Cávalo y yo caminábamos por unos largos túneles cuando, de repente, sonó insistentemente el timbre del teléfono. «Debe de ser para ti», le dije sin volverme a mirarle. Debió contestar, porque a la tercera o cuarta llamada, el ruido cesó. Seguimos avanzando hacia una puerta parecida a la del castillo de Kunst y el condenado timbre volvió a sonar. «¿Por qué te llaman tanto por teléfono?», pregunté empujando la puerta y saliendo a un prado bañado por una radiante luz de sol. «Contesta de una vez, por favor, José», supliqué nerviosa. Otros tres o cuatro timbrazos después, Cávalo contestó. Me encaminé hacia un gran árbol cuyo tronco estaba seco y agrietado. Una resquebrajadura en la corteza permitía colarse en el interior, y pude divisar unas escaleras. Pero entonces volvió a sonar el desesperante timbre del teléfono. «¡José, por favor!», exclamé enfadada, girándome hacia él. Y entonces vi que no era a José a quien tenía detrás, sino a Ezequiela. «¿Ezequiela…? ¿Qué estás haciendo en Weimar?»
Abrí los ojos sobresaltada y agucé el oído: es taba en mi propia habitación y el teléfono que sonaba era el del salón.
– ¡Oh, no, maldita sea! -murmuré, haciéndome de nuevo un ovillo y metiendo la cabeza bajo la almohada.
Pero incluso así, la voz de Ezequiela, alegre como unos cascabeles, llegaba hasta mi adormilado cerebro arrancándome a tirones de la cálida conmoción del sueño.
«¡Sí, sí, gracias! Estoy muy contenta de que te hayas acordado -exclamaba seductoramente-. A las cinco, sí. No faltes, ¿eh?»
Suspiré. Era el cumpleaños de Ezequiela… Bueno, pues ya había sonado el toque de diana, me dije, y me incorporé dificultosamente intentando alejar de mí las telarañas del sueño. Aquel día iba a ser muy largo. El teléfono no dejaría de sonar, la puerta se abriría y cerraría mil veces y todas las amigas de Ezequiela vendrían a merendar cargadas de regalos, convirtiendo mi casa en una cafetería abarrotada de enloquecida tercera edad.
Salté de la cama y me dirigí a la cómoda, en uno de cuyos cajones había escondido la tarde anterior el regalo para mi vieja criada. Como nunca sabía muy bien qué comprarle, cada año me echaba a temblar cuando se avecinaba el 14 de octubre y siempre terminaba adquiriendo, a última hora, la cosa más absurda que se pueda imaginar. Pero Ezequiela, un año tras otro, aparentaba que mis regalos eran aquello que, precisamente, ella más deseaba y me hacía muchísimas fiestas y aspavientos de alegría. Esperaba que el juego de baño que le había comprado, a tono con los azulejos de su aseo, le gustara. -¡Feliz cumpleaños! -grité mientras salía de la habitación con el paquete entre los brazos.
– ¡Gracias, gracias! Estoy muy contenta de que te hayas acordado.
Fruncí el ceño al escuchar la gastada frase pero el enfado se me pasó enseguida al verla venir hacia mí con los brazos extendidos y cara de beatífica felicidad. No se anduvo con remilgos: me dio dos besos rápidos y me quitó el paquete de las manos.
– ¿Qué es? -preguntó emocionada mientras arrancaba el papel de regalo.
– ¿Para qué me lo preguntas si estás a punto de descubrirlo? -le dije sonriendo-. ¡No te cortes, anda! Ábrelo a gusto. Voy a ponerme un café.
Desde la cocina, la oí soltar exclamaciones admirativas y no pude reprimir la misma duda que me embargaba todos los años, tal día como aquél. Unas manifestaciones tan exageradas de entusiasmo no casaban bien con un dispensador de gel, una jabonera y un vaso para el cepillo de dientes. Pero, en fin… No cabía ninguna duda de que Ezequiela era muy agradecida.
Entró en la cocina y se aupó sobre las puntas de los pies al tiempo que me empujaba hacia abajo por el hombro para plantarme otro beso más en la mejilla.
– ¡Es precioso! ¡Precioso! ¡A juego con los azulejos de mi aseo! Gracias, Ana, no sabes…
Afortunadamente, el timbre del teléfono volvió a sonar y salió despedida en dirección al salón.
