El Salón De Ámbar - Asensi Matilde 20 стр.


– ¡SUÉLTALOS, ROÍ! -gritó a pleno pulmón la voz de Láufer-. ¡SUÉLTALOS AHORA MISMOo MATO A MELENTIEV!

Me había llevado un susto de muerte. José también se sobresaltó ostensiblemente a mi espalda. ¡Láufer! ¡Láufer estaba allí! Aquello empezaba a parecer una reunión del Grupo. El bueno de Heinz había entrado sigilosamente en la nave mientras Roi se explayaba a gusto contándonos los entresijos de la que empezó siendo Operación Krilov y, aprovechando la colocación rezagada de Melentiev, le había apresado, poniéndole al cuello un peligroso punzón que había cogido del almacén de comida y herramientas. A partir de ese instante, los acontecimientos se desarrollaron vertiginosamente: el desconcierto creado por la sorprendente aparición de Láufer fue muy bien utilizado por José, que se abalanzó sobre Roi y le desarmó fácilmente. Roi era un viejo de setenta y cinco años, helado de frío y falto de reflejos, así que no opuso ninguna resistencia, rindiéndose sin forcejeos. También yo aproveché bien la situación, desarmando de una certera patada a uno de los guardaespaldas de Melentiev, mientras el otro se quedaba paralizado como una estatua por miedo a que Láufer atravesara el cuello de su jefe con el afilado pincho de hierro.

Así que, en cuestión de unos segundos, la situación había dado un giro completo. Ahora, José amenazaba a Roi con la pistola, Láufer seguía reteniendo a Melentiev y yo estaba maniatando, con las correas de cuero de unos fardos cercanos, a los muchachotes rusos.

– No te atreverás a matarme, Cávalo -afirmó Roi muy sonriente, mirando fijamente a su guardián.

– No apuestes nada por ello -le respondió José, clavándole el cañón de la pistola en las costillas.

Yo sabía que Roi tenía razón, quejóse no sería capaz de hacerlo, por eso me apresuré con las ataduras de Pável y Leonid y corrí a maniatar al príncipe. Quería que José soltara el arma; me repugnaba verle con esa cosa negra en la mano. También sabía que Láufer no podría hacerle daño a Melehtiev, así que me di mucha prisa con el príncipe Philibert y fui rápidamente hacia el mafioso. En un santiamén todos estaban maniatados y sentados en el suelo, apoyados contra una montaña de cajas llenas de cuadros.

Sólo entonces me abracé a Láufer como una loca, llorando de alegría.

– ¡Cómo me alegro de verte! ¡Cómo me alegro de verte! -repetía una y otra vez entre beso y beso. No es que yo sea muy expresiva con mis afectos, pero hay momentos en que la situación me desborda y no puedo evitar hacer el ridículo. Gruesos goterones me resbalaban por las mejillas hasta caer en la camisa del bueno de Heinz, que me estrechaba también, emocionado. Sólo después de mucho rato me di cuenta de que el pobre estaba temblando como una hoja. Me separé, me sequé los ojos y le observé-. ¡Estás congelado, Láufer!

– ¡Aquí hace mucho frío! -castañeteó entre dientes.

– ¡Vamos al despacho!-propuso José.

– ¿Y qué hacemos con esos cuatro? -pregunté, volviéndome a mirarlos. Los ojos de Roi se cruzaron, burlones, con los míos. Debí sospechar entonces que estaba tramando algo, pero, desgraciadamente, no lo hice. Me sentía mucho más preocupada por Heinz. Sabía, eso sí, que teníamos un grave problema con ellos: matarlos, no los íbamos a matar, eso estaba claro, pero tampoco podíamos entregarlos a la policía, ni dejarlos allí, ni llevarlos con nosotros, porque, sin duda, una vez arriba, intentarían liquidarnos en cuanto tuvieran ocasión.

– ¡Que se queden ahí! -respondió José con desprecio, alejándose con Láufer-. Dentro de un rato les bajaremos algo de comida.

Una punzada me atravesó el corazón y no fui capaz de marcharme sin haber dejado caer sobre Roi y sus estúpidos compañeros un puñado de pesadas y preciosas vestiduras imperiales. Eso, al menos, les quitaría el frío. Luego, me fui. Eché a correr en pos de José y^ de Heinz que ya habían atravesado el Salón de Ámbar.

