La Condición Humana - Malraux André


André Malraux

La Condición Humana

(La condition humaine, 1933)

A Eddy Du Perron

Parte Primera 21 de marzo de 1927

12 y media de la noche

¿Intentaría Chen levantar el mosquitero? ¿Golpearía a través de él? La angustia le retorcía el estómago. Conocía su propia firmeza; pero sólo era capaz, en aquel instante,, de pensarlo con el embrutecimiento, fascinado por aquel montón de muselina blanca que caía desde el techo sobre un cuerpo menos visible que una sombra y de donde emergía sólo aquel pie medio inclinado por el sueño, vivo, no obstante, de la carne de hombre. La única luz procedía del building vecino; un gran rectángulo pálido de electricidad, cortado por los barrotes de la ventana, uno de los cuales rayaba el lecho precisamente por debajo del pie, como para acentuarle el volumen y la vida. Cuatro o cinco claxons sonaron a la vez. ¿Descubierto? ¡Combatir, combatir con enemigos que se defienden, con enemigos despiertos, qué liberación!

La ola de estruendo decreció: algún estrépito de carruajes -todavía había estrépito de carruajes allá, en el mundo de los hombres… -. Volvió a verse frente a la gran mancha blanca de la muselina y del rectángulo de luz, inmóviles en aquella noche en que el tiempo había dejado de existir.

Se repetía que aquel hombre debía morir. Tontamente, porque él sabía que lo mataría, capturado o no, ejecutado o no, poco importaba. Sólo existía aquel pie, aquel hombre al que debía herir sin que se defendiese, porque, si llegara a defenderse, llamaría.

Parpadeando, nauseado, Chen descubría en sí, no el combatiente que esperaba, sino a un sacrificador. Y no sólo ante los dioses que había elegido; bajo su sacrificio a la revolución surgía un mundo de profundidades, ante el cual aquella noche agobiada de angustia no era más que claridad. «Asesinar no es sólo matar, ¡ay!…» En los bolsillos, sus manos vacilantes empuñaban, la derecha, una navaja de afeitar cerrada y, la izquierda, un puñal corto. Los escondía lo más posible, como si la noche no bastase para ocultar sus movimientos. La navaja era más segura; pero Chen comprendía que no podría servirse de ella; el puñal le repugnaba menos. Soltó la navaja, cuyo dorso penetraba en sus dedos crispados; el puñal se hallaba desnudo en su bolsillo, sin vaina. Lo hizo pasar a su mano derecha, dejando caer la izquierda sobre la lana de su tricota, donde quedó adherida. Levantó ligeramente el brazo derecho, estupefacto ante el silencio que seguía rodeándole, como si su ademán hubiera debido soltar el resorte de una caída. Pero no; no pasaba nada: seguía siendo él quien tenía que obrar.

Aquel pie vivía, como un animal dormido. ¿Terminaba en él un cuerpo? «¿Pero es que me vuelvo loco?» Había que ver aquel cuerpo. Verlo; ver aquella cabeza; para ello entrar en la luz; dejar que pasase sobre el lecho su abultada sombra. ¿Cuál era la resistencia de la carne? Convulsivamente, Chen se hundió el puñal en el brazo izquierdo. El dolor (ya no era capaz de pensar en aquel brazo suyo), la idea del suplicio seguro si el durmiente despertaba, le libertaron por un segundo: el suplicio era preferible a aquella atmósfera de locura. Se acercó. Aquél era el hombre que había visto, dos horas antes, en plena luz. El pie, que casi rozaba el pantalón de Chen, giró de pronto, como una llave, y volvió a su primitiva posición en la noche tranquila. Quizá el durmiente presintiese aquella presencia, aunque no lo bastante para despertar… Chen se estremeció: un insecto corría sobre su piel. No; era la sangre de su brazo, que corría en un reguero. Y aquella sensación de mareo continuaba.