Allí la dejé cuando cerré la puerta de casa y bajé los cuatro escalones del zaguán. Llevaba bajo el brazo una carpeta con los últimos documentos enviados por Láufer: una amplia colección de fotografías del remozado Gauforum de Weimar y de la gigantesca Beethovenplatz, la vasta explanada en uno de cuyos flancos se hallaba situado, con marcas que indicaban todas las bocas de alcantarilla por las que se podía descender al subsuelo. Había fotografías también de las calles adyacentes y un plano ilegible del centro de la ciudad con una gran cruz señalando la ubicación del Gauforum.
A mediodía comí en un mesón cercano a la tienda; Ezequiela estaba demasiado ocupada arreglando la casa para su fiesta y preparando la merienda para sus amigas. Por suerte, en la trastienda, junto a la mesa de despacho, tenía un pequeño sofá en el que, después de estudiar detenidamente el material enviado por Láufer, me adormilé hasta la hora de volver a levantar la persiana metálica. Esa tarde tenía concertada una cita con el agente de un comprador inglés interesado en una consola española del xvm con largas patas acabadas en garras de león. Era un mueble que, curiosamente, había adquirido por un precio muy bajo durante una subasta celebrada en Madrid. Compré el lote completo en el que venía, vendí el resto antes de abandonar la sala e incluí la hermosa consola en mi catálogo del siguiente semestre, dedicándole un espacio destacado y una maquetación gráfica cargada de filigranas. Antes de un par de semanas tenía más de veinte ofertas de compradores extranjeros.
El agente, un cincuentón barrigudo, con cara de sufrimiento y aliento etílico, estuvo examinando la consola hasta cansarse y, luego, con mejor cara, firmó velozmente la montaña de documentos que le fui poniendo delante y desapareció en un santiamén camino, supongo, del bar más cercano. Estaba terminando de cumplimentar los últimos detalles de la transacción, cuando sonó el teléfono:
– ¿Ana…? Soy tu tía.
¡Dioses del cielo! ¡Me había olvidado de llevarle el dinero! ¡Los malditos ocho millones de pesetas para el artesonado del scriptorium!
– ¿Eres tú, Ana María?
– Sí, tía, soy yo -exclamé con voz humilde.
– Ya imaginarás por qué te llamo.
– Sí, tía, me lo imagino.
– Y supongo que tendrás alguna buena explicación.
– Sí, tía, la tengo.
Juana estaba empezando a amoscarse.
– ¿Estás bien?
– Sí.
– ¡Estupendo, pues deja de hacer la tonta! -se enrabió-. ¿Cuándo piensas traerme el cheque?
– No sé, tía, porque me voy otra vez de viaje.
– ¿Cuándo?
– Pasado mañana.
– ¿El viernes?
– Exacto. En cuanto cierre la tienda. Ya tengo hecha la reserva de vuelo. Pero no te preocupes, volveré el domingo por la noche, así que el lunes sin falta te acerco el dinero.
– Tomo nota -indicó desafiante-. Te espero el próximo lunes. ¡No me falles!
– ¡Que no! -rezongué, aburrida de tanta insistencia.
– ¡Ah!, por cierto… ¡Socorro!
– Si no me equivoco, hoy es el cumpleaños de Ezequiela, ¿verdad?
– lUf!
– ¿Verdad? -repitió con el acento amenazador de la madrastra de Cenicienta.
– Sí…
– Pues felicítala de mi parte. Protesté débilmente.
– ¡Felicítala! -ordenó.
– Si, tía.
– Bueno, te espero el lunes. Que tengas buen viaje.
– Gracias.
– ¡Hasta el lunes!
– Sí, tía.
Por supuesto, me abstuve de cumplir el dichoso recado. No tenía el cuerpo para escuchar una vez más la inacabable letanía de vituperios de Ezequiela contra Juana.
El avión de Iberia despegó de Barajas a las siete de la tarde y cuando tomamos tierra en el Aeropuerto de Porto los altavoces anunciaron que eran sólo las siete y cinco minutos. ¿Sólo cinco minutos de vuelo…? Me quedé desconcertada hasta que caí en la cuenta de mi simpleza: en Portugal hay una hora de diferencia respecto a España, así que, oficialmente, sólo había tardado cinco minutos en volar de Madrid a Oporto, aunque el domingo tardaría, sin embargo, dos horas y cinco minutos en hacer el camino al revés.
