La familia de Pascual Duarte - Cela Camilo José


Camilo José Cela

La familia de Pascual Duarte

P rólogo

El famoso manuscrito autógrafo de La familia de Pascual Duarte fije fechado por su autor el siete de enero de 1942, y en otro texto aparecido en la revista Bibliofilia en marzo de 1951, «Andanzas europeas y americanas de Pascual Duarte y su familia», Camilo José Cela nos proporciona un nuevo dato de primera mano: «Pascual Duarte nació, para mí que soy su padre, el 28 de diciembre de 1942, día de los Santos Inocentes, en un garaje que hay en la calle de Alenza, número 20, ya casi al final y que se llama Continental-Auto. Esto de Continental-Auto es una línea de autobuses que hace el servicio de Madrid a Burgos y de Burgos a Madrid, llevando y trayendo viajeros, equipajes y paquetes». En la ciudad castellana imprimía, efectivamente, la Editorial Aldecoa, la única que se animó a la empresa después de varios intentos fallidos por parte del joven novelista ante otros editores, los cuales perdieron así la ocasión de publicar la novela inaugural de la literatura española posterior a la guerra civil.

Celebraremos pronto, pues, los primeros sesenta años de vida en la estampa de esta novela que adquirió desde el mismo instante de su edición príncipe el rango de hito histórico-literario alcanzable por contados textos narrativos, poéticos o teatrales.

Ciertamente, al margen de sus valores intrínsecos, de prosa y estructura, que son muchos, se trata de una obra excepcional por lo que significa en la trayectoria de su autor y en la literatura española escindida por la profunda trinchera de la guerra civil y los exilios exteriores o interiores, los agostamientos, las sobrevaloraciones oportunistas y los desconciertos posteriores.

Para Camilo José Cela representó entonces el paso de la poesía a la narrativa, y su primer libro editado. El escritor, nacido en Iría-Flama en 1916, había comenzado a velar sus armas literarias en el Madrid de la inmediata preguerra como poeta atento a las incitaciones surrealistas, que con tanta garra y originalidad había vertido en Pisando la dudosa luz del día, un poemario inédito hasta 1945.

Cela se estrena, pues, cambiando de género, y con La familia de Pascual Duarte obtiene el éxito de quien llega y besa el santo, avalado por la opinión de tan ilustre patriarca de la novelística española como era Pío Baroja, quien, por cierto, no había accedido a apadrinar la obra, desconcertado por su poética y revulsiva violencia: «No, mire, si usted quiere que lo lleven a la cárcel vaya solo, que para eso es joven. Yo no le prologo el libro».

En cuanto al papel de La familia de Pascual Duarte en el curso de la narrativa española contemporánea, la opinión de los historiadores de la literatura es coincidente. Marca la superación efectiva del hiato originado por la guerra, de cuyas causas y consecuencias inmediatas -el enrarecido clima de convivencia incivil- se convierte, por cierto, en pertinente metáfora, pero aporta también el enraizamiento del débil tronco del realismo español posterior a Baraja -uno de los maestros escogidos por Cela, junto a Quevedo y Valle-Inclán- en el inagotable hontanar de la picaresca del siglo de oro, época literaria en cuyo conocimiento el autor había profundizado durante su etapa formativa.

La familia de Pascual Duarte inaugura de hecho una vigorosa forma de realismo existencial, más vitalista que filosófico, estéticamente matizado por un expresionismo muy hispánico, que, además de ofrecer un cabal contrapunto a L'Etranger de Albert Camus, impresa en el mismo año 1942, encuentra enseguida eco y apoyo en otras de nuestras plumas más jóvenes.

Pero no menos admirable es que La familia de Pascual Duarte se resistiese a verse convertida en mero monumento inerte, que ostenta desdeñoso su esencia intemporal fosilizada (por así decirlo), y siga viva no solo para los lectores españoles, que acaban de elegirla entre las diez mejores escritas en castellano durante el siglo XX, sino para los de muchas otras lenguas. Cuando en 1968 Fernando Huarte Morton elaboró una primera bibliografía de sus ediciones y traducciones fueron cincuenta y siete las referencias registradas. Veinticuatro años después, su «recuento del cincuentenario (1942-1992)» aportaba ya doscientas papeletas, de entre las cuales ochenta y cinco pertenecían a versiones a lenguas muy diversas, entre ellas el chino, el hindi, el romanó, el serbocroata, el turco, el hebreo, el japonés, el euskera, el esperanto, el gallego, el lituano o el latín, que hacen de ella la novela española más traducida, junto a El Quijote. Se confirma así, con la terquedad de los datos bibliográficos, una evidencia: que la novela de aquel joven poeta prácticamente inédito que era Camilo José Cela en 1942 ya ha sentado sus reales en ese territorio privilegiado de la literatura, en el único ámbito que, como quería el Premio Nobel T. S. Eliot, vence las limitaciones humanas del espacio y el tiempo.

