La Aventura De Un Fotógrafo En La Plata - Casares Adolfo Bioy 2 стр.


El crujido de un gozne los detuvo. De la primera puerta, a contar por la izquierda, salió una mujer robusta, ni vieja ni joven, de pelo negro, de piel blanca, de labios rojos, mojados, que parecía “una monja de civil” y que, según dijo Mascardi, “antes de apersonarse los había espiado por la ventana que hay en la pared”. Mascardi habló con aplomo:

– Doña Carmen, le presento a su nuevo pensionista, el señor Almanza.

Tras examinar en silencio al nombrado, la patrona dijo:

– Perfectamente. Voy a hablar claro con el señor. Primer punto: a esta casa no me trae mujeres. Si un día llega su señora madre, vaya y pase; pero no se me venga con la hermanita, ni con la prima ni con la tía, bajo ningún concepto. Sepa bien que desde la ventanita de mi pieza lo estoy espiando. ¿Queda bien sentado, entonces, que ésta es una casa decente?

– Desde luego, señora.

Taconeando en las baldosas doña Carmen se dirigió a la única puerta entreabierta (tenía el numerito 4, en la chapa de arriba) y, con un amplio movimiento de brazos, la abrió de par en par. Se volvió, anunció:

– ¡La pieza! -Después de un silencio agregó en voz más baja: -Con nuestra mataca adentro.

– Aymará, señora -protestó la muchacha.

– Da lo mismo. Contraída, como corresponde, a su obligación: limpiar, barrer. En mi casa todo brilla. Como en los grandes hoteles internacionales, no bien el pensionista sale, la mataca entra, para limpiar y poner orden.

– Ya terminé, señora -dijo la muchacha.

Ágilmente recogió el balde y demás menesteres de trabajo, mostró una amplia sonrisa que no alegraba sus ojos, saludó y se metió en otra habitación.

– La tengo en la mira -explicó Mascardi, en un susurro.

La patrona reclamó la atención de Almanza:

– En materia de electricidad, no me cambia una bombita por otra de más fuerza, ni me enchufa nada. ¿Se molesta al baño conmigo?

– Como ordene, señora.

– Entre y mire con sus propios ojos. ¿Toma debida nota de la limpieza? Quiero que los pensionistas me la cuiden. Así que nada de ensuciar afuera. ¿Entendido?

– Entendido.

– Le voy a encargar al cerrajero su llave de la puerta de calle. Óigame bien: el pensionista que vuelve después de las once de la noche me cierra la puerta con llave.

– Pierda cuidado, señora.

Doña Carmen respondió:

– Una patrona nunca pierde cuidado.

V

Ya en el cuarto, arrimó los bultos a su cama y se dejó caer. Mascardi, sentado en la otra cama, dijo:

– Si yo fuera vos, ordenaría ahora mismo las cosas y pondría tus valijas con las mías, detrás del biombo.

El biombo, que parecía de papel, era blancuzco o grisáceo, con pescadores en botes, en un lago, rodeado de serranías, por las que volaban cigüeñas.

– Brava, la señora.

Mascardi contestó:

– Conmigo, mansita, mansita. Claro que soy de la policía y quién te dice que la vieja no me tenga su respeto. No te preocupes: a vos también te va a respetar.

– Creí que estudiabas para abogado.

– Me cansé. Quién te dice que un día no me anote de nuevo. Hoy por hoy revisto en el cuerpo de custodias. Un trabajo que no es para mí, pero le encontré la vuelta. No me paso las guardias durmiendo, ni pegado a la radio, como los compañeros. Yo estudio, oíme bien, yo estudio para pesquisa, tira o detective, como más rabia te dé. A lo mejor abrigo el sueño de ser un personaje

legendario, un Sherlock Holmes, un Viancarlos, un Meneses, vaya uno a saber. Estudio interrogatorios, seguimientos, un poco de todo. Porque todo tiene su técnica. No te olvides que en esta profesión la terquedad, la curiosidad, el amor propio, que a mí nunca me faltaron, pagan jugosos dividendos.

Tal vez por la transfusión, por las agitaciones de esa mañana y por el viaje, Almanza entendía a medias y dejaba entrever algún cansancio. Mascardi le preguntó:

– ¿Qué pasa? Te noto, no sé cómo explicarme, apagado, triste. No me digas que la perorata de la patrona te amargó.

