Seis problemas para don Isidro Parodi - Casares Adolfo Bioy 3 стр.


– No me hable. Desde que me establecí en el Norte me tienen cansado los recintos. Descríbame la secretaría.

– Es una pieza grande. Hay un escritorio de roble, donde está la Olivetti, unos sillones comodísimos, en los que usted se hunde hasta el cogote, una pipa turca medio podrida, que vale un dineral, una araña de caireles, una alfombra persa, futurista, un busto de Napoleón, una biblioteca de libros serios: la Historia Universal de César Cantú, Las Maravillas del Mundo y del Hombre, la Biblioteca Internacionalde obras Famosas, el Anuario de " La Razón ", El Jardinero Ilustrado de Peluffo, El Tesoro de la Juventud, La Donna Delinquente de Lombroso, y qué sé yo.

»Izedín estaba nervioso. Yo descubrí en seguida el porqué: había vuelto a la carga con su literatura. En la mesa había un enorme paquete de libros. El doctor, preocupado con mi examen, quería zafarse de Izedín, y le dijo:

»-Pierda cuidado. Esta noche leeré sus libros.

»Ignoro si el otro le creyó; fue a ponerse la túnica para entrar en la sala de actos; ni siquiera me echó una mirada.

»En cuanto nos quedamos solos, el doctor Abenjaldún me dijo:

»-¿Has ayunado con fidelidad, has aprendido las doce figuras del mundo?

»Le aseguré que desde el jueves a las diez (esa noche, en compañía de algunos tigres de la nueva sensibilidad, había cenado una buseca liviana y un pesceto al horno, en el Mercado de Abasto) estaba a té solo.

»Después Abenjaldún me pidió que le recitara los nombres de las doce figuras. Los recité sin un solo error; me hizo repetir esa lista cinco o seis veces. Al fin me dijo:

»-Veo que has acatado las instrucciones. De nada te valdrían, sin embargo, si no fueras aplicado y valiente. Me consta que lo eres; he resuelto desoír a los que niegan tu capacidad: te someteré a una sola prueba, la más desamparada y la más difícil. Hace treinta años, en las cumbres del Líbano, yo la ejecuté con felicidad; pero antes los maestros me concedieron otras pruebas más fáciles: yo descubrí una moneda en el fondo del mar, una selva hecha de aire, un cáliz en el centro de la tierra, un alfanje condenado al Infierno. Tú no buscarás cuatro objetos mágicos; buscarás a los cuatro maestros que forman el velado tetrágono de la Divinidad. Ahora, entregados a piadosas tareas, rodean el toro de metal; rezan con sus hermanos, los akils, velados como ellos; ningún indicio los distingue, pero tu corazón los reconocerá. Yo te ordenaré que traigas a Yusuf; tú bajarás a la sala de actos imaginando en su orden preciso las figuras del cielo; cuando llegues a la última figura, la de los Peces, volverás a la primera, que es Aries, y así, continuamente; darás tres vueltas alrededor de los akils y tus pasos te llevarán a Yusuf, si no has alterado el orden de las figuras. Le dirás: "Abenjaldún te llama", y lo traerás aquí. Después te ordenaré que traigas al segundo maestro; luego al tercero, luego al cuarto.

»Felizmente, de tanto leer y releer el Almanaque Bristol, las doce figuras se me habían quedado grabadas; pero basta que a uno le digan que no se equivoque, para que tema equivocarse. No me acobardé, le aseguro, pero tuve un presentimiento. Abenjaldún me estrechó la mano, me dijo que sus plegarias me acompañarían, y bajé la escalera que da a la sala de actos. Yo estaba muy atareado con las figuras; además esas espaldas blancas, esas cabezas agachadas, esas máscaras lisas y ese toro sagrado que yo no había visto nunca de cerca me tenían inquieto. Sin embargo, di mis tres vueltas como la gente, y me encontré detrás de un ensabanado, que me pareció igual a todos los otros; pero, como estaba imaginando las figuras del zodíaco, no tuve tiempo de pensar, y le dije: "Abenjaldún lo llama". El hombre me siguió; siempre imaginándome las figuras, subimos la escalera, y entramos en la secretaría. Abenjaldún estaba rezando; lo hizo entrar a Yusuf al archivo, y casi en seguida volvió y me dijo: "Trae ahora a Ibrahim". Volví a la sala de actos, di mis tres vueltas, me paré detrás de otro ensabanado y le dije: "Abenjaldún lo llama". Con él volví a la secretaría.

– Pare el carro, amigo -dijo Parodi-. ¿Está seguro de que mientras usted daba sus vueltas nadie salió de la secretaría?

– Mire, le aseguro que no. Yo estaba muy atento a las figuras y todo lo que quiera, pero no soy tan sonso. No le quitaba el ojo a esa puerta. Pierda cuidado: nadie entró ni salió.