La familia de Pascual Duarte significó, pues, el do de pecho precoz de un escritor que probablemente había cambiado el rumbo de su creación a consecuencia de la guerra civil, y que desde entonces situaría en el meollo de toda su literatura el desgarrado carpetovetonismo de su obra primera. En el fondo se trata de una búsqueda de la autenticidad. Cela, que alguna vez ha prometido desarrollar la tesis de que un hombre sano no tiene ideas, para hallar lo esencial de las personas y ponerlo en el centro de su literatura, prescinde de todos los perifollos y disfraces culturales o sociales que pueden ocultarlo, y al término de su poda se encuentra con lo escatológico, lo ruin, lo elemental, pero también con el sorprendente e inagotable filón de los valores descarnadamente humanos.

En el origen de esta actitud, que en su pluma adquiere desde La familia de Pascual Duarte matices estéticos singulares e irrepetibles, está el perspectivismo de Ortega, que el mozo Camilo José, tísico convaleciente, leyó desde el alfa hasta el omega. El filósofo había escrito en las páginas preliminares de El Espectador algo que nuestro Nobel siempre ha tenido en cuenta: «Situado en el Escorial, claro que toma para mí el mundo un semblante carpetovetónico». Mas Cela no es un pensador, sino antes que otra cosa, y desde su primera juventud, todo un artista de la palabra. Así, aquel desvelamiento de la esencia humana coincide, por su afán de ignorar lo superfluo, con la búsqueda de la pureza del instrumento verbal que él siempre intenta, e invariablemente consigue desde, precisamente, La familia de Pascual Duarte, la historia de un criminal inocente contada por él mismo con las palabras justas, las más verosímiles y convincentes, las más emocionadoras también. Por eso se ha dicho de Cela que es un lírico disfrazado de humorista. Para el poeta los temas posibles son pocos, continuamente reiterados. Y cuando a Cela se le preguntó sobre la fórmula del humorista respondió así: «Escepticismo, siempre. Y crueldad y caridad a teclas alternas». Fórmula que está en este párrafo de la dedicatoria a su libro Tobogán de hambrientos:.Bienaventurados los Juan Lanas, los cabestros, los que lloran como Magdalenas, los incomprendidos, los miserables, los tontos del pueblo, los cagones, los presos: en el Evangelio de San Mateo se les consuela a todos». Pascual Duarte, Pascualillo como le llamó su última víctima, el Conde de Torremejía, en el trance de su asesinato, fue el primero de estos bienaventurados, y sin duda seguirá siendo el más famoso de todos ellos.

D edico esta edición a mis enemigos,

que tanto me han ayudado en mi carrera

N ota del transcriptor

Me parece que ha llegado la ocasión de dar a la imprenta las memorias de Pascual Duarte. Haberlas dado antes hubiera sido quizás un poco precipitado; no quise acelerarme en su preparación, porque todas las cosas quieren su tiempo, incluso la corrección de la errada ortografía de un manuscrito, y porque a nada bueno ha de concluir una labor trazada, como quien dice, a uña de caballo. Haberlas dado después, no hubiera tenido, para mí, ninguna justificación; las cosas deben ser mostradas una vez acabadas.

Encontradas, las páginas que a continuación transcribo, por mí y a mediados del año 39, en una farmacia de Almendralejo -donde Dios sabe qué ignoradas manos las depositaron- me he ido entreteniendo, desde entonces acá, en irlas traduciendo y ordenando, ya que el manuscrito -en parte debido a la mala letra y en parte también a que las cuartillas me las encontré sin numerar y no muy ordenadas-, era punto menos que ilegible.

Quiero dejar bien patente desde el primer momento, que en la obra que hoy presento al curioso lector no me pertenece sino la transcripción; no he corregido ni añadido ni una tilde, porque he querido respetar el relato hasta en su estilo. He preferido, en algunos pasajes demasiado crudos de la obra, usar de la tijera y cortar por lo sano; el procedimiento priva, evidentemente, al lector de conocer algunos pequeños detalles -que nada pierde con ignorar-; pero presenta, en cambio, la ventaja de evitar el que recaiga la vista en intimidades incluso repugnantes, sobre las que -repito- me pareció más conveniente la poda que el pulido.

El personaje, a mi modo de ver, y quizá por lo único que lo saco a la luz, es un modelo de conductas; un modelo no para imitarlo, sino para huirlo; un modelo ante el cual toda actitud de duda sobra; un modelo ante el que no cabe sino decir:

– ¿Ves lo que hace? Pues hace lo contrario de lo que debiera.

Pero dejemos que hable Pascual Duarte, que es quien tiene cosas interesantes que contarnos.

C arta anunciando el envío del original

Señor don Joaquín Barrera López.

Marida.

