– ¡Eso, tú ríete! ¡Pero quien ríe el último ríe mejor!
– Pues escuchad esto… -murmuró Proxi, que miraba fijamente su pantalla.
– ¿Alguna otra cosa rara? -pregunté.
– He encontrado información sobre un tal Arthur Posnansky, un ingeniero naval, cartógrafo y arqueólogo que escribió más de cien obras sobre Tiwanacu durante la primera mitad del siglo XX. Este arqueólogo estudió las ruinas a lo largo de toda su vida y llegó a la conclusión de que fue construida por una civilización con tecnología y conocimientos muy avanzados respecto a nosotros. Después de medir, cartografíar y analizar todo el recinto, aplicando complicados cálculos y utilizando el cambio en la posición de la tierra respecto a su órbita con el sol, llegó a la conclusión de que Tiwanacu había sido construida catorce mil años atrás, lo que encajaría con la historia de los yatiris.
– Supongo que la arqueología académica rechaza de plano esa teoría -comenté.
– ¡Naturalmente! La arqueología académica no puede aceptar que hubiera una cultura superior hace diez mil años, cuando se supone que el hombre vestía con pieles y vivía en cuevas para protegerse del frío de la última era glacial. Pero hay un gran sector de arqueólogos que no sólo la acepta como buena sino que la sostiene contra viento y marea. Por lo visto, el tal Posnansky, que murió hace mucho tiempo, sigue siendo toda una celebridad en Bolivia.
– ¿Podría haber sido construida hace catorce mil años? -se asombró Jabba.
– Vete a saber… -repuse-. En Tiwanacu todo es muy extraño.
Una vez bajada la escalinata del templo Kalasasaya, se cruzaba una gran puerta de roca maciza y, muy al fondo, a la derecha, se podía divisar la silueta de la Puerta del Sol, con el relieve del Dios de los Báculos y del supuesto plano de la cámara de los sonidos naturales, pero, por unanimidad, decidimos posponer su examen hasta que conociéramos al dedillo los demás restos arqueológicos y, así, andar sobre seguro. Pues bien, bajando la escalinata, en el centro mismo del patio de Kalasasaya, había una extraña escultura humana llamada Monolito Ponce, de unos dos metros de altura, que representaba a un extraño ser de ojos cuadrados. Ciertos arqueólogos, bastante categóricos en su interpretación, afirmaban que era la imagen de un monarca o de un sacerdote, pero lo cierto era que no se sabía. En el patio existían, asimismo, unas curiosas estatuas de hombres, de una etnia desconocida, con grandes mostachos y perillas muy parecidas a la mía.
– Pero, ¿Kalasasaya quiere decir viajero o no? -se impacientó Jabba.
– No -le respondió Proxi-. Acabo de leer que significa «Los pilares derechos».
– Vaya, hombre.
También el pequeño Templete semisubterráneo, situado al este de Kalasasaya, tenía estelas de hombres con barba.
– Empiezo a pensar -comentó Jabba- que hay demasiado barbudo por aquí y, sin embargo, los indios de América no tienen pelo en la cara, ¿verdad?
– Verdad -repuse.
– ¡Pues nadie lo diría viendo Tiwanacu!
Pegado al templo Kalasasaya, a la izquierda, había otra pequeña construcción de tamaño similar al Templete semisubterráneo. Era Putuni, «El sitio adecuado», un palacio cuadrangular del que sólo se conservaban algunos sillares de la fachada y el portalón de la entrada que, en el pasado, quedaba sellado por una gran piedra que lo convertía en inexpugnable. Los conquistadores, viendo semejante protección, creyeron que allí se escondían grandes tesoros y provocaron importantes desperfectos sin encontrar absolutamente nada, ya que lo único que había era un montón de oquedades, en forma de cajas de piedra, de un metro treinta centímetros de ancho por uno cuarenta de largo y uno de alto. A pesar de la forma casi cuadrada y del tamaño, los españoles creyeron que eran sepulcros, y Putuni fue conocido desde entonces como el Palacio de los Sepulcros, sin que hubiera pruebas a favor o en contra de tal suposición. Se dio por hecho que, en cada uno de aquellos huecos, había habido una momia con todos los enseres necesarios para su tránsito por el más allá, puesto que los aymaras creían que la muerte era una especie de viaje con billete de ida y vuelta a la vida, algo parecido a la reencarnación. Para ellos, un muerto era sólo un sariri, un viajero.