Un solo movimiento, y el hombre quedaría muerto. Matarlo no era nada: lo que resultaba imposible era tocarlo. Y había que herir con precisión. El durmiente, acostado sobre la espalda, en medio del lecho a la europea, sólo se hallaba vestido con unos calzoncillos cortos; pero, bajo la piel grasienta, las costillas no eran visibles. Chen tenía que orientarse por las puntas de las tetillas. Sabía cuan difícil es herir de arriba abajo. Tenía, pues, el puñal con la hoja en el aire; pero la tetilla izquierda quedaba más alejada: a través del tul del mosquitero hubiera tenido que herir alargando el brazo, con un movimiento curvo, como el del swing. Cambió la posición del puñal: la hoja, horizontal. Tocar aquel cuerpo inmóvil era tan difícil como herir un cadáver, quizá por las mismas razones. Como atraído por aquella idea de cadáver, se elevó un estertor. Chen ya no podía retroceder; las piernas y los brazos se le habían aflojado por completo. Pero el estertor se regularizó: el hombre no jadeaba, roncaba. Se hizo vivo, vulnerable; y, al mismo tiempo, Chen se sintió burlado. El cuerpo resbaló, con un ligero movimiento hacia la derecha. ¡Despertaría ahora! Con un golpe capaz de atravesar una tabla, Chen lo detuvo, con un ruido de muselina desgarrada unido a un choque sordo. Sensible hasta el extremo de la hoja, sintió el cuerpo rebotar hacia él, rechazado por el colchón elástico. Endureció rabiosamente el brazo para retenerlo: las piernas retrocedían juntas hacia el pecho, como ligadas la una a la otra. Se distendieron de golpe. Habría que herir de nuevo; pero, ¿cómo arrancar el puñal? El cuerpo continuaba de costado, inestable, y, a pesar de la convulsión que acababa de sacudirlo, Chen recibía la impresión de tenerlo fijo en el lecho con su arma corta, sobre la cual pesaba toda su masa. Por el gran agujero del mosquitero, lo veía muy bien: los párpados se habían abierto -¿habría podido despertar?-, y los ojos estaban en blanco. A lo largo del puñal, la sangre comenzaba a brotar, negra en aquella falsa luz. Con su peso, el cuerpo, presto a caer hacia la derecha o hacia la izquierda, encontraba aún vida. Chen no podía soltar el puñal. A través del arma, de su brazo extendido y de su hombro dolorido, se establecía una comunicación, toda angustia, entre el cuerpo y él, hasta el fondo de su pecho, hasta su corazón convulso, única cosa que se movía en la estancia. Permanecía en absoluto inmóvil; la sangre que continuaba brotando de su brazo le parecía ser la del hombre acostado. Sin que nada exterior sobreviniese, tuvo la certidumbre de que aquel hombre estaba muerto. Respiraba apenas, y continuaba manteniéndose de costado, en la luz inmóvil y turbia, en la soledad de la habitación. Nada indicaba que hubiera habido lucha; ni siquiera el desgarrón de la muselina, que parecía dividida en dos: allí no había más que silencio y una embriaguez abrumadora en la que él zozobraba, separado del mundo de los vivos, aferrado a su arma. Sus dedos se apretaban cada vez más; pero los músculos del brazo se aflojaban, y el brazo entero comenzó a temblar como una cuerda. Aquello no era miedo; era un espanto, a la vez atroz y solemne, que no había vuelto a conocer desde su infancia: estaba solo con la muerte, solo en un lugar sin hombres, muellemente aplastado, a la vez, por el horror y por el placer de la sangre.

Consiguió abrir la mano. El cuerpo se inclinó suavemente sobre el vientre. Quedando sesgado el mango del puñal, una mancha oscura comenzó a extenderse sobre la sábana y creció, como un ser vivo. Y, a su lado, creciendo como ella, apareció la sombra de dos orejas puntiagudas.

La puerta estaba próxima; el balcón, más alejado; pero era del balcón de donde venía la sombra. Aunque Chen no creía en los genios, estaba paralizado, incapacitado de darse vuelta. Se sobresaltó: un maullido. Medio repuesto, se atrevió a mirar. Era un gato de los tejados, que con patas silenciosas entraba por la ventana, los ojos fijos en él. Una rabia furiosa sacudía a Chen, a medida que avanzaba la sombra, no contra el animal mismo, sino contra esa presencia; nada vivo debía deslizarse en la hosca región donde estaba arrojado: aquello que lo había visto empuñar aquel cuchillo, lo imposibilitaba de volver entre los hombres. Abrió la navaja y dio un paso hacia adelante. El animal huyó por el balcón. Chen lo persiguió. Se encontró, de pronto, frente a Shanghai.

