Era el último superviviente de la gran y antigua especie de los hombres caballos. Había estado en la guerra contra los lapitas, su primera y de los suyos gran derrota. Con ellos, vencidos, se había refugiado en montañas de cuyo nombre ya se había olvidado. Hasta que llegó el día fatal en el que, con la parcial protección de los dioses, Heracles había diezmado a sus hermanos, y sólo él había escapado porque la demorada batalla de Heracles y Neso le había dado tiempo para refugiarse en el bosque. Se habían acabado entonces los centauros. Sin embargo, contra lo que afirmaban los historiadores y los mitólogos, uno había quedado aún, este mismo que había visto a Heracles destrozar con un abrazo terrible el tronco de Neso y después arrastrar su cadáver por el suelo, como a Héctor iría a hacer Aquiles, mientras se iba alabando a los dioses por haber vencido y exterminado la prodigiosa raza de los centauros. Quizá pensándolo de nuevo, los mismo dioses favorecieron entonces al centauro escondido, cegando los ojos y el entendimiento de Heracles por no se sabía entonces qué designios.
Todos los días, en sueños, luchaba con Heracles y lo vencía. En el centro del círculo de los dioses, cada vez y siempre reunidos a las órdenes de su sueño, luchaba brazo a brazo, hurtaba la grupa escurridiza al salto astuto que el enemigo intentaba, esquivaba la cuerda que silbaba entre sus patas y le obligaba a luchar de frente. Su rostro, los brazos y el tronco sudaban como puede sudar un hombre. El cuerpo de caballo se cubría de espuma. Este sueño se repetía hacía millares de años, y siempre en él el desenlace se repetía: pagaba en Heracles la muerte de Neso, llamaba a los brazos y a los músculos del torso toda su fuerza de hombre y de caballo: asentado en las cuatro patas como si fuesen estacas enterradas en el suelo, levantaba a Heracles en el aire y apretaba, apretaba, hasta que oía la primera costilla romperse, después otra y finalmente la espina dorsal que se partía. Heracles, muerto, se escurría sobre el suelo como un trapo y los dioses aplaudían. No había ningún premio para el vencedor. Los dioses se levantaban de sus sillas de oro y se iban, ensanchando cada vez más el círculo hasta desaparecer en el horizonte. Desde la puerta por la cual Afrodita entraba en el cielo salía siempre y brillaba una gran estrella.
Hacía miles de años que recorría la tierra. Durante mucho tiempo, mientras el mundo se conservó también él misterioso, pudo andar a la luz del sol. Cuando pasaba, las personas acudían al camino y le lanzaban flores trenzadas por encima de su lomo de caballo, o hacían con ellas coronas que él se ponía en la cabeza. Había madres que le daban los hijos para que los levantase en el aire y así perdiesen el miedo a las alturas. Y en todos los lugares había una ceremonia secreta: en medio de un círculo de árboles que representaban a los dioses, los hombres impotentes y las mujeres estériles pasaban por debajo del vientre del caballo: era creencia de todo el mundo que así florecía la fertilidad y se renovaba la virilidad. En ciertas épocas llevaban una yegua al centauro y se retiraban al interior de sus casas: pero un día alguien, que por ese sacrilegio se quedó ciego, vio que el centauro cubría a la yegua como un caballo y que después lloraba como un hombre. De esas uniones nunca hubo fruto.
Entonces llegó el tiempo del rechazo. El mundo transformado persiguió al centauro, le obligó a esconderse. Y otros seres tuvieron que hacer lo mismo: fue el caso del unicornio, de las quimeras, de los hombres lobo, de los hombres con pies de cabra, de aquellas hormigas que eran mayores que zorros, aunque más pequeñas que perros. Durante diez generaciones humanas, este pueblo diferente vivió reunido en regiones desiertas. Pero, con el pasar del tiempo, también allí la vida se volvió imposible para ellos y todos se dispersaron. Unos, como el unicornio, murieron; las quimeras se emparejaron con las musarañas y así aparecieron los murciélagos; los hombres lobo se introdujeron en las ciudades y en las aldeas y sólo en noches señaladas viven su destino; los hombres de pies de cabra se extinguieron también y las hormigas fueron perdiendo tamaño y hoy nadie es capaz de distinguirlas entre aquellas hermanas suyas que siempre fueron pequeñas.
