A pesar de no haber demasiada gente, todas las mesas estaban ocupadas por solitarios familiares de enfermos que cenaban con la vista puesta en las bandejas que tenían delante. La comida, dispuesta en grandes fuentes de aluminio encajadas en la barra, tenía un aspecto desagradable bajo los focos de calor, como si la hubieran preparado con restos de rancho carcelario. Sin embargo, la gente que cenaba -sobre todo, mujeres de cierta edad educadas en la creencia de que la enfermedad y la muerte no eran cosas de hombres- la ingería en silencio, aceptando con resignación las inconveniencias de una hospitalización familiar.
Al fondo del amplio comedor, una camarera vestida con un ridículo uniforme a rayas azules y blancas pasaba un paño húmedo sobre el tablero de formica que acababa de abandonar una de tantas ancianas. Cargando con la bandeja en la que se tambaleaban las bebidas que acabábamos de comprar, nos dirigimos hacia allí y tomamos posesión de la mesa bajo la antipática mirada de la camarera.
– Bueno, a ver. ¿Qué es eso tan grave que habéis descubierto?
– No, grave no -me aclaró Proxi-. Más bien extraño.
Jabba abrió la cartera y sacó un fajo de folios que descargó en el centro de la mesa.
– Toma -dijo-. Échale una mirada a esto.
– ¡Venga, hombre! -repuse, devolviéndole las hojas-. No estamos en una reunión de trabajo. Cuéntamelo.
Parecía no saber por dónde empezar a abordar el asunto y echaba largas miradas a Proxi mientras se mesaba el pelo rojo.
– Al principio no encontramos nada raro -empezó ella, más decidida-. Cuando Jabba me explicó lo que querías pensé que te habías vuelto loco, en serio, pero, como siempre que tienes una idea de las tuyas pienso lo mismo, no te insulté demasiado… De todos modos, te pitarían bastante los oídos.
Jabba afirmó repetidamente con la cabeza.
– En fin -continuó ella-, nos fuimos al «100» y pusimos manos a la obra. El asunto parecía enrevesado pero, descomponiéndolo por partes, como si fuera un problema de estrategia en programación, se simplificaba mucho. Teníamos varias palabras clave: aymara, incas, lenguaje, idioma… Había abundante información en la red sobre el tema. El aymara es una lengua que todavía se habla en buena parte del sur de Perú y en Bolivia, y sus hablantes, los aymaras o aymaraes, son un pacífico pueblo andino, de poco más de un millón y medio de personas, que formó parte del Imperio inca. Por lo visto, aunque el aymara ha convivido con el quechua durante siglos, no son lenguas hermanas, es decir, no proceden de la misma familia lingüística.
– En realidad, el aymara no… -empezó a decir Marc, pero Proxi le atajó.
– ¡Espera un poco, que le vamos a marear!
– Bueno.
– Tú escúchame a mí, Root.
– Lo estoy haciendo, Proxi.
– El aymara… Bueno, ¿conoces el rollo ese del origen de las lenguas y todo eso?
– ¿Estás hablando de la Torre de Babel?
Los dos me miraron de forma extraña.
– Algo así. Los lingüistas opinan que las cinco mil lenguas que existen hoy sobre el planeta probablemente tuvieron un origen común, una especie de protolenguaje original del que derivaron todos los demás, incluso los que se perdieron para siempre. Ese protolenguaje sería el tronco de un árbol del que salen muchas ramas y, de cada rama, otras más, y así hasta las cinco mil lenguas de hoy, que se agrupan en grandes familias lingüísticas… ¿lo entiendes?
– Perfectamente. Ahora, háblame del aymara, si no te importa.
– ¡No seas borrico y escúchala! -me exigió Jabba.
– A este protolenguaje original…
– ¿La lengua de Adán y Eva? -bromeé, pero Proxi me ignoró.
– …se le conoce como lenguaje nostrático y se calcula que existió hace unos trece mil años. Grandes cerebros de las mejores universidades del mundo se queman las neuronas desde hace medio siglo intentando reconstruirlo.
– Muy interesante -dejé escapar, aburrido.
