Raymond Courréges se habría hecho una clientela tal como su abuelo el cirujano, como su tío abuelo jesuíta, como su padre el doctor, si hubiera sido capaz de subordinar sus apetitos a una carrera, y si su gusto por el placer no le hubiera impedido siempre perseguir lo que no le producía satisfacción inmediata. Sin embargo, llegaba a la edad en la que sólo aquellos que se dirigen al alma pueden establecer su dominio: Courréges sabía sólo enseñar a sus discípulos el mejor rendimiento del placer. Pero los más jóvenes deseaban tener cómplices de su misma generación, por lo cual su clientela mermaba. En el amor, la caza siempre abunda; pero el pequeño rebaño de aquellos que han empezado a vivir con nosotros se reduce cada año. Courréges odiaba, por tener su misma edad, a esos sobrevivientes de las sombrías heridas de la guerra, que, con el pelo gris, su panza y sus cráneos, habíanse hundido en el matrimonio o estaban deformados por la profesión. Los acusaba de ser los asesinos de su juventud y de traicionarla antes que la juventud renunciara a ellos.
Ponía su orgullo en estar entre los muchachos de posguerra.
Esa tarde, en el bar aún vacío, donde sólo se oía una mandolina ensordecida (la llama de la melodía muere, renace, titubea), Raymond mira ardientemente su rostro bajo sus espesos cabellos reflejados en los espejos, ese rostro que no representa los treinta y cinco años. Piensa que la vejez, antes de marcar su cuerpo, marca su vida. Si bien se siente orgulloso al oír que las mujeres se preguntan: "¿Quién es ese joven tan alto?", sabe también que los muchachos de veinte años, más perspicaces, no lo contaban entre los jóvenes de su efímera raza. Sin ir más lejos, ese Eddy no tenía nada mejor que hacer que hablar de sí mismo hasta el alba entre el estruendo del saxófono; pero, tal vez, en estos momentos, en otro bar, no hace otra cosa sino analizar sus sentimientos frente a un muchacho nacido en 1904, que sin cesar lo interrumpe con unos "yo también" y “lo mismo que yo”…
Surgieron algunos jóvenes que habían adoptado, para atravesar la sala, rostros engreídos y orgullosos, de los cuales quisieron desprenderse al ver la soledad de la sala. Se aglutinaron alrededor del barman. Courréges, sin embargo, no había aceptado jamás sufrir por culpa de otro, ya fuese amante o amigo. Se dedicó, pues, siguiendo su método, a descubrir la falta de proporción entre la insignificancia de Eddy H… y la turbación que le producía su abandono. Se alegró de no encontrar ninguna raíz al tratar de arrancar de él esta brizna de sentimiento. Enardecióse hasta llegar a pensar que podría echarlo a la calle, y sin estremecerse, enfrentóse con la idea de no volver a verlo. Casi con alegría díjose: "Voy a barrerlo…" Suspiró aliviado; luego se dio cuenta de que subsistía en él una inquietud, cuyo principio no era Eddy. ¡ Ah! Sí, la carta que palpaba en el bolsillo de su smoking… Era inútil que volviera a leerla: el doctor Courréges usaba con su hijo un lenguaje elíptico, fácil de retener:
Me alojo en el Grand-Hotel mientras dure el Congreso Médico. Estoy a tu disposición, por la mañana antes de las nueve; por la tarde después de las once. Tu padre.
Raymond murmuró: "No faltaba más…", y tomó sin sospecharlo un aire desafiante. Reprochaba a su padre que no pudiera despreciarlo como al resto de la familia. A los treinta años, en vano Raymond reclamó la dote que su hermana casada recibió. Después del rechazo de sus padres, había quemado sus naves; pero la fortuna pertenecía a la señora Courréges; muy bien sabía Raymond que su padre habríase mostrado generoso si hubiera podido hacerlo: el dinero no significaba nada para él. Repitió: "No faltaba más…" Pero no pudo dejar de percibir una llamada en ese seco mensaje. No era tan ciego como la señora Courréges, a la cual irritaban la frialdad y la brusquedad de su marido; tenía por costumbre repetir: "¿Qué me importa que sea bueno si no me doy cuenta de ello? ¡Imagínese cómo sería si fuera malo!"