El centauro acabó por quedarse solo. Durante miles de años, hasta donde el mar lo consintió, recorrió toda la tierra posible. Pero en todos sus itinerarios pasaba de largo siempre que presentía las fronteras de su primer país. El tiempo fue pasando. Al final ya no le quedaba tierra para vivir con seguridad. Pasó a dormir durante el día y a caminar de noche. Caminar y dormir. Dormir y caminar. Sin ninguna razón que conociese, apenas porque tenía patas y sueño. No necesitaba comer. Y el sueño sólo era necesario para que pudiese soñar. Y el agua apenas porque era agua.
Millares de años tenían que ser millares de aventuras. Millares de aventuras, sin embargo, son demasiadas para valer una sola verdadera e inolvidable aventura. Por eso, todas juntas no valieron más que aquélla, ya en este último milenio, cuando en medio de un descampado árido vio a un hombre con lanza y armadura, encima de un escuálido caballo, embestir contra un ejército de molinos de viento. Vio cómo el caballero era lanzado al aire y después otro hombre bajo y gordo acudía, gritando, montado en un burro. Oyó que hablaban en una lengua que no entendía, y después los vio alejarse, el hombre delgado maltratado y el hombre gordo lamentándose, el caballo flaco cojeando y el burro indiferente. Pensó en salirles al camino para ayudarles pero, volviendo a mirar los molinos, fue hacia ellos a galope y, apostado delante del primero, decidió vengar al hombre que había sido tirado del caballo al suelo. En su lengua natal gritó: «Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.» Todos los molinos quedaron con las aspas despedazadas y el centauro fue perseguido hasta la frontera de otro país. Atravesó campos desolados y llegó al mar. Después volvió atrás.
Todo el centauro duerme. Duerme todo su cuerpo. Ya el sueño vino y pasó, y ahora el caballo galopa por dentro de un día antiquísimo para que el hombre pueda ver desfilar las montañas como si por su pie anduviesen, o por veredas subir a lo alto y desde allí ver el mar sonoro y las islas esparcidas y negras, reventando la espuma en torno a ellas como si de la profundidad acabasen de nacer y de allí surgiesen deslumbradas. Esto no es un sueño. Viene de lejos un olor salino. Las narices del hombre se dilatan ávidas y los brazos se extienden hacia lo alto, mientras el caballo, excitado, golpea con los cascos en piedras que son mármol y afloran. Las hojas que cubrían la cara del hombre escurren, ya marchitas. El sol, alto, cubre al centauro de manchas de luz. No es un rostro hermoso el del hombre. Joven tampoco, porque no lo podría ser, porque sus años se cuentan por millares. Pero puede compararse con el de una estatua antigua: el tiempo lo gastó, no tanto como para apagar las facciones, lo bastante apenas para mostrarlas amenazadas. Una pequeña laguna luminosa cintila sobre la piel, se desliza muy lentamente hacia la boca, la calienta. El hombre abre los ojos de repente, como lo haría la estatua. Por medio de las hierbas se aleja serpenteando una culebra. El hombre se lleva la mano a la boca y siente el sol. En ese mismo instante la cola del caballo se agita, barre la grupa y sacude un moscardón que exploraba la piel fina de la gran cicatriz. Rápidamente el caballo se pone de pie y el hombre le acompaña. El día va mediado, otro tanto falta para que llegue la primera sombra de la noche, pero no hay más sueño. El mar, que no fue sueño, todavía resuena en los oídos del hombre, o quizá no el ruido real del mar, tal vez el golpear visto de las olas que los ojos transforman en olas sonoras que vienen sobre las aguas, suben por las gargantas rocosas hasta lo alto, hasta el sol y el cielo azul de otra vez agua.
