Beatriz, en el otro automóvil, no pudo sacar ninguna conclusión de la ruta. Siempre estuvo tendida en el suelo y no recordaba haber subido una cuesta tan empinada como la de La Calera, ni pasaron por ningún retén, aunque era posible que el taxi tuviera algún privilegio para no ser demorado. El ambiente en la ruta fue de un gran nerviosismo por el embrollo del tránsito. El chofer gritaba a través del radioteléfono que no podía pasar por encima de los carros, preguntaba qué hacía, y eso ponía más nerviosos a los del automóvil delantero, que le daban indicaciones distintas y contradictorias.
Beatriz había quedado muy incómoda, con la pierna doblada y aturdida por el tufo de la chaqueta. Trataba de acomodarse. Su guardián pensaba que estaba rebelándose y procuró calmarla: «Tranquila, mi amor, no te va a pasar nada -le decía-. Sólo vas a llevar una razón». Cuando por fin entendió que ella tenía la pierna mal puesta, la ayudó a estirarla y fue menos brusco. Más que nada, Beatriz no podía soportar que él le dijera «mi amor», y esa licencia la ofendía casi más que el tufo de la chaqueta. Pero cuanto más trataba él de tranquilizarla más se convencía ella de que iban a matarla. Calculó que el viaje no duró más de cuarenta minutos, así que cuando llegaron a la casa debían ser las ocho menos cuarto. La llegada fue idéntica a la de Maruja. Le taparon la cabeza con la chamarra pestilente y la llevaron de la mano con la advertencia de que sólo mirara hacia abajo. Vio lo mismo que Maruja: el patio, el piso de baldosa, dos escalones finales. Le indicaron que se moviera a la izquierda, y le quitaron la chaqueta. Allí estaba Maruja sentada en un taburete, pálida bajo la luz roja del bombillo único.
– ¡Beatriz! -dijo Maruja-. ¡Usted aquí!
Ignoraba qué había pasado con ella, pero pensó que la habían liberado por no tener nada que ver con nada. Sin embargo, al verla ahí, sintió al mismo tiempo una gran alegría de no estar sola, y una inmensa tristeza porque también a ella la hubieran secuestrado. Se abrazaron como si no se hubieran visto desde hacía mucho tiempo.
Era inconcebible que las dos pudieran sobrevivir en aquel cuarto de mala muerte, durmiendo sobre un solo colchón tirado en el suelo, y con dos vigilantes enmascarados que no las perderían de vista ni un instante. Un nuevo enmascarado, elegante, fornido, con no menos de un metro ochenta de estatura, al que los otros llamaban el Doctor, tomó entonces el mando con aires de gran jefe. A Beatriz le quitaron los anillos de la mano izquierda y no se dieron cuenta de que llevaba una cadena de oro con una medalla de la Virgen.
– Esto es una operación militar, y a ustedes no les va a pasar nada -dijo, y repitió-: Sólo las hemos traído para llevar un comunicado al gobierno.
– ¿Quién nos tiene? -le preguntó Maruja.
Él se encogió de hombros. «Eso no interesa ahora», dijo. Levantó la ametralladora para que la vieran bien, y prosiguió: «Pero quiero decirles una cosa. Ésta es una ametralladora con silenciador, nadie sabe dónde están ustedes ni con quién. Donde griten o hagan algo las desaparecemos en un minuto y nadie vuelve a saber de ustedes». Ambas retuvieron el aliento a la espera de lo peor. Pero al final de las amenazas, el jefe se dirigió a Beatriz.
– Ahora las vamos a separar, pero a usted la vamos a dejar libre -le dijo-. La trajimos por equivocación.
Beatriz reaccionó de inmediato.
– Ah, no -dijo sin la menor duda-. Yo me quedo acompañando a Maruja.
Fue una decisión tan valiente y generosa, que el mismo secuestrador exclamó asombrado sin una pizca de ironía: «Qué amiga tan leal tiene usted, doña Maruja». Ésta, agradecida en medio de su consternación, le confirmó que así era, y se lo agradeció a Beatriz. El Doctor les preguntó entonces si querían comer algo. Ambas dijeron que no. Pidieron agua, pues tenían la boca reseca.
