La invención de Morel - Casares Adolfo Bioy 2 стр.


Las habitaciones son modernas, suntuosas, desagradables. Hay quince departamentos. En el mío hice una obra devastadora, que dio poco resultado. No tuve más cuadros -de Picasso-, ni cristales ahumados, ni forros con valiosas firmas, pero viví en una ruina incómoda.

En dos ocasiones análogas hice mis descubrimientos en los sótanos. En la primera -habían empezado a mermar las provisiones de la despensa- buscaba alimentos y descubrí la usina. Cuando recorría el sótano advertí que ninguna pared tenía el tragaluz que yo había visto desde afuera, con vidrios espesos y rejas, medio escondido entre las ramas de un conífero. Como en una discusión con alguien que me sostuviera que ese tragaluz era irreal, visto en un sueño, salí a comprobar si todavía estaba.

Lo vi de nuevo. Bajé al sótano y tuve gran dificultad para orientarme y encontrar, por adentro, el sitio que correspondía al tragaluz. Estaba del otro lado de la pared. Busqué hendiduras, puertas secretas. La pared era muy lisa y muy sólida. Pensé que en una isla, en un lugar tapiado tenía que haber un tesoro; pero decidí romper la pared y entrar, porque me pareció más verosímil que hubiera, si no ametralladoras y municiones, un depósito de víveres.

Con el hierro que servía para atrancar una puerta, y una creciente languidez, abrí un agujero: se vio claridad celeste. Trabajé mucho y esa misma tarde estuve adentro. Mi primera sensación no fue el disgusto de no encontrar víveres, ni el alivio de reconocer una bomba de sacar agua y una usina de luz, sino la admiración placentera y larga: las pare-des, el techo, el piso, eran de porcelana celeste y hasta el mismo aire (en ese cuarto sin más comunicación con el día que un tragaluz alto y escondido entre las ramas de un árbol) tenía la diafanidad celeste y profunda que hay en la espuma de las cataratas.

Entiendo muy poco de motores, pero no tardé en ponerlos en funcionamiento. Cuando se me acaba el agua llovida, hago trabajar la bomba. Todo esto me ha sorprendido: por mí y por la simplicidad y buen estado de las máquinas. No ignoro que para contrarrestar una falla, solamente cuento con mi resignación. Soy tan inepto que todavía no he podido averiguar el destino de unos motores verdes que hay en el mismo cuarto, ni de ese rodillo con aletas que está en los bajos del sur (vinculado con el sótano por un tubo de hierro; si no estuviera tan alejado de la costa le atribuiría alguna relación con las mareas; podría imaginar que sirve para cargar los acumuladores que ha de tener la usina). Por esa ineptitud hago mucha economía; no pongo en marcha los motores sino cuando es indispensable.

Sin embargo, en una ocasión, todas las luces del museo estuvieron encendidas la noche entera. Fue la segunda vez que hice descubrimientos en los sótanos.

Yo estaba enfermo. Tuve la esperanza de que en alguna parte del museo hubiera un mueble con remedios; arriba no había nada; bajé a los sótanos y… esa noche ignoré mi enfermedad, olvidé que los horrores que estaba pasando vienen, solamente, en los sueños. Descubrí una puerta secreta, una escalera, un segundo sótano. Entré en una cámara poliédrica -parecida a unos refugios contra bombardeos que vi en el cinematógrafo- con las paredes recubiertas por chapas de dos tipos -unas de un material como el corcho, otras de mármol- simétricamente distribuidas. Di un paso: por arcadas de piedra, en ocho direcciones vi repetirse, como en espejos, ocho veces la misma cámara. Después oí muchos pasos, terriblemente claros, a mi alrededor, arriba, abajo, caminando por el museo. Adelanté un poco más: se apagaron los ruidos, como en un ambiente de nieve, como en las frías alturas de Venezuela.

Subí la escalera. Había el silencio, el ruido solitario del mar, la inmovilidad con fugas de ciempiés. Temí una invasión de fantasmas, una invasión de policías, menos verosímil. Pasé horas entre las cortinas, angustiado por el escondite que había elegido (era posible verme de afuera; si quería escaparme de alguien que estuviera en el cuarto debía abrir la ventana). Después me atreví a registrar la casa pero seguía inquieto: me había oído rodear de pasos nítidos; a distintas alturas, movedizos.

