»Tal vez pensó que no le valía mucho vivir: veinte años crueles habían caído sobre la princesa que ahora dirigía una casa mala. También yo, en su lugar, hubiera sido un miedoso.
Montenegro encendió un segundo Sublimé.
– Es la vieja historia -observó-. La rezagada inteligencia confirma la intuición genial del artista. Yo siempre desconfié de la señora Puffendorf-Duvernois, de Bibiloni, del padre Brown y, muy especialmente, del coronel Harrap. Pierda cuidado, mi querido Parodi: no tardaré en comunicar mi solución a las autoridades.
Quequén, 5 de febrero de 1942
El dios de los toros
A la memoria del poeta Alexander Pope
I
Con la franqueza viril que lo distinguía, el poeta José Formento no vacilaba en repetir a las señoras y caballeros que concurrían a La Casade Arte (Florida y Tucumán): "No hay fiesta para mi espíritu como los torneos verbales de mi maestro Carlos Anglada con ese dieciochesco Montenegro. Marinetti contra Lord Byron, el cuarenta caballos contra el aristocrático tilbury, la ametralladora contra el estoque." Estos torneos complacían también a los protagonistas, que, por lo demás, se apreciaban mucho. En cuanto supo el robo de las cartas, Montenegro (que desde su casamiento con la princesa Fiodorovna se había retirado del teatro y dedicaba su ocio a la redacción de una vasta novela histórica y a las investigaciones policiales) ofreció a Carlos Anglada su perspicacia y su prestigio, pero le señaló la conveniencia de una visita a la celda 273, donde estaba recluido por el momento su colaborador, Isidro Parodi.
Éste, a diferencia del lector, no conocía a Carlos Anglada: no había examinado los sonetos de Las pagodas seniles (1912), ni las odas panteístas de Yo soy los otros (1921), ni las mayúsculas de Veo y meo (1928), ni la novela nativista El carnet de un gaucho (1931), ni uno solo de los Himnos para millonarios (quinientos ejemplares numerados y la edición popular de la imprenta de los Expedicionarios de Don Bosco, 1934), ni el Antifonario de los panes y los peces (1935), ni, por escandaloso que parezca, los doctos colofones de la Editorial Probeta (Carillas del Buzo, impresas bajo los cuidados del Minotauro, 1939) . Nos duele confesar que, en veinte años de cárcel, Parodi no había tenido tiempo de estudiar el Itinerario de Carlos Anglada (trayectoria de un lírico). En este indispensable tratado, José Formento, asesorado por el mismo maestro, historia sus diversas etapas: la iniciación modernista; la comprensión (a veces, la transcripción) de Joaquín Belda; el fervor panteísta de 1921, cuando el poeta, ávido de una plena comunión con la naturaleza, negaba toda suerte de calzado y deambulaba, rengo y sangriento, entre los canteros de su coqueto chalet de Vicente López; la negación del frío intelectualismo: años ya celebérrimos en que Anglada, acompañado de una institutriz y de una versión chilena de Lawrence, no trepidaba en frecuentar los lagos de Palermo, puerilmente trajeado de marinero y munido de un aro y de un monopatín; el despertar nietzscheano que germinó en Himnos para millonarios, obra de afirmación aristocrática, basada en un artículo de Azorín, de la que se arrepentiría muy luego el popular catecúmeno del Congreso Eucarístico; finalmente, el altruismo y buceo en las provincias, donde el maestro somete al escalpelo crítico a las novísimas promociones de poetas mudos, a quienes dota del megáfono de la Editorial Probeta, que ya cuenta con menos de cien suscriptores y algunas plaquettes en preparación.
