Por la noche, después de cenar, le dijo a la mujer, Vino a la consulta un hombre con un caso extraño, podría tratarse de una variante de ceguera psíquica o de amaurosis, pero no consta que tal cosa se haya comprobado alguna vez, Qué enfermedades son ésas, lo de la amaurosis y lo otro, preguntó la mujer. El médico dio unas explicaciones accesibles a un entendimiento normal y, satisfecha la curiosidad, fue al estante, a buscar en los libros de la especialidad, unos antiguos, de los años de Facultad, otros más modernos, algunos de publicación reciente que aún no había tenido tiempo de estudiar. Consultó los índices metódicamente, leyó todo lo que encontraba allí sobre la agnosis y la amaurosis, con la impresión incómoda de sentirse intruso en un terreno que no era el suyo, el misterioso campo de la neurocirugía, sobre el que sólo tenía escasas luces. Avanzada la noche, apartó los libros que había estado consultando, se frotó los ojos fatigados y se reclinó en el sillón. En aquel momento, la alternativa se le presentaba con toda claridad. Si el caso era agnosis, el paciente estaría viendo ahora lo que siempre había visto, es decir, no habría sobrevenido disminución alguna de agudeza visual, simplemente ocurría que el cerebro se habría vuelto incapaz de reconocer una silla donde hubiera una silla, seguiría, pues, reaccionando correctamente a los estímulos luminosos a través del nervio óptico, pero, para decirlo en lenguaje común, al alcance de gente poco informada, habría perdido la capacidad de saber que sabía, y, más aún, de decirlo. En cuanto a la amaurosis, no cabía la menor duda. Para que lo fuese efectivamente, el paciente tendría que verlo todo negro, salvando, desde luego, el uso de tal verbo, ver, cuando de tinieblas absolutas se trata. El ciego había afirmado categóricamente que veía, salvado sea también el verbo, un color blanco uniforme, denso, como si, con los ojos abiertos, se encontrara sumergido en un mar lechoso. Una amaurosis blanca, aparte de ser etimológicamente una contradicción, sería también una imposibilidad neurológica, visto que el cerebro, que no podría entonces percibir las imágenes, las formas y los colores de la realidad, tampoco podría, por decirlo así, cubrir de blanco, de un blanco continuo, como pintura blanca sin tonalidades, los colores, las formas y las imágenes que la misma realidad presentase a una visión normal, por problemático que resulte hablar, con efectiva propiedad, de visión normal. Con la conciencia clarísima de encontrarse metido en un callejón aparentemente sin salida, el médico movió la cabeza desalentado y miró a su alrededor. Su mujer se había retirado ya, recordaba vagamente que se le había acercado un momento y que le había besado en el pelo, Me voy a acostar, debió de decir, la casa estaba ahora silenciosa, sobre la mesa se veían los libros dispersos, Qué será esto, pensó, y de pronto sintió miedo, como si también él fuera a quedarse ciego en el instante siguiente y lo supiera ya. Contuvo la respiración y esperó. No ocurrió nada. Ocurrió un momento después, cuando juntaba los libros para ordenarlos en la estantería. Primero se dio cuenta de que había dejado de verse las manos, después supo que estaba ciego.
El mal de la muchacha de las gafas oscuras no era grave, tenía sólo una conjuntivitis de lo más sencilla, que el remedio que le había recetado el médico iba a resolver en poco tiempo. Ya sabe, durante estos días sólo se tiene que quitar las gafas para dormir, le había dicho. La broma era antigua, seguro que había pasado de generación en generación de oftalmólogos, pero el efecto se repetía siempre, el médico sonreía al decirlo, sonreía el paciente al oírlo, y en este caso valía la pena, pues la muchacha tenía bonitos dientes, y sabía cómo mostrarlos. Por natural misantropía o por excesivas decepciones en la vida, cualquier escéptico común, conocedor de los pormenores de la vida de esta mujer, insinuaría que la belleza de la sonrisa no pasaba de ser artimaña del oficio, pero sería una afirmación malvada y gratuita, porque aquella sonrisa ya era así en los tiempos, no tan distantes, en los que aquella mujer era una chiquilla, palabra en desuso, cuando el futuro era una carta cerrada y aún estaba por nacer la curiosidad de abrirla. Simplificando, pues, se podría incluir a esta mujer en la categoría de las llamadas prostitutas, pero la complejidad del entramado de relaciones sociales, tanto diurnas como nocturnas, tanto verticales como horizontales, de la época aquí descrita, aconseja moderar cualquier tendencia a los juicios perentorios, definitivos, manía de la que, por exagerada suficiencia, nunca conseguiremos librarnos. Aunque sea evidente lo mucho que de nube hay en Juno, no es lícito obstinarse en confundir con una diosa griega lo que no pasa de ser una vulgar masa de gotas de agua flotando en la atmósfera. Sin duda, esta mujer va a la cama a cambio de dinero, lo que permitiría, probablemente, y sin más consideraciones, clasificarla como prostituta, pero, siendo cierto que sólo va cuando quiere y con quien ella quiere, no es desdeñable la probabilidad de que tal diferencia de derecho deba determinar cautelarmente su exclusión del gremio, entendido como un todo. Ella tiene, como la gente normal, una profesión, y, también, como la gente normal, aprovecha las horas que le quedan libres para dar algunas alegrías al cuerpo y suficientes satisfacciones a sus necesidades, tanto a las particulares como a las generales. Si no se pretende reducirla a una definición primaria, lo que en definitiva debería decirse de ella, en sentido lato, es que vive como le apetece y, además, saca de ello todo el placer que puede.
