El Origen Perdido - Asensi Matilde 11 стр.


– ¡Ven aquí, Dani! -escuché decir a mi cuñada, que había salido en pos de mi sobrino para interceptarle el paso-. Dime, Arnau.

– ¿Conoces la clave del ordenador de Daniel?

– ¿La clave…? -se sorprendió, asomando por la puerta con Dani en brazos, que pugnaba por soltarse y bajar al suelo-. No sabía que le hubiera puesto una clave.

Arqueé las cejas y miré de nuevo la pantalla anaranjada.

– ¿Y cuál supones que podría ser?

Ella sacudió la cabeza.

– No tengo la menor idea, en serio. ¡Estáte quieto, Dani, por favor…! Imagino que no quería que nadie del departamento curioseara su trabajo mientras estaba dando clase. -Sujetó con fuerza las dos manos de su hijo, que le tironeaba del pelo para exigirle libertad, y se alejó hacia el salón-. Pero no creo que sea un obstáculo insalvable para ti, ¿no es cierto?

No debería serlo. Estadísticamente, casi el setenta por ciento de las claves que la gente utilizaba eran alfabéticas, es decir, formadas sólo por letras y, de manera general, se trataba de nombres propios, tanto de personas como de lugares u objetos. La extensión de la clave alfabética no solía superar los ocho caracteres, encontrándose casi siempre entre seis y ocho, y rara vez se utilizaban las mayúsculas. De modo que, conociendo un poco a la persona cuya clave se quería averiguar, antes o después terminaba dándose en la diana probando con los nombres de sus familiares, de sus aficiones, de su lugar de nacimiento o residencia, etc. Sin embargo, después de intentarlo sin éxito varias veces, descubrí que Daniel no parecía encontrarse entre ese setenta por ciento de incautos: ninguna de las palabras que utilicé sirvió para quitar el cerrojo y eso que creía conocerle lo suficiente como para no dejarme nada importante en el tintero.

Decidí probar con las reglas básicas de las claves numéricas. Casi el ciento por ciento de ellas tenía invariablemente seis dígitos y no porque a la gente le gustaran más las cifras de esta longitud, sino porque se utilizaban las fechas de los cumpleaños más significativos. Probé con el de Daniel, el de Ona, el de nuestra madre, el de Clifford, el de Dani… y, finalmente, desesperado, recurrí a las claves más tontas que tan frecuentemente suelen encontrarse por la red: «123456», «111111», y otras simplezas por el estilo. Pero tampoco funcionaron. No me quedaba más remedio que llevarme el portátil a casa y estrenar un nuevo sentimiento de respeto hacia mi hermano, al que hasta entonces había considerado un usuario informático más bien torpe y poco imaginativo.

Sin embargo, empecé a sospechar lo muy equivocado que había estado cuando, ya en el estudio de casa, comprobé que ninguno de los ataques acometidos con los potentes programas de averiguación de claves surtía el menor efecto. Mis diccionarios de passwords eran los más completos que podían encontrarse y los programas usaban la fuerza bruta con una insuperable potencia de cálculo, pero aquella pequeña aplicación seguía resistiéndose a facilitarme la llave de acceso al ordenador. Estaba realmente confundido y sólo acertaba a pensar que Daniel hubiera utilizado una palabra en aymara de bastante longitud, lo que convertiría en casi imposible su identificación. Después de un par de horas, poco más me quedaba por hacer que recurrir al desciframiento incremental, basado en combinaciones aleatorias de letras o números o de letras y números juntos, pero, si no quería dedicar a ello el resto de mi vida, debía poner a trabajar, a la vez, todos los ordenadores de Ker-Central y cruzar los dedos para que el proceso no se prolongara indefinidamente. El problema era que muchas de las máquinas de la empresa seguían procesando tareas durante la noche, de modo que programé el sistema desde casa para que utilizara sólo las disponibles y los tiempos muertos de las ocupadas.