Cruzamos el cuartel, subimos por la mina y alcanzamos el despacho de Sauckel con tanta alegría como si fuera un viejo hogar. Allí estaban nuestras mochilas, y también el hornillo, sosteniendo todavía la cazoleta con los restos de cera. José arrancó la chaqueta de cuero negro del perchero y se la puso a Heinz por los hombros, no sin antes haberle dado un par de buenos guantes y el jersey que guardaba para ponerse cuando saliéramos al exterior. En el despacho hacía bastante calor, un calor húmedo y pegajoso, pero nuestro héroe tenía el frío metido en el cuerpo desde que había cruzado la red de alcantarillado a toda velocidad para llegar hasta nosotros.

Mientras preparábamos unos platos abundantes de puré de patatas con extracto de carne, Láufer nos explicó que su milagrosa aparición había sido obra de una intrépida jovencita llamada Amalia. La boca de José se abrió desmesuradamente y yo dejé de remover el puré para soltar una exclamación de dolor y chuparme el dedo que acababa de quemarme con el borde del recipiente metálico.

– ¿Amalia…? -preguntó estupefacto el padre de la artista.

– ¿Tu hija se llama Amalia, no? ¡Pues esa misma!

– ¿Qué demonios…? -empecé a decir, pero Láuf er me cortó.

– Veréis, ¡yo no tenía ni idea de todo esto! -exclamó, señalando con la barbilla todo el despacho-. No sabía que estabais aquí. Desde la última reunión del Grupo, el 11 de octubre, no había tenido noticias de nadie, así que ayer jueves por la mañana se me ocurrió mandar un e-mail a Roi para preguntarle cómo iba el asunto de Weimar.

– ¡Roi nos dijo que estabas demasiado ocupado para colaborar con nosotros! -le conté-. Creímos que te habías negado a participar.

– ¡Pero si yo no sabía nada! -insistió-. A mí no me dijo nada.

José y yo cambiamos una mirada de inteligencia. Roi nos había engañado desde el principio.

– En fin… -prosiguió-, la cosa es que por la noche me subía por las paredes. Roi no había contestado a mi mensaje y hacía más de un mes que no tenía noticias. Así que te mandé un mail a ti, Ana, utilizando tu dirección normal de correo electrónico, la de tu servidor. Ya sabes que todos los mensajes entre nosotros pasan por el ordenador de Roi, de modo que no tuve más remedio.

– ¡Me enviaste un mensaje sin codificar! -me alarmé.

– ¡Bueno, no es tan grave! -protestó dando buena cuenta de la primera cucharada de puré caliente-. ¡No te decía nada peligroso!

– ¡Eso no importa, Láufer! ¡Es una irresponsabilidad por tu parte!

– ¡Pues esa irresponsabilidad te ha salvado la vida! -se defendió con la boca llena-. Porque no sé si lo sabrás, pero la hija de José se pasa el día delante de tu ordenador y, gracias a eso, recibió y leyó mi mensaje.

– ¿Ha estado leyendo mi correo privado? -me escandalicé, mirando a su padre con ojos asesinos.

José hizo un ruidito apaciguador con los labios y me cogió de la mano.

– Amalia me contestó inmediatamente, muy asustada. Me dijo que estabais aquí desde hacía once días y que creía que yo lo sabía. En cuanto me repuse del ataque de pánico (al principio creí que era una trampa de la policía), le mandé urgentemente otro mail citándola en un canal codificado y con clave del IRC. ¡Tu hija sabe mucho de informática, José! ¡Me gustaría conocerla! Tendríamos mucho de que hablar… Por supuesto, en cuanto los dos estuvimos dentro del canal bloqueé las entradas y la acribillé a preguntas. Tenía que comprobar que era quien decía ser y que lo que intentaba contarme era cierto. Lo primero que hice fue mandar un troyano a tu máquina, Ana, para averiguar de quién era el ordenador que tenía al otro lado. Eché un vistazo y me quedé más tranquilo: todas tus cosas estaban allí dentro.

Empezaba a sentirme como un insecto bajo la lupa de un equipo de científicos locos. Ya no había privacidad en mi vida, me lamenté. Mi ropa interior había sido expuesta al público.

– ¿A que no sabéis cómo averigüé que era la verdadera Amalia…? -José y yo negamos pacientemente con la cabeza. Heinz sonrió muy ufano-. Le pregunté qué contenía el paquete que había enviado para ella desde Alemania. Me dijo que una muñequita de hojalata que se deslizaba por una pista nevada, una Marklin fabricada en 1890. ¡Bingo! ¡No me negaréis que fue una pregunta genial! -José y yo le confirmamos su genialidad con la cabeza-. Bueno, el resto ya lo podéis imaginar. Me contó toda la historia y nos dimos cuenta de que corríais un gran peligro. Una chapuza como la que había organizado Roi no podía significar otra cosa. Cogí el coche y, sin dormir, me vine a Weimar. Amalia me había indicado qué entrada a las galerías debía utilizar para caer lo más cerca posible de este sitio.