Carlos Anglada no era tan alarmante como su bibliografía y su retrato: don Isidro, que estaba cebándose un mate en su jarrito celeste, alzó los ojos y vio al hombre: sanguíneo, alto, macizo, prematuramente calvo, de ojos fruncidos y obstinados, de enérgico mostacho teñido. Usaba, como decía festivamente José Formento, un traje a cuadros. Lo seguía un señor que, de cerca, parecía el mismo Anglada visto de lejos; la calvicie, los ojos, el mostacho, la reciedumbre, el traje de cuadros se repetían, pero en un formato menor. El astuto lector ya habrá adivinado que este joven era José Formento, el apóstol, el evangelista de Anglada. Su tarea no era monótona. La versatilidad de Anglada, ese moderno Frégoli del espíritu, hubiera confundido a discípulos menos infatigables y abnegados que el autor de Pis-cuna (1929), Apuntaciones de un acopiador de aves y huevos (1932), Odas para gerentes (1934) y Domingo en el cielo (1936). Como nadie ignora, Formento veneraba al maestro; éste le correspondía con una condescendencia cordial, que no excluía, a veces, la amistosa reprimenda. Formento no era sólo el discípulo, sino también el secretario -esa bonne à tout faire que tienen los grandes escritores para puntuar el manuscrito genial y para extirpar una hache intrusa.
Anglada embistió inmediatamente el asunto:
– Usted me disculpará: yo hablo con la franqueza de una motocicleta. Estoy aquí por indicación de Gervasio Montenegro. Dejo constancia. No creo, y no creeré, que un encarcelado es persona indicada para resolver enigmas policiales. El asunto en sí no es complejo. Vivo, como es fama, en Vicente López. En mi escritorio, en mi usina de metáforas, para ser más claro, hay una caja de fierro; ese prisma con cerradura encierra -mejor dicho encerraba- un paquete de cartas. No hay misterio. Mi corresponsal y admiradora es Mariana Ruiz Villalba de Muñagorri, "Moncha" para sus íntimos. Juego a cartas vistas. A pesar de las imposturas de la calumnia, no ha habido comercio carnal. Planeamos en un plano más alto -emocional, mental-. En fin, un argentino no comprenderá nunca estas afinidades. Mariana es un espíritu hermoso; más: una hembra hermosa. Este pletórico organismo está provisto de una antena sensible a toda vibración moderna. Mi obra primigenia, Las pagodas seniles, la indujo a la elaboración de sonetos. Yo corregí esos endecasílabos. La presencia de algún alejandrino denunciaba una genuina vocación para el versolibrismo. En efecto, ahora cultiva el ensayo en prosa. Ya ha escrito: Un día de lluvia, Mi perro Bob, El primer día de primavera, La batalla de Chacabuco, Por qué me gusta Picasso, Por qué me gusta el jardín, etc. En fin, desciendo como un buzo a la minucia policial, más accesible a usted. Como nadie ignora, soy esencialmente multitudinario; el 14 de agosto abrí las fauces de mi chalet a un grupo interesante: escritores y suscriptores de Probeta. Los primeros exigían la publicación de sus manuscritos; los segundos, la devolución de las cuotas que habían perdido. En tales circunstancias estoy feliz, como el submarino en el agua. La vivaz reunión se prolongó hasta las dos a.m. Soy ante todo un combatiente: improvisé una casamata de butacas y taburetes y logré salvar buena parte de la vajilla. Formento, más parecido a Ulises que a Diomedes, trató de aplacar a los polemistas mediante una bandeja de madera provista de facturas surtidas y de Naranja-Bilz. ¡Pobre Formento! Sólo consiguió aumentar las reservas de proyectiles que emitían mis detractores. Cuando el último pompier se hubo retirado, Formento, con una devoción que no olvidaré, me echó un balde de agua en la cara y me restituyó a mi lucidez de tres mil bujías. Durante el colapso erigí un poema acrobático. Su título, De pie sobre el impulso; el verso final, Yo fusilé a la muerte a quemarropa. Hubiera sido peligroso perder ese metal del subconsciente. Sin solución de continuidad, despedí a mi discípulo. Éste, en la logomaquia, había perdido el portamonedas. Con toda franqueza, requirió mi apoyo para su traslado a Saavedra. La llave de mi inviolable Vetere tiene su reducto en mi bolsillo; la extraje, la esgrimí, la utilicé. Encontré las monedas solicitadas: no encontré las cartas de Moncha -perdón, de Mariana Ruiz Villalba de Muñagorri-. El golpe no derribó mi energía siempre de pie en el cabo Pensamiento, revisé la casa y las dependencias, desde el calefón hasta el pozo negro. El resultado de mi operación fue negativo.