Se había hecho de noche cuando salió del consultorio. No se quitó las gafas, la iluminación de las calles le molestaba, especialmente la de los anuncios. Entró en una farmacia a comprar el colirio que el médico le había recetado, decidió no darse por aludida cuando el dependiente dijo que es injusto que ciertos ojos anden cubiertos por cristales oscuros, observación que, aparte de impertinente en sí misma, y además expresada por un mancebo de botica, imaginen, venía a contrariar su convicción de que las gafas oscuras le daban un aire embriagador y misterioso capaz de provocar el interés de los hombres que pasaban, y, eventualmente, corresponderles, de no darse hoy la circunstancia de que alguien la está esperando, una cita que promete mucho, tanto en lo referente a satisfacciones materiales como a satisfacciones de otro tipo. El hombre con quien iba a verse era un conocido, no le importó que ella le dijera que no podría quitarse las gafas oscuras, aunque el médico no le había dado aún orden al respecto, el caso es que al hombre hasta le hizo gracia, era una novedad. A la salida de la farmacia, la muchacha llamó un taxi, dio el nombre de un hotel. Recostada en el asiento, prelibaba ya, si se acepta el término, las distintas y múltiples sensaciones del goce sensual, desde el primer y sabio roce de labios, desde la primera caricia íntima, hasta las sucesivas explosiones de un orgasmo que la dejaría agotada y feliz, como si la estuvieran crucificando, dicho sea con perdón, en una girándula ofuscadora y vertiginosa. Tenemos, pues, razones para concluir que la chica de las gafas oscuras, si la pareja supo cumplir cabalmente, en tiempo y técnica, con su obligación, paga siempre por adelantado y el doble de lo que luego cobra. En medio de estos pensamientos, sin duda porque había pagado hacía un momento una consulta, se preguntó si no sería conveniente subir, a partir de hoy mismo, su tarifa, lo que, con risueño optimismo, solía llamar su justo nivel de compensación.
Mandó parar el taxi una manzana antes, se mezcló con la gente que iba en la misma dirección, como dejándose llevar por ella, anónima y sin ninguna culpa notoria. Entró en el hotel con aire natural, cruzó el vestíbulo hacia el bar. Llegaba con unos minutos de adelanto, y tendría que esperar, pues la hora de la cita había sido fijada con precisión. Pidió un refresco y lo tomó sosegadamente, sin posar los ojos en nadie, no quería que la confundieran con una vulgar cazadora de hombres. Un poco más tarde, como una turista que sube al cuarto a descansar después de haber pasado la tarde por los museos, se dirigió al ascensor. La virtud, habrá aún quien lo ignore, siempre encuentra escollos en el durísimo camino de la perfección, pero el pecado y el vicio se ven tan favorecidos por la fortuna que todo fue llegar y se abrieron ante ella las puertas del ascensor. Salieron dos huéspedes, un matrimonio de edad avanzada, ella entró y apretó el botón del tercero, trescientos doce era el número que la esperaba, es aquí, llamó discretamente a la puerta, diez minutos después estaba ya desnuda, a los quince gemía, a los dieciocho susurraba palabras de amor que ya no tenía necesidad de fingir, a los veinte empezaba a perder la cabeza, a los veintiuno sintió que su cuerpo se desquiciaba de placer, a los veintidós gritó, Ahora, ahora, y cuando recuperó la conciencia, dijo, agotada y feliz, Aún lo veo todo blanco.
