El Salón De Ámbar - Asensi Matilde 9 стр.


Vladimir Melentiev, el coleccionista que nos había pedido el cuadro de Krilov, resultó ser la última joya de la corona. Hay que reconocer que en esta investigación Láufer se superó a sí mismo: utilizando como paso intermedio las computadoras centrales de dos importantes y conocidas empresas de informática norteamericanas, se proyectó a través de una docena de ordenadores invisibles para realizar una invasión coordinada de los ficheros clasificados de la Stasi, el KGB y el FBI, según los cuales, el nombre verdadero de Vladimir Melentiev era Serguéi Rachkov, nacido en la pequeña localidad rusa de Privolnoie, cerca de Stávropol (Rusia), en 1931. Rachkov ingresó en el ejército a los diecisiete años, sirviendo como policía militar en prisiones, campos de trabajos forzados y hospitales psiquiátricos correctores, hasta que, a los veinticinco, pasó a engrosar las filas de agentes especiales del recientemente creado Comité de Seguridad del Estado -el Komitet Gosudárstvennoe Bezopásnosti-, más conocido como KGB. Llevó a cabo diversos servicios de supervisión de lealtad política al régimen comunista en las fuerzas armadas rusas hasta que, en 1959, a los veintiocho años de edad, fue retirado bruscamente de estas misiones rutinarias y destinado a una operación del más alto nivel denominada Pedro el Grande. A pesar de que la Operación Pedro el Grande dependía de manera oficial del MVD (Ministerstvo Vnutrennikh Dyel o Ministerio de Asuntos Internos), estaba directamente controlada por el máximo órgano de gobierno ruso, el Politburó, y dirigida en persona por el nuevo presidente del Consejó de la URSS, el todopoderoso Nikita Serguéieyich Jruschov.

Sin embargo, por más que quiso, Láufer no pudo averiguar en qué consistía la misteriosa Operación Pedro el Grande: sencillamente, no existía la documentación de tal operación. Cualquier referencia a ella se reducía a eso, a una breve referencia, sin que ningún fichero, de los muchos a los que pudo acceder durante sus correrías virtuales, contuviese información útil para comprender el alcance y contenido de lo que parecía ser uno de los asuntos más importantes y secretos de la hoy desvanecida URSS. Ni la desaparición de Jruschov, ni las llegadas de Bréznev, Yuri Andrópov o Chernenko, ni la de, finalmente, Mijaíl Gorbachov en 1985, alteraron en lo más mínimo la puesta en marcha de Pedro el Grande, en el marco de la cual, Melentiev Rachkov fue enviado como simple carcelero, con el nombre de Stanislaw Zakopane, a la prisión de Barczewo, en Polonia, en la que acababa de ser encerrado Erich Koch.

Mi capacidad de sorpresa estaba ya tan alterada que un poco más de emoción no hizo variar el alto nivel de adrenalina que corría por mis venas mientras leía, uno tras otro, los documentos enviados por Láufer (quien, por fortuna, había tenido la delicadeza de pasarlos previamente por el traductor automático de ruso). Sin embargo, todavía quedaban algunos datos interesantes en el expediente personal de Melentiev-Rachkov, celosamente guardado en los viejos ordenadores del KGB; el sorprendente continuum de una vida azarosa, criminal y aventurera. Baste decir que, según las fichas, Rachkov era un agente de refinados gustos y habilidades, que dominaba a la perfección varios idiomas y que era profundamente despiadado con sus semejantes.

Al calor de la perestroika y de la glásnost de Gorbachov, vemos a Rachkov convirtiéndose de la noche a la mañana en un agente corrupto del cada vez más desarticulado KGB. Había abandonado Polonia tras la muerte de Koch en 1986 y, al regresar a Moscú, se encontró con una situación económica y social desoladora. Él y otros agentes se integraron rápidamente en las poderosas mafias rusas que tanto poder adquirieron en tan pocos años. Según el FBI, Rachkov se encumbró a la cima de uno de los grupos más poderosos en poco menos de una década, vendiendo submarinos, helicópteros de combate blindados y misiles tierra-aire a los cárteles rusos y sudamericanos de la droga. Pronto se hizo con el control de varios bancos en los paraísos fiscales del Caribe, a través de los cuales blanqueaba el dinero ilegal de sus actividades criminales, dinero con el que adquirió, asimismo, varios de los clubes nocturnos y casinos más cotizados del sur de Florida, en Estados Unidos, así como varias cadenas de hoteles por todo el mundo. En la actualidad, a sus sesenta y siete años, tras adoptar la personalidad del exquisito coleccionista, honrado hombre de negocios y filántropo de las artes conocido como Vladimir Melentiev, residía plácidamente en un castillo de su propiedad en las inmediaciones de Tbilisi, en la república de Georgia, entre Armenia y Turquía, dejando a cargo de importantes bufetes internacionales la gestión de sus negocios y la dirección de los mismos en manos de su hijo mayor, Nicolás Serguéievich Rachkov.