A la madrugada bajé de nuevo al sótano. Me rodearon los mismos pasos, de cerca y de lejos. Pero esa vez los comprendí. Molesto, seguí recorriendo el segundo sótano, intermiten-temente escoltado por la bandada solícita de los ecos, multiplicadamente solo. Hay nueve cámaras iguales; otras cinco en un sótano más bajo. Parecen refugios contra bombardeos. ¿Quiénes eran los que, en 1924, más o menos, construyeron este edificio? ¿Por qué lo han dejado abandonado? ¿Qué bombardeos temían? Asombra que los ingenieros de una casa tan bien construida hayan respetado el moderno prejuicio contra las molduras, hasta el punto de haber hecho este refugio que pone a prueba el equilibrio mental: los ecos de un suspiro hacen oír suspiros, al lado, lejanos, durante dos o tres minutos. Donde no hay ecos el silencio es tan horrible como ese peso que no deja huir, en los sueños.

El lector atento puede sacar de mi informe un catálogo de objetos, de situaciones, de hechos más o menos asombrosos; el último es la aparición de los actuales habitantes de la colina. ¿Cabe relacionar a estas personas con las que vivieron en 1924? ¿Habrá que ver en los turistas de hoy a los constructores del museo, de la capilla, de la pileta de natación? No me decido a creer que una de estas personas haya interrumpido alguna vez Té para dos o Valencia, para hacer el proyecto de esta casa, infestada de ecos, es cierto, pero a prueba de bombas.

En las rocas hay una mujer mirando las puestas de sol, todas las tardes. Tiene un pañuelo de colores atado en la cabeza; las manos juntas, sobre una rodilla; soles prenatales han de haber dorado su piel; por los ojos, el pelo negro, el busto, parece una de esas bohemias o españolas de los cuadros más detestables.

Con puntualidad aumento las páginas de este diario y olvido las que me excusarán de los años que mi sombra se demoró en la tierra (Defensa ante sobrevivientes y Elogio de Malthus). Sin embargo, lo que hoy escribo será una precaución. Estas líneas permanecerán invariables, a pesar de la flojedad de mis convicciones. He de ajustarme a lo que ahora sé: conviene a mi seguridad renunciar, interminablemente, a cualquier auxilio de un prójimo.

* * *

No espero nada. Esto no es horrible. Después de resolverlo, he ganado tranquilidad.

Pero esa mujer me ha dado una esperanza. Debo temer las esperanzas.

Mira los atardeceres todas las tardes: yo, escondido, estoy mirándola. Ayer, hoy de nuevo, descubrí que mis noches y días esperan esa hora. La mujer, con la sensualidad de cíngara y con el pañuelo de colores demasiado grande, me parece ridícula. Sin embargo, siento, quizá un poco en broma, que si pudiera ser mirado un instante, hablado un instante por ella, afluiría juntamente el socorro que tiene el hombre en los amigos, en las novias y en los que están en su misma sangre.

Mi esperanza puede ser obra de los pescadores y del tenista barbudo. Hoy me irritó encontrarla con ese falso tenista: no tengo celos; pero ayer tampoco la vi; iba a las rocas, y esos pescadores me impidieron seguir; no me dijeron nada: huí antes de ser visto. Procuré sortearlos por arriba; imposible; tenían amigos, mirándolos pescar. Cuando di vuelta, el sol ya se había puesto, las rocas solas atestiguaban la noche.

Quizá esté preparando una estupidez irremediable; quizá esta mujer, entibiada por soles de todas las tardes, me entregue a la policía. La calumnio; pero no olvido el amparo de la ley. Los que deciden la condena imponen tiempos, defensas que nos aferran a la libertad, dementemente.

Ahora, invadido por suciedad y pelos que no puedo extirpar, un poco viejo, crío la esperanza de la cercanía benigna de esta mujer indudablemente hermosa.

Confío en que mi enorme dificultad sea instantánea: pasar la primera impresión. Ese falso impostor no me vencerá.

