El Último Catón - Asensi Matilde 18 стр.


A mediodía, mientras caminábamos por el vestíbulo del Archivo Secreto en dirección a la cafetería, recordé que debía comunicarle a Glauser-Róist mi baja temporal en el equipo.

– El Domingo celebro mi Renovación de Votos, capitán -le expliqué-, y debo hacer retiro durante algunos días. Pero el lunes, sin falta, estaré de vuelta.

– Vamos muy mal de tiempo -masculló, enfadado-. ¿No podría tomarse sólo el sábado?

– ¿Qué es eso de la Renovación de Votos? -quiso saber Farag.

– Bueno… -respondí, azorada-. Las religiosas de la Venturosa Virgen María renovamos votos todos los años -para una monja, hablar de estas cosas era hablar de lo más privado e íntimo de su vida-. Otras órdenes hacen votos perpetuos o los renuevan cada dos o tres años. Nosotras lo hacemos todos los cuartos Domingos de Pascua.

– ¿Los votos de pobreza, castidad y obediencia? -insistió Farag.

– Estrictamente hablando, sí… -repuse, cada vez mas incomoda-. Pero no es sólo eso… Bueno, sí que es eso, pero…

– ¿Acaso entre los coptos no existen religiosos? -salió en mi defensa Glauser-Róist.

– Sí, claro que sí. Discúlpame, Ottavia. Sentía mucha curiosidad.

– No, si no importa, de verdad -añadí, conciliadora.

– Es que creía que eras monja para siempre -añadió el profesor, bastante inapropiadamente-. Está muy bien eso de la Renovación de Votos anual. De ese modo, si algún día ya no quieres seguir, puedes marcharte.

La sólida luz del sol, que entraba oblicuamente por los cristales, me cegó durante un momento. Por alguna razón, no le dije que no había ni un solo caso de abandono en toda la historia de mi orden.

¡Es tan difícil entender los designios de Dios! Vivimos inmersos en una ceguera total desde el día de nuestro nacimiento hasta el día de nuestra muerte y, en el breve intermedio que llamamos vida, somos incapaces de controlar lo que sucede a nuestro alrededor. El viernes a media tarde sonó el timbre del teléfono de casa. Yo estaba en la capilla, con Ferma y Margherita, leyendo algunos fragmentos de la obra del padre Caciorgna, el fundador de nuestra Orden, e intentando prepararme, para la ceremonia del domingo. No sé por qué, pero cuando escuché la llamada supe, instintivamente, que había pasado algo grave. Valeria, que estaba en ese momento en el salón, fue quien descolgó. Instantes después, la puerta de la capilla se entreabrió con suavidad.

– Ottavia… -susurró-. Es para ti.

Me incorporé, me santigüé y salí. Al otro lado del hilo telefónico, la voz de mi hermana Agueda sonaba afligida:

– Ottavia. Papá y Giuseppe…

– ¿Papá y Giuseppe…? -pregunté, viendo que mi hermana se quedaba callada.

– Papá y Giuseppe han muerto.

– ¿Qué papá y Giuseppe han muerto? -pude articular, al fin-. Pero ¿qué estás diciendo, Agueda?

– Sí, Ottavia -mi hermana había empezado a llorar quedamente-. Los dos han muerto.

– ¡Dios mio! -balbucí-. ¿Qué ha pasado?

– Un accidente. Un terrible accidente. Su coche se salió de la carretera y…

– Tranquilízate, por favor -le dije a mi hermana-. No llores delante de los niños.

– No están aquí -gimió-. Antonio se los ha llevado a casa de sus padres. Mamá quiere que vayamos todos a la finca.

– ¿Y mamá? ¿Cómo está mamá?

– Ya sabes lo fuerte que es… -resumió Agueda-. Pero tengo miedo por ella.

– ¿Y Rosalia? ¿Y los hijos de Giuseppe?

– No sé nada, Ottavia. Están todos en la finca. Yo me voy para allá ahora mismo.

– Yo también. Cógeré el ferry de esta noche.

– No -me reprendió mi hermana-, no cojas el ferry. Coge un avión. Yo le diré a Giacoma que mande algunos hombres al aeropuerto para recogerte.