Tuve que leer varias veces el abultado legajo de papeles que se formó con toda aquella información una vez impresa. Veía los nexos de unión entre las historias y veía también los cabos sueltos y, aunque había cosas que no podían encajar de ninguna manera por falta de algún dato importante, otras ajustaban perfectamente como las piezas de un endemoniado rompecabezas.

Koch y Sauckel, Sauckel y Koch… La guerra mundial, Helmut Hubner, el Mujiks de Krilov, un agente del KGB, la Operación Pedro el Grande… ¿Qué demonios podía significar todo aquello? ¿Qué tipo de cóctel explosivo formaban aquellos ingredientes…? Y, por si algo faltaba, la noche anterior a la reunión del Grupo llegó la traducción hecha por Uri Zev del texto de la cartela del Jeremías que yo había mandado a Roi después de aplicar el código Atbash. De las tres palabras alemanas que Uri Zev había encontrado en el mensaje de Koch al pasar las letras del alfabeto hebreo codificado al alfabeto latino, «Bernsteinzimmer. Gauforum. Weimar», sólo la última tenía sentido para mí… Aunque, por desgracia, las otras dos llegarían también a tenerlo muy pronto.

Aquella noche, mientras repasaba los documentos, tuve claro que algo muy importante, muy grave y muy peligroso se escondía detrás de aquella trama de hilos multicolores. ¿Por qué, si no, Melentiev había contratado al Grupo de Ajedrez precisamente ahora para recuperar el Mujikst En octubre de 1941 la pintura de Krilov había sido robada por los comandos alemanes del Museo Estatal de Leningrado y había ido a parar a Kónigsberg, donde reinaba Erich Koch. El 31 de agosto de 1944, a pocos meses del final de la Segunda Guerra Mundial, con una Alemania prácticamente derrotada, los bombardeos aliados casi destruyeron la ciudad j es de suponer que Koch empezó a pensar en poner a salvo sus tesoros. A principios de 1945, cuando el Ejército Rojo cercaba Kónigsberg, Koch había enviado el cuadro y el resto de sus innumerables riquezas a su amigo Fritz Sauckel, gauleiter de Turingia, quien, más tarde, durante el juicio de Núremberg, había manifestado que aquellas obras de arte habían salido de Weimar en abril de ese mismo año con destino a Suiza. Sin embargo, veinte años después, en 1965, el Mujiks reaparece en el catálogo de la, por aquel entonces, modesta colección particular de Helmut Hubner, un diestro aviador de la Luftwaffe destinado en Kónigsberg en 1944. En esta colección particular permanece hasta que alguien (o sea, yo) se la arrebata en 1998 para entregarla a un antiguo agente del KGB que, camuflado de carcelero, había trabajado veintisiete años en la prisión de Barczewo, donde cumplía condena Erich Koch.

En algún momento de este largo periplo, el propio Koch, o alguna otra persona, pegó el lienzo de Jeremías en la parte posterior del Mujiks, y tuvo que hacerlo después de 1949 (año en que fue pintado), mientras el antiguo gauleiter de la Prusia Oriental permanecía oculto en alguna parte de la zona alemana de ocupación británica, con Sauckel muerto y con Hubner retirado en su casa de Pulheim. Lo cual dejaba bien a las claras que el Mujiks de Krilov no había viajado nunca a Suiza, como dijo Sauckel, sino que, probablemente, jamás había salido de Weimar, la ciudad cuyo nombre aparecía mencionado en el mensaje dejado por Koch en el Jeremías. La cabeza me daba vueltas a estas alturas y sentía una desagradable sensación de vértigo mientras avanzaba a oscuras por el pasillo de casa en dirección a la cocina. Necesitaba tomar algo, cualquier cosa, con tal de despejarme y cambiar de escenario. El aire del despacho estaba caliente y cargado del humo de mis cigarrillos y mis nervios parecían a punto de desparramarse como hojas secas. Encendí la fría luz blanca del neón de la cocina y parpadeé deslumbrada, apoyándome sin notarlo sobre el quicio de la puerta.