Muy señor mío:

Usted me dispensará de que le envíe este largo relato en compañía de esta carta, también larga para lo que es, pero como resulta que de los amigos de don Jesús González de la Riva (que Dios haya perdonado, como a buen seguro él me perdonó a mí) es usted el único del que guardo memoria de las señas, a usted quiero dirigirlo por librarme de su compañía, que me quema sólo de pensar que haya podido escribirlo, y para evitar el que lo tire en un momento de tristeza, de los que Dios quiere darme muchos por estas fechas, y prive de esa manera a algunos de aprender lo que yo no he sabido hasta que ha sido ya demasiado tarde.

Voy a explicarme un poco. Como desgraciadamente no se me oculta que mi recuerdo más ha de tener de maldito que de cosa alguna, y como quiero descargar, en lo que pueda, mi conciencia con esta pública confesión, que no es poca penitencia, es por lo que me he inclinado a relatar algo de lo que me acuerdo de mi vida. Nunca fue la memoria mi punto fuerte, y sé que es muy probable que me haya olvidado de muchas cosas incluso interesantes, pero a pesar de ello me he metido a contar aquella parte que no quiso borrárseme de la cabeza y que la mano no se resistió a trazar sobre el papel, porque otra parte hubo que al intentar contarla sentía tan grandes arcadas en el alma que preferí callármela y ahora olvidarla. Al empezar a escribir esta especie de memorias me daba buena cuenta de que algo habría en mi vida -mi muerte, que Dios quiera abreviar- que en modo alguno podría yo contar; mucho me dio que cavilar este asuntillo y, por la poca vida que me queda, podría jurarle que en más de una ocasión pensé desfallecer cuando la inteligencia no me esclarecía dónde debía poner punto final. Pensé que lo mejor sería empezar y dejar el desenlace para cuando Dios quisiera dejarme de la mano, y así lo hice; hoy, que parece que ya estoy aburrido de todos los cientos de hojas que llené con mi palabrería, suspendo definitivamente el seguir escribiendo para dejar a su imaginación la reconstrucción de lo que me quede todavía de vida, reconstrucción que no ha de serle difícil, porque, a más de ser poco seguramente, entre estas cuatro paredes no creo que grandes nuevas cosas me hayan de suceder.

Me atosigaba, al empezar a redactar lo que le envío, la idea de que por aquellas fechas ya alguien sabía si había de llegar al fin de mi relato, o dónde habría de cortar si el tiempo que he gastado hubiera ido mal medido y esa seguridad de que mis actos habían de ser, a la fuerza, trazados sobre surcos ya previstos, era algo que me sacaba de quicio. Hoy, más cerca ya de la otra vida, estoy más resignado. Que Dios se haya dignado darme su perdón.

Noto cierto descanso después de haber relatado todo lo que pasé, y hay momentos en que hasta la conciencia quiere remorderme menos.

Confío en que usted sabrá entender lo que mejor no le digo, porque mejor no sabría. Pesaroso estoy ahora de haber equivocado mi camino, pero ya ni pido perdón en esta vida. ¿Para qué? Tal vez sea mejor que hagan conmigo lo que está dispuesto, porque es más que probable que si no lo hicieran volviera a las andadas. No quiero pedir el indulto, porque es demasiado lo malo que la vida me enseñó y mucha mi flaqueza para resistir al instinto. Hágase lo que está escrito en el libro de los Cielos.

Reciba, señor don Joaquín, con este paquete de papel escrito, mi disculpa por haberme dirigido a usted, y acoja este ruego de perdón que le envía, como si fuera el mismo don Jesús, su humilde servidor.

Pascual Duarte

Cárcel de Badajoz, 15 de febrero de 1937.

C LÁUSULA DEL TESTAMENTO OLÓGRAFO OTORGADO POR DON JOAQUÍN BARRERA LÓPEZ, QUIEN POR MORIR SIN DESCENDENCIA LEGÓ SUS BIENES A LAS MONJAS DEL SERVICIO DOMÉSTICO

Cuarta: Ordeno que el paquete de papeles que hay en el cajón de mi mesa de escribir, atado con bramante y rotulado en lápiz rojo diciendo: Pascual Duarte, sea dado a las llamas sin leerlo, y sin demora alguna, por disolvente y contrario a las buenas costumbres. No obstante, y si la Providencia dispone que, sin mediar malas artes de nadie, el citado paquete se libre durante dieciocho meses de la pena que le deseo, ordeno al que lo encontrare lo libre de la destrucción, lo tome para su propiedad y disponga de él según su voluntad, si no está en desacuerdo con la mía.

Dado en Mérida (Badajoz) y en trance de muerte, a 11 de mayo de 1937.

A la memoria del insigne patricio don Jesús

González de la Riva, Conde de Torremejía quien

al irlo a rematar el autor de este escrito le llamó

Pacualillo y sonría.

P.D

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