Pasamos toda la noche velando y rezando el rosario en el salón del primer piso, a la luz de unos cirios dispuestos, a nuestro alrededor, sobre las mesas y la chimenea. Los cadáveres de mi padre y de mi hermano continuaban en las dependencias forenses de Palermo, aunque el juez le había asegurado a mi madre que, a primera hora de la mañana, nos harían entrega de los cuerpos para proceder a su inhumación en el cementerio de la villa. Mis hermanos Cesare, Pierluigi y Salvatore, que volvieron al amanecer del depósito, nos dijeron que estaban muy desfigurados por el accidente y que no sería conveniente exponerlos con las cajas abiertas en la capilla ardiente. Mi madre llamó a una funeraria -que, al parecer, era nuestra-, para que los maquilladores recompusieran los cadáveres todo lo posible antes de traerlos a casa.

Mi cuñada Rosalia, la mujer de Giuseppe, estaba destrozada. Sus hijos la rodeaban y la atendían, desconsolados, temiendo que pudiera pasarle algo, pues no paraba de llorar y de mirar el vacío con los ojos desorbitados de una demente. Mis hermanas, Giacoma, Lucia y Agueda, acompañaban a mi madre, que dirigía el rosario con el ceño fruncido y la cara convertida en una máscara de cera. Mis otras cuñadas, Letizia y Livia, atendían las numerosas visitas de familiares que, a pesar de las horas, acudían a nuestra casa para dar el pésame y para sumarse a los rezos.

¿Y yo…? Bueno, yo paseaba por el caserón, subiendo y bajando escaleras como si no pudiera quedarme quieta, con el corazón dolorido. Cuando llegaba a la azotea, me asomaba para mirar el cielo por la ventana del altillo y, luego, daba media vuelta y volvía a bajar hasta el recibidor, acariciando con la palma de la mano la barandilla, de madera suave y brillante, por la que nos habíamos deslizado todos cuando éramos pequeños. Mi mente permanecía ocupada rescatando lejanos recuerdos de mi infancia, recuerdos de mi padre y de mi hermano. No cesaba de repetirme que mi padre había sido un buen padre, un padre inmejorable, y que mi hermano Giuseppe, a pesar de haber adquirido con los años un carácter huraño, había sido un buen hermano, un hermano que, cuando yo era pequeña, me hacía cosquillas y me escondía los juguetes para hacerme rabiar. Los dos se habían pasado la vida trabajando, manteniendo y agrandando un patrimonio familiar del que se sentían profundamente orgullosos. Esos eran mi padre y mi hermano. Y estaban muertos.

Los pésames y los llantos siguieron sucediéndose al día siguiente. Todo era tristeza y dolor en Villa Salina. Decenas de vehículos campaban aparcados por el jardín, cientos de personas estrecharon mi mano, besaron mi cara y me abrazaron. No faltó nadie, a excepción de las hermanas Sciarra, y eso me dolió mucho, porque Concetta Sciarra había sido mi mejor amiga durante años. De Doria, la pequeña, no digo que no lo hubiese esperado -lo último que había sabido de ella era que había abandonado Sicilia nada más cumplir los veinte años, y que, dando tumbos por aquí y por allá, tras acabar la carrera de historia en no sé qué país extranjero, trabajaba ahora como secretaria en una embajada remota-, pero ¿de Concetta? De Concetta, no. Ella quería mucho a mi padre, igual que yo apreciaba al suyo, y, a pesar de los problemas de negocios que pudiera tener con nosotros, yo no hubiera dudado de su asistencia ni aunque me lo hubieran jurado.

El sepelio tuvo lugar el domingo por la mañana, porque Pierantonio no pudo llegar desde Jerusalén hasta bien avanzada la noche del sábado y mi madre estaba empeñada en que fuera el quien celebrara el oficio de difuntos y la misa previa al entierro. No recuerdo mucho de lo que pasó hasta la llegada de Pierantonio. Sé que mi hermano y yo nos abrazamos estrechamente, pero, a continuación, se lo llevaron de mi lado y tuvo que sufrir los besamanos y las reverencias propias de su cargo y de las circunstancias. Luego, cuando le dejaron en paz y tras comer algo, se encerró con mi madre en una de las habitaciones y yo ya no les vi salir porque me quedé dormida en el sofá en el que estaba sentada rezando.

El domingo por la mañana, muy temprano, mientras nos arreglábamos para acudir a la iglesia de casa, donde iban a tener lugar los funerales, recibí una inesperada llamada del capitán Glauser-Róist. Mientras acudía al teléfono más cercano, me preguntaba, molesta, por qué me llamaba a esas horas y en un momento tan inconveniente: me había despedido de él antes de salir de Roma y le había contado lo ocurrido, de modo que su llamada me pareció una falta de respeto y una torpeza lamentable. Naturalmente, así las cosas, no estaba yo para andarme con cortesías.

