajitas de cerillas azules que llevaba en los bolsillos. Una vez en su despacho, se puso a envolver las cerillas en dos inmensas hojas del periódico del día, mientras escuchaba con atención el rumor de las voces que llegaban desde la secretaría. Cuando terminó los paquetes, salió de su despacho y, sin decir nada a nadie, regresó a su casa. Al salir del SPIMAT estuvo a punto de ser atropellado por un automóvil que acababa de dejar a alguien; a Korotkov no le dio tiempo a ver de quién se trataba.

Cuando llegó a su casa, dejó las cerillas sobre la mesa y retrocedió un poco para contemplarlas. Su rostro aún exhibía aquella estúpida sonrisa. Después, Korotkov se pasó la mano por el cráneo, despeinando sus rubios cabellos, y se dijo:

—¡Bueno! Es inútil seguir lamentándose. ¡Tendré que intentar venderlas!

Y, dicho esto, fue a llamar a la puerta de su vecina, Alexandra Fiodorovna, que trabajaba en el GOUBVINSKLAD (Almacén Regional de Vinos).

—¡Pase! —respondió una voz sorda desde el interior de la habitación.

Korotkov entró y se quedó mudo de sorpresa. Alexandra Fiodorovna había regresado del trabajo antes de la hora, y se encontraba en cuclillas en el suelo, aún con el abrigo y el sombrero puestos. Se hallaba frente a una hilera de botellas cerradas con tapones de papel de periódico y llenas de un líquido rojo y oscuro. El rostro de Alexandra Fiodorovna estaba bañado en lágrimas.

—Cuarenta y seis —dijo, y se volvió hacia Korotkov.

—¿Qué es, tinta...? Buenos días, Alexandra Fiodorovna —murmuró tímidamente Korotkov.

—Es vino de mesa —respondió la vecina con voz llorosa.

—¿Cómo? ¿A usted también? —exclamó Korotkov.

—¿También a usted le han dado vino de mesa? —dijo Alexandra Fiodorovna con extrañeza.

—¿A nosotros? No. A nosotros cerillas —respondió Korotkov con un hilo de voz, mientras jugaba con un botón de su chaqueta.

—¡Pero si ya no arden! —exclamó Alexandra Fiodorovna, mientras se levantaba y se sacudía la falda.

—¿Cómo que no arden? —replicó Korotkov horrorizado, y salió disparado de vuelta a su habitación.

Entró rápidamente. Y, sin perder un segundo, deshizo un paquete, que se abrió con un crujido, y rascó una cerilla. De la cabeza surgió una llama verdosa, y después la cerilla se partió en dos y se apagó. Korotkov, sofocado por el olor acre del azufre, sufrió un doloroso acceso de tos y encendió una segunda cerilla. Aquella sí prendió, pero saltaron dos chispas de ella. Una se fue a estrellar contra el cristal de la ventana y la otra alcanzó al camarada Korotkov en el ojo derecho.

—¡Aaah! —gritó, y dejó caer la caja de cerillas.

Durante unos instantes Korotkov pataleó como un caballo encabritado, apretándose el ojo con la palma de la mano. Después se miró horrorizado en el espejo que utilizaba para afeitarse, convencido de que había perdido el ojo. Pero el ojo permanecía aún en su sitio, aunque estaba enrojecido y lleno de lágrimas.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó Korotkov consternado.

Enseguida sacó una venda americana de la cómoda, la abrió y se la enrolló alrededor de la mitad izquierda de la cabeza, lo que le dio un aspecto de herido de guerra.

Korotkov no apagó la luz en toda la noche. Se la pasó tumbado y prendiendo cerillas. Gastó tres cajas, y consiguió encender sesenta y tres cerillas.

—Me ha engañado, la muy cretina —masculló Korotkov—. Estas cerillas son excelentes. Por la mañana, la habitación estaba cargada con un asfixiante olor a azufre. Al amanecer, Korotkov se quedó dormido y tuvo una espantosa pesadilla: paseaba por una verde pradera, cuando se topó, cara a cara, con una enorme bola de billar, viviente y con patas. Era tan repugnante que se puso a gritar y se despertó. Durante casi cinco minutos Korotkov tuvo la impresión, en medio de la turbia bruma, de que la bola estaba allí, junto a la cama, y de que había un fuerte olor a azufre. Pero todo aquello desapareció finalmente, después de dar unas cuantas vueltas en la cama, y Korotkov se volvió a dormir y no se despertó más.

3. Aparece un calvo

A la mañana siguiente Korotkov se levantó el vendaje y comprobó que tenía los ojos casi curados. A pesar de ello, y haciendo gala de una excesiva prudencia, decidió no levantarse todavía.

Korotkov llegó al trabajo con un considerable retraso y, para no suscitar comentarios entre los empleados subalternos, entró directamente en su despacho. Allí se encontró con un papel en la mesa; en él, el Director de la Subdivisión de Abastecimientos Complementarios preguntaba al director del depósito si le sería suministrado un uniforme a las mecanógrafas.

Korotkov se dirigió al gabinete del director, y al llegar a la puerta tropezó con un desconocido cuyo aspecto le llamó la atención.

El desconocido era tan pequeño que apenas le llegaba a la cintura al gran Korotkov. La mediocridad de su estatura se compensaba con la extraordinaria anchura de los hombros. Su tronco cuadrado se apoyaba en unas piernas torcidas, de las que, además, cojeaba de la izquierda. Pero lo más curioso de aquel individuo era la cabeza. Tenía exactamente la forma de un huevo, colocado horizontalmente sobre el cuello, con el extremo puntiagudo hacia adelante. Era calva como un huevo y tenía tal brillo que las bombillas se reflejaban constantemente en la parte superior del cráneo del desconocido. Su minúsculo rostro estaba tan afeitado que parecía azul. Unos ojillos verdes, del tamaño de una cabeza de alfiler, se hundían en unas órbitas profundas. El cuerpo del desconocido estaba enfundado en una guerrera desabotonada, hecha de un tejido gris, que dejaba a la vista una camisa ucraniana bordada. Llevaba las piernas embutidas en un pantalón del mismo tejido y los pies calzados con botas bajas y escotadas, como las que llevaban los húsares en tiempos de Alejandro I.

«¡Curioso individuo!», pensó Korotkov, e intentó alcanzar la puerta de Thékouchine sorteando al calvo. Pero éste de forma totalmente inesperada, le cerró el paso.

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