Les llevaron refrescos. Maruja, que siempre tiene un cigarrillo encendido y el paquete y el encendedor al alcance de la mano, no había fumado en el trayecto. Pidió que le devolvieran la cartera donde llevaba los cigarrillos, y el hombre le dio uno de los suyos. Ambas pidieron ir al baño. Beatriz fue primero, tapada con un trapo roto y sucio. «Mire para el suelo», le ordenó alguien. La llevaron de la mano por un corredor estrecho hasta un retrete ínfimo, en muy mal estado y con una ventanita triste hacia la noche. La puerta no tenía aldaba por dentro, pero cerraba bien, de modo que Beatriz se encaramó en el inodoro y miró por la ventana. Lo único que pudo ver a la luz de un poste fue una casita de adobe con tejados rojos y un prado al frente, como se ven tantas en los senderos de la sabana. Cuando regresó al cuarto se encontró con que la situación había cambiado por completo. «Nos acabamos de enterar quién es usted y también nos sirve -le dijo el Doctor-. Se queda con nosotros. «Lo habían sabido por la radio, que acababa de dar la noticia del secuestro. El periodista Eduardo Carrillo, que atendía la información de orden público en Radio Cadena Nacional (RCN), estaba consultando algo con una fuente militar, cuando ésta recibió por radioteléfono la noticia del secuestro. En aquel mismo instante la estaban transmitiendo ya sin detalles. Fue así como los secuestradores conocieron la identidad de Beatriz.
La radio dijo además que el chofer del taxi chocado anotó dos números de la placa y los datos generales del automóvil que lo había abollado. La policía estableció la ruta de escape. De modo que aquella casa se había vuelto peligrosa para todos y tenían que irse enseguida. Peor aún: las secuestradas irían en un coche distinto, y encerradas en el baúl. Los alegatos de ambas fueron inútiles, porque los secuestradores parecían tan asustados como ellas y no lo ocultaban. Maruja pidió un poco de alcohol medicinal, aturdida por la idea de que se iban a asfixiar en el baúl.
– Aquí no tenemos alcohol -dijo el Doctor, áspero-. Se van en la maleta y no hay nada que hacer. Apúrense.
Las obligaron a quitarse los zapatos y a llevarlos en la mano, mientras las conducían a través de la casa hasta el garaje. Allí las descubrieron, y las acomodaron en el baúl del carro en posición fetal, sin forzarlas. El espacio era suficiente y bien ventilado porque habían quitado los cauchos selladores. Antes de cerrar, el Doctor les soltó una ráfaga de terror.
– Llevamos aquí diez kilos de dinamita -les dijo-. Al primer grito, o tos o llanto, o lo que sea, nos bajamos del carro y lo hacemos explotar.
Para alivio y sorpresa de ambas, por las costuras del baúl se colaba una comente fría y pura como de aire acondicionado. La sensación de ahogo desapareció, y sólo quedó la incertidumbre. Maruja asumió una actitud ensimismada que hubiera podido confundirse con un completo abandono, pero que en realidad era su fórmula mágica para sobrellevar la ansiedad. Beatriz, en cambio, intrigada por una curiosidad insaciable, se asomó por la ranura luminosa del baúl mal ajustado. A través del cristal posterior vio los pasajeros del carro: dos hombres en el asiento trasero, y una mujer de pelo largo junto al chofer, con un bebé como de dos años. A su derecha vio el gran anuncio de luz amarilla de un centro comercial conocido. No había duda: era la autopista hacia el norte, iluminada por un largo trecho, y luego la oscuridad total en un camino destapado, donde el carro redujo la marcha. Al cabo de unos quince minutos se detuvo.
Debía ser otro retén. Se oían voces confusas, ruidos de otros carros, músicas; pero estaba tan oscuro que Beatriz no alcanzaba a distinguir nada. Maruja se despabiló, puso atención, esperanzada de que fuera una caseta de control donde los obligaran a mostrar qué llevaban en el baúl. El carro arrancó al cabo de unos cinco minutos y subió por una cuesta empinada, pero esta vez no pudieron establecer la ruta. Unos diez minutos después se detuvo, y abrieron el baúl. Otra vez les taparon las cabezas y las ayudaron a salir en tinieblas. Hicieron juntas un recorrido semejante al que habían hecho en la otra casa, mirando al suelo y guiadas por los secuestradores a través de un corredor, una salita donde otras personas hablaban en susurros, y por fin un cuarto. Antes de hacerlas entrar, el Doctor las preparó.