No cabía ninguna duda de que lo que Melentiev buscaba era el falso reentelado, el jeremías de Koch y, seguramente, era el mensaje de la cartela lo que más le interesaba. Por alguna razón conocía la existencia del lienzo, que quizá tuviera mucho que ver con la maldita Operación Pedro el Grande (si es que no era directamente la Operación Pedro el Grande) y no parecía haber demasiadas sombras ocultando su propósito: las riquezas robadas por Koch, los tesoros desaparecidos en Weimar a principios de 1945. Era bastante probable que los sucesivos dictadores soviéticos hubieran estado interesados en recuperar lo que los nazis les habían robado, hasta el punto de colocar a un espía cerca de Koch durante tantos años y, sin duda, ésa era la razón por la cual no se había llevado a cabo la pena de muerte: la esperanza final en una confesión que, según dejaba adivinar el desarrollo posterior de los hechos, jamás llegó a producirse. Pero ¿por qué no forzaron a Koch, por qué no le obligaron mediante torturas o cualquier otro medio igualmente expeditivo a declarar el escondite de sus tesoros? Las delicadezas y los buenos modales no eran, precisamente, los métodos más corrientes empleados por los soviéticos para conseguir sus objetivos. ¿Por qué habían sido tan comedidos y tan débiles con Koch?

Mi cuerpo avanzó por sí mismo, sin intervención de mi voluntad, hacia el centro de la cocina. Debía desear algún movimiento, algo que rompiera la agotadora inmovilidad en la que me hallaba sumida desde hacía un buen rato. Desperté ligeramente de mi ensueño, pero no abandoné mis reflexiones mientras abría la portezuela de uno de los armarios y cogía un vaso limpio en el que derramé, inconscientemente, un líquido desconocido que, al primer trago, se reveló como leche fría.

¿Y qué pintaba Helmut Hubner en toda aquella historia? Debió conocer a Koch en Kónigsberg en 1944 y debieron hacerse bastante amigos, tanto como para que Koch le hiciera entrega del Mujiks con el Jeremías ya adherido en la parte posterior, lo cual indicaba que entre Koch y Hubner habían existido contactos posteriores a 1949. Quizá le había visitado en la cárcel y allí… ¡Un momento! Eso no era posible. Los rusos enviaron a Melentiev a Barczewo simultáneamente a la llegada de Koch, de forma que si éste le hubiera entregado algo a Hubner, el agente lo habría sabido en el mismo momento. Además, en todas las cárceles del mundo las visitas son registradas físicamente tanto a la entrada como a la salida, y mucho más en Barczewo, donde Koch debía ser la estrella del espectáculo. Tampoco era lógico sospechar que Koch hubiera entregado a Hubner el Mujiks con el Jeremías durante los diez años que permaneció detenido a la espera de juicio, desde 1949 hasta 1959, porque debía estar sometido, igualmente, a una estrecha vigilancia. De modo que sólo había podido entregarle el cuadro en el breve espacio de tiempo comprendido entre la realización del Jeremías y su detención ese mismo año, lo que aproximaba, de nuevo, dos datos aparentemente inconexos: ¿Estaría Pulheim en la zona de ocupación británica? ¿Pasó Koch aquellos cuatro años en casa de Hubner? Debía comprobarlo inmediatamente.

Me precipité por el pasillo hacia el despacho y examiné el atlas histórico que había estado consultando mientras cotejaba las notas y la documentación. En efecto, Pulheim, en las inmediaciones de Colonia, había quedado en la zona de ocupación británica después de la guerra, así que la conjetura podía ser cierta, aunque habría que comprobarla.

Otra cosa que saltaba a la vista era la ignorancia de Hubner acerca del Jeremías oculto tras el cuadro de Krilov. Si hubiera conocido su existencia, lo más lógico hubiera sido apoderarse de los tesoros de Koch tras la muerte de éste en 1986. Sin embargo, el hecho de que Melentiev nos hubiera contratado para robar el Mujiks evidenciaba que todavía era deseable la posesión de su secreto, de modo que Hubner no debía tener ni idea de lo que había estado ocultado en su colección particular durante treinta y tres años.

Apagué el ordenador y la luz de la mesa, y salí del estudio bostezando ruidosamente por el pasillo, camino de mi habitación. Sólo una cosa más martilleaba mi cerebro mientras abría la cama y me disponía a acostarme: ¿Qué demonios querían decir las palabras Bernsteinzimmery Gauforum…}

Afortunadamente, al día siguiente era domingo y el Grupo de Ajedrez tenía convocada su reunión a las nueve y media de la mañana.

– ¿Alguien tiene algo que añadir a lo que ha expuesto Peón?

Acababa de contar al Grupo mis reflexiones de la noche anterior respecto a los documentos recogidos por Láufer en la red. Me sentía profundamente orgullosa de mí misma y esperaba un cúmulo de alabanzas por parte de mis compañeros. Era lo menos que podían hacer ante unas deducciones tan brillantes, ¿no?