– ¿Por qué iba a amargarme?

– Por la entrada prohibida a las mujeres. ¿Te digo lo que pienso? Para gente como vos y yo es una ventaja. La mujer cargosa, que nunca falta, no te molesta. Uno entra en la pensión y está a salvo. Afuera disponemos de la Organización Mascardi.

No quedó otro remedio que preguntar qué era eso. Mascardi explicó que él conocía a unos estudiantes, que tenían un departamento. En La Plata, en los departamentos de estudiantes, vivían hasta cinco o seis. Como regla general, una vez por semana los visitaba una mujer.

– Hay otra regla importante que debes grabar en la memoria. En todo departamento, el que presta la cama se reserva el primer turno.

Mascardi agregó que tampoco faltan mujeres que por la noche se ofrecen desde la vereda, “a grito pelado”. como dicen los estudiantes chilenos.

Mirándolo inexpresivamente Almanza comentó:

– La verdad que te has vuelto mujeriego.

– ¡Basta de hablar! -dijo Mascardi-. Si hablo mucho, como hoy, a esta hora ¡me viene un hambre! Te propongo que festejemos tu llegada con el famoso puchero de un restorancito de acá a la vuelta.

Cuando salían, se cruzaron con la muchacha, que les dijo:

– Si van a comer, buen provecho.

– Agradecido, señorita -respondió Almanza.

Mascardi lo miró con expresión vaga, como si estuviera pensando en otra cosa, y preguntó:

– ¿Me dijiste mujeriego por ésta? Sin más te aclaro que en la materia no soy orgulloso.

Recostada en la puerta de calle, del lado de afuera, vieron a una señora de pelo castaño, de cara juvenil, blanca y rosada, de cuerpo casi robusto. Almanza murmuró:

– Con su permiso.

La mujer se hizo a un lado. Pasaron y saludaron.

– la señora Elvira, la esposa del inspector de estaciones de servicio de Y.P.F. -explicó Mascardi-. Ya se cansó doña Carmen de hacerle ver que una señora, parada en la puerta, da a la pensión una apariencia de conventillo. Semana tras semana el marido está ausente en sus viajes. La pobre lo quiere con locura y se pasa las horas en la puerta, en la esperanza de verlo llegar. Para mí que piensa que si por un minuto ella se descuida, el marido no vuelve.

VI

Pasadas las doce almorzaron en un restaurante que venía a quedar en 44 y 117, donde cocinaba la patrona y atendía el patrón. La entrada era algo oscura; el salón estaba en desnivel; había que bajar uno o dos escalones. Comieron puchero de falda.

– No cargan los precios y te dan comida casera. Casi toda la concurrencia es de estudiantes -aseguró Mascardi-. Si alguien viene a conversar con nosotros, ni te acuerdes que soy de la policía. Este elemento mira con malos ojos al chafe.

– Los que te conocen ¿por qué van a desconfiar?

– Es gente muy quemada. Te digo más: el sector estudiantil está infiltrado por espías de toda laya. -Repentinamente preguntó: -¿A vos qué te trae a La Plata? ¿No me digas que has venido a estudiar?

– Vengo a sacar fotografías de la ciudad. Soy fotógrafo.

Mascardi volvió a lo que estaba diciendo:

– El sector está infiltrado de espías y, por si fuera poco, de activistas fanáticos. Para mi trabajo conviene que no sepan que soy de la repartición. Debemos tener presente que el día menos pensado me llega la orden de vigilarlos.

– Te elegiste un trabajo bastante bravo.

– No es para cobardes.

– Hasta peligroso me parece.

Bruscamente hosco, Mascardi replicó:

– No sólo para mí. Si alguna vez me liquidan, a lo mejor te liquiden a vos también, nada más que porque nos ven ahora, en esta mesa. No te hagas mala sangre: primero tienen que averiguar cuál es mi verdadero trabajo. -Retomando el tono amistoso dijo: -No sabía que le hacías la competencia al viejo Gentile.

– Cómo se te ocurre. Trabajo con él. Justamente, el mes pasado apareció por el negocio don Luciano Gabarret, para que le sacáramos un retrato. Gentile, ya se sabe, si está entretenido en el laboratorio, no se apura. El otro juntaba rabia. Para mí que no está acostumbrado a esperar.