Raymond se siente incómodo por la llamada de ese padre, al cual le cuesta mucho odiar. No, por cierto, no contestará: pero de todos modos… Más adelante, cuando Raymond Courréges recordó las circunstancias de esa noche, rememoró la amargura que había sufrido al entrar al pequeño bar vacío. Pero olvidó las causas, y estas eran la defección de un camarada llamado Eddy y la presencia de su padre en París; creyó que su humor agrio había nacido de un presentimiento y que existía un lazo entre su estado de ánimo y el acontecimiento que aproximábase a su vida. Sostuvo siempre, desde entonces, que ni Eddy ni el doctor Courréges habrían podido mantenerlo en tal angustia. Pero apenas se sentó frente a un cóctel, su espíritu y su carne, por instinto, sintieron la proximidad de aquella que, en ese mismo minuto, en un taxi que ya llegaba a la esquina de la calle Duphot, hurgaba en su pequeña cartera diciendo a su compañero:
– Qué tontería: olvidé mi lápiz labial. El hombre contestó:
– Debe haber algunos en el baño.
– ¡ Qué horror!, y cogeré…
– Gladys te prestará el suyo.
La mujer entró: un sombrero campanudo eliminaba la parte alta del rostro y sólo dejaba entrever el mentón, donde el tiempo marca la edad de las mujeres. Los cuarenta años habían dado sus toques por aquí y por allá en esa parte baja del rostro: insinuando una papada. El cuerpo, bajo las pieles, estaba recogido. Enceguecida como si saliera del toril, se detuvo en el umbral del bar deslumbrante. Cuando su compañero, el cual se había demorado al discutir con el chófer, se hubo reunido con ella, Courréges, sin reconocerlo en el primer momento, se dijo: "He visto en alguna parte este rostro…; es un rostro de Burdeos." De súbito, un nombre acudió a sus labios, mientras observaba el rostro de ese cincuentón, cara que rebosaba satisfacción de sí mismo: Víctor Larousselle… Latiéndole el corazón, Raymond examinó de nuevo a esa mujer; ésta, habiéndose dado cuenta de que era la única persona que tenía puesto el sombrero, se lo quitó bruscamente, y frente al espejo esponjó su cabello recién cortado. Aparecieron los ojos, grandes y tranquilos, y luego una frente amplia claramente delimitada, en ciertos sectores, por el nacimiento aún joven de una cabellera oscura. En lo alto del rostro, estaba concentrado todo lo que aquella mujer acumulaba de juventud sobreviviente. Raymond la reconocía a pesar del pelo corto, del cuerpo que había engordado y de la lenta destrucción que partía del cuello y subía a la boca y las mejillas. La reconoció como hubiera reconocido un camino de su infancia al que le hubieran derribado las encinas que lo bordeaban. Courréges sumaba el número de años, y después de algunos segundos decíase: "Tiene cuarenta y cuatro años; yo tenía dieciocho, y ella veintisiete." Como todos aquellos que mezclan la felicidad con la juventud, tenía una oscura conciencia, aunque siempre despierta, del tiempo transcurrido. Sus ojos no cesaban de medir el abismo del tiempo muerto; cada ser que jugó un papel en su destino fue colocado, sin tardar, en su lugar, y al reconocer el rostro era capaz de recordar hasta el año de su nacimiento. "¿Me reconocerá?" No habría vuelto la cara tan bruscamente si ella no lo hubiera reconocido. Aproximándose a su compañero le suplicaba, sin duda, que no permanecieran allí, ya que él contestó en voz muy alta, con el tono de un hombre al cual le gusta que lo admire la galería: "No, esto no está aburrido. En un cuarto de hora más estará tan lleno como un huevo." Empujó una mesa no muy lejos de aquella en que estaba apoyado Raymond; sentóse pesadamente; mostraba, en su rostro, en el cual fluía la sangre, además de los signos de la arteriosclerosis, una desembozada satisfacción. Pero como la mujer permanecía de pie e inmóvil, la interpeló: "¡Bien! ¿Qué esperas?" De súbito la satisfacción desapareció de sus ojos y de sus labios gruesos y casi amoratados. Creyendo hablar en voz baja, agregó: "Naturalmente, basta que esté entretenido aquí para que tú te aburras…" Sin duda, ella le decía: "Ten cuidado, nos escuchan", porque él casi gritó: "Sé comportarme, ¡caramba! ¡Y aunque así fuese!, ¿qué?"