– Ahora van a encontrarse con una persona amiga -les dijo.
La luz dentro del cuarto era tan escasa que necesitaron un momento para acostumbrar la vista. Era un espacio de no más de dos metros por tres, con una sola ventana clausurada. Sentados en un colchón individual puesto en el suelo, dos encapuchados como los que habían dejado en la casa anterior miraban absortos la televisión. Todo era lúgubre y opresivo. En el rincón a la izquierda de la puerta, sentada en una cama estrecha con un barandal de hierro, había una mujer fantasmal con el cabello blanco y mustio, los ojos atónitos y la piel pegada a los huesos. No dio señales de haber sentido que entraron; no miró, no respiró. Nada: un cadáver no habría parecido tan muerto. Maruja se sobrepuso al impacto.
– ¡Marina! -murmuró.
Era Marina Montoya, secuestrada desde hacía casi dos meses, y a quien se daba por muerta. Don Germán Montoya, su hermano, había sido el secretario general de la presidencia de la república con un gran poder en el gobierno de Virgilio Barco. A un hijo suyo, Álvaro Diego, gerente de una importante compañía de seguros, lo habían secuestrado los narcotraficantes para presionar una negociación con el gobierno. La versión más corriente -nunca confirmada- fue que lo liberaron al poco tiempo por un compromiso secreto que el gobierno no cumplió. El secuestro de la tía Marina nueve meses después, sólo podía interpretarse como una infame represalia, pues en aquel momento carecía ya de valor de cambio. El gobierno de Barco había terminado, y Germán Montoya era embajador de Colombia en el Canadá. De modo que estaba en la conciencia de todos que a Marina la habían secuestrado sólo para matarla.
Después del escándalo inicial del secuestro, que movilizó a la opinión pública nacional e internacional, el nombre de Marina había desaparecido de los periódicos. Maruja y Beatriz la conocían bien pero no les fue fácil reconocerla. El hecho de que las hubieran llevado al mismo cuarto significó para ellas desde el primer momento que estaban en la celda de los condenados a muerte. Marina no se inmutó. Maruja le apretó la mano, y la estremeció un escalofrío. La mano de Marina no era ni fría ni caliente, ni transmitía nada.
El tema musical del noticiero de televisión las sacó del estupor. Eran las nueve y media de la noche del 7 de noviembre de 1990. Media hora antes, el periodista Hernán Estupiñán del Noticiero Nacional se había enterado del secuestro por un amigo de Focine, y acudió al lugar. Aún no había regresado a su oficina con los detalles completos, cuando el director y presentador Javier Ayala abrió la emisión con la primicia urgente antes de los titulares: La directora general de Focine, doña Maruja Pachón de Villamizar, esposa del conocido político Alberto Villamizar, y la hermana de éste, Beatriz Villamizar de Guerrero, fueron secuestradas a las siete y media de esta noche. El propósito parecía claro: Maruja era hermana de Gloria Pachón, la viuda de Luis Carlos Galán, el joven periodista que había fundado el Nuevo Liberalismo en 1979 para renovar y modernizar las deterioradas costumbres políticas del partido liberal, y era la fuerza más seria y enérgica contra el narcotráfico y a favor de la extradición de nacionales.
2
El primer miembro de la familia que se enteró del secuestro fue el doctor Pedro Guerrero, el marido de Beatriz. Estaba en una Unidad de Sicoterapia y Sexualidad Humana -a unas diez cuadras- dictando una conferencia sobre la evolución de las especies animales desde las funciones primarias de los unicelulares hasta las emociones y afectos de los humanos. Lo interrumpió una llamada telefónica de un oficial de la policía que le preguntó con un estilo profesional si conocía a Beatriz Villamizar. «Claro -contestó el doctor Guerrero-. Es mi mujer». El oficial hizo un breve silencio, y dijo en un tono más humano: «Bueno, no se afane». El doctor Guerrero no necesitaba ser un siquiatra laureado para comprender que aquella frase era el preámbulo de algo muy grave.