– Afirmo que las cartas no están en el chalet -dijo la espesa voz de Formento-. El 15 por la mañana volví con un dato del Campano Ilustrado, que mi maestro requería para sus investigaciones. Me ofrecí para un segundo registro de la casa. No encontré nada. Miento. Descubrí algo valioso para el señor Anglada y para la República. Un tesoro que la distracción del poeta arrumbara en el sótano: cuatrocientos noventa y siete ejemplares de la obra agotada El carnet de un gaucho.
– Usted disculpará el fervor literario de mi discípulo -dijo rápidamente Carlos Anglada-. Estos hallazgos eruditos no pueden interesar a un espíritu como el suyo, rápidamente confinado en lo policial. He aquí el hecho: las cartas han desaparecido; en manos de una persona inescrupulosa estas vibraciones de una gran dama, estos archivos de materia gris y materia sentimental pueden ser una piedra de escándalo. Se trata de un documento humano que une al impacto del estilo -modelado en rojo por el mío- la frágil intimidad de una mujer de mundo. Bref: gran carnada para editores piratas y trasandinos.
II
Una semana después, un largo Cadillac se detuvo en la calle Las Heras, ante la Penitenciaría Nacional. Se abrió la portezuela. Un caballero, de saco gris, pantalón de fantasía, guantes claros y bastón con empuñadura en cabeza de perro, descendió con una elegancia algo surannée y entró con paso firme, por los jardines.
El subcomisario Grondona lo recibió con servilismo. El caballero aceptó un habano de Bahía y se dejó conducir a la celda 273. Don Isidro, en cuanto lo vio, ocultó un atado de Sublimes bajo su birrete reglamentario, y dijo con dulzura:
– Pucha que la carne se vende bien en Avellaneda. Ese trabajo enflaquece a más de uno; a usted lo engorda.
– Touché, mi querido Parodi, touché. Confieso mi embonpoint. La princesa me encarga que le bese la mano -replicó Montenegro entre dos bocanadas azules-. También nuestro común amigo Carlos Anglada, espíritu chispeante, si los hay, pero carente de la disciplina mediterránea, lo recuerda. Lo recuerda demasiado, inter nos. Ayer no más irrumpió en mi bufete. Bastaron dos portazos y una respiración casi asmática, para que el catador de fisonomías descubriera en un abrir y cerrar de ojos que Carlos Anglada estaba nervioso. Comprendí en seguida: la congestión del tráfico es adversa a la serenidad del espíritu. Usted, más sabio, ha elegido bien: la reclusión, la vida metódica, la falta de excitantes. En el corazón de la ciudad, su pequeño oasis parece de otro mundo. Nuestro amigo es más débil: basta una quimera para aterrarlo. Francamente, lo creí de temple más recio. Al principio afrontó la pérdida de las cartas con el estoicismo de un clubman; ayer he constatado que esa fachada no era más que una máscara. El hombre ha sido herido, blessé. En mi bufete, ante un Maraschino 1934, entre el humo tonificante de los habanos, el hombre se despojó de todo antifaz. Comprendo su alarma. La publicación del epistolario de Moncha sería un rudo golpe para nuestra sociedad. Una mujer hors concours, mi querido amigo: belleza física, fortuna, linaje, figuración: espíritu moderno en vaso de Murano. Carlos Anglada, lastimero, insiste en que la publicación de esas cartas comportaría su ruina y la besogne, decididamente antihigiénica, de ultimar a ese colérico Muñagorri en un lance de honor. Con todo, mi estimable Parodi, le ruego que no pierda su sangre fría. Ya he dado el primer paso: invité a Carlos Anglada y a Formento a pasar unos días en la cabaña La Moncha, de Muñagorri. Noblesse oblige: reconozcamos que la obra de Muñagorri ha llevado el progreso a toda una zona del Pilar. Usted debiera resolverse a examinar de cerca esa maravilla. Es una de las pocas estancias donde el acervo nacional de la tradición se mantiene vivo y pujante. Pese a la intromisión del dueño de casa, hombre tiránico y chapado a la antigua, ninguna nube empañará esa reunión de amigos. Mariana hará los honores, deliciosamente, por cierto. Le aseguro que este viaje no es un capricho de artista: nuestro médico de cabecera, el doctor Mugica, aconseja tratar enérgicamente mi surmenage. Pese a la cordial insistencia de Mariana, la Princesa no podrá acompañarnos. La retienen sus múltiples tareas en Avellaneda. Yo, en cambio, prolongaré la villegiature hasta el Día de la Primavera. Como usted acaba de comprobar, no he vacilado ante el remedio heroico. Dejo en sus manos la minucia policial, la obtención de las cartas. Mañana mismo a las diez, la alegre caravana automovilística parte del cenotafio de Rivadavia, rumbo a La Moncha, ebria de ilimitados horizontes, de libertad.