* * *

En quince días hubo tres grandes inundaciones. Ayer la suerte me salvó de morir ahoga-

do. Casi me sorprende el agua. Ateniéndome a las marcas del árbol, calculé para hoy la marea. Si a la madrugada hubiera dormido, habría muerto. Muy pronto el agua estaba subiendo con la decisión que tiene una vez por semana. Ha sido tanta mi negligencia que ahora no sé a qué atribuir estas sorpresas: a errores de cálculo o a una pérdida transitoria de regularidad en las grandes mareas. Si las mareas han cambiado sus costumbres, la vida en estos bajos será todavía más precaria. Me acomodaré, sin embargo. ¡He sobrevivido a tanta adversidad!

Viví enfermo, dolorido, con fiebre, muchísimo tiempo; ocupadísimo en no morirme de hambre; sin poder escribir (con esta cara indignación que debo a los hombres).

A mi llegada había algunas provisiones en la despensa del museo. En un horno clásico y tostado, con harina, sal y agua, elaboré un pan incomible. Muy pronto comí harina en la bolsa, en polvo (con sorbos de agua). Todo se acabó: hasta unas lenguas de cordero en mal estado, hasta los fósforos (con un consumo de tres por día). ¡Cuánto más evolucionados que nosotros fueron los inventores del fuego! Estuve trabajando, lastimándome infinitos días, para hacer una trampa; cuando funcionó pude comer pájaros sangrientos y dulces. He seguido la tradición de los solitarios; he comido, también, raíces. El dolor, una lividez húmeda y espantosa, catalepsias que no me dejaron un recuerdo, inolvidables miedos soñados, me han permitido conocer las plantas más venenosas.

Estoy molesto: no tengo las herramientas; la región es malsana, adversa. Pero, hace unos meses, mi vida actual me hubiera parecido un exagerado paraíso.

Las mareas diarias no son peligrosas ni puntuales. A veces levantan las ramas cubiertas de hojas que tiendo para dormir y amanezco en un mar impregnado por las aguas barrosas de los pantanos.

Me queda la tarde para la caza; a la mañana estoy con el agua hasta la cintura; los movimientos pesan como si la parte del cuerpo que está sumergida fuera muy grande; en compensación, hay menos lagartos y víboras; los mosquitos duran todo el día, todo el año.

Las herramientas están en el museo. Aspiro a tener valor, a emprender una expedición y rescatarlas. Tal vez no sea indispensable: esta gente desaparecerá; tal vez he tenido alucinaciones.

El bote ha quedado fuera de alcance, en la playa del este. Lo que pierdo no es mucho: saber que no estoy preso, que puedo irme de la isla; pero, ¿pude irme alguna vez? Sé el infierno que encierra ese bote. Vine de Rabaul hasta aquí. No tenía agua para beber, no tenía sombrero. A remo, el mar es inagotable. La insolación, el cansancio eran mayores que mi cuerpo. Me aquejaron una ardiente enfermedad y sueños que no se cansaban.

Ahora mi fortuna es distinguir las raíces comestibles. He llegado a ordenar la vida tan bien, que hago todos los trabajos y me queda, todavía, un rato para descansar. En esta amplitud me siento libre, feliz.

Ayer me atrasé; hoy estuve trabajando continuamente; sin embargo, quedó algo para mañana; cuando hay tanto que hacer, la mujer de las tardes no me desvela.

Ayer a la mañana el mar invadía los bajos. Nunca he visto una marea de tanta amplitud. Todavía estaba creciendo cuando empezó a llover (aquí las lluvias son infrecuentes, poderosísimas, con vendavales). Tuve que buscar reparo.

Atareado por lo resbaladizo de la pendiente, el ímpetu de la lluvia, el viento y las ramas, subí a la colina. Se me ocurrió esconderme en la capilla (el sitio más solitario de la isla).

Estaba en los cuartos reservados para que los sacerdotes tomen los desayunos y se cambien de ropa (no he visto ningún cura ni pastor entre los ocupantes del museo) y de pronto hubo dos personas, bruscamente presentes, como si no hubieran llegado, como si hubieran aparecido nada más que en mi vista o imaginación… Me escondí -irresoluto, con torpeza- debajo del altar, entre sedas coloradas y puntillas. No me vieron. Todavía me dura el asombro.