– ¿Es usted, doctora Salina? -preguntó al oír mi breve y seco saludo.

– Por supuesto que soy yo, capitán.

– Doctora -repuso, ignorando mi desagradable tono de voz-, el profesor Boswell y yo estamos aquí, en Sicilia.

Si me hubieran pinchado, no me habrían sacado ni gota de sangre.

– ¿Aquí? -inquirí, atónita-. ¿Aquí, en Palermo?

– Bueno, estamos en el aeropuerto de Punta Raisi, a unos treinta kilómetros de la ciudad. El profesor Boswell ha ido a alquilar un coche.

– ¿Y qué hacen aquí? Porque, si han venido al funeral de mi padre y de mi hermano, es un poco tarde. No llegarán a tiempo.

Me sentía incómoda. Por un lado, agradecía su buena voluntad y su deseo de acompañarme en un momento tan triste; por otro, me parecía que su gesto era un poco desmesurado y que estaba fuera de lugar.

– No queremos molestarla, doctora -se oía, por encima del vozarrón de Glauser-Róist, el bullicio de los altavoces del aeropuerto, llamando a embarcar a los pasajeros de varios vuelos-. Esperaremos a que terminen los funerales. ¿A qué hora calcula usted que podrá encontrarse con nosotros?

Mi hermana Agueda se puso delante de mí y me señaló insistentemente su reloj de pulsera.

– No lo sé, capitán. Ya sabe usted como son estas cosas… Quizá a mediodía.

– ¿No podría ser antes?

– ¡Pues no, capitán, no puede ser antes! -repliqué, bastante enfadada-. ¡Mi padre y mi hermano han muerto, por si no lo recuerda, y estamos de funeral!

Me pareció verle al otro lado del hilo telefónico, armándose de paciencia y resoplando.

– Verá, doctora, es que hemos encontrado la entrada al Purgatorio. Y está aquí, en Sicilia. En Siracusa.

Me quedé sin respiración. Habíamos encontrado la entrada.

No quise ver a mi padre ni a mi hermano cuando abrieron las cajas para que nos despidiéramos. Mi madre, llena de entereza, se acercó a los ataúdes y se inclinó, primero, sobre el de mi padre, al que dio un beso en la frente, y, luego, sobre el de mi hermano, al que también intentó besar, pero entonces se derrumbó. La vi tambalearse y apoyar la mano firmemente en el borde de la caja, aferrándose con la otra a la empuñadura del bastón. Giacoma y Cesare, que estaban detrás, se abalanzaron hacia ella para sujetarla, pero con un gesto fulminante los despidió. Doblegó la cabeza y se echó a llorar en silencio. Yo nunca había visto llorar a mi madre. Ni yo, ni nadie, y creo que eso nos dolió más que todo lo que estaba sucediendo. Desconcertados, nos mirábamos unos a otros sin saber qué hacer. Agueda y Lucia también se echaron a llorar y todos, ellas y yo incluidas, hicimos el gesto contenido de dar un paso hacia mi madre para sostenerla y consolarla. Sin embargo, el único que de verdad llegó hasta ella fue Pierantonio, quien, corriendo desde detrás del altar y bajando precipitadamente los escalones, la rodeó por los hombros y le secó las lágrimas con su propia mano. Ella se dejó confortar, como una niña, pero todos supimos que aquel día se había producido una inflexión, una fisura irreparable que había iniciado algún tipo de cuenta atrás y que no se recuperaría nunca de aquellas muertes.

Cuando la ceremonia y el entierro hubieron terminado, y mientras entrábamos en casa y servían la comida, le pedí a Giacoma que me dejara un coche para ir a Palermo, porque había quedado con Farag y Glauser-Róist, a las doce y media, en el restaurante La Góndola, en la via Principe di Scordia.

– Pero ¿tú estás loca? -exclamó mi hermana con los ojos abiertos de par en par-. ¡Hoy no es día para ir de restaurantes!

– Es por trabajo, Giacoma.

– ¡Me da lo mismo! Llama a tus amigos y diles que vengan a comer aquí. Tú no puedes salir, ¿me oyes?

Así que llamé al móvil de Glauser-Róist y le expliqué que, por evidentes motivos familiares, no podía abandonar la villa, y que el profesor y él estaban invitados a comer en casa. Le expliqué lo mejor que pude la forma de llegar y me pareció notar, repetidamente, ciertas reticencias en su tono de voz que me impacientaron.