Sentada no lejos de Raymond, la mujer habíase tranquilizado. Hubiera sido necesario que el joven se inclinara para poder verla, y sólo dependía de ella el poder huir de su mirada. Courréges adivinó esa seguridad, comprendió, de súbito, ¡ y con qué terror!, que esa ocasión deseada por él desde los diecisiete años podía perderse. Pasados diecisiete años, creía volver a encontrar intacto su deseo de humillar a esta mujer que lo había humillado, demostrarle qué clase de hombre era él: de aquellos que no aceptan que una hembra se burle de ellos. Durante muchos años habíase complacido en imaginar las circunstancias que los pondrían frente a frente y con qué habilidad la sojuzgaría; haría llorar a aquella ante la cual hiciera un papel tan triste… Verdad es que si esta tarde, en lugar de esa mujer, él hubiera reconocido a cualquiera otra comparsa de su época de estudiante, a los dieciocho años – su compañero preferido en esa época, o ese jornalero que le causaba horror -, no habría descubierto en él, al mirarla, ninguna huella de esa camaradería o ese odio que sintiera el niño que ya no era. Pero ante esta mujer, ¿no volvía a encontrarse tal como fue un jueves del mes de junio de 19…, en el crepúsculo, sobre ese camino de un arrabal polvoriento que olía a lirios, ante el dintel cuyo timbre no volvería a sonar nunca más para él? ¡ María! ¡ María Cross! De ese adolescente hosco, tímido que fue entonces, ella había hecho un hombre nuevo, ese que sería siempre. Pero ella, esa María Cross, qué poco había cambiado! Siempre sus ojos en actitud de interrogar, su frente llena de luz. Courréges decíase a sí mismo que su compañero preferido de 19… sería hoy, esta noche, un hombre macizo, calvo, con barbas: pero el rostro de ciertas mujeres permanece, hasta la madurez, bañado por la infancia; es, quizá, esa eterna infancia la que fija nuestro amor y lo libra del tiempo. Era la misma mujer, después de diecisiete años de pasiones desconocidas, como esas vírgenes cuya sonrisa no podía alterar ninguna llama de la Reforma o del Terror. Ese hombre, satisfecho de sí mismo, cuya impaciencia y humor se manifestaban ruidosamente, pues las personas que esperaba no llegaban, conversaba con ella:
– Seguro que ha sido Gladys la causante de su retraso… Yo, que siempre estoy acostumbrado a cumplir con exactitud, tengo horror a los que no son así. Es curioso, no me gusta hacer esperar a los demás: es más fuerte que yo. Sin embargo, ciertas personas son de tal descortesía…
María Cross le tocó el hombro y debió repetirle: "Nos están oyendo…"; gruñó diciendo que él no decía nada que no se pudiera escuchar y que le parecía increíble que fuese ella precisamente la que pretendiera enseñarle a vivir.
Su sola presencia dejaba a Courréges entregado sin defensa a eso que ya no era. Aunque hubiera conservado una conciencia muy clara del tiempo transcurrido, detestaba hacer surgir en él imágenes muy precisas, y a nada temía más que a las rebeliones de los fantasmas; pero no podía hacer nada esa noche, contra ese torrente de rostros desencadenado dentro de él por la presencia de María: oyó cómo daban las seis y cómo golpeaban los bancos escolares; ni siquiera había llovido lo bastante como para que desapareciera el polvo; tampoco estaba el tranvía lo suficientemente iluminado como para poder terminar de leer Afrodita: tranvía lleno de obreros a los cuales la fatiga, una vez terminada la jornada, ponía una nota de dulzura en el rostro.
CAPITULO SEGUNDO
Entre el colegio – donde se le expulsaba de clase y era el niño sucio que vagaba por los corredores pegado a las paredes – y la casa de la familia, en los alrededores, se extendía ese espacio de tiempo que lo liberaba, ese largo viaje de regreso en tranvía, por fin solo entre seres indiferentes, sin miradas: especialmente en invierno, pues la noche apenas alumbrada de cuando en cuando por un farol o por los vidrios de un bar, lo separaba del mundo, lo aislaba dentro del olor a lana mojada de las ropas de trabajo; un cigarrillo apagado, pegado en unos labios caídos: el sueño que derriba rostros de arrugas carbonizadas, un diario deslizándose de unas macizas manos; esa mujer que con su cabeza descubierta, levantaba hacia las lámparas un folletín, moviendo sus labios como si estuviera rezando. Por fin, un poco pasado la iglesia de Talence, había que bajarse.