– ¡Lo tenemos! -vociferé.
– ¡No seas idiota, Arnau! -me espetó Proxi con un bufido-. No tenemos nada. Putuni no es una pirámide, ¿vale?
– ¿Y el viajero, qué?
– ¡Jabba, por favor, dile que se calle, anda!
– Cállate, Root.
La Pirámide de Akapana, el Templete semisubterráneo, el Templo de Kalasasaya y el Palacio Putuni formaban un núcleo compacto de edificaciones en el centro del área excavada de Tiwanacu pero, dispersas a su alrededor y en mejor o peor estado de conservación, había otras muchas, la mayoría de las cuales ni siquiera aparecían citadas en las páginas sobre el complejo arqueológico ni, por descontado, reflejadas en los planos y mapas. Sin embargo, los nombres de cuatro de aquellos lugares surgían, por aquí y por allá, con alguna frecuencia: Kantatallita, Quirikala, Puma Punku y Lakaqullu. Con desánimo pensamos que, si tampoco alguno de ellos se correspondía con la descripción dada por Daniel en sus delirios, íbamos a tener un grave problema, pues excavar en Tiwanacu era algo que quedaba fuera de nuestras posibilidades, tanto legales, como económicas y de tiempo.
De Kantatallita, o «Luz del amanecer», no quedaba nada, tan sólo algunos vestigios desperdigados por el lugar donde debió de levantarse pero, entre ellos, había una curiosa puerta culminada en arco. Las diversas fuentes afirmaban que Kantatallita había sido un edificio de cuatro paredes orientadas a los cuatro puntos cardinales, con un patio central en el cual, según unos, se encontraba el taller donde trabajaban los arquitectos de Tiwanacu -se habían encontrado maquetas de algunos palacios, adornos y elementos de construcción-, y, según otros, se celebraban ceremonias en honor a Venus, el astro más brillante del cielo después del sol y la luna, conocido también como Lucero del Alba por ser muy visible a esas horas, lo que armonizaba con el nombre del lugar. Además, para confirmar esta segunda teoría, entre los elementos ornamentales allí encontrados destacaban y abundaban los motivos alegóricos a Venus. En fin, quizá servía como templo y como taller a la vez. Nadie podía confirmar una u otra cosa.
Quirikala, o Kerikala, «El horno de piedra», era, supuestamente, el palacio-residencia de los sacerdotes tiwanacotas. Apenas había sido investigado y sólo subsistían algunos muros bastante estropeados que no decían nada. Como muchas de las piedras del resto de los edificios de Tiwanacu, las de Quirikala habían sido utilizadas para construir antiguos edificios en La Paz y en otras ciudades cercanas y, las más pesadas, fueron voladas en pedazos por los barrenos para emplearlas como cascotes en las obras de la vía férrea Guaqui-La Paz (así desaparecieron Putuni, Kalasasaya y la mayoría de las estatuas).
Puma Punku ya era otra cosa. No es que quedara mucho en pie, para variar, pero daba la impresión de haber sido un lugar importante. Puma Punku («La Puerta del Puma») aparecía definida como el segundo templo en importancia después de Kalasasaya, aunque la mayoría de las informaciones la describían como una pirámide idéntica a la de Akapana, igual de gigantesca y majestuosa, con la que formaría una especie de pareja en la distancia porque entre ambas había un kilómetro de separación, con Puma Punku al sudoeste. Según las prospecciones arqueológicas, la pirámide seguía casi entera bajo tierra y, por tanto, susceptible de ser recuperada algún día, cuando hubiera dinero para sacarla. También Puma Punku habría tenido siete terrazas coloreadas alternativamente en rojo, verde, blanco y azul, y, a su alrededor, habría existido un amplio recinto al que se accedía a través de cuatro pórticos, parecidos a la Puerta del Sol, de los que sólo quedaban tres y destrozados, que presentaban relieves con motivos solares. Entre los escombros y fragmentos que, sin orden ni concierto, se esparcían por el lugar, podían verse todavía algunos de los sillares de piedra que habían formado parte del suelo del recinto y que alcanzaban tranquilamente las ciento treinta toneladas de peso, siendo los bloques más colosales extraídos de las canteras de toda Sudamérica. Pero «La Puerta del Puma» albergaba otros secretos que alegraron a Proxi:
– ¡Por fin! -clamó-. ¡Esto era lo que estaba buscando!
