También le dejó instrucciones precisas.
– No mecer la cuna por más que llore el bebe. Si no, usted se va a pasar la noche meciéndola. Los chicos, una mala comparación, se parecen a los animales. En cuanto uno afloja, se vuelven mañeros. Eso sí, le da la mamadera a las once en punto.
Le previno que en un primer momento, el tipo (así llamaba cariñosamente al bebe) presentaría resistencia.
– Oiga bien un consejo: impóngase. El tipo está acostumbrado a mi pecho y, es claro, si le meten otra cosa, berrea. ¿Usted no haría lo mismo? Aquí, en el termo, está la leche, bien calentita. La pasa a la mamadera y se la da. Aquí hay un pañal limpio, por si acaso. Usted me entiende.
Preguntó alarmado:
– ¿Sabré poner el pañal?
– Haga de cuenta que es un chiripá.
– Nunca puse un chiripá.
– Si tiene alguna duda, despierte a la nena. Es una mujercita hecha y derecha y sabe todo mejor que yo. ¿Puedo besarlo?
Le dio un beso en la frente.
XIII
Como Rosalía y el bebe dormían, colocó la silla bajo la lámpara, se repantigó, cruzó una pierna, pensó que en un momento así debía de ser agradable fumar un cigarro de hoja y con toda tranquilidad se puso a mirar la revista de Griselda. Las chicas que él había conocido leían revistas que se ocupaban de modas o de la vida de galanes y estrellitas de la televisión y de la radio. En cambio Griselda se interesaba en asuntos que no estaban al alcance de cualquiera. Llegó a esa conclusión tras una rápida ojeada y casi deseó que su amiga no volviera demasiado pronto, así le daba tiempo de leer un artículo titulado Entretelones de la lucha por la dominación del mundo. Explicaban allá cómo las grandes potencias y también nuestro país no eran más que una simple pantalla y cómo todo lo que sucede en esta tierra de Dios -hasta lo que nos pasa a usted y a mí- depende de la decisión de un puñado de señores, de traje negro, sentados alrededor de una mesa redonda. La parte escrita era bastante clara y los dibujos de las tiras, perfectos. Pensó que le gustaría entrar en la sala donde se encontraban los señores, levantar la mesa en vilo y con todas sus fuerzas tirarla sobre el presidente de esa banda de desalmados. Sin darse cuenta pasó de la imaginación a un sueño, donde el presidente, un señor furioso, de grandes bigotes renegridos, con las puntas para arriba, se desplomó bajo el peso de la mesa y echó a llorar. En ese momento Almanza comprendió que se había dormido y que no era el señor el que lloraba, sino el bebe. Tuvo tiempo de pensar que por suerte el llanto lo despertó, porque si no se hubiera expuesto a que la familia Lombardo, al volver del teatro, lo sorprendiera durmiendo. Se repetía: “Menos mal”, despertaba del todo y comprendía la situación. De pie junto a la cuna, Rosalía pasaba la mamadera por la cara de su hermano y tal vez con la mejor intención lo rociaba de leche y lo enfurecía.
– Dame que se la doy yo -dijo Almanza.
– Creo que la mamadera pierde -comentó Rosalía-. Vas a tener que preparar otra y cambiar los pañales.
– Ahora mismo vos ganás la cama y seguís durmiendo -ordenó con enojo.
La chica obedeció. Poco duró la satisfacción por esa victoria, porque el llanto del bebe se volvía apremiante y él se preguntó si sería capaz de enfrentar la situación. La tarea que le esperaba consistía probablemente en cumplir a un tiempo, a toda velocidad, sin errores, tres o cuatro operaciones complicadas. “No perdamos la cabeza”, murmuró y tuvo, sin poder evitarlo, un pensamiento que era un amargo reproche a Griselda, pero también un ansioso llamado. En ese momento se abrió la puerta y Griselda apareció, hermosísima entre los relumbrones de los espejuelos de su vestido, sonriendo de un modo irresistible. Con la mayor calma aplicó la mamadera al bebe. El cuarto, que un rato antes pudo convertirse en pandemonio, recuperó el silencio. Todo había entrado en el orden. Los chicos dormían pacíficamente.