»Abenjaldún tomó del brazo a Ibrahim y lo llevó al archivo; después me dijo: "Trae ahora a Izedín". Cosa rara, don Isidro, las dos primeras veces había tenido confianza en mí; esta vuelta estaba acobardado. Bajé, caminé tres veces alrededor de los drusos y volví con Izedín. Yo estaba cansadísimo: en la escalera se me nubló la vista, cosas del riñón; todo me pareció distinto, hasta mi compañero. El mismo Abenjaldún, que ya me tenía tanta fe que en lugar de rezar se había puesto a jugar al solitario, se lo llevó a Izedín al archivo, y me dijo, hablándome como un padre:

»-Este ejercicio te ha rendido. Yo buscaré al cuarto iniciado, que es Jalil.

»La fatiga es el enemigo de la atención, pero en cuanto salió Abenjaldún me prendí a los barrotes de la galería y me puse a espiarlo. El hombre dio sus tres vueltas lo más chato, agarró de un brazo a Jalil y se lo trajo para arriba. Ya le dije que el archivo no tiene más puerta que la que da a la secretaría. Por esa puerta entró Abenjaldún con Jalil; en seguida salió con los cuatro drusos velados; me hizo la señal de la cruz, porque son gente muy devota; después les dijo en criollo que se quitaran los velos; usted dirá que es pura fábula, pero ahí estaban Izedín, con su cara de extranjero, y Jalil, el subgerente de La Formal, y Yusuf, el cuñado del que es gangoso, e Ibrahim, pálido como un muerto y barbudo, el socio de Abenjaldún, usted sabe. ¡Ciento cincuenta drusos iguales y ahí estaban los cuatro maestros!

»El doctor Abenjaldún casi me abrazó; pero los otros, que son personas refractarias a la evidencia, y llenas de supersticiones y agüerías, no dieron su brazo a torcer y se le enojaron en druso. El pobre Abenjaldún quiso convencerlos, pero al fin tuvo que ceder. Dijo que me sometería a otra prueba, dificilísima, pero que en esa prueba se jugaría la vida de todos ellos y tal vez la suerte del mundo. Continuó:

»-Te vendaremos los ojos con este velo, pondremos en tu mano derecha esta larga caña, y cada uno de nosotros se ocultará en algún rincón de la casa o de los jardines. Esperarás aquí hasta que el reloj dé las doce; después nos encontrarás sucesivamente, guiado por las figuras. Esas figuras rigen el mundo; mientras dure el examen, te confiamos el curso de las figuras: el cosmos estará en tu poder. Si no alteras el orden del zodíaco, nuestros destinos y el destino del mundo seguirán el curso prefijado; si tu imaginación se equivoca, si después de la Balanza imaginas el León y no el Escorpión, el maestro a quien buscas perecerá y el mundo conocerá la amenaza del aire, del agua y del fuego.

»Todos dijeron que sí, menos Izedín, que había ingerido tanto salame que ya se le cerraban los ojos y que estaba tan distraído que al irse nos dio la mano a todos, uno por uno, cosa que no hace nunca.

»Me dieron una caña de bambú, me pusieron la venda y se fueron. Me quedé solo. Qué ansiedad la mía: imaginarme las figuras, sin alterar el orden; esperar las campanadas que no sonaban nunca; el miedo que sonaran y echar a andar por esa casa, que de golpe me pareció interminable y desconocida. Sin querer pensé en la escalera, en los descansos, en los muebles que habría en mi camino, en los sótanos, en el patio, en las claraboyas, qué sé yo. Empecé a oír de todo: las ramas de los árboles del jardín, unos pasos arriba, los drusos que se iban de la quinta, el arranque del viejo Issota de Abd-el-Melek: usted sabe, el que se ganó la rifa del aceite Raggio. En fin, todos se iban y yo me quedaba solo en el caserón, con esos drusos escondidos quién sabe dónde. Ahí tiene, cuando sonó el reloj me llevé un susto. Salí con mi cañita, yo, un muchacho joven, pletórico de vida, caminando como inválido, como un ciego, si usted me interpreta; agarré en seguida para la izquierda, porque el cuñado del gangoso tiene mucho savoir faire y yo pensé que iba a encontrarlo bajo de la mesa; todo el tiempo veía patente la Balanza, el Escorpión, el Sagitario y todas esas ilustraciones; me olvidé del primer descanso de la escalera y seguí bajando en falso; después me entré en el jardín de invierno. De golpe me perdí. No encontraba ni la puerta ni las paredes. También hay que ver: tres días a puro té solo y el gran desgaste mental que yo me exigía. Dominé, con todo, la situación, y agarré por el lado del montaplatos; yo malicié que alguno se habría introducido en la carbonera; pero esos drusos, por instruidos que sean, no tienen nuestra viveza criolla. Entonces me volví para la sala. Tropecé con una mesita de tres patas, que usan algunos drusos que todavía creen en el espiritismo, como si estuvieran en la Edad Media. Me pareció que me miraban todos los ojos de los cuadros al óleo -usted se reirá, tal vez; mi hermanita siempre dice que tengo algo de loco y de poeta-. Pero no me dormí y en seguida lo descubrí a Abenjaldún: estiré el brazo y ahí estaba. Sin mayor dificultad, encontramos la escalera, que estaba mucho más cerca de lo que yo imaginaba, y ganamos la secretaría. En el trayecto no dijimos ni una sola palabra. Yo estaba ocupado con las figuras. Lo dejé y salí a buscar otro druso. En eso oí como una risa ahogada. Por primera vez tuve una duda: llegué a pensar que se reían de mí. En seguida oí un grito. Yo juraría que no me equivoqué en las imágenes; pero, primero con la rabia y después con la sorpresa, tal vez me haya confundido. Yo nunca niego la evidencia. Me di vuelta y tanteando con la caña entré en la secretaría. Tropecé con algo en el suelo. Me agaché. Toqué el pelo con la mano. Toqué una nariz, unos ojos. Sin darme cuenta de lo que hacía, me arranqué la venda.