El tranvía, cual movediza llama de bengala, alumbraba por unos segundos los árboles y setos desnudos de una propiedad, y luego el niño escuchaba cómo disminuía el estruendo de las ruedas en el camino lleno de charcos que olían a madera podrida y a hojas. Tomaba entonces el caminillo que bordeaba el jardín de los Courréges, empujaba el portón entrecerrado de las dependencias; la lámpara del comedor alumbraba ese macizo apoyado contra la casa, en el cual, durante la primavera, se plantaban las fucsias que aman la sombra. Raymond tenía ya la frente endurecida, las cejas tan próximas la una a la otra, que formaban una sola línea tupida sobre los ojos, y la esquina derecha de la boca, un poco caída; entraba al salón y lanzaba un saludo colectivo a las personas apretujadas alrededor de una lámpara de luz débil. Su madre le preguntaba cuántas veces tendría que decirle que se limpiara los zapatos en el felpudo de la entrada y si pensaba sentarse a la mesa "con esas manos". La abuela Courréges susurraba a media voz a su nuera: "Sabes lo que dice Paul: no hay que poner nervioso inútilmente al niño." De ese modo, apenas aparecía él, nacían, por su culpa, agrias palabras.
Se sentaba en la sombra. Inclinada sobre su bordado, Madeleine Basque, su hermana, al entrar Raymond, no levantaba ni siquiera la cabeza. Le interesaba menos que el perro. Raymond era "la plaga de la familia"; repetía de buenas ganas "que sería la oveja negra de la familia"; y su marido Gastón Basque, agregaba: “Sobre todo teniendo un padre tan débil.”
La bordadora levantaba la cabeza, permanecía unos minutos escuchando, y decía: "Ahí está Gastón…", dejando su trabajo. "No oigo nada", contestaba la señora Courréges. "Sí, sí; ahí viene", y aunque ningún otro oído, fuera del de ella, percibiera el menor ruido, Madeleine se levantaba, atravesaba corriendo las gradas, desaparecía en el jardín guiándose con un infalible conocimiento, como si ella perteneciese a una especie diferente de animales donde el macho y no la hembra fuese la portadora del olor para atraer al cómplice a través de la sombra. Muy pronto los Courréges oían una voz de hombre, y la risa complaciente y sumisa de Madeleine. La pareja no atravesaría el salón sino que subirían, por una puerta oculta, al piso donde estaban los dormitorios y no descenderían hasta el segundo toque de la campana.
Bajo la lámpara suspendida, alrededor de la mesa, se reunían la abuela Courréges, su nuera Lucie Courréges, el joven matrimonio y cuatro niñitas algo colorínas como Gastón Basque: las mismas ropas, los mismos cabellos, las mismas manchas de acemite, se apretujaban como si fueran pájaros domesticados sobre un bastón: "Y que no se les hable", decretaba el teniente Basque. "Si alguien les habla se les castigará: se lo advierto a todo el mundo."
El lugar del doctor permanecía desocupado durante largo rato, aunque se encontrara en la casa. Llegaba, a la mitad de la comida, con un paquete de revistas. Su mujer le preguntaba si había oído la campana; decía que con tanto desorden no había forma de que las sirvientas permaneciesen en casa. El doctor movía la cabeza como si quisiera espantar una mosca, y abría una revista. No lo hacía por afectación sino por economía de tiempo en un hombre sobrecargado de trabajo, cuyo espíritu encontrábase asediado por toda clase de afanes: conocía el valor de un minuto. Al extremo de la mesa, los Basque aislábanse indiferentes a todo aquello que no se relacionara con ellos o con sus niños; Gastón contaba, a media voz, sus trajines para no irse de Burdeos: el coronel había escrito al Ministerio… Su mujer lo escuchaba sin perder de vista los niños y sin dejar de velar por su educación: "No limpies el plato con el pan. -¿No sabes usar el cuchillo? – No te revuelques de esa forma.