Al ladrón del coche lo llevó un policía a casa. No podía el circunspecto y compasivo agente de la autoridad imaginar que llevaba a un empedernido delincuente cogido por el brazo, y no para impedir que se escapara, como habría ocurrido en otra ocasión, sino, simplemente, para que el pobre hombre no tropezara y se cayera. En compensación, nos es muy fácil imaginar el susto de la mujer del ladrón cuando, al abrir la puerta, se encontró ante ella con un policía de uniforme que traía sujeto, o así le pareció, a un decaído prisionero, a quien, a juzgar por la tristeza de la cara, debía de haberle ocurrido algo peor que la detención. Por un instante, pensó la mujer que habrían atrapado a su hombre en flagrante delito y que el policía estaba allí para registrar la casa, idea ésta, por otra parte, y por paradójico que parezca, bastante tranquilizadora, considerando que el marido sólo robaba coches, objetos que, por su tamaño, no se pueden ocultar bajo la cama. No duró mucho la duda, pues el policía dijo, Este señor está ciego, encárguese de él, y la mujer, que debería sentirse aliviada porque el agente venía al fin sólo de acompañante, percibió la dimensión de la fatalidad que le entraba por la puerta cuando un marido deshecho en lágrimas cayó en sus brazos diciendo lo que ya sabemos.
La chica de las gafas oscuras también fue conducida a casa de sus padres por un policía, pero lo picante de las circunstancias en que la ceguera se manifestó, una mujer desnuda, gritando en un hotel, alborotando a los clientes, mientras el hombre que estaba con ella intentaba escabullirse embutiéndose trabajosamente los pantalones, moderaba, en cierto modo, el dramatismo obvio de la situación. La ciega, corrida de vergüenza, sentimiento en todo compatible, por mucho que rezonguen los prudentes fingidos y los falsos virtuosos, con los mercenarios ejercicios amatorios a que se dedicaba, tras los gritos lacerantes que dio al comprender que la pérdida de visión no era una nueva e imprevista consecuencia del placer, apenas se atrevía a llorar y lamentarse cuando, con malos modos, vestida a toda prisa, casi a empujones, la llevaron fuera del hotel. El policía, en tono que sería sarcástico si no fuera simplemente grosero, quiso saber, después de haberle preguntado dónde vivía, si tenía dinero para el taxi, En estos casos, el Estado no paga, advirtió, procedimiento al que, anotémoslo al margen, no se le puede negar cierta lógica, dado que esas personas pertenecen al número de las que no pagan impuestos sobre el rendimiento de sus inmorales réditos. Ella afirmó con la cabeza, pero, estando ciega como estaba, pensó que quizá el policía no había visto su gesto y murmuró, Sí, tengo, y para sí, añadió, Y ojalá no lo tuviera, palabras que nos parecerán fuera de lugar, pero que, si atendemos a las circunvoluciones del espíritu humano, donde no existen caminos cortos y rectos, acaban, esas palabras, por resultar absolutamente claras, lo que quiso decir es que había sido castigada por su mal comportamiento, por su inmoralidad, en una palabra. Le dijo a su madre que no iría a cenar, y ahora resulta que iba a llegar muy a tiempo, antes incluso que el padre.
Diferente fue lo que pasó con el oculista, no sólo porque estaba en casa cuando le atacó la ceguera, sino porque, siendo médico, no iba a entregarse sin más a la desesperación, como hacen aquellos que de su cuerpo sólo saben cuando les duele. Hasta en una situación como ésta, angustiado, teniendo por delante una noche de ansiedad, fue aún capaz de recordar lo que Homero escribió en la Ilíada , poema de la muerte y el sufrimiento sobre cualquier otro, Un médico, sólo por sí, vale por varios hombres, palabras que no vamos a entender como directamente cuantitativas sino cualitativamente, como comprobaremos enseguida. Tuvo el valor de acostarse sin despertar a la mujer, ni siquiera cuando ella, murmurando medio dormida, se movió en la cama para sentirlo más próximo. Horas y horas despierto, lo poco que consiguió dormir fue por puro agotamiento. Deseaba que no terminara la noche para no tener que anunciar, él, cuyo oficio era curar los males de los ojos ajenos, Estoy ciego, pero al mismo tiempo quería que llegase rápidamente la luz del día, con estas exactas palabras lo pensó, La luz del día, sabiendo que no iba a verla. Realmente, un oftalmólogo ciego no serviría para mucho, pero tenía que informar a las autoridades sanitarias, avisar de lo que podría estar convirtiéndose en una catástrofe nacional, nada más y nada menos que un tipo de ceguera desconocido hasta ahora, con todo el aspecto de ser muy contagioso y que, por lo visto, se manifestaba sin previa existencia de patologías anteriores de carácter inflamatorio, infeccioso o degenerativo, como pudo comprobar en el ciego que había ido a verle al consultorio, o como en su mismo caso se confirmaría, una miopía leve, un leve astigmatismo, todo tan ligero que de momento había decidido no usar lentes correctoras. Ojos que habían dejado de ver, ojos que estaban totalmente ciegos, pero que se encontraban en perfecto estado, sin la menor lesión, reciente o antigua, de origen o adquirida. Recordó el examen minucioso que había hecho al ciego, y cómo las diversas partes del ojo accesibles al oftalmoscopio se presentaban sanas, sin señal de alteraciones mórbidas, situación muy rara a los treinta y ocho años que el hombre había dicho tener, y hasta en gente, de menos edad. Aquel hombre no debía de estar ciego, pensó, olvidando por unos instantes que también él lo estaba, hasta este punto puede llegar la abnegación, y esto no es cosa de ahora, recordemos lo que dijo Homero, aunque con palabras que parecen diferentes.