– Pues ahora vas a saber cuánto, ignorante -me espetó Jabba-. Hay toda una línea dentro de la lingüística que trabaja sobre la teoría de que el aymara podría ser aquella primera lengua madre. El tronco… ¿Lo pillas?
Me quedé helado y mi cara debió de reflejarlo, porque el mal humor de mi amigo desapareció.
– De hecho -dijo Proxi, retomando la palabra; los ojos le brillaban de una forma extraña-, el aymara está muy lejos de ser una lengua cualquiera. Estamos hablando de la lengua perfecta, una lengua cuya estructura lógica es tan extraordinaria que parece más el resultado de un diseño preconcebido que el de una evolución natural. Los aymaras llamaban a su lengua Jaqui Aru, que significa «Lenguaje humano» y la palabra aymara quiere decir «Pueblo de tiempos remotos».
– Escucha esto… -dijo Jabba rebuscando desesperadamente en los documentos que tenía sobre la mesa; por fin, tras mucho escarbar encontró lo que quería y me miró triunfante-. El tipo ese que escribió El nombre de la Rosa, Umberto Eco, por lo visto es un semiólogo de primera categoría en el mundo entero y, entre otros, tiene un libro titulado La búsqueda de la lengua perfecta en el que dice: «El jesuita Ludovico Bertonio publicó en 1603 un Arte de la lengua aymara y en 1612 un Vocabulario de la lengua aymara, y se dio cuenta de que era una lengua de una extraordinaria flexibilidad, dotada de una increíble vitalidad para crear neologismos, especialmente adecuada para expresar abstracciones, hasta el punto de infundir la sospecha de que se tratase del efecto de un artificio. Dos siglos después de Bertonio, Emeterio Villamil de Rada (7) hablaba de ella definiéndola como una lengua adánica, expresión de "una idea anterior a la formación de la lengua", basada en "ideas necesarias e inmutables" y, por lo tanto, lengua filosófica, si es que alguna vez las hubo.» -Jabba me miró triunfante-. ¿Qué dices a esto, eh?
(7) La lengua de Adán, 1870.
– Pero no acaba ahí la cosa -apuntó raudamente Proxi.
– ¡No, no, ni mucho menos! Eco sigue explicando a continuación las características por las cuales el aymara podría calificarse como un lenguaje perfecto, aunque sin comprometerse del todo con la idea de que sea un lenguaje artificial.
– Pero, ¡cómo un lenguaje artificial! -exploté-. ¡Eso son tonterías!
– Para que lo entiendas -dijo pacientemente Proxi-: hay un montón de estudiosos por el mundo que coinciden en afirmar que el aymara es una lengua que parece diseñada conforme a las mismas reglas que se siguen hoy día para escribir lenguajes de programación informática. Es una lengua con dos elementos básicos, raíces y sufijos, que, por sí mismos, no tienen ningún significado pero que, uniéndose unos a otros en cadenas largas, los crean todos… ¡Igual que un lenguaje matemático! Además -añadió a toda velocidad al ver que yo abría la boca para volver a oponerme-, el profesor boliviano Iván Guzmán de Rojas, un ingeniero informático que lleva muchos años trabajando en este asunto, afirma que las combinaciones de los sufijos aymaras obedecen a una regularidad con propiedades de estructura algebraica, una especie de anillo de polinomios con tal cantidad de abstracción matemática que es imposible creer que sea producto de una evolución natural.
– Sin olvidar, por supuesto -añadió Jabba-, que el aymara no ha evolucionado. Esa maldita lengua, increíblemente, se ha mantenido casi intacta desde hace siglos o milenios… Unos trece milenios si fuera el nostrático.
– ¿No ha variado nada, no ha cambiado? -me sorprendí.
– Parece que no. Ha tomado algunas palabras del quechua y del castellano en los últimos siglos, pero muy pocas. Los aymaras creen que su lengua es sagrada, una especie de regalo de los dioses que pertenece a todos por igual y que no debe modificarse bajo ningún concepto. ¿Qué te parece?
– ¿Viracocha les regaló su idioma? -quise saber sin bajar la guardia.