Con un ademán preciso, Gervasio Montenegro interrogó su áureo Vacheron et Constantin.
– El tiempo es oro -exclamó-. He prometido visitar al coronel Harrap y al reverendo Brown, sus confrères de establecimiento penal. Hace poco visité en la calle San Juan a la baronne Puffendorf-Duvernois, née Pratolongo. Su dignidad no ha sufrido, pero su tabaco abisinio es abominable.
III
El 5 de septiembre, al atardecer, un visitante con brazal y paraguas entró en la celda 273. Habló en seguida; habló con funeraria vivacidad; pero don Isidro notó que estaba preocupado.
– Aquí me tiene, crucificado como el sol en la hora del ocaso -José Formento indicó vagamente un tragaluz que daba al lavadero-. Usted dirá que soy un judas, entregado a tareas sociales, mientras el Maestro sufre persecuciones. Pero mi motor es muy otro. Vengo a exigirle, más aún a solicitarle, que mueva las influencias acumuladas en tantos años de convivencia con la autoridad. Sin el amor, la caridad es imposible. Como dijo Carlos Anglada en su llamado a las juventudes Agrarias: Para inteligir el tractor, es menester amar el tractor; para inteligir a Carlos Anglada, es menester amar a Carlos Anglada. Quizá los libros del maestro no sirvan para la investigación policial; le traigo un ejemplar de mi Itinerario de Carlos Anglada. Ahí, el hombre que despista a los críticos e interesa aún a la policía se revela como un impulsivo, un niño casi.
Abrió al azar el volumen y lo puso en manos de Parodi. Éste, efectivamente, vio una fotografía de Carlos Anglada, calvo y enérgico, vestido de marinero.
– Usted como fotografista será una eminencia, no le discuto; pero lo que yo necesito es que me refieran el sucedido desde el 29 a la noche; también me gustaría saber cómo se llevaba esa gente. He leído los sueltitos de Molinari; no tiene basura en la cabeza, pero uno acaba por marearse con tanta fotografía. No se altere, joven, y cuénteme las cosas en orden.
– Le daré una instantánea de los hechos. El 24 llegamos a la estancia. Gran cordialidad y armonía. La señora Mariana -traje de montar de Redfern, ponchillo de Patou, botas de Hermés, maquillaje pleinair de Elizabeth Arden- nos recibió con su sencillez habitual. El dúo Anglada-Montenegro discutió la puesta de sol hasta muy entrada la noche. Anglada la reputó inferior a los faroles de un automóvil que devora el macadam; Montenegro, a un soneto del mantuano. Por fin, ambos eligerantes ahogaron el espíritu polémico en un vermouth con bitter. El señor Manuel Muñagorri, aplacado por el tacto de Montenegro, se mostraba resignado a nuestra visita. A las ocho en punto, la institutriz, una rubia de lo más grosera, créame usted, trajo al Pampa, único fruto de una pareja feliz. La señora Mariana, en lo alto de la escalinata, extendió los brazos al niño y éste, de facón y chiripá, corrió a ocultarse en la caricia materna. Escena inolvidable, por lo demás repetida todas las noches, que nos demuestra la perduración de los vínculos familiares en pleno clima de mundaneidad y bohemia. Inmediatamente, la institutriz se llevó al Pampa. Muñagorri explicó que toda la pedagogía estaba cifrada en el precepto salomónico: escatima el palo y estropearás al niño. Me consta que para obligarlo a usar facón y chiripá tenía que poner en práctica ese precepto.