Debió de realizar multitud de intentos para interpretar los textos escritos en tocapus, porque había cientos de reproducciones escaneadas de textiles y objetos de cerámica con esta decoración. Almacenaba desesperadamente ejemplos y más ejemplos en busca de la clave que le permitiera confirmar que aquellos diseños geométricos eran, en realidad, un sistema de escritura. Los subdirectorios con estas reproducciones en formato digital eran interminables y su catalogación no parecía tener el menor sentido, ya que sus nombres estaban formados por largas ristras de cifras no correlativas.
Pero, entonces, encontramos el programa informático que, finalmente, le desveló la clave. Se llamaba «JoviLoom» (¿quizá «El telar de Jovi»?) y, como su hermano gemelo, «JoviKey», carecía de copyright y estaba formado por millones de instrucciones obviamente robadas y, encima, mal estructuradas y peor unidas; aunque, de nuevo, e inesperadamente, el engendro funcionaba e invadía, él solo, la casi totalidad del disco duro. Hubiéramos necesitado unas cuantas cabezas más y algunas semanas de trabajo para poder revisarlo por entero. Sin embargo, con las indagaciones que hicimos tuvimos suficiente y nuestra primera y obvia conclusión fue que aquellos hackers filipinos eran admiradores de Bon Jovi, la famosa banda de rock duro de New Jersey.
«JoviLoom» era, básicamente, un programa de gestión de bases de datos. Hasta ahí, todo normal. Tampoco resultaba espectacular el hecho de que gestionara imágenes en lugar de secuencias de información, porque había cientos de programas que también lo hacían. De nuevo, todo correcto. Lo curioso era que, al abrirlo, se desplegaban dos ventanas verticales, una junto a la otra, y que, en la primera, aparecía un muestrario de más de doscientos pequeños tocapus ordenados en filas de tres que podían ser seleccionados uno a uno con el cursor y arrastrados hasta la ventana contigua para reproducir el diseño de cualquier paño. Entonces, tras confirmar que habías terminado de «tejer» el texto que querías, el programa convertía el boceto en una línea continua de tocapus y rastreaba esta veta en busca de cadenas idénticas. Si encontraba dos iguales, partía la línea en pedazos empezando por la primera letra (o tocapu) de la cadena (o palabra) encontrada y reiniciaba la búsqueda comenzando por el segundo tocapu del diseño. Lo que, en resumidas cuentas, venía a hacer «JoviLoom» era algo parecido a lo que se realizaba en esos pasatiempos llamados sopas de letras, buscando coincidencias de secuencias, incluso, en sentido vertical, diagonal o inverso. Así, de un manto rectangular, por ejemplo, decorado con un número determinado de tocapus, podían extraerse incontables combinaciones y permutaciones que daban, como resultado final, una serie de matrices (igual que en el pasatiempo) que encerraban las supuestas palabras localizadas y que «JoviLoom» recolocaba y separaba siguiendo un orden lógico conforme a su emplazamiento original. Una vez compuesto el texto de este modo, es decir, adaptado a la forma gramatical latina, ya sólo faltaba traducirlo, pero eso no lo hacía «JoviLoom», que se limitaba a ofrecer generosamente una anárquica versión formada por raíces y sufijos aymaras en aparente tumulto. Por lo visto, un solo tocapu podía representar tanto una letra (por cierto, consonantes a secas) como una sílaba de dos, tres y hasta cuatro letras, o, incluso, una palabra completa, de lo que dedujimos que cada uno de ellos podía tener un sentido simbólico, al representar un concepto o cosa, y un sentido fonético, al representar un sonido. Pero «JoviLoom» también unía, a veces, dos o tres tocapus a la hora de ofrecer un único sufijo o raíz.
– A mí me parece -empezó a decir Jabba, muy puesto en su papel- que tienen que ser palabras compuestas, como «puntapié» o «cuentakilómetros».
– ¡Apaga el cerebro, listillo! -le ordenó Proxi.
Por si la queríamos, «JoviLoom» también nos ofrecía una versión impresa del resultado, pero, para lo que nosotros sabíamos de aymara, venía a darnos lo mismo.
– ¿Y si este puñado absurdo de consonantes no fuera aymara? -pregunté, alarmado de repente.
– ¿Y qué demonios iba a ser? -repuso Jabba.