Cuando la mujer se levantó, se fingió dormido. Sintió el beso que ella le dio en la frente, muy suave, como si no quisiera despertarlo de lo que creía un sueño profundo, quizá había pensado, Pobrecillo, se acostó tarde, estudiando aquel extraordinario caso del infeliz hombre ciego. Solo, como si se fuera apoderando de él lentamente una nube espesa que le cargase sobre el pecho y le entrase por las narices cegándolo por dentro, el médico dejó brotar un gemido breve, permitió que dos lágrimas, Serán blancas, pensó, le inundaran los ojos y se derramaran por las mejillas, a un lado y a otro de la cara, ahora comprendía el miedo de sus pacientes cuando le decían, Doctor, me parece que estoy perdiendo la vista. Llegaban hasta el dormitorio los pequeños ruidos domésticos, no tardaría la mujer en acercarse a ver si seguía durmiendo, era ya casi la hora de salir para el hospital. Se levantó con cuidado, a tientas buscó y se puso el batín, entró en el cuarto de baño, orinó. Luego se volvió hacia donde sabía que estaba el espejo, esta vez no preguntó Qué será esto, no dijo Hay mil razones para que el cerebro humano se cierre, sólo extendió las manos hasta tocar el vidrio, sabía que su imagen estaba allí, mirándolo, la imagen lo veía a él, él no veía la imagen. Oyó que la mujer entraba en el cuarto, Ah, estás ya levantado, dijo, y él respondió, Sí. Luego la sintió a su lado, Buenos días, amor, se saludaban aún con palabras de cariño después de tantos años de casados, y entonces él dijo, como si los dos estuvieran representando un papel y ésta fuera la señal para que iniciara su frase, Creo que no van a ser muy buenos, tengo algo en la vista. Ella sólo prestó atención a la última parte de la frase, Déjame ver, pidió, le examinó los ojos con atención, No veo nada, la frase estaba evidentemente cambiada, no correspondía al papel de la mujer, era él quien tenía que pronunciarla, pero la dijo sencillamente, así, No veo, y añadió, Supongo que el enfermo de ayer me ha contagiado su mal. Con el tiempo y la intimidad, las mujeres de los médicos acaban también por entender algo de medicina, y ésta, tan próxima en todo a su marido, había aprendido lo bastante para saber que la ceguera no se pega sólo porque un ciego mire a alguien que no lo es, la ceguera es una cuestión privada entre la persona y los ojos con que nació. En todo caso, un médico tiene la obligación de saber lo que dice, para eso ha ido a la Facultad, y si éste, aparte de haberse declarado ciego, admite la posibilidad de que le hayan contagiado, quién es la mujer para dudarlo, por mucho de médico que sea. Se comprende, pues, que la pobre señora, ante la evidencia indiscutible, acabara por reaccionar como cualquier esposa vulgar, dos conocemos ya, abrazándose al marido, ofreciendo las naturales muestras de dolor, Y ahora, qué vamos a hacer, preguntaba entre lágrimas, Tenemos que avisar a las autoridades sanitarias, al ministerio, es lo más urgente, si se trata realmente de una epidemia hay que tomar providencias, Pero una epidemia de ceguera es algo que nunca se ha visto, alegó la mujer queriendo agarrarse a esta última esperanza, Tampoco se ha visto nunca un ciego sin motivos aparentes para serlo, y en este momento hay, al menos, dos. Apenas había acabado de pronunciar la última palabra cuando se le transformó el rostro. Empujó a la mujer casi con violencia, él mismo retrocedió, Apártate, no te acerques a mí, puedo contagiarte, y luego, golpeándose la cabeza con los puños cerrados, Estúpido, estúpido, médico idiota, cómo no lo pensé, una noche entera juntos, tendría que haberme quedado en el despacho, con la puerta cerrada, e incluso así, Por favor, no hables de esa manera, lo que haya de ser, será, anda, ven, te voy a preparar el desayuno, Déjame, déjame, No te dejo, gritó la mujer, qué quieres hacer, andar por ahí dando tumbos, chocando contra los muebles, buscando a tientas el teléfono, sin ojos para encontrar en el listín los números que necesitas, mientras yo asisto tranquilamente al espectáculo, metida en una redoma de cristal a prueba de contaminación. Lo agarró del brazo con firmeza, y dijo, Vamos, amor.