Aquella mañana de sábado, mientras conducía hacia la Autónoma, todavía no había obtenido la clave, pero ya no podía faltar mucho y con esa esperanza me dirigía a mi cita con la catedrática mientras disfrutaba del sol, de la luz y de la sensación de normalidad que me devolvían la carretera y mi coche. Me había dejado el pelo suelto, que ya sobrepasaba de largo los hombros, y me había puesto uno de mis nuevos trajes, el de color beige, con una camisa de cuello tunecino y zapatos de piel. Si aquella mujer era tan dura como Ona decía, mi aspecto debía ser el de un serio y respetable empresario.

La Autónoma era un sitio que me gustaba bastante. Cuando acudía allí para alguna reunión con los del Instituí d'Investigació en Intel· ligència Artificial, sentía que me encontraba en una especie de gran ciudad, moderna y acogedora, por cuyas aceras y jardines deambulaban los profesores y los estudiantes, que también se desparramaban con sus libros sobre la hierba buscando la sombra de los árboles. En invierno, la escarcha o la nieve cubrían por la mañana las zonas verdes hasta que el sol de mediodía dejaba el campo brillante y anegado; pero, en primavera, podían verse grupos numerosos dando clase al aire libre, bajo los rayos del sol. Lo único que no terminaba de agradarme de aquel lugar era un cierto tipo de edificio, en concreto las facultades más antiguas, que habían sido construidas siguiendo la triste moda arquitectónica de los años setenta, tan amante de los feos mazacotes de cemento, aluminio y cristal que dejaban al aire los tubos-venas de su estructura.

Deseché con un cabeceo estos pensamientos y decidí preguntar a diestro y siniestro para no tener que rondar de un lado a otro durante todo el día, aunque, como era de esperar, terminé perdiéndome, ya que las abundantes señalizaciones del campus de Bellaterra más que orientar, extraviaban. Menos mal que tenía tiempo de sobra porque en una ocasión me encontré saliendo en dirección a Sabadell y, en otra, a Cerdanyola. Por fin, encontré el aparcamiento semisubterráneo y pude dejar el coche, iniciando un agradable paseo, cartera en mano, hacia la Facultad de Filosofía y Letras, donde se encontraba el Departamento de Antropología Social y de Prehistoria en el que trabajaban tanto mi hermano como Marta Torrent.

Por desgracia, aquella facultad era de las antiguas, así que me vi recorriendo largos pasillos grisáceos (cubiertos de posters, pintadas y pasquines variados) en busca de algún bedel que pudiera echarme una mano. No tuve éxito, quizá porque era sábado, pero tropecé con un grupo de estudiantes que salían de un examen y ellos me indicaron cómo moverme por aquel laberinto. Subí escaleras, torcí pasillos, pasé por donde ya había pasado y, finalmente, en el Edificio B, me encontré frente a una puerta tan anodina como las demás en la que un letrero me anunciaba que, tras una difícil navegación sin brújula, había conseguido arribar a buen puerto. Saqué la mano izquierda del bolsillo y golpeé suavemente la madera. Detrás se oían voces y ruidos, así que no me esperaba recibir la indiferencia por respuesta, pero eso fue exactamente lo que obtuve a cambio de mi llamada. El segundo intento me convenció de que no había nada que hacer; allí nadie me abriría la puerta, de modo que tenía dos opciones, o la abría yo sin contemplaciones o reanudaba los golpes con mucha más energía. Y eso fue lo que hice. Ni corto ni perezoso golpeé con tanta fuerza que detrás se hizo automáticamente el silencio más profundo y unos pasos ligeros acudieron a recibirme. Cuando la entrada quedó despejada, vi a cuatro o cinco personas que, completamente inmóviles, me observaban con enorme expectación.

– ¿Sí? -dijo por todo saludo la chica delgaducha de pelo corto y negro que me había franqueado la puerta. Ella y las otras mujeres presentes me examinaron de arriba abajo mientras se les dibujaba una sonrisilla en los ojos, que no en los labios. Aunque ya estaba acostumbrado a ver esta reacción en casi todas las mujeres que no eran amigas ni de la familia, no por ello dejaba de gustarme siempre que se producía. La humildad no es negar lo que uno tiene de bueno -eso es hipocresía-, sino reconocerlo y aceptarlo.

– Busco a Marta Torrent.

– ¿A la doctora Torrent…? -repitió la chica, añadiendo el título académico por si lo había olvidado-. ¿De parte de quién?