Pero, a partir de ahí, cayó sobre nosotros la duda en forma de pesado silencio. Fuimos conscientes de que estábamos atrapados porque no teníamos manera de confirmar que aquel galimatías sin vocales se correspondiera con el lenguaje de los collas. Y en ese desgraciado momento mi abuela tuvo la ocurrencia de entrar a despedirse antes de marcharse al hospital, de manera que la pobre se fue sin que nadie se dignara dirigirle otra cosa que gruñidos.
Afortunadamente, poco después, encontramos, en los ficheros almacenados en una de las carpetas del programa, un montón de sopas de letras ya fraccionadas y, junto a ellas, en ficheros de texto con el mismo nombre, su versión en caracteres latinos formando palabras reconstruidas y completadas por Daniel y, ¡oh, sorpresa!, el escrito resultante sí que estaba en aymara. Por supuesto, estas reconstrucciones seguían siendo pura jerigonza para nosotros pero, por lo menos, ya podíamos consultar algunos términos en los diccionarios de Ludovico Bertonio y de Diego Torres Rubio y comprender lo que querían decir. Además, algunos de estos ficheros estaban también traducidos por mi hermano, pero, en vista de su contenido (por ejemplo, Amayan marcapa hiuirinacan ucanpuni cuna huchasa camachisi, o lo que es lo mismo, «Del muerto en su pueblo los mortales en ese siempre algún pecado se realiza»), decidimos que los que habían llegado a un punto muerto por ese día éramos nosotros tres, sobre todo porque la noche se nos había echado encima y Clifford y mi madre llevaban más de una hora esperándonos para cenar.
Sin embargo, a pesar de que la jornada había sido sumamente fructífera, el hallazgo más espectacular lo hicimos al día siguiente, martes, poco después de empezar a trabajar. Casi por casualidad, tropezamos, en el interior del ordenador de Daniel, con un documento bastante grande llamado Tiwanacu.doc, archivado de forma incomprensible en uno de los abarrotados subdirectorios de imágenes, y cuál no sería nuestra sorpresa al descubrir que se trataba de una curiosa recopilación de traducciones de textos aymaras cuyos originales, dedujimos, debían de encontrarse en la amplia colección fotográfica de textiles y cerámicas. Los fragmentos eran de tamaños distintos, unos muy grandes y otros pequeños, de apenas una o dos líneas, pero todos hablaban de un lugar místico y sagrado llamado Taipikala, así que, al principio, no entendimos por qué narices el fichero se llamaba Tiwanacu. Taipikala, según Daniel, quería decir, «Piedra de en medio» o «Piedra central», y allí, en Taipikala, se había producido el nacimiento del primer ser humano, hijo de una diosa venida del cielo, llamada Oryana, y de alguna clase de animal terrestre. Después de parir setenta criaturas y, por tanto, cumplida con creces su curiosa misión, la diosa se marchó, regresando a las profundidades del universo de las que había venido. Pero su numerosa descendencia -al parecer, gigantes que vivían cientos de años-, levantó Taipikala en su honor y allí siguió adorándola durante milenios hasta que un terrible cataclismo (tan grande que hizo desaparecer el cielo, el sol y las estrellas) y un posterior diluvio que ahogó en agua la «Piedra central» y a casi toda su población, acabó para siempre con la raza de los gigantes, cuyos enfermizos y debilitados descendientes empezaron a crecer menos en cada nueva generación y a morir mucho antes. Pero, como conservaron las enseñanzas de Oryana y sabían utilizar los sonidos de la naturaleza y hablar el lenguaje sagrado, siguieron siendo yatiris.
Creo que fue en este punto cuando empezamos a tener claro de qué iba todo aquello. Si desbrozábamos el mito y nos quedábamos con ciertos datos significativos, la leyenda recogida en fragmentos dispersos de tocapus venía a ratificar lo que nosotros, por nuestra cuenta, habíamos descubierto. Aceptamos también que Taipikala tenía todas las papeletas para ser Tiwanacu, y esto lo fuimos corroborando con los datos que vinieron a continuación.