Sacudida por su angustia, la noche bullía como una enorme humareda negra, llena de chispas; al ritmo de su respiración, cada vez menos anhelante, se inmovilizó, y, en el desgarrón de las nubes, aparecieron las estrellas, con su movimiento eterno, que le invadió, con el aire más fresco de fuera. Una sirena se elevó y luego se perdió en aquella serenidad punzante.

Abajo, muy abajo, las luces de medianoche, reflejadas a través de una bruma amarilla por el macadam mojado, por las pálidas rayas de los rieles, palpitaban con la vida de los hombres que no matan. Eran millones de vidas, y todas ahora rechazaban a la suya; pero, ¿qué significaba su condenación miserable, al lado de la muerte que se retiraba de él, que parecía deslizarse fuera de su cuerpo a grandes oleadas, como la sangre del otro? Toda aquella sombra, inmóvil o centelleante, era la vida, como el río, como el mar, invisible a lo lejos -el mar… -. Respirando, por fin, hasta lo más profundo de su pecho, le pareció unirse a aquella vida con un agradecimiento sin límite, al borde del llanto, tan trastornado como antes. «Hay que escapar…» Permaneció contemplando el movimiento de los autos y de los transeúntes, que corrían bajo sus pies por la calle iluminada, como un ciego curado mira, como un hambriento come. Ávidamente, insaciable de vida, hubiese querido tocar aquellos cuerpos. Una sirena llenó todo el horizonte, más allá del río: el relevo de los obreros de noche, en el arsenal. ¡Que los imbéciles obreros fuesen a fabricar las armas destinadas a matar a quienes combatían por ellos! ¿Aquella ciudad iluminada continuaría poseída como un campo por su dictador militar, vendida hasta la muerte, como un rebaño, a los jefes de guerra y a los comercios de Occidente? Su gesto criminal tenía el mismo valor que un prolongado trabajo de los arsenales de China: la insurrección inminente que pretendía entregar Shanghai a las tropas revolucionarias no poseía doscientos fusiles. Si poseyese las pistolas -unas trescientas- cuya venta con el gobierno acababa de negociar aquel intermediario -el muerto-, los rebeldes, cuyo primer acto debía consistir en desarmar a la policía para armar sus tropas, duplicarían sus posibilidades. Pero, desde hacía diez minutos, Chen no había pensado en ello ni siquiera una sola vez.

Y todavía no había cogido el papel por el cual había matado a aquel hombre. Entró de nuevo, como si hubiera entrado en la cárcel. Las ropas estaban colgadas al pie de la cama, bajo el mosquitero. Buscó en los bolsillos: pañuelos, cigarrillos… No tenía cartera. La habitación seguía siendo la misma: mosquitero, paredes blancas, nítido rectángulo de luz… El crimen, pues, no había cambiado nada… Metió la mano debajo de la almohada, cerrando los ojos. Tocó la cartera, muy pequeña, como un portamonedas. Por vergüenza o angustia, porque el ligero peso de la cabeza atravesada en la almohada se hacía más inquietante cada vez, volvió a abrir los ojos: no había sangre en la almohada, y el hombre no parecía muerto. ¿Debería, pues, matarle de nuevo? Pero ya su mirada, que volvía a encontrar los ojos en blanco y la sangre sobre las sábanas, lo liberaba. Para registrar la cartera, retrocedió hacia la luz: era ésta la de un restaurante, lleno de jugadores. Encontró el documento, se guardó la cartera, atravesó la habitación casi corriendo, cerró con doble vuelta de llave y se guardó ésta en el bolsillo. En el extremo del corredor del hotel -se esforzaba por caminar despacio-, no estaba el ascensor. ¿Llamaría?… Descendió. En el piso inferior, el del dancing, el bar y los billares, unas diez personas esperaban el ascensor, que ya llegaba. Las siguió. «La dancing-girl roja está estupenda, maravillosa», le dijo, en inglés, su vecino, birmano o siamés, un poco borracho. Le dieron ganas, a la vez, de abofetearle para hacerle callar, y de abrazarlo, porque estaba vivo. Rezongó, en lugar de responder. El otro le golpeó en el hombro, con aire de cómplice. «Cree que yo estoy borracho también…» Pero el interlocutor abría de nuevo la boca. «Ignoro las lenguas extranjeras», dijo Chen, en pequinés. El otro se calló, miró, intrigado, a aquel hombre joven, sin cuello, aunque con una tricota de magnífica lana. Chen estaba frente a la luna interior del ascensor. El crimen no dejaba ninguna huella en su rostro… Sus facciones, más mongólicas que chinas -pómulos salientes y nariz muy aplastada, aunque con la arista ligeramente marcada, como un pico-, no habían cambiado: no expresaban más que fatiga. Hasta en sus sólidos hombros y en sus gruesos labios, de buen muchacho, parecía no pesar nada extraño. Sólo el brazo, pegajoso cuando lo doblaba, caliente… El ascensor se detuvo. Salió con el grupo.