Bajé del avión y subí en el autobús que me llevó hasta la terminal del aeropuerto. Allí, mientras esperaba la salida de mi escaso equipaje por la cinta transportadora, pude ver a José y a Amalia saludándome alegremente tras los cristales del fondo. José estaba guapísimo. Llevaba un largo abrigo azul marino, con una bufanda al cuello, que sólo dejaba ver las perneras de unos pantalones impecablemente planchados y unos zapatos lustrosos. Creo que el estómago me dio un vuelco, y me encontré preguntándome una vez más por qué demonios era tan endiabladamente atractivo. ¡Si al menos aquella niña no estuviera siempre presente…! Se estaba convirtiendo en un verdadero incordio.
José y yo nos dimos los dos besos de rigor y el aroma de su colonia, áspero y recio como el de todas las fragancias masculinas, despertó brevemente mis sentidos. Amalia, que vestía cazadora de piel, vaqueros y deportivas, se limitó a juntar rápidamente su mejilla con la mía y a soltar un bufido en mi oreja. Cuando me separé de ella, sin embargo, su boca exhibía una sonrisa angelical… Aquella niña debía ser de la piel del diablo y deduje que no le hac cía ni pizca de gracia que me alojara en su casa los próximos dos días. Si ella se creía que lo hacía por gusto, estaba muy equivocada. Yo hubiera preferido ocupar una de las espaciosas y bonitas habitaciones del Grande Hotel do Porto (salir del baño como me diera la gana erg. uno de los motivos, por ejemplo), donde ya había estado en otra ocasión años atrás, pero Cávalo se opuso en redondo, así que, le gustara a la niña o no, viviría con su padre y con ella hasta el domingo por la tarde.
Oporto me produjo de nuevo la misma sensación que la primera vez: una pequeña ciudad al borde del caos absoluto. Sólo en París recordaba yo tal acumulación de gente y coches, con la importante diferencia de que, en París, las avenidas son amplias y las señales de los semáforos son más o menos respetadas, mientras que en Oporto, las viejas callejuelas que, como colinas, suben y bajan a modo de un oleaje interminable, permanecen atascadas las veinticuatro horas del día. Con todo, Oporto tenía un algo familiar y agradable que te hacía sentir como en casa.
José dejó el coche en un aparcamiento subterráneo de la rúa Alegria y cargó con mi pequeña bolsa de viaje hasta que llegamos a la rúa de Passos Manuel, que estaba a la vuelta de la esquina. Enseguida distinguí el letrero de su ourivesaria. Lo cierto es que sentía una gran curiosidad por conocer su casa, el lugar en el que, como yo en la mía, él había vivido toda su vida.
De hecho, una vez allí, me resultaron muy similares: una vivienda antigua, grande, de techos altos y numerosas habitaciones, la mitad de ellas inutilizadas. El salón, que daba a la rúa a través de unos grandes miradores, estaba decorado con varios sofás y librerías. En una esquina podía verse una pequeña televisión frente a la cual se colocaba un cómodo sillón de orejeras con un escabel tapizado con idéntica tela. Todas las vitrinas y librerías eran antiguas, de madera de caoba, y estaban repletas de trofeos de ajedrez. En el rincón opuesto al orejero se hallaba la gran mesa de comedor y entre ambos mediaba una inmensa alfombra persa que ocupaba prácticamente toda la habitación.
– ¡Me encanta, José! -exclamé abarcando el espacio con la mirada.
– ¿Te gusta de verdad? -preguntó con la ilusión de un niño a quien se felicita por sus buenas notas escolares.
– Me gusta de verdad -afirmé-. Lo encuentro muy acogedor.
Para mis adentros me dije que si él venía alguna vez a mi casa, se hacía imprescindible retirar el viejo y astroso orejero de Ezequiela y su adorada mesa camilla con el brasero debajo.
– ¿Cenaréis fuera, papá? -quiso saber Amalia mientras se alejaba por el largo pasillo que comunicaba el salón con el resto de las habitaciones.