– Soy el hermano de Daniel Cornwall. Tengo una cita con ella al…

– ¡El hermano de Daniel! -exclamaron varias voces al unísono, pronunciando el nombre como se dice aquí, con el acento en la última sílaba. Y, como si aquel nombre hubiera sido una inmejorable tarjeta de visita, todos se levantaron de sus asientos y se me acercaron.

– Te pareces muchísimo a tu hermano… ¡Aunque en moreno! -dejó escapar una joven de barbilla pronunciada y largo flequillo mientras me tendía la mano-. Yo soy Antonia Marí, compañera de Daniel.

– Todos lo somos -me aclaró un hombrecillo de grandes entradas canosas y gafas de níquel-. Pere Sirera. Encantado. Yo fui quien habló contigo cuando llamaste pidiendo una entrevista con Marta.

Me estrechó también la mano y dejó sitio a la siguiente.

– ¡Así que tú eres el informático ricachón, ¿eh?! -soltó una mujer de unos cuarenta años que avanzó hacia mí asomando el cuello desde el interior de un estrambótico vestido floreado estilo Josefina Bonaparte-. Soy Mercè Boix. ¿Cómo está Daniel?

– Igual, gracias -repuse devolviéndole el saludo.

– Pero, ¿qué le ha pasado exactamente? -insistió la tal Mercè.

– Sabemos que Mariona vino a traer la baja, pero la doctora Torrent no nos ha explicado nada -dijo la chica de la puerta, cerrándola por fin e incorporándose al grupo.

– Sólo ha dicho que está ingresado en La Custodia y que no ha sido un accidente -pronunció lentamente Pere Sirera. Parecía estar pensando que, quizá, no era buena idea aquel interrogatorio. Y tenía razón.

– ¿Podemos ir a verle? -quiso saber Mercè.

– Bueno… -¿Cuántos de aquellos eran amigos de Daniel y cuántos sus enemigos, rivales o adversarios? ¿Quién estaba preocupado de verdad y quién ansiaba saber si iba a tener tiempo de ocupar su puesto antes de que volviera?-. De momento no recibe visitas… -Carraspeé-. Se desmayó. Perdió el conocimiento y le están haciendo algunas pruebas. Los médicos dicen que podrá regresar a casa esta semana.

– ¡Me alegro! -afirmó con una sonrisa Josefina Bonaparte-. ¡Estábamos bastante preocupados!

Me golpeé suavemente el pantalón con la rígida cartera de cuero, comunicando mi impaciencia. Quería ver a la catedrática y no podía pasar lo que quedaba de mañana charlando en aquella especie de sala comunal llena de mesas, sillas y armarios.

– Tengo una cita con la doctora Torrent -murmuré-. Debe de estar esperándome.

– Yo te acompaño -dijo Antonia, la del flequillo largo, dirigiéndose hacia un estrecho pasillo, casi invisible tras unos altos archivadores.

– ¡Dale recuerdos nuestros a Daniel!

– Por supuesto. Gracias -murmuré siguiendo a mi anfitriona.

Un póster con la imagen gibosa de un Neanderthal y con el lema «Del mono al hombre. Sevilla. VI Jornadas de Antropología Evolutiva» aparecía pegado junto a la puerta del despacho de la catedrática. Antonia dio un par de golpecitos sobre la hoja de madera y la entreabrió, introduciendo la cabeza por la rendija.

– Marta, ha venido el hermano de Daniel.

– Dile que entre, por favor -concedió una voz grave y modulada, tan musical que me pareció estar escuchando a una locutora de radio o a una cantante de ópera. Pero la voz me engañó porque, cuando la joven del flequillo se hizo a un lado para dejarme pasar, descubrí que Ona no había exagerado respecto a la edad y el carácter de la doctora Torrent. Lo primero que vi fue un pelo corto a punto de ser completamente blanco y, entre éste y unas cejas también blancas, un terrible ceño fruncido que me puso en guardia. Ciertamente, el ceño desapareció en cuanto sus ojos, cubiertos por unas modernas gafas de montura azul, muy estrechas y con un cordoncillo metálico que le colgaba de las patillas, se apartaron de los papeles que estaban examinando para fijarse en mí, pero yo ya me había llevado una desagradable impresión que no me abandonaría durante mucho tiempo. Si Ona había dicho que era una bruja, así debía de ser, porque, de entrada, no me había parecido otra cosa.