– Casi no lo encuentras, ¿eh? -la mortificó Jabba.
Parte del perímetro de Puma Punku estaba sorprendentemente delimitado por dos grandes dársenas portuarias que, en la actualidad, daban a tierra seca y a riscos montañosos, convirtiendo el paisaje en un espacio incongruente. A pesar de que el lago Titicaca distaba casi veinte kilómetros, los estudios geológicos llevados a cabo en la zona habían detectado importantes acumulaciones de sedimentos marinos y fósiles de origen claramente acuático, y las decoraciones encontradas entre los restos de Puma Punku mostraban innumerables frisos con motivos de peces.
– ¡La historia de los yatiris reconstruida por Daniel es real! -exclamó, satisfecha-. La laguna Kotamama-Titicaca llegaba hasta los muelles del puerto de Taipikala-Tiwanacu. ¿No es fantástico?
– ¡Repítelo, por favor! -me reí-. Te ha salido un trabalenguas perfecto.
– No montéis tanta bulla, insensatos -gruñó de mala manera el grueso y apestoso gusano-. Todavía no hemos encontrado nuestra Pirámide del Viajero y sólo nos queda por estudiar esa miseria de Lakaqullu.
– Tranquilo. Seguro que está ahí -me sentí obligado a decir, pero, en cuanto empezamos a buscar información sobre «El montón de piedras» (que tal era la traducción del nombre), deseé haberme tragado esas palabras: Lakaqullu era, por decirlo de alguna manera, un minúsculo promontorio perdido al norte del recinto de Tiwanacu, muy por encima del resto de las edificaciones, que tenía, como único aspecto destacable, una puerta tallada en piedra conocida como la Puerta de la Luna (por oposición a la Puerta del Sol, aunque estéticamente no tenían nada que ver la una con la otra).
– Primer requisito, cumplido -anunció Proxi.
– ¿De qué hablas? -le pregunté.
– ¡Bah, tonterías mías! No me hagas caso.
Aunque en la actualidad no lo pareciera en absoluto, Lakaqullu había sido, por lo visto, el lugar más sagrado y temido de Tiwanacu. A pesar de no haberse llevado todavía a cabo excavaciones en la zona, hundidos a cierta profundidad se habían encontrado, en la pequeña colina, infinidad de huesos humanos de cientos de años de antigüedad, especialmente calaveras.
– Segundo requisito, cumplido -volvió a pregonar Proxi.
Y ya no hizo falta que dijera más. Jabba y yo comprendimos automáticamente que nos estábamos acercando al objetivo: según la crónica de los yatiris, la Pirámide del Viajero se encontraba apartada del resto de los edificios y era el lugar más sagrado de Taipikala. La mención a las calaveras era un punto más a su favor.
Según todos los expertos, la Puerta de la Luna era una obra inconclusa, circunstancia que se daba también en Puma Punku y en otras edificaciones, como si los constructores hubieran tenido mucha prisa por marcharse, dejando abandonado el cincel y el martillo de la noche a la mañana. Esa peculiaridad le daba el triste aspecto de un simple vano de aire recortado por un dintel liso y dos jambas de piedra sin relieves ni adornos.
– Tercer requisito, señores -anunció triunfante.
– Éste no lo he pillado -comenté nervioso.
– Los yatiris salieron zumbando de Taipikala porque vieron en el cielo que venían los Incap rúnam y, luego, los españoles. Para ocultar la Pirámide del Viajero levantaron encima, a toda marcha, una colina de tierra y piedras, quitaron la puerta original, que mostraba en sus relieves la pirámide y la cámara que había debajo, y colocaron otra sin adornos en la cúspide. No creo que tuvieran tiempo de dejar todo aquello muy bonito. Por cierto, Jabba, tú que estás más cerca de los diccionarios, ¿qué palabra utilizaban los aymaras para decir «pirámide»? O sea, ¿cómo dirían «Pirámide del Viajero»?
– ¡Qué pesada eres, cariño! -se quejó Marc, retorciéndose para alcanzar los libros.
– Entonces… -farfullé-, debajo de ese promontorio tendría que encontrarse la pirámide de tres pisos que aparece dibujada a los pies del Dios de los Báculos.
– Tú ayuda a Jabba y yo veré qué encuentro por ahí.