– ¿Viracocha…? -se sorprendió Proxi-. No, no. Viracocha no aparece por ningún lado en las leyendas aymaras. Al menos en lo que hemos leído, ¿no, Jabba? La religión aymara se basa en la naturaleza: la fecundidad, el ganado, el viento, las tormentas… Vivir en armonía con la naturaleza significa estar en armonía con los dioses, de los que tienen uno para cada fenómeno natural, aunque por encima de todos está la Pachamama, la Madre Tierra, y, si no recuerdo mal, antiguamente tenían también a un tal Thunupa, dios de… ¿de qué, Jabba?
– ¿De la lluvia o algo así? -sugirió éste, inseguro.
– Eso. De la lluvia y el relámpago. Puede que, por influencia de los incas, crean en Viracocha, no sé -continuó Proxi-. Lo que sí afirman es que son los descendientes directos de los constructores de Tiwanacu, una ciudad muy importante junto al lago Titicaca que ya estaba en ruinas cuando los españoles la descubrieron. Por lo visto, Tiwanacu era una especie de monasterio religioso, el centro sagrado más importante de los Andes, y sus gobernantes, los Capacas, eran sacerdotes-astrónomos.
– El problema es que nadie sabe nada -señaló Jabba-. Todo son elucubraciones, sospechas y teorías más o menos infundadas.
– Pues pasa lo mismo con los incas -dije yo, recordando mis lecturas de la tarde-. No puedo comprender que, estando como estamos en el siglo XXI, todavía seamos tan incapaces de explicar ciertas cosas.
– Es que esto no le interesa a nadie, Root -me aclaró Proxi con pena-. Sólo a cuatro pirados como tu hermano. Porque todo esto es por Daniel, ¿verdad?
Me removí en la silla, un tanto nervioso, y aproveché aquellos pocos segundos para decidir si les contaba mis tontas sospechas o no.
– Suéltalo -me ordenó mi grueso amigo.
No le di más vueltas. Fui relatándoles todo lo que sabía sin omitir detalle, ofreciéndoles datos y no opiniones para que su juicio, más imparcial que el mío, me ayudara a salir de la confusa maraña de disparates en la que me había metido. Sus miradas, mientras les explicaba la historia de los Documentos Miccinelli, los quipus y la maldición escrita en el papel encontrado sobre la mesa de Daniel, me hacían sentir incómodo. Ellos me conocían como alguien con una buena mente analítica capaz de idear el proyecto más complejo en un par de segundos y de encontrar una aguja lógica en un pajar de incoherencias, de modo que, a través de sus ojos, me estaba viendo como un auténtico botarate. Cuando, por fin, cerré la boca y, por hacer algo, cogí el vaso con la bebida y me lo acerqué, estaba seguro de haber caído para siempre en el más oscuro abismo de ridículo.
– Ya no eres el de antes, Root-me dijo Jabba.
– Lo sé.
– Estaba pensando lo mismo -añadió Proxi.
– Lo comprendo.
– Hubiera esperado mucho más de ti. Mucho más.
– Vale, Jabba, ya está bien.
– No, Root. Jabba tiene razón. Has hecho el peor análisis de tu vida.
– Tiene miedo.
– Eso está claro.
– ¡Bueno, se acabó! -exclamé, riéndome con nerviosismo-. ¿Qué demonios pasa aquí?
– No quieres verlo, amigo mío. Lo tienes delante de la nariz y no quieres verlo.
– ¿Qué es lo que tengo delante de la nariz?
– Daniel descifró la clave de los quipus y tradujo la maldición. Estás perdiendo tu olfato de hacker.
Se echó hacia atrás el pelo rojo, que clareaba bajo la luz blanca de neón y me observó con aires de suficiencia.
– Ya te he dicho -protesté- que los quipus estaban escritos en quechua y que mi hermano sólo sabía aymara.
– ¿Lo has comprobado?
– ¿Qué tenía que comprobar?
– Si la maldición estaba en aymara -apuntó Proxi.
– No, no lo he hecho.
– Entonces, ¿por qué seguimos hablando? -arguyó Jabba, molesto.
Proxi le censuró con la mirada y, luego, me dijo:
– Daniel tuvo que encontrar algo que le hizo cambiar del quechua al aymara. Nos has contado que él le dijo a Ona que la solución estaba en esta última lengua. La pregunta es… ¿la solución a qué? Probablemente a algún quipu que no respondía a las reglas en quechua que iba encontrando. ¿Miraste todo lo que había en el despacho de tu hermano?