– Creo que deberíamos entregar el cuadro a Melentiev y olvidarnos de todo este asunto -dijo Rook.

¡Bien por la Torre! Había aplastado de un solo golpe mi inflada vanidad.

– Yo creo que debemos seguir investigando -escribió Cávalo, con gran alivio de mi corazón-. En primer lugar, porque olvidarlo todo ahora sería una locura. Después de lo que Peón nos ha contado, no podemos retroceder y hacer como que no ha pasado nada. Y, en segundo lugar, porque si nadie ha encontrado todavía esos tesoros, nosotros tenemos tanto derecho como el que más a intentar apoderarnos de ellos.

– ES CIERTO. TENEMOS TODO EL DERECHO DEL MUNDO A MORIR A MANOS DE MELENTIEV.

– Melentiev no sabe quiénes somos -aclaré yo-. Ni siquiera sabe quién es Roi. Nadie conoce nuestras identidades, ni puede conocerlas.

– Dejémonos de tonterías, por favor -cortó bruscamente Donna-. Este asunto está fuera de discusión. Somos el Grupo de Ajedrez, ¿no es cierto? Así que, Láufer, por favor, ¿podrías explicarnos de una vez el sentido de esas palabras del mensaje del Jeremías para que podamos continuar?

– BUENO, PUES SI LOS DOCUMENTOS QUE OS HE MANDADO OS HAN PARECIDO INTERESANTES, LO QUE VOY A CONTAROS AHORA OS VA A DEJAR SIN RESPIRACIÓN.

– Habla de una vez, Láufer -le apremié. Sentía verdadera necesidad de conocer, por fin, el secreto de Koch.

En ese momento, unos golpecitos discretos distrajeron mi atención. Levanté la mirada de la pantalla del ordenador y vi la cara de Ezequiela que asomaba por la puerta del despacho.

– Me voy a misa, ¿quieres que te traiga algo?

– El periódico, por favor -respondí apresuradamente, volviendo a mirar la pantalla con impaciencia-. ¡Y el suplemento dominical!

– Muy bien. Hasta luego.

– ¡Hasta luego!

– PEÓN TENÍA RAZÓN EN TODO MENOS EN UNA COSA -estaba diciendo Láufer, muy ufano-. NO SON LOS TESOROS ROBADOS POR KOCH LO QUE QUERÍAN RECUPERAR LOS RUSOS CON SU OPERACIÓN PEDRO EL GRANDE, NI TAMPOCO LO QUE PERSIGUE MELENTIEV INTENTANDO APROPIARSE DEL JEREMÍAS. ¡ES MÁS, NI SIQUIERA ERAN LOS TESOROS LO QUE MÁS IMPORTABA A KOCH!

– ¿ Ah, no? -me amotiné-. ¿Y qué era lo que le importaba, si puede saberse?

– ¡JAMÁS TE LO IMAGINARÍAS, MI ADMIRADO PEÓN! ES ALGO QUE VALE MUCHO MÁS QUE CUALQUIER TESORO, EL OBJETO MÁS CODICIADO DE ESTE SIGLO, UNA DE LAS SEÑAS DE IDENTIDAD Y ORGULLO NACIONAL DEL PUEBLO RUSO.

– Estoy impresionada…

– ¡Suéltalo ya, Láufer! -bramó Donna, impaciente.

– YO, COMO TODOS VOSOTROS, RECIBÍ DE ROÍ EL MENSAJE TRADUCIDO POR URIZEV… Y PUEDO ASEGURAROS QUE LA SANGRE SE ME HELO EN LAS VENAS. \BERNSTEINZIMMER, MIS QUERIDAS PIEZAS DE AJEDREZ! ESTAMOS HABLANDO, NI MÁS NI MENOS, QUE DEL BERNSTEINZIMMER.

– Roi, por favor… -suplicó Donna.

– Está bien, Láufer, yo lo contaré -terció Roi para evitar un serio conflicto-. Bernsteinzimmer es una palabra alemana que significa «Salón de Ámbar». ¡Toda una leyenda en la historia del arte! Fue construido por el artista danés Gottfried Wolffram a principios del siglo xvm, durante el reinado del primer rey de Prusia, Federico I, y era utilizado como habitación de fumar en el palacio de Charlottenburg, en Berlín. Para que os hagáis una idea aproximada, he recuperado mis viejas notas sobre el tema y puedo deciros que el Salón de Ámbar era un revestimiento de 55 metros cuadrados de placas de ámbar semitransparente del Báltico, en tonos que iban del amarillo al naranja, al que habría que añadir, además, el conjunto de muebles, mosaicos y accesorios labrados en el mismo material precioso. Como veis, es justa la definición de «octava maravilla del mundo» que le acompañó desde su creación.

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