Sentí curiosidad y le pregunté cuál era.

– ¡No te lo creerás! -me dijo con los ojos brillantes.

– Inténtalo.

– ¡Estamos exactamente debajo del campo de concentración de Buchenwald!

– ¡Qué!

– ¡Te lo aseguro! Debajo mismo del campo, en un paraje llamado Ettersberg.

Mil ideas cruzaron mi cabeza en décimas de segundo. ¡Así que el Gauforum y el KZ Buchenwald estaban comunicados por túneles bajo tierra! ¡Así que no era debajo del Gauforum donde se escondía el Salón de Ámbar, sino debajo de Buchenwald!

– Entré por una boca de alcantarilla que hay en la Blutstrasse , el camino que comunica Weimar con el campo, construido con hormigón por los propios presos, y…

Fue entonces cuando sentí un dolor agudo en el costado y un brazo que rodeaba con brutalidad mi garganta hasta cortarme la respiración. Escuché una exclamación y algunos golpes, pero no supe exactamente qué estaba pasando hasta que oí la voz de Roi junto a mi oreja:

– ¡Dame las pistolas! ¡Dame las pistolas o la mato!

Me revolvía, furiosa, tratando desesperadamente de apartar con las dos manos aquel cepo que me impedía respirar. Pero cuanto más forcejeaba, más notaba el doloroso pinchazo en el costado.

– ¡Dame las pistolas, José, o la mato! ¡No bromeo!

Oí un disparo. Y luego otro. En realidad oí también el silbido de las balas pasando muy cerca de mí. Pero cuando, por fin, una bocanada de aire logró entrar en mis pulmones, perdí el conocimiento.

EPÍLOGO

No es que yo sea una delicada flor de invernadero que se desmaya en cuanto escucha una palabra soez. Es que el brazo de Roí me había impedido respirar durante demasiado tiempo y mi cerebro había dejado de recibir oxígeno. Por eso caí al suelo sin sentido en el mismo momento en que José disparaba y mataba al príncipe Philibert.

Roi había aflojado sus ataduras en cuanto abandoné la nave de las obras de arte. Supongo que se dio cuenta de mi precipitación y nerviosismo a la hora de maniatarle y debió colocar las manos de manera que las correas quedaron completamente sueltas. Luego mató a Vladimir Melentiev y a sus secuaces con el mismo puñal de oro y pedrería con que me había pinchado a mí. Lo cogió de una de las colecciones de armas robadas por Koch en algún museo de San Petersburgo. Matando a aquellos tres desgraciados, se aseguraba la posesión, no sólo de los tesoros contenidos en la nave, como había pactado con Melentiev, sino también del Salón de Ámbar, cuyo valor era incalculable.

Luego había cruzado el cuartel y había llegado hasta el extremo de la mina, justo al otro lado de la puerta acorazada, y allí había permanecido hasta que encontró el momento adecuado para atacar a la persona que estaba más cerca de su escondite, o sea, yo. Le había salido perfecta la jugada, pues José había cogido las tres pistolas antes de salir de la nave y, atrapándome a mí, se aseguraba que éste se las devolviera. Pero calculó mal la reacción de José. Éste, al verme flaquear, creyó que me había clavado de verdad el puñal (¡poco faltó, desde luego!) y, ciego de ira, cuando Roi creía que se disponía a darle las armas, sujetó fuertemente una de ellas y le disparó a la cabeza, con tan buena puntería que acertó.

José, Heinz y yo abandonamos aquella misma noche las alcantarillas de Weimar por la boca situada en las inmediaciones de Buchenwald, no sin antes enterrar bajo la tierra negra y húmeda de la mina los cuerpos del príncipe Philibert y de Vladimir Melentiev y sus gorilas. Los otros, los que permanecían en sus camastros del cuartel, tendrían que esperar hasta nuestra siguiente visita.