– ¿Pero qué fue lo que pasó? -preguntó.
– Asesinaron a un chofer en la esquina de la carrera Quinta con calle 85 -dijo el oficial-. Es un Renault 21, gris claro, con placas de Bogotá PS-2034. ¿Reconoce el número?
– No tengo la menor idea -dijo el doctor Guerrero, impaciente-. Pero dígame qué le pasó a Beatriz.
– Lo único que podemos decirle por ahora es que está desaparecida -dijo el oficial-. Encontramos su cartera en el asiento del carro, y una libreta donde dice que lo llamaran a usted en caso de urgencia.
No había duda. El mismo doctor Guerrero le había aconsejado a su esposa que llevara esa nota en su libreta de apuntes. Aunque ignoraba el número de las placas, la descripción correspondía al automóvil de Maruja. La esquina del crimen era a pocos pasos de la casa de ella, donde Beatriz tenía que hacer una escala antes de llegar a la suya. El doctor Guerrero suspendió la conferencia con una explicación apresurada. Su amigo, el urólogo Alonso Acuña, lo condujo en quince minutos al lugar del asalto a través del tránsito embrollado de las siete.
Alberto Villamizar, el marido de Maruja Pachón y hermano de Beatriz, a sólo doscientos metros del lugar del secuestro, se enteró por una llamada interna de su portero. Había vuelto a casa a las cuatro, después de pasar la tarde en el periódico El Tiempo trabajando en la campaña para la Asamblea Constituyente, cuyos miembros serían elegidos en diciembre, y se había dormido con la ropa puesta por el cansancio de la víspera. Poco antes de las siete llegó su hijo Andrés, acompañado por Gabriel, el hijo de Beatriz, que es su mejor amigo desde que eran niños. Andrés se asomó al dormitorio en busca de su madre y despertó a Alberto. Éste se sorprendió de la oscuridad, encendió la luz y comprobó adormilado que iban a ser las siete. Maruja no había llegado.
Era un retardo extraño. Ella y Beatriz volvían siempre más temprano por muy difícil que estuviera el tránsito, o avisaban por teléfono de cualquier retraso imprevisto. Además, Maruja estaba de acuerdo con él para encontrarse en casa a las cinco. Preocupado, Alberto le pidió a Andrés que llamara por teléfono a Focine, y el celador le dijo que Maruja y Beatriz habían salido con un poco de retardo. Llegarían de un momento a otro. Villamizar había ido a la cocina a tomar agua cuando sonó el teléfono. Contestó Andrés. Por el solo tono de la voz comprendió Alberto que era una llamada alarmante. Así era: algo había pasado en la esquina con un automóvil que parecía ser el de Maruja. El portero tenía versiones confusas.
Alberto le pidió a Andrés que se quedara en casa por si alguien llamaba, y salió a toda prisa. Gabriel lo siguió. No tuvieron nervios para esperar el ascensor, que estaba ocupado, y bajaron volando por las escaleras. El portero alcanzó a gritarles:
– Parece que hubo un muerto.
La calle parecía en fiesta. El vecindario estaba asomado a las ventanas de los edificios residenciales, y había un escándalo de automóviles atascados en la Circunvalar. En la esquina, una radiopatrulla de la policía trataba de impedir que los curiosos se acercaran al carro abandonado. Villamizar se sorprendió de que el doctor Guerrero hubiera llegado antes que él.
Era, en efecto, el automóvil de Maruja. Había transcurrido por lo menos media hora desde el secuestro, y sólo quedaban los rastros: el cristal del lado del chofer destruido por un balazo, la mancha de sangre y el granizo de vidrio en el asiento, y la sombra húmeda en el asfalto, de donde acababan de llevarse al chofer todavía con vida. El resto estaba limpio y en orden.
El oficial de la policía, eficiente y formal, le dio a Villamizar los pormenores aportados por los escasos testigos. Eran fragmentarios e imprecisos, y algunos contradictorios, pero no dejaban duda de que había sido un secuestro, y que el único herido había sido el chofer. Alberto quiso saber si éste había alcanzado a hacer declaraciones que dieran alguna pista. No había sido posible: estaba en estado de coma, y nadie daba razón de adonde lo habían llevado.