– Qué va a estar. Es un potentado.

– Casi le aclaro que el patrón pone el trabajo por arriba de todo, pero de golpe don Luciano me preguntó si me tenían de adorno o si me habían enseñado a sacar fotografías. Le saqué doce al hilo. En colores.

– Es bastante colorado, si recuerdo bien.

– Muy colorado y tiene cara de loco. Los ojos pasan rápidamente, no sé cómo decirte, de expresar astucia a expresar furia, como si echaran chispas.

– Es bajito.

– Y redondo. Parece un trompo. La única persona que he visto con briches y polainas de cuero, en todo el partido de Las Flores.

Contó Almanza que a la mañana siguiente volvió Gabarret y, cuando vio el trabajo, cambió de manera notable. Hasta se le endulzó la cara. Almanza comentó:

– No vas a creer. A infinidad de señoritas les pasa lo mismo que a este hombre. Ven sus fotos y se ponen contentas.

Siguió describiendo la entrevista. Gabarret le preguntó si únicamente sacaba retratos. Él mostró sus fotografías de estancias y volvió a preguntar Gabarret: “¿Quién las ha sacado? ¿Usted o el patrón?”. Entonces apareció el viejo Gentile, que contestó: “El señor Almanza. Yo no estoy en ánimo para largarme al campo”. A lo que dijo Gabarret: “En ese caso le propongo al señor Almanza que se vaya a La Plata, se tome una semana, con todo pago y me fotografíe la ciudad”. Él contestó que no tenía pensado cambiar de patrón. “Nadie se lo pidió”, afirmó Gabarret. “Mi intención es ordenar al Estudio Gentile una serie de fotografías de los principales edificios y monumentos de La Plata, para el primer libro de la colección Ciudades de la Provincia de Buenos Aires. Previa conformidad del patrón, encargaría al señor Almanza el trabajo”. Terció Gentile: “Con su venia, don Luciano, voy a decirle media palabra a este muchacho que titubea”. Lo llevó aparte y le aseguró: “Es la ocasión de tu vida. Si la ciudad no te destruye, vas a crecer como hombre y, lo que es más importante, como fotógrafo. Dejá el asunto en mis manos”. Al entrar de nuevo en el salón, Gentile anunció: “El muchacho no quiere. Haré lo que pueda por convencerlo, siempre y cuando la paga sea acorde con las aptitudes de un profesional de su categoría”. Dijo las condiciones don Luciano: el boleto y “chirolas” al principio, con la promesa de girar a La Plata, a su debido tiempo, una cantidad a convenir. De plano rechazó Gentile. Nuevamente hubo un aparte y en voz bastante alta, a lo mejor para que lo oyeran, Gentile comentó: “El coraje de algunos”. “Contéstele que no y ya está”, dijo él, pero le hizo ver Gentile que una semana en una ciudad grande y populosa valía la pena y que, sobre las condiciones, no estaba todo dicho. Los viejos discutieron todavía un buen rato, sin ponerse de acuerdo. “Esta noche consultamos con la almohada y mañana retomamos la conversación”, declaró Gentile. “Como quiera”, contestó don Luciano, “pero en principio quedamos en que Almanza viaja a La Plata”. “Siempre que no me lo mande a una huelga de hambre”, replicó Gentile. “No será para tanto”, dijo el otro. “Qué le hace a un muchacho apretarse el cinturón por unos días”, y en puntas de pie, como si quisiera parecer más alto, apoyando las manos en la mesa y marcando las palabras con un vaivén de su cuerpo redondo y de su cara colorada, afirmó: “Mi criterio es muy claro: pagar lo menos posible hasta que me traigan el trabajo. Cuando lo vea, si me llena los ojos, pueden estar seguros que no van a quejarse de don Luciano Gabarret”.

Mascardi preguntó:

– Y ese viejo tacaño ¿no podía ayudarte?

– ¿Qué viejo?

– Gentile, quién va a ser.

– Cómo se te ocurre. La situación es mala y, cuando la gente está desplatada, en lo que menos gasta es en fotos.

– En todos estos años ¿tu único trabajo fue atender el mostrador y fotografiar? Una vida tranquila, demasiado tranquila para mi gusto.