Ya en el coche de Heinz, mientras nos alejábamos de la puerta del KZ, nos pusimos en contacto con Amalia y con Ezequiela a través del móvil. Hablamos con ellas largo y tendido, aunque sin entrar en detalles sobre lo ocurrido. Los teléfonos móviles son muy poco seguros, pues cualquiera puede captar la señal con un vulgar escáner y seguir punto por punto la conversación. Las tranquilizamos mientras Láufer conducía por las autopistas alemanas en dirección a su casa de Bonn, donde nos quedamos un par de días descansando después de tanto ajetreo. José pudo afeitarse por fin y quitarse la barba, pero yo llegué a la conclusión de que me gustaba más con pelo en la cara y le hice prometer que volvería a dejársela. También prestamos atención a otros importantes aspectos mientras estuvimos con Heinz: se hacía necesario desmantelar el sistema informático del Grupo de Ajedrez. La desaparición de Roi (que, evidentemente, tenía visos de prolongarse para siempre) acabaría llamando la atención de alguno de sus allegados, de manera que Láufer destruyó, a distancia, el contenido del disco duro de la máquina del príncipe, llevando a cabo un formateo de la unidad que hacía imposible la recuperación de los datos. No creímos que Roi hubiera sido tan inconsciente de dejar por ahí papeles o fotografías. Ninguno lo hacíamos, precisamente por su insistencia en temas de seguridad, de manera que nos sentimos bastante tranquilos después de esta intervención. Sólo hubo una cosa que Láufer no borró y que transfirió íntegramente a su ordenador: el fichero en el que Roi guardaba la lista de los clientes 'del Grupo y de los coleccionistas de arte más importantes del mundo.

Rook y Donna recibieron un mensaje anónimo muy sencillo en sus direcciones públicas de correo electrónico: una sola palabra, «Jaque», cargada para ellos de significado. A partir de ese momento, debían estar en alerta, vaciar sus ordenadores, eliminar la menor señal de su pertenencia al Grupo de Ajedrez y esperar instrucciones.

José estaba muy preocupado por su coche, abandonado en el destartalado garaje del edificio en ruinas de la Rómerhofstrasse de Francfort, y por el viejo Mercedes azul oscuro que habíamos dejado en Weimar. Láufer le aseguró que él mismo iría a Francfort a recoger el Saab y que se haría cargo del vehículo hasta quejóse pudiera recuperarlo. En cuanto al Mercedes, llevaba dieciséis días aparcado en el mismo lugar y no sabíamos qué habría podido ser de él. Aparte de que desconocíamos por completo la procedencia del automóvil, podía hallarse en esos momentos en el depósito de la policía, por ejemplo, o, en el peor de los casos, sometido a vigilancia, a la espera de que apareciera el dueño. Esto último no era probable pero, como estábamos tan histéricos, Láufer indagó en los ordenadores del Rathau de Weimar y, después de dar muchas vueltas, encontró una breve nota que daba cuenta de la recuperación, en la misma calle que nosotros habíamos dejado el coche, de un vehículo de idénticas características (aunque diferente matrícula) a otro desaparecido de un taller de reparaciones de Francfort a mediados de octubre. Supusimos que lo habrían restablecido a su verdadero propietario sin hacer más averiguaciones – como era lo normal en estos casos-, y, recordando que, además, no habíamos dejado nuestras huellas, nos tranquilizamos y nos olvidamos del tema.

A primera hora del martes 17 de noviembre embarcamos, por fin, en un vuelo con destino a Madrid. Una vez en Barajas, estuvimos haciendo tiempo hasta la hora de comer y luego salimos del aeropuerto con un grupo de pasajeros franceses que acababa de arribar. Viajamos en taxi hasta Ávila, hablando, en francés, de tonterías, y, a media tarde, entramos por la puerta de mi casa como dos náufragos que ponen el pie en tierra firme después de muchas semanas de mar. Amalia y Ezequiela nos abrazaron como si fuéramos dos niños perdidos y hallados en el templo, pero mucho más se abrazaron entre sí cuando, tres días después, José y la niña partieron en tren rumbo a Oporto. A Amalia se le habían subido mucho los humos a la cabeza tras su intervención en la aventura, pero, aunque no le restó importancia y supo valorar su actuación, José no permitió que se pusiera tonta y, con cuatro frases, la devolvió a su condición de adolescente de trece años que todavía tenía que seguir yendo al colegio. Una noche, cuando José ya dormía, me levanté de la cama y entré en mi antigua habitación. Amalia se despertó de golpe y me miró sorprendida. «Sólo quiero darte las gracias a solas -le dije sonriente-, sin ti no estaríamos aquí. Si, cuando seas mayor, deseas entrar en el Grupo, tendrás todo mi apoyo. Pero no se lo digas a tu padre, ¿vale? Creo que no estaría de acuerdo conmigo. ¡Ah!, y puedes venir a esta casa cuando quieras y usar mi ordenador.» Era todo un pacto. Amalia me abrazó muy fuerte y yo le respondí, lo cual, para dos caracteres tan secos como los nuestros, era toda una alianza. Mi criada también se había encariñado realmente con la niña y me expresó ampliamente su satisfacción por la aparente estabilidad de mi relación con el padre de la criatura. Llegó a insinuarme, incluso, que no le importaría dejar Ávila y vivir en el país vecino si yo lo creía necesario». Por supuesto, le cerré la boca con unas cuantas inconveniencias.

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