– Papá y Julia se quedaron en un restaurante. Yo me vine porque me dije no sea que de pronto la situación se ponga fea para mi delegado. Porque esta noche usted es mi delegado. Llegué en el momento justo, ¿sí o no?
– Más justo imposible.
– Puede creerme: papá y Julia no vuelven en seguida. Cuando entran a comer, va para largo. Óigame bien: para largo.
Movió afirmativamente la cabeza. Griselda explicó:
– Los nenes duermen como dos benditos, de modo que, si usted quiere, lo premio.
Porque estas palabras, dichas con una sonrisa y en un murmullo, lo confundieron, siguió callado.
Arrimándolo contra ella, Griselda preguntó:
– ¿No quiere que lo premie?
– ¿Cuándo?
– Ahora.
Mientras lo estrechaban, atinó a agitar un brazo en dirección de los chicos, sin interrumpir por ello la suave pero vertiginosa caída conjunta. Ya en la cama, una explicación, poco menos que soplada, lo alentó:
– Duermen con un sueño pesadísimo, pesadísimo.
Sintió esas palabras como caricias.
XIV
Griselda quedó tirada en la cama, con la cabeza apenas ladeada, con el rubio pelo revuelto, que descubría la intimidad de una nuca de extrema blancura, con los ojos cerrados. La miraba.
– Por favor, abra los ojos.
– ¿No te gustan?
– Porque me gustan, quiero verlos.
Pensó que debía fotografiarla. Pensó también: “Ayer a la mañana, cuando vi este pecho, no pensé que tan pronto lo vería de nuevo”.
Después de la despedida, le previno Griselda:
– Acá están siempre mi hermana y mi padre, así que la próxima vez tiene que ser en tu casa.
Aunque la proposición lo alarmaba, notó más que nada el agrado que le producía la voz. No perdió el tino y contestó:
– En la pensión no dejan que uno lleve mujeres.
Griselda rió como si la divirtiera lo que había oído.
– ¿Y vos te imaginás que a nosotros nos dejan traer hombres? Por hacerte pasar yo me arriesgo a que me traten como una arrastrada. No me digas que sos más cobarde que yo. ¿O no valgo la pena?
– ¿Cómo se te ocurre? Pero el plan tiene sus complicaciones. Empezando porque un amigo duerme en el cuarto.
– ¿Vos te avergonzarías de mí? Yo, de vos, no. Así que no me importa que le digas que te voy a visitar. Le pedís que salga a dar una vuelta o que mire para otro lado y chau.
– No es necesario. En el cuarto hay un biombo.
Debió ella notar que estaba todavía indeciso, porque le preguntó:
– ¿O estás proponiendo que vayamos a un hotel?
El tono de esta pregunta no dejaba lugar a dudas. Contestó en el acto:
– Ni se me ocurre. Claro que la entrada no va a ser fácil, con la patrona en su aguantadero, junto a la puerta. Tiene oído de tísica.
– Entonces ¿no volvemos a vernos?
– ¿Por qué?
– No sé. No te habrá gustado.
– Claro que me gustó.
Le parecía increíble que ella no lo supiera.
– A mí también -aseguró Griselda, ya sin enojo-. A las doce en punto de la noche de mañana me presento. Mejor dicho de hoy, porque ya es más de la una. Verás que todo sale bien. Dame la llave de tu casa.
No pensó más y obedeció.
XV
Se dijo que nunca, nada le gustó tanto. Si le prometían otro momento así, no iba a preocuparse por las consecuencias y los disgustos que trajera. ¿A quién se le hubiera ocurrido que el día de llegar se pasearía por toda La Plata con una chica lindísima y a la noche tendría amores con otra, no menos linda, casada y, por si fuera poco, madre de dos hijos, instruida y joven? No se cambiaba por nadie.