Amablemente, aunque sin exagerar, se quitó las gafas, se puso en pie y rodeó su mesa, deteniéndose a mitad de camino sin hacer el menor gesto de saludo. Tampoco sonreía; parecía como si yo le resultara indiferente, y aquella entrevista, sólo uno de los tantos inconvenientes que comportaba su cargo. Había que reconocerle una cosa: vestía con una elegancia impropia de alguien que se dedica al estudio y la investigación. Siempre había imaginado que las profesoras universitarias de cierta edad tendían a no ir muy arregladas, pero, si eso era cierto, la señora Torrent -que tendría unos cincuenta años y un cuerpo pequeño y delgado-, no se ajustaba al patrón. Llevaba un traje de chaqueta de ante, con unos tacones muy altos y, por todo complemento, un collar de perlas a juego con los pendientes y una ancha pulsera de plata. No le vi reloj por ninguna parte. Ahora, eso sí: debía de acudir todos los días a tomar rayos UVA porque morena, lo que se dice morena, lo estaba y mucho, hasta el punto de no necesitar maquillaje.

– Adelante, señor Cornwall. Tome asiento, por favor -dijo con aquella hermosa voz que parecía corresponder a otra persona.

– Me llamo Arnau Queralt, doctora Torrent. Soy el hermano mayor de Daniel.

Si le sorprendió la diferencia de apellidos no lo manifestó, limitándose a ocupar de nuevo su sillón y a mirarme fijamente a la espera de que yo diera comienzo a la charla. Por desgracia, como buen hacker, mi bagaje de habilidades sociales -que no intelectuales ni laborales- era mínimo y mis recursos procedían exclusivamente de la determinación y la fuerza de voluntad, así que dejé la cartera en el suelo, junto a mí, y me quedé en silencio, preguntándome por dónde empezar y qué debía decir. Lo malo fue que ese silencio se prolongó durante muchísimo tiempo porque la doctora Torrent era, desde luego, una mujer dura, con una flema fuera de lo normal, capaz de permanecer impertérrita en una situación que se estaba volviendo, por segundos, más y más violenta.

– Espero no molestarla demasiado, doctora Torrent -dije, al final, cruzando las piernas.

– No se preocupe -murmuró tan tranquila-. ¿Cómo está Daniel?

Ella también pronunciaba el nombre de mi hermano poniendo el acento en la última sílaba.

– Exactamente igual que el día que enfermó -le expliqué-. No ha mejorado.

– Lo lamento.

Fue precisamente entonces, ni un segundo antes ni un segundo después, cuando descubrí que me hallaba en el despacho de una demente y, lo que era aún peor, en su arriesgada compañía. No sé por qué pero, hasta ese momento, mi atención se había centrado exclusivamente en la catedrática, sin percatarme de que había entrado en la celda psiquiátrica de una loca peligrosa. Si mi hermano tenía centenares de libros y carpetas en su pequeño despacho de casa, aquella mujer, disfrutando del doble o el triple de espacio, tenía la misma congestión literaria pero, además, en los huecos había incrustado los objetos más delirantes que se pueda imaginar: lanzas con puntas de sílex, jarras de cerámica toscamente pintadas, ollas rotas con tres patas, vasos con caras humanas de ojos saltones, extrañas esculturas de granito tanto de hombres como de animales, fragmentos de toscos tejidos coloreados colgados en la parte alta de las paredes como si fueran refinados tapices, largas hojas de cuchillos desportillados, ídolos antropomórficos con unos curiosos gorritos parecidos a los cubiletes para jugar a los dados, y, por si faltaba algo, sobre una peana, en un rincón, una pequeña momia reseca, encogida sobre sí misma, que miraba hacia el techo con un gesto descompuesto y un grito inacabado. De haber podido, yo hubiera hecho lo mismo que ella porque, además, colgando de invisibles hilos de nailon, a media altura del cuarto se balanceaban un par de hermosas calaveras -¡de cráneo alargado!- movidas por los torbellinos del aire acondicionado.

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