Llegaron, por fin, cuando estábamos a punto de sentarnos a la mesa. El capitán iba, como siempre, impecablemente vestido, luciendo un aspecto soberbio, mientras que Farag había cambiado su estilo habitual de funcionario de algún remoto país africano por el de valeroso expedicionario y aguerrido conductor de jeeps. Apenas entraron en la casa, inicié las presentaciones. Al profesor se le veía desconcertado y cohibido, sin embargo, en su mirada se percibía claramente la curiosidad del científico que estudia una nueva especie de animal desconocida. Glauser-Róist, por el contrario, era dueño de la situación. Su aplomo y seguridad resultaban gratificantes en un ambiente tan triste y cargado como el que teníamos. Mi madre los recibió con afabilidad, y Pierantonio, que estaba a su lado, para mi sorpresa, saludó al capitán muy cordialmente, como si ya le conociera, aunque de una manera demasiado artificial. Tras el saludo, ambos se separaron como si fueran los polos idénticos de dos imanes.

Yo, que había querido hablar con mi hermano Pierantonio desde el día anterior sin conseguirlo, me encontré, de pronto, acorralada por él en una esquina del jardín, al que habíamos salido para tomar el café después de la comida aprovechando el buen tiempo. Mi hermano no gozaba de su lozano aspecto habitual. Se le veía ojeroso y con unas marcadas arrugas en el ceño. Me clavó la mirada y me sujetó con cierta brusquedad por una muñeca.

– ¿Por qué trabajas con el capitán Glauser-Róist? -me espetó a bocajarro.

– ¿Cómo sabes que trabajo con él? -repuse, sorprendida.

– Me lo ha dicho Giacoma. Y ahora, responde a mi pregunta.

– No puedo darte detalles, Pierantonio. Tiene que ver con aquello que hablamos la última vez, el día del santo de papá.

– Ya no me acuerdo. Refréscame la memoria.

Con la mano que me quedaba libre hice un gesto de incomprensión, levantando la palma hacia arriba y dejándola en el aire.

– ¿Qué te pasa, Pierantonio? ¿Estás mal de la cabeza o qué?

Mi hermano pareció despertar de un sueño y me miró, desconcertado.

– Perdóname, Ottavia -balbució, soltándome-. Me he puesto nervioso. Lo lamento.

– ¿Pero por qué te has puesto nervioso? ¿Por el capitán?

– Lo siento, olvídalo -replicó, alejándose.

– Ven aquí, Pierantonio -le ordené, con un tono de voz serio y autoritario; se detuvo en seco-. No te vas a marchar sin darme una explicación.

– ¿La pequeña Ottavia se insubordina ante su hermano mayor? -celebró, con una sonrisa muy graciosa. Pero yo no me reí.

– Habla, Pierantonio, o me enfadaré de verdad.

Me miró muy sorprendido y dio dos pasos hacia mí, frunciendo de nuevo el ceño.

– ¿Sabes quién es Kaspar Glauser-Róist? ¿Sabes a qué se dedica?

– Sé -comenté- que es miembro de la Guardia Suiza, aunque trabaja para el Tribunal de la Rota, y que coordina la investigación en la que yo participo como paleógrafa del Archivo Secreto.

Mi hermano agitó pesarosamente la cabeza varias veces.

– No, Ottavia, no. No te equivoques. Kaspar Glauser-Róist es el hombre más peligroso del Vaticano, la mano negra que ejecuta las acciones inconfesables de la Iglesia. Su nombre está asociado con… -se detuvo en seco-. ¡Ésta sí que es buena! ¿Qué hace mi hermana trabajando con un sujeto al que temen cielo y tierra?

Me había convertido en una estatua de sal y no podía reaccionar.

– ¿Qué me dices, eh? -insistió mi hermano-. ¿No puedes darme tú ahora ninguna explicación?

– No.

– Bien, pues se acabó esta conversación -concluyó, distanciándose de mí y yendo a sumarse al corro de gente que charlaba en torno a la mesa del jardín-. Ten cuidado, Ottavia. Ese hombre no es lo que aparenta.

Cuando pude salir de mi estupor, divisé a lo lejos las figuras de mi madre y de Farag, enzarzados en una animada charla. Con paso vacilante, me encaminé hacia ellos, pero antes de que pudiera llegar, la inmensa mole del capitán se interpuso en mí camino.

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