Cuando Proxi organizaba el trabajo, nadie cuestionaba las órdenes, ni siquiera el jefe (que era yo), de modo que cogí uno de los diccionarios y empecé a buscar. Al cabo de un rato, y después de consultar en voz baja con Jabba para no molestar a Proxi, hicimos un nuevo descubrimiento que le contamos a la mercenaria cuando, por fin, la vimos alisar el ceño: los aymaras no utilizaban la palabra «pirámide», para ellos, esas construcciones eran montañas, imitaciones de montañas, y por lo tanto así era como las llamaban: colinas, cerros, montañas, montones, promontorios…
– ¿En resumen…?
– En resumen -expliqué-, la palabra que utilizaban en lugar de pirámide era «qullu».
– ¿Como en Lakaqullu?
– Como en Lakaqullu -asentí-, que, además de «montón de piedras», significa también «pirámide de piedras».
– Exactamente lo que hicieron los yatiris para ocultar al Viajero: una pirámide de tierra y piedras.
– Y tú, ¿encontraste lo tuyo? -le preguntó Jabba, en plan competitivo.
– ¡Claro que sí! -exclamó ella risueña-. El gobierno de Bolivia tiene un portal de utilidades muy bueno con una página estupenda de información turística. Si buscas Tiwanacu -pulsó rápidamente un par de teclas para pasar el artículo a primer plano-, puedes encontrar maravillas como ésta: «La Puerta de la Luna se sitúa sobre una pirámide cuadrada de tres terrazas.»
– ¿Nada más? -inquirí tras una pausa-. ¿Sólo eso?
– ¿Qué más quieres? -se sorprendió-. Date por satisfecho, muchacho. ¡Hemos localizado la única pirámide de tres terrazas de todo Tiwanacu -dijo mirando a Jabba- y él pregunta si la nota sobre la Puerta de la Luna dice algo más! ¡Hijo, Root, qué raro eres!
– Es que toda esta porquería me crispa.
– ¿Te crispa? -me preguntó Jabba-. ¿Qué demonios es lo que te crispa?
– ¿Es que no os dais cuenta? -repliqué, levantándome-. ¡Esto va en serio! ¿No lo veis? ¡Toda esta locura es cierta! Hay una maldición, hay un lenguaje perfecto, hay unos tipos que dicen descender de gigantes y que tienen el poder de las palabras… ¡Y hay una maldita pirámide de tres pisos en Tiwanacu! -rugí para terminar, lanzándome como un loco, a continuación, sobre las carpetas y revolviendo todos los papeles hasta dar con el que buscaba, mientras Proxi y Jabba, paralizados, me seguían con los ojos. Supongo que lo que me pasaba era que había descubierto, de manera irrefutable, que la historia que nos traíamos entre manos como si fuera un juego era algo muy real y peligroso-. ¡Mi hermano no tiene ni agnosia ni Cotard…! «¿No escuchas, ladrón? -empecé a leer acaloradamente sin bajar el volumen-. Estás muerto. Jugaste a quitar el palo de la puerta. Esta misma noche, los demás mueren todos por todas partes para ti. Este mundo dejará de ser visible para ti. Ley. Cerrado con llave» -agité el papel en el aire-. ¡Esto es lo que tiene mi hermano!
Me dejé caer en uno de los sofás y enmudecí. Jabba y Proxi tampoco dijeron nada. Cada uno se quedó a solas con sus pensamientos durante unos minutos muy largos. No estábamos locos, pero tampoco parecíamos cuerdos. La situación resultaba demencial y, sin embargo, entonces más que nunca la fantasía de curar a Daniel con aquellas malditas artes mágicas se volvía cierta. Mi hermano no iba a recuperarse nunca con medicamentos, pensé. No existía ningún medicamento contra una programación cerebral escrita en código aymara por los yatiris. La única manera de desprogramarlo era utilizando el mismo lenguaje, aplicando la misma magia, brujería, hechicería o lo que demonios fuera que poseían las palabras secretas empleadas por los sacerdotes de la vieja Taipikala. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, en aquel texto (probablemente extraído de alguno de los cientos de textiles con tocapus copiados en el ordenador de Daniel, transformado al alfabeto latino por el maldito «JoviLoom» y traducido a medias por mi hermano) alguien había puesto una maldición para castigar a un ladrón que había robado algo que se escondía detrás de una puerta… o debajo de una puerta.