Mucho tiempo después del diluvio, Willka, el sol, reapareció por fin y lo hizo surgiendo de las tinieblas en un punto situado en el centro de la gran laguna llamada Kotamama (¿Titicaca?), pegada a Taipikala. Allí se le vio por primera vez y los agotados -y, probablemente, congelados- seres humanos, temerosos de que pudiera producirse una nueva desaparición, le adoraron de todas las formas posibles, ofreciéndole ceremonias y sacrificios de cualquier talante imaginable. La ciudad de Taipikala renació lentamente de sus cenizas bajo el gobierno de los yatiris más sabios, llamados Capacas, que convirtieron el culto al sol en el eje central de su nueva y asustadiza religión. Willka no podía volver a desaparecer; la continuidad del ser humano dependía de ello. Si Willka se marchaba de nuevo, morirían, y, con ellos, tal y como habían estado a punto de poder comprobar, la naturaleza al completo. De modo que el sol se convirtió en dios y Taipikala en su ciudad-santuario. Allí, con gran ceremonia, se ataba a Willka a la piedra de los solsticios, la llamada «piedra para amarrar al sol», con una larga y gruesa cadena de oro que lo sujetaba al espacio-tiempo. A pesar de todo, de vez en cuando el sol se soltaba de la cadena y desaparecía, y el terror invadía a los habitantes de Taipikala. Pero los Capacas volvían a sujetarlo fuertemente a la piedra y no lo dejaban marchar. No olvidaron a Oryana, pero ella ya no estaba y Willka era, a efectos prácticos e inmediatos, mucho más importante y necesario. Como importante y necesario era también Thunupa, otro nuevo dios nacido del miedo que simbolizaba el poder del agua y del rayo que anuncia la tormenta. Thunupa no era tan significativo como Willka, pero ambos se complementaban en la tarea de evitar un nuevo desastre. Además, desde el diluvio, las épocas de las lluvias habían cambiado de una manera extraña y la abundancia anterior de los cultivos no había vuelto a darse. Willka y Thunupa, el sol y el agua, eran los dioses fundamentales del panteón de Taipikala.
Los yatiris se convirtieron en los depositarios y guardianes de la sabiduría antigua y, por tanto, pronto se encontraron en la cima del poder social y religioso. El mundo había cambiado mucho; incluso la laguna Kotamama, que antes llegaba hasta los muelles del puerto de Taipikala, ahora se encontraba a una considerable distancia, pero ellos seguían teniendo la capacidad de sanar las enfermedades y de retener al sol en el cielo día tras día. Pronto constituyeron una casta aparte: hablaban un lenguaje propio, estudiaban el firmamento minuciosamente, podían predecir los acontecimientos y enseñaban la manera de llevar el agua desde la gran laguna hasta los lejanos cultivos para obtener grandes cosechas a pesar del frío que, desde el diluvio, azotaba la zona. El lugar más sagrado de Taipikala era la Pirámide del Viajero, un lugar apartado del resto de edificios en el que se custodiaban unas grandes planchas de oro sobre cuyas lisas superficies se escribió, para que nunca se olvidara, la memoria de la creación del mundo, la llegada de Oryana, la historia de los gigantes, del diluvio, el renacer de la humanidad tras el regreso del sol, y todo cuantos los yatiris sabían del universo y la vida. La Pirámide del Viajero contenía, además, importantes dibujos que mostraban el firmamento y la tierra antes y después del cataclismo, así como el cuerpo mismo del viajero y su equipaje para recorrer los mundos que le esperaban en el más allá hasta su regreso. Todo esto estaba pensado, por lo visto, para ayudar a una próxima Humanidad en caso de que volviera a suceder alguna catástrofe.
Aunque la lectura de todas aquellas leyendas aymaras resultaba muy entretenida, había que reconocer que sólo eran fábulas para niños que no nos aportaban ningún dato realmente interesante. Muchos fragmentos de texto, entre los recogidos devotamente por mi hermano, elogiaban la sabiduría, el valor y los extraordinarios poderes de los yatiris y sus Capacas, pero, dado que toda la información procedía de textiles y cerámicas de fecha muy posterior, resultaba obvio que aquello estaba necesariamente teñido por el mito y por la belleza que proporciona la nostalgia, de modo que no nos servía de nada. Los yatiris hacían muchas cosas, sí, ¿y qué? Mejor para ellos. Punto.
Pero cuando ya Proxi estaba empezando a farfullar palabrotas contra Taipikala y Jabba se había largado a la cocina en busca de algo para comer, apareció, por fin, el primer fragmento realmente provechoso: los yatiris, sacerdotes de Willka y descendientes directos de los gigantescos hijos de Oryana, eran poseedores de una sangre sagrada que no podían mezclar y, por lo tanto, estaban obligados a reproducirse sólo entre ellos.
– ¡Cuánto me alegro, caramba! -exclamó Proxi, presa de una súbita satisfacción-. ¡La casta de los yatiris no era sólo de hombres!