– Sí, pero me gustaría que no te marcharas tan pronto y que me ayudaras a enseñarle la casa a nuestra invitada. -En el tono de voz de José había una nota peligrosa que la niña detectó de inmediato. Volvió sobre sus pasos dócilmente y se colocó al lado de su padre.
Una a una, me fueron enseñando todas las habitaciones de la casa. La de Amalia exhibía una decoración aberrante, mezcla de muñecos de peluche, cortinas con lazos y festones a juego con la colcha de la cama, pósters de grupos musicales en las paredes y, al otro lado, curiosamente, la más avanzada tecnología punta: tres ordenadores -un moderno portátil y dos de mesa-, conectados en red a una pantalla tan grande que parecía la de un cine y, en un rincón, un inmenso equipo de música unido por cables a los ordenadores. Sobre un silloncito colocado junto a la cama descansaba un gigantesco oso de peluche que, además de ser el tierno juguete de una niña de trece años, lucía sobre los ojos una visera de realidad virtual, unos auriculares en las orejas y una enorme camiseta con el dibujo de la lengua de Mike Jagger en el pecho.
La habitación de José era bastante más normal, hubiera dicho incluso que era austera de no haber sido por la inmensa cama de hierro forjado cuyo cabezal, relleno de volutas y hojas de parra, se extendía de izquierda a derecha de la pared enteriza y parecía peligrosísimo para las cabezas. ¿De dónde habría sacado una cama así? Tenía toda la apariencia de haber cumplido más de cien años. Puede que incluso doscientos. ¿Haría ruido…? Me encantó observar la enorme cantidad de preciosos juguetes antiguos que aparecían sobre los muebles y las repisas del dormitorio. Seguramente, sólo con darles cuerda, empezarían todos a moverse y a emitir musiquillas. A la derecha, al lado del gran armario empotrado, había una puerta cubierta por un largo espejo que daba a un cuarto de baño.
Mi dormitorio, en el extremo final del pasillo, era muy agradable y tuve que contener una exclamación de alegría al comprobar que también allí había un cuarto de baño dentro de la habitación. La ventana daba igualmente a la rúa, como el salón, así que era un poco ruidosa, pero la cama era espléndida y grande, y el colchón, rígido como una tabla, a mi gusto.
Aquella noche José me llevó a cenar a un pueblecito cercano llamado Foz do Douro, a un restaurante desde el que pudimos ver, mirando a poniente, un hermoso anochecer sobre el Atlántico. La comida, un tanto grasicnta para mi gusto, era muy marinera y me recordó a la de los restaurantes de la costa mediterránea. Lo curioso era que tanto José como yo estábamos desesperadamente cohibidos, como si los temas de conversación se nos agotaran nada más empezarlos o como si, en realidad, no supiéramos qué decir o estuviéramos pensando en cosas diferentes de las que intentábamos hablar. Yo le contemplaba con atención mientras él se esforzaba en explicarme algo razonable y, del mismo modo, también yo me sentía minuciosamente observada cuando me tocaba el turno de hablar. Ambos sonreíamos mucho y se notaba a la legua que estábamos haciendo el tonto de una forma escandalosa. Pero, por suerte, sólo lo habíamos notado él y yo. Llegó un momento en que, o encontrábamos un asunto que requiriera toda nuestra atención e interés, o estábamos perdidos, y ese asunto no podía ser otro que el trabajo. De hecho, para eso había viajado yo hasta allí.
– ¡Menuda historia la del Salón de Ámbar! -dejó escapar José levantando su copa de vino verde.
– Yo todavía no tengo muy claro cómo hemos llegado hasta este punto, no creas – exclamé con un suspiro.
– ¡Pues tuya ha sido la culpa! -objetó divertido-. ¿Quién encontró el reentelado? ¿Quién descubrió lo del código Atbash'í ¿Quién ató cabos y trenzó biografías hasta dar con una explicación coherente?
– ¡Pero fue Láufer quien sacudió Internet como una coctelera!
– Sí. Y Donna, Rook, Roí y yo también hicimos otras cosas, pero tú eres la auténtica culpable. De todos modos, no te preocupes: vas a pagarlo muy caro teniendo que bajar a esas malditas galerías de Weimar.
– Pero tú vendrás conmigo… -y dejé que mi voz insinuara el placer que eso me producía.