En el mejor estado de ánimo se encaminó a su casa. De algún modo se las arreglaría para entrar, así que no debía preocuparse. En cuanto a la anunciada visita de Griselda, por más que hubiera complicaciones, tenía el santo día por delante para encontrar cómo sortearlas y, en todo caso, lo principal era que Griselda quería visitarlo. Un regalo de la suerte.
Confiado en su buena estrella, pensó que al mismo tiempo que él llegaría algún otro pensionista. Como esto no sucedió, golpeó suavemente la puerta. Muy pronto apareció la patrona, en camisón, con un chal colorado sobre los hombros, blanquísimos y desnudos.
– ¡Qué horas de llegar! ¿Ya perdió la llave?
– Por favor, señora, ni se le ocurra. La dejé en la pieza, cuando salí.
– ¡Qué horas de llegar!
– Si me perdona el atrevimiento, señora, ¡qué horas de estar despierta!
Sin duda esa noche le sobraba el aplomo. La patrona vaciló y dijo:
– Se lo perdono, claro, se lo perdono. Estaba con cuidado.
Al pronunciar esta última palabra la boca se le frunció en un mohín. El muchacho se preguntó si estaba conmovida y por qué. En ese momento el reloj dio las dos.
– La verdad que es tarde. Hasta mañana, señora.
– Hasta mañana, hijo mío. Ya es hora que estemos los dos en cama.
Nunca había pensado que la gente de la ciudad fuera así. Todos parecían quererlo y protegerlo. Como decía el viejo Gentile, el que vive aprende.
Para no despertar a Mascardi, abrió la puerta con la mayor suavidad, pero la precaución fue inútil, porque los goznes crujieron. Tomando las cosas en broma, pensó que para la noche convendría comprar una lata de aceite y echar unas cuantas gotas en varias puertas de la casa.
– ¡Qué horas de llegar! -rezongó Mascardi.
– Creéme que no me arrepiento -contestó.
“Ni me reconozco”, se dijo. “Estoy pisando fuerte. No sé qué tengo.” Por de pronto, no todo lo que había pasado esa noche facilitaba las cosas para la siguiente. Que la patrona se mostrara tan buena, cuando él planeaba algo que la iba a disgustar, era más bien molesto. No lo era menos que a las dos de la mañana hubiera oído en seguida sus golpecitos en la puerta. Dijo:
– Mañana voy a precisar tu ayuda.
Mascardi respiró o resopló. Almanza también se durmió pronto.
XVI
A las ocho de la mañana, en un café de 43 y 7, frente a una casa donde alquilaban disfraces y trajes de etiqueta, los dos amigos bebían café con leche y comían felipes y medias lunas. Muy divertido, Almanza refirió su desilusión de no ir al teatro, la noche anterior, y la sorpresa, hasta el enojo, cuando supo que lo habían convocado para tenerlo de cuidador de las criaturas. De pronto dijo:
– Esta noche voy a precisar que me des una mano.
– Si es para que sigas de niñero, desde ya te digo que no.
– Lo que te voy a pedir es que te des una vueltita, porque viene a verme una de las chicas Lombardo.
Tan sorprendido estaba Mascardi, que preguntó:
– ¿Ahora?
– A la noche.
– Qué me contás. El viejo te echó el ojo para yerno. Me pongo en su lugar: que se case con cualquiera, con tal que no quede solterona.
Había recuperado el aplomo. Almanza le explicó:
– La que viene es la casada.
– Qué me contás. Primero dejan los chicos a tu cuidado. Después te meten en líos con el esposo.
– Está en Coronel Brandsen.
– ¿Y qué pasa con la patrona, nuestra patrona? ¿La cloroformamos?
– Eso corre por cuenta de la chica.
– Está bien. Yo pongo el biombo, de modo que no se vea mi cama, y listo.
– Está bien, aunque yo estaría más tranquilo si te fueras a dar una vuelta.