– Es evidente que había mujeres -aceptó Jabba, devorando una bolsa de galletas-. Pero hasta ahora ningún documento lo había dicho.
– ¡Ése es siempre vuestro error! -Y Proxi nos señaló a ambos con el dedo, acusatoriamente-. Dais por sentado que las palabras sin género se refieren sólo a los hombres.
– No es cierto -salté-. Lo que pasa es que Daniel pone el artículo plural masculino delante de «yatiris».
– ¿Y Daniel qué es…? -gruñó, despectiva-. ¡Otro hombre! Si no falla nunca. ¿Tú te acuerdas, Jabba, de lo que leímos sobre el uso del género cuando estábamos buscando información sobre el aymara?
Jabba asintió con la boca llena, sin dejar de masticar frenéticamente. Ella continuó:
– En esta lengua perfecta, no existe diferencia de género para las personas gramaticales. No existe ella o él, ni nosotras o nosotros, ni vosotras o vosotros.
– Es… lo mismo -farfulló Jabba, lanzando al aire partículas de galleta desmenuzada.
– Tampoco los adjetivos tienen género -siguió Proxi-. No existe, por ejemplo, diferencia alguna entre nuevo y nueva o guapo y guapa.
– Es… lo mismo.
– ¡Exactamente! Así que la palabra «yatiris» puede referirse tanto a hombres como a mujeres.
– Aunque eso fuera cierto -me atreví a comentar aun a riesgo de morir en el intento-, no es lo que nos importa en este momento. Vale, había mujeres entre los yatiris, pero a mí me llama mucho más la atención el rollo ese de la sangre sagrada que no se podía mezclar. ¿No os recuerda a los Orejones?
Jabba, que tenía la boca llena, casi se atragantó al intentar responderme. Después de carraspear varias veces, dándose golpes con la mano en el pecho, y de dejar la bolsa de galletas sobre la mesa para alejar la tentación, me dijo, ceñudo:
– Pero, ¿no te has dado cuenta de que es la misma historia que nos contaste sobre Viracocha, pero sin Viracocha? Aquello de las dos razas humanas, la de los gigantes, que él destruyó con columnas de fuego y con el diluvio, y la otra, de la que salieron los incas. Las leyendas coinciden hasta en lo del sol. ¿No nos dijiste que Viracocha lo había hecho salir del lago Titicaca para iluminar el cielo después del diluvio?
Solté una andanada de exabruptos por mi falta de reflejos. Jabba volvía a tener razón y yo llegaba tarde al argumento, pero lo disimulé mirando hacia la pantalla del portátil, como si fuera la sorpresa la que desataba mi lengua.
Mientras nosotros dos continuábamos leyendo, Proxi se puso a trabajar en otro de los ordenadores cercanos. La vi afanarse con distintos buscadores de internet mientras la historia confeccionada por mi hermano con su selección de textos escritos con tocapus seguía adelante. No le preguntamos lo que estaba haciendo porque, cuando encontrara lo que buscaba, nos lo diría.
En algún momento de la historia, seguía contando la crónica elaborada por Daniel, se produjo un espectacular seísmo en el altiplano que acabó con la vida de cientos de personas y dio al traste con los principales edificios de Taipikala, ya debilitados por los años y el antiguo cataclismo y posterior diluvio. La ruina fue completa. Ante la magnitud del desastre hubo que tomar una serie de decisiones importantes, lo que motivó una fuerte bronca entre los Capacas gobernantes. El largo poema o canción en el que se narraba el suceso -casi dos hojas de versos con sus oportunos y machacones estribillos- no explicaba las razones del altercado pero recordaba lo doloroso que fue el enfrentamiento y lo dignos y honrados que fueron los bandos entre sí. La trifulca acabó con la marcha de la ciudad de un nutrido grupo de Capacas, yatiris y campesinos que iniciaron un éxodo hacia el norte a través de la cordillera. Por fin, después de mucho tiempo, llegaron a un valle rico y soleado y los Capacas decidieron que era el lugar idóneo para fundar una segunda Taipikala, a la que dieron el nombre de Cuzco, el «ombligo del mundo», por semejanza de sentido con «la piedra central». Pero las cosas no funcionaron como se había previsto y la necesidad de guerrear continuamente con los pueblos vecinos acabó por provocar la aparición de un líder militar: el yatiri Manco Capaca, conocido también como Manco Capac. Ni más ni menos que el primer Inca.