Una de la mañana

Compró una botella de agua mineral y llamó a un taxi -un coche cerrado- donde se lavó el brazo y se lo vendó con un pañuelo. Los rieles desiertos y los charcos de los aguaceros de la tarde relucían débilmente. El cielo luminoso se reflejaba en ellos. Sin saber por qué, Chen lo contempló. ¡Cuánto más cerca de él había estado antes, cuando había descubierto las estrellas! Se alejaba de él, a medida que su angustia se debilitaba y volvía a encontrar a los hombres… En el extremo de la calle, las autoametralladoras, tan grises como los charcos, y los trazos claros de las bayonetas, llevadas por sombras silenciosas; el puesto, el final de la concesión francesa. El taxi no podía ir más lejos. Chen mostró su pasaporte falso, de electricista empleado en la concesión. El funcionario examinó el papel con indiferencia («Decididamente lo que acabo de hacer no se nota») y lo dejó pasar. Delante de él, perpendicular, la avenida de las Dos Repúblicas, frontera de la ciudad china.

Abandono y silencio. Cargadas con todos los ruidos de la mayor ciudad de China, las ondas zumbadoras se perdían allí, como en el fondo de un pozo los sonidos procedentes de las profundidades de la tierra: todos los de la guerra, y las últimas sacudidas nerviosas de una multitud que no quiere dormir. Pero era lejos donde vivían los hombres; allí, nada quedaba del mundo, como no fuese una noche, en la cual Chen se ponía de acuerdo con su instinto, como adquiriendo una amistad súbita: aquel mundo nocturno, inquieto, no se oponía a su crimen. Mundo en que los hombres habían desaparecido; mundo eterno. ¿Volvería el día, acaso, sobre aquellas tejas podridas, sobre todas aquellas callejuelas, en el fondo de las cuales una linterna iluminaba un muro sin ventanas o un nido de hilos telegráficos? Existía un mundo del crimen, y él se hallaba en ese mundo, como en el calor. Ninguna vida; ninguna presencia; ningún ruido próximo. Ni siquiera los gritos de los modernos comerciantes; ni siquiera los ladridos de los perros abandonados…

Por fin, una tienda mugrienta: Lu-Yu-Shuen y Hemmelrich, Fonos. Había que volver entre los hombres… Esperó algunos minutos, sin entregarse por completo, y por fin golpeó un postigo. La puerta se abrió casi inmediatamente: era una tienda llena de discos alineados con cuidado, con un vago aspecto de biblioteca pobre; luego, la trastienda, grande, desnuda, y cuatro camaradas en mangas de camisa.

Al cerrarse de nuevo, la puerta hizo que oscilase la lámpara. Los semblantes desaparecieron y volvieron a aparecer. A la izquierda, muy orondo, Lu-Yu-Shuen y la cabeza de boxeador inutilizado de Hemmelrich, rapado, con la nariz rota y los hombros hundidos. Detrás, en la sombra, Katow. A la derecha Kyo Gisors; al pasar por encima de su cabeza, la lámpara marcó exageradamente las comisuras caídas de su boca de estampa japonesa; al alejarse, apartó la sombra, y aquel rostro mestizo casi pareció europeo. Las oscilaciones de la lámpara se fueron haciendo cada vez más cortas. Los dos semblantes de Kyo fueron apareciendo alternativamente, cada vez menos diferentes el uno del otro.

Invadidos por la necesidad de interrogar, todos miraban a Chen con una intensidad idiota, pero no decían nada. Él contempló las baldosas, acribilladas de semillas de girasol. Podía informar a aquellos hombres; pero jamás podría explicarse. Le obsesionaba la resistencia opuesta por el cuerpo al cuchillo, mucho mayor que la de su brazo: sin el impulso de la sorpresa, el arma no habría penetrado profundamente. «Nunca hubiera creído que fuese tan duro…»

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