Pasé un rato, inmóvil, agachado, en postura incómoda, espiando entre las cortinas de seda que hay debajo del altar principal, con la atención dirigida hacia los ruidos interpuestos por la tormenta, mirando las montañas de los hormigueros, oscuras, los caminos movedizos de las hormigas, pálidas y grandes, baldosas removidas… Atento a las gotas en la pared y en el techo, al agua estremecida en las canaletas, a la lluvia en la vereda cercana, a los truenos, a los confusos ruidos del temporal, de los árboles, del mar en la playa, de las inmediatas vigas, queriendo aislar los pasos o la voz de alguien que estuviera avanzando hacia mi refugio, evitar otra aparición inesperada…

Entre los ruidos, empecé a oír fragmentos de una melodía concisa, muy remota… Dejé de oírla y pensé que había sido como esas figuras que, según Leonardo, aparecen cuando miramos un rato las manchas de humedad. Volvió la música y yo estuve con los ojos nublados, complacido por su armonía, convulso antes de aterrorizarme del todo. Después de un rato fui a la ventana. El agua, blanca en el vidrio, sin brillo, profundamente oscura en el aire, apenas dejaba ver… Tuve una sorpresa tan grande que no me importó asomarme por la puerta abierta.

Aquí viven los héroes del snobismo (o los pensionistas de un manicomio abandonado). Sin espectadores -o soy el público previsto desde el comienzo-, para ser originales cruzan el límite de incomodidad soportable, desafían la muerte. Esto es verídico, no es una invención de mi rencor… Sacaron el fonógrafo que está en el cuarto verde, contiguo al salón del acuario, y, mujeres y hombres, sentados en bancos o en el pasto, conversaban, oían música y bailaban en medio de una tempestad de agua y viento que amenazaba arrancar todos los árboles.

* * *

Ahora la mujer del pañuelo me resulta imprescindible. Tal vez toda esa higiene de no esperar sea un poco ridícula. No esperar de la vida, para no arriesgarla; darse por muerto, para no morir. De pronto esto me ha parecido un letargo espantoso, inquietísimo; quiero que se acabe. Después de la fuga, después de haber vivido no atendiendo a un cansancio que me destruía, logré la calma; mis decisiones tal vez me devuelvan a ese pasado o a los jueces; los prefiero a este largo purgatorio.

Ha empezado hace ocho días. Entonces registré el milagro de la aparición de estas personas; a la tarde temblé cerca de las rocas del oeste. Me dije que todo era vulgar: el tipo bohemio de la mujer y mi enamoramiento propio de solitario acumulado. Volví dos tardes más: la mujer estaba; empecé a encontrar que lo único milagroso era esto; después vinieron los días aciagos de los pescadores, que no la vi, del barbudo, de la inundación, de reparar los destrozos de la inundación. Hoy a la tarde…

* * *

Estoy asustado; pero, con mayor insistencia, descontento de mí. Ahora debo esperar que los intrusos vengan, en cualquier momento; si tardan, malum signum: vienen a prenderme. Esconderé este diario, prepararé una explicación y los aguardaré no muy lejos del bote, decidido a pelear, a huir. Sin embargo, no me ocupo de los peligros. Estoy incomodísimo: tuve descuidos que pueden privarme de la mujer, para siempre.

Después de bañarme, limpio y más desordenado (por efecto de la humedad en la barba y en el pelo), fui a verla. Había trazado este plan: esperarla en las rocas; la mujer, al llegar, me encontraría abstraído en la puesta del sol; la sorpresa, el probable recelo, tendrían tiempo de convertirse en curiosidad; mediaría favorablemente la común devoción a la tarde; ella me preguntaría quién soy; nos haríamos amigos… Llegué tardísimo. (Mi impuntualidad me exaspera. ¡Pensar que en esa corte de los vicios llamada el mundo civilizado, en Caracas, fue un trabajoso adorno, una de mis características más personales!)

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