»Abenjaldún estaba tirado en la alfombra, tenía la boca toda babosa y con sangre; lo palpé; estaba calentito todavía, pero ya era cadáver. En el cuarto no había nadie. Vi la caña, que se me había caído de la mano; tenía sangre en la punta. Recién entonces comprendí que yo lo había matado. Sin duda, cuando oí la risa y el grito, me confundí un momento y cambié el orden de las figuras: esa confusión había costado la vida de un hombre. Tal vez la de los cuatro maestros… Me asomé a la galería y los llamé. Nadie me contestó. Aterrado, huí por los fondos, repitiendo en voz baja el Carnero, el Toro, los Gemelos, para que el mundo no se viniera abajo. En seguida llegué a la tapia y eso que la quinta tiene tres cuartos de manzana; siempre el Tullido Ferrarotti me sabía decir que mi porvenir estaba en las carreras de medio fondo. Pero esa noche fui una revelación en salto en alto. De un saque salvé la tapia, que tiene casi dos metros; cuando estaba levantándome de la zanja y sacándome una porción de cascos de botella que se me habían incrustado por todos lados, empecé a toser con el humo. De la quinta salía un humo negro y espeso como lana de colchón. Aunque no estaba entrenado, corrí como en mis buenos tiempos; al llegar a Rosetti me di vuelta: había una luz como de 25 de Mayo en el cielo, la casa estaba ardiendo. ¡Ahí tiene lo que puede significar un cambio en las figuras! De pensarlo, la boca se me puso más seca que lengua de loro. Divisé un agente en la esquina, y di marcha atrás; después me metí en unos andurriales que es una vergüenza que haya todavía en la Capital; yo sufría como argentino, le aseguro, y me tenían mareado unos perros, que bastó que uno solo ladrara para que todos se pusieran a ensordecerme desde muy cerca, y en esos barriales del oeste no hay seguridad para el peatón ni vigilancia de ninguna especie. De pronto me tranquilicé, porque vi que estaba en la calle Charlone; unos infelices que estaban de patota en un almacén se pusieron a decir "el Carnero, el Toro" y a hacer ruidos que están mal en una boca; pero yo no les llevé el apunte y pasé de largo. ¿Quiere creer que sólo al rato me di cuenta que yo había estado repitiendo las figuras, en voz alta? Volví a perderme. Usted sabe que en esos barrios ignoran los rudimentos del urbanismo y las calles están perdidas en un laberinto. Ni se me pasó por la cabeza tomar algún vehículo: llegué a casa con el calzado hecho una miseria, a la hora en que salen los basureros. Yo estaba enfermo de cansancio esa madrugada. Creo que hasta tenía temperatura. Me tiré en la cama, pero resolví no dormir, para no distraerme de las figuras.