– No. Pero me llevé mucho material a casa. Mañana le echaré una ojeada.
– ¿Ves como ya no eres el de antes? -insistió Jabba, chasqueando la lengua con desprecio.
– No hay que olvidar, además, otros dos pequeños detalles -siguió diciendo Proxi-. Primero, el aymara es una lengua extraña que puede tener algo más que un simple parecido de forma con los lenguajes de programación. ¿Acaso no recordáis que los brujos, los magos y todo ese tipo de gente realizaba encantamientos pronunciando extrañas palabras? Mary Poppins, sin ir más lejos… ¡Siempre me acordaré!: Supercalifragilisticoespialidoso -entonó a lo Julie Andrews sin vergüenza alguna.
– Y, más recientemente, Harry Potter-propuso Jabba.
– ¡Oh, es fantástico! -exclamó Proxi, soñadora-. ¡Alohomora! ¡Obliviate! ¡Relaxo!
¿Aquélla era mi mejor mercenaria, la fabulosa y experta ingeniera a la que le pagaba una fortuna al año por encontrar fallos de seguridad en nuestros programas y agujeros en los programas de la competencia?
– Y también La bruja novata.
– ¡Eso! -grité-. ¡Tú dale alas a la loca esta!
– Treguna, Mekoides, Trecorum Satis Dee… -canturreó ella, sin apercibirse de que todo el mundo en la cafetería la estaba observando con una sonrisa en los labios-. Treguna, Mekoides, Trecorum Satis Dee…
– ¡Basta ya! He pillado la idea, en serio. Las palabras. Está clarísimo.
– Pero hay algo más -continuó Jabba-. Díselo, Proxi.
– Buscando información sobre los aymaras y su lengua, encontramos un documento muy extraño sobre unos médicos de la antigüedad que curaban con hierbas y palabras. Por lo visto tenían un lenguaje secreto y mágico. Creíamos que era una de tantas supersticiones y no le hicimos caso, pero ahora…
– ¡Aquí está el papel! -dijo Jabba sacando una hoja del montón-. Los yatiris, descendientes directos de la cultura Tiwanacota, reverenciados por los incas, que los consideraban de noble alcurnia. Eran aymaras, por supuesto, y, entre los suyos, se les honraba como a sabios o filósofos de grandes conocimientos. «Muchos etnolingüistas afirman -leyó, nervioso- que la lengua que utilizaban los yatiris no era sino el idioma secreto que la nobleza inca Orejona hablaba entre los suyos, empleando el quechua común para el resto.»
– ¡Yatiris! -dejé escapar, alarmado.
– ¿Qué pasa? -preguntó Proxi.
– ¡Es lo que dijo Daniel ayer! ¡Dijo que estaba muerto porque los yatiris le habían castigado! Repetía también otra palabra: lawt'ata.
– ¿Qué significa? -quiso saber Jabba.
– No tengo la menor idea. Tendré que comprobarlo.
– Antes lo habrías hecho inmediatamente.
– Sé comprensivo, Jabba -intercedió Proxi-. Su hermano está enfermo e ingresado en este hospital desde hace dos días.
Marc resopló.
– Por ahí se salva. Pero se está convirtiendo en un ordenador sin sistema operativo, en un teclado sin Enter, en un triste monitor de fósforo verde, en…
– ¡Marc! -le reprendió Proxi-. Ya es suficiente.
Pero Jabba tenía razón. Mi cerebro no estaba funcionando con la claridad habitual. Quizá era cierto que tenía miedo de meter la pata y de quedar como un tonto. Me estaba moviendo por un terreno muy resbaladizo, a medio camino aún entre mi mundo, racional y ordenado, y el mundo de mi hermano, confuso y enigmático. Yo me había proyectado hacia el futuro mientras que él lo había hecho hacia el pasado y, ahora, no sólo debía cambiar mi forma de pensar y mi escala de valores, sino también romper con unos cuantos prejuicios básicos y seguir una corazonada que no estaba fundamentada en la realidad sino en extrañas imprecisiones históricas.