– Salí al campo. Antes de conchabarme con Gentile trabajé en una estancia, vacuné hacienda. Eso sí, me gustó siempre la fotografía. Un día le mostré a Gentile unas fotos que tomé con una máquina de cajón (rodeos de hacienda, carreras cuadreras, hasta una esquila) y me propuso que entrara de auxiliar.

– Tu trabajo, acá en La Plata, ¿cuándo empieza?

– Esta misma tarde.

– Tengo guardia, pero mañana por la mañana estoy libre. Si te parece, nos damos una vueltita para que te muestre lugares de interés. Comparado con más de uno, soy un platense viejo.

VII

Cuando entraban en la pensión oyeron la campanilla del teléfono. Atendió doña Carmen, la patrona, y con un fruncimiento de la boca anunció:

– Para el joven.

Almanza recordó algo que le había dicho Gentile en el momento de la despedida: “En la ciudad te esperan sorpresas, lo que es bueno, porque el hombre despierta y vive”. Es verdad que agregó la prevención: “No dejes que nada te aparte de la huella”.

Tomó el teléfono y preguntó:

– ¿Quién habla?

Realmente se llevó una sorpresa. La conversación duró poco, pero después, en el cuarto, debió esforzarse para escuchar lo que le decía Mascardi. Éste lo recibió con un comentario burlón.

– ¡Qué tipo importante! Llega a La Plata y ya lo andan buscando por teléfono. ¿Se puede saber quién te llamó?

– Una chica. La conocí esta mañana. Hoy me acompaña a fotografiar.

– Una señorita seria, pero bien dispuesta.

– Una chica de familia. Estaba con su padre y con la propia hermana, que tiene un bebe y una nenita.

Mascardi lo oía con preocupación evidente. Habló luego sin apuro, pronunciando cada palabra por separado.

– El que viene de afuera, ande con ojo. El malandra huele de lejos al que no es de la ciudad. Oíme bien. De un tiempo a esta parte apareció lo que en la repartición llamamos una nueva figura delictiva. Una familia, que en realidad no es más que una junta de sujetos de frondoso prontuario. Entablan relación con el candidato, en este caso mi condiscípulo y amigo Nicolasito Almanza, y todo concluye en una estafa o algo peor. No sé si soy claro.

– ¿Qué me van a sacar? ¿El equipo?

– ¿Te parece poco?

– No lo suelto a dos tirones. Te aseguro que es una familia en serio. Gente de afuera. Como vos y yo. Con una diferencia: vienen de Coronel Brandsen.

VIII

Aunque llegó a la hora fijada, encontró a Julia en la puerta, esperándolo. “La cosa empieza bien”, se dijo. Don Juan le merecía respeto y tenía la mejor opinión de Griselda, pero esa tarde no se hallaba en ánimo de conversaciones. Estaba ansioso por fotografiar.

Caminaron hasta la estación, que fotografió de lejos y de cerca, en conjunto y por partes. Julia se mostró como una señorita diligente, de notable paciencia. Le sirvió de auxiliar y al rato empezó a sugerirle fotografías, siempre con fundamento y mucho tino. Cuando concluyó con la estación, Almanza fotografió el Roca, un cinematógrafo que había por ahí y, yendo hacia el lago y el bosque, fotografió el edificio de la Facultad de Ciencias Exactas, que le gustó mucho, y el monumento al Almirante Brown, “de altura imponente”, según le comentó a Julia. Más adelante vieron el lago, con patos y cisnes, y gente que remaba en botes. Una insinuante voz italiana preguntó:

– ¿Quieren una bella fotografía? Hay que guardar el recuerdo de un momento feliz.

El que habló era uno de esos viejos fotógrafos de plaza, con su guardapolvo y su gran cámara de trípode, provista de trapo negro. Julia dijo:

– Por mí no se ponga en gasto.

Almanza contestó con un frase dirigida al fotógrafo:

– Pierda cuidado, Julia. A un colega el señor le hace precio.

– Maldito oficio -contestó el fotógrafo (dijo maledetto)-. En estos días todo el mundo es colega, pero uno tiene que vivir. Próximo al lago, próximo al lago: será una bella fotografía. Hay que aprovechar ahora, que de nuevo está con agua.

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