– Para que no me entere de tu papelón, si la señora no viene. Pero te hago ver: ¿qué te enseña el cálculo de probabilidades? Cuanto menos pasemos frente a la pieza de la patrona, menos peligro de despertarla.
– De acuerdo.
– Sí, de acuerdo, pero en lo del biombo y basta. Sobre la familia mantengo mi opinión. ¿Qué buscan, vamos a ver? Primero te chupan la sangre para el viejo cachafaz.
– Un señor a la antigua, muy llano, bastante simpático.
– No hay estafador que no sea simpático: requisito indispensable para estafar.
– Estás hablando sin conocerlo.
– Después te dejan de cuidador de nenes y, por último, como si te hubieran hecho un gran favor, viene la señora madre, a cobrar la cuenta. Mirá, sospecho que vas por mal camino.
– Estás cargando las tintas, Mascardi.
– No cargo nada. Eso sí, la noche con las criaturas me parece lo más triste. Francamente, el que mucho anda con mujeres, no te diré que se amaricona, pero al primer descuido se convierte en lo que vulgarmente llamamos un tremendo pollerudo. Yo te hablo por tu bien, aunque te duela. Como decía el finado mi padre, todo bicho que camina debe tener una profesión que lo proteja.
– Que lo proteja ¿de qué?
– ¿De qué va a ser? De las mujeres. Te pregunto con el corazón en la mano: a un fotógrafo ¿quién lo toma en serio? Eso no es profesión, ni nada por el estilo. Ahora, si te parece, podrías acompañarme en algunas custodias, para ver si el trabajo te gusta. El que no prueba, no sabe.
– Cambiemos de tema.
– ¿Te ofendí?
– Viene el Viejito.
– Me está pareciendo que te voy a sacar buen policía.
– Creo que no.
XVII
Mascardi habló por lo bajo:
– Está acompañado. Flor de hembra. No por nada pintan la suerte con una venda en los ojos.
Seguida de Lemonier, entró una chica morena, flaquita, con grandes ojos, un poco ansiosos y graves.
– Laura. Los amigos Mascardi y Almanza -presentó Lemonier y preguntó: -¿Podemos sentarnos con ustedes?
– Claro -dijo Almanza y ofreció una silla a Laura.
Ésta dijo al patrón:
– Dos cafés con leche completos.
– No. Para mí un mate cocido -dijo Lemonier.
– Qué manera de alimentarse. O de no alimentarse -protestó Laura.
Conteniendo una risita comentó Mascardi:
– Hay que reponer fuerzas.
– El café con leche me cae como una piedra, pero si te doy un gusto, que venga nomás.
Laura corrió hacia donde estaba el patrón, para cambiar el pedido. Lemonier preguntó:
– Nuestro fotógrafo ¿no se cansó todavía de La Plata?
– Al contrario -contestó Almanza.
Cuando les trajeron el café, Laura sirvió y dijo:
– Tomalo ahora, antes que se enfríe.
– Es muy raro -dijo Lemonier-, la gente quiere a esta ciudad. Vaya uno a saber por qué. Una ciudad de estudiantes, de empleados públicos, de funcionarios del gobierno.
– Todo el mundo quiere a los estudiantes -dijo Laura.
– De la boca para afuera -replicó Lemonier-. En cuanto a los empleados públicos y a los funcionarios del gobierno…
– ¿Para qué te pedí un completo si vas a tomar el café bebido? -preguntó Laura.
– No come porque sólo piensa en caerle al gobierno -observó Mascardi.
– A este gobierno en particular, no. A todos -aclaró apresuradamente Laura.
– A éste también -dijo Lemonier.
– Es un anarquista hecho y derecho, un ácrata, un rebelde -dijo Mascardi-. Justo al revés de Almanza.
– ¿Nuestro fotógrafo es oficialista? -preguntó Lemonier.
– Como lo oyen, pero nada más que de una señora, de una señorita y de la parentela que las acompaña. Eso sí, con esa gente, está para lo que manden.
– Eso no me parece tan mal -comentó Lemonier.