»A las doce del día mandé parte de enfermo a la redacción y a las Obras Sanitarias. En eso entró mi vecino, el viajante de la Brancato, y se hizo firme y me llevó a su pieza a tomar una tallarinada. Le hablo con el corazón en la mano: al principio me sentí un poco mejor. Mi amigo tiene mucho mundo y destapó un moscato del país. Pero yo no estaba para diálogos finos y, aprovechando que el tuco me había caído como un plomo, me fui a mi pieza. No salí en todo el día. Sin embargo, como no soy un ermitaño y me tenía preocupado lo de la víspera, le pedí a la patrona que me trajera las Noticias. Sin tan siquiera examinar la página de los deportes, me engolfé en la crónica policial y vi la fotografía del siniestro: a las 0,23 de la madrugada había estallado un incendio de vastas proporciones en la casaquinta del doctor Abenjaldún, sita en Villa Mazzini. A pesar de la encomiable intervención de la Seccional de Bomberos, el inmueble fue pasto de las llamas, habiendo perecido en la combustión su propietario, el distinguido miembro de la colectividad siriolibanesa, doctor Abenjaldún, uno de los grandes pioneers de la importación de substitutos del linóleum. Quedé horrorizado. Baudizzone, que siempre descuida su página, había cometido algunos errores: por ejemplo; no había mencionado para nada la ceremonia religiosa, y decía que esa noche se habían reunido para leer la Memoria y renovar autoridades. Poco antes del siniestro habían abandonado la quinta los señores Jalil, Yusuf e Ibrahim. Estos declararon que hasta las 24 estuvieron departiendo amigablemente con el extinto, que, lejos de presentir la tragedia que pondría un punto final a sus días y convertiría en cenizas una residencia tradicional de la zona del oeste, hizo gala de su habitual sprit. El origen de la magna conflagración quedaba por aclarar.

»A mí no me asusta el trabajo, pero desde entonces no he vuelto al diario ni a las Obras, y ando con el ánimo por el suelo. A los dos días me vino a visitar un señor muy afable, que me interrogó sobre mi participación en la compra de escobillones y trapos de rejilla para la cantina del personal del corralón de la calle Bucarelli; después cambió de tema y habló de las colectividades extranjeras y se interesó especialmente en la siriolibanesa. Prometió, sin mayor seguridad, repetir la visita. Pero no volvió. En cambio, un desconocido se instaló en la esquina y me sigue con sumo disimulo por todos lados. Yo sé que usted no es hombre de dejarse enredar por la policía ni por nadie. Sálveme, don Isidro, ¡estoy desesperado!

– Yo no soy brujo ni ayunador para andar resolviendo adivinanzas. Pero no te voy a negar una manita. Eso sí, con una condición. Prométeme que me vas a hacer caso en todo.

– Como usted diga, don Isidro.

– Muy bien. Vamos a empezar en seguida. Decí en orden las figuras del almanaque.

– El Carnero, el Toro, los Gemelos, el Cangrejo, el León, la Virgen, la Balanza, el Escorpión, el Sagitario, el Capricornio, el Acuario, los Peces.

– Muy bien. Ahora decilos al revés.

Molinari, pálido, balbuceó:

– El Ronecar, el Roto…

– Salí de ahí con esas compadradas. Te digo que cambies el orden, que digas de cualquier modo las figuras.

– ¿Que cambie el orden? Usted no me ha entendido, don Isidro, eso no se puede…

– ¿No? Decí la primera, la última y la penúltima.

Molinari, aterrado, obedeció. Después miró a su alrededor.

– Bueno, ahora que te has sacado de la cabeza esas fantasías, te vas para el diario. No te hagás mala sangre.

Mudo, redimido, aturdido, Molinari salió de la cárcel. Afuera, estaba esperándolo el otro.

II

A la semana, Molinari admitió que no podía postergar una segunda visita a la Penitenciaría. Sin embargo, le molestaba encararse con Parodi, que había penetrado su presunción y su miserable credulidad. ¡Un hombre moderno, como él, haberse dejado embaucar por unos extranjeros fanáticos! Las apariciones del señor afable se hicieron más frecuentes y más siniestras: no sólo hablaba de los siriolibaneses, sino de los drusos del Líbano; su diálogo se había enriquecido de temas nuevos; por ejemplo, la abolición de la tortura en 1813, las ventajas de una picana eléctrica recién importada de Bremen por la Sección Investigaciones, etc.

Una mañana de lluvia, Molinari tomó el ómnibus en la esquina de Humberto I. Cuando bajó en Palermo, bajó también el desconocido, que había pasado de los anteojos a la barba rubia…

Parodi, como siempre, lo recibió con cierta sequedad; tuvo el tino de no aludir al misterio de Villa Mazzini: habló, tema habitual en él, de lo que puede hacer el hombre que tiene un sólido conocimiento de la baraja. Evocó la memoria tutelar del Lince Rivarola, que recibió un sillazo en el momento mismo de extraer un segundo as de espadas de un dispositivo especial que tenía en la manga. Para complementar esa anécdota, extrajo de un cajón un mazo grasiento, lo hizo barajar por Molinari y le pidió que extendiera los naipes sobre la mesa, con las figuras para abajo. Le dijo:

– Amiguito, usted que es brujo, le va a dar a este pobre anciano el cuatro de copas.

Molinari balbuceó:

– Yo nunca he pretendido ser brujo, señor… Usted sabe que yo he cortado toda relación con esos fanáticos.

– Has cortado y has barajado; dame en seguidita el cuatro de copas. No tengas miedo; es la primer carta que vas a agarrar.

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