Está cerca. La zanja por donde sigue es apenas un accidente, lleva a cualquier sitio, es obra de hombres y camino para llegar a los hombres. Sin embargo, apunta en dirección al sur y es eso lo que cuenta. Avanzará por allí hasta donde le sea posible, incluso siendo de día, incluso con el sol cubriendo toda la planicie y denunciando todo, hombre y caballo. Una vez más había vencido a Heracles en el sueño, delante de todos los dioses inmortales, pero, acabado el combate, Zeus se había retirado hacia el sur y fue después cuando desfilaron las montañas y desde el punto más alto de ellas, donde había unas columnas blancas, se veían las islas y la espuma a su alrededor. Está cerca la frontera y Zeus se alejó hacia el sur.
Caminando a lo largo de la zanja estrecha y honda, el hombre puede ver el campo a un lado y a otro. Las tierras parecen ahora abandonadas. Ya no sabe dónde quedó la población que había visto a la hora del amanecer. El gran espinazo rocoso ha crecido de altura o está tal vez más próximo. Las patas del caballo se hunden en el suelo blando que poco a poco va subiendo. Todo el tronco del hombre está ya fuera de la zanja, los árboles se vuelven más espaciados y, de súbito, cuando el campo ha quedado todo abierto, la zanja acaba. El caballo vence con un simple movimiento el último declive y el centauro aparece entero en la claridad del día. El sol está a mano derecha y golpea con fuerza en la cicatriz, que, herida, escuece. El hombre mira hacia atrás, según su costumbre. La atmósfera es sofocante y húmeda. No es por demás que el mar esté tan cerca. Esta humedad promete lluvia y este brusco soplo de viento también. Al norte se juntan nubes.
El hombre duda. Hace muchos años que no osa caminar al descubierto, sin la protección de la noche. Pero hoy se siente tan excitado como el caballo. Avanza por el terreno cubierto de matorrales del que se desprenden olores fuertes de flores silvestres. La planicie ha terminado y ahora el suelo se levanta en corcovas y limita el horizonte o lo ensancha cada vez más, porque las elevaciones ya son colinas y más allá se levanta una cortina de montañas. Empiezan a surgir arbustos y el centauro se siente más protegido. Tiene sed, mucha sed, pero allí no hay señal de agua. El hombre mira hacia atrás y ve que la mitad del cielo está ya cubierto de nubes. El sol ilumina el borde nítido de un gran nimbo ceniciento que avanza.
En ese momento es cuando se oye ladrar a un perro. El caballo se estremece de nerviosismo. El centauro se lanza a galope entre dos colinas, pero el hombre no pierde el sentido: seguir en dirección al sur. El ladrar está más cerca y se oye también un tintinear de campanillas y después una voz hablando al ganado. El centauro se detuvo para orientarse, sin embargo los ecos le engañaron y, de súbito, en un terreno bajo y húmedo inesperado, se le apareció un rebaño de cabras y al frente de éste un gran perro. El centauro se quedó inmóvil. Algunas de las cicatrices que le rayaban el cuerpo las debía a los perros. El pastor dio un grito despavorido y huyó como un loco. Llamaba a grandes gritos: debía de haber una población allí cerca. El hombre dominó al caballo y avanzó. Arrancó una rama fuerte de un arbusto para apartar al perro que se estrangulaba ladrando de furia y miedo. Pero fue la furia la que prevaleció: el perro contorneó rápidamente unas piedras e intentó coger al centauro de lado, por el vientre. El hombre quiso mirar hacia atrás, ver de dónde venía el peligro, pero el caballo se anticipó y, girando veloz sobre las patas delanteras, soltó una violenta coz que alcanzó al perro en el aire. El animal fue a golpearse contra las piedras, muerto. No era la primera vez que el centauro se defendía de esa manera, pero todas las veces el hombre se sentía humillado. En su propio cuerpo latía la resaca de la vibración general de los músculos, la ola de energía que lo inflamaba, oía el golpear sordo de los cascos, pero estaba de espaldas a la batalla, no era parte de ella, espectador cuando mucho.
El sol se había escondido. El calor desapareció súbitamente del aire y la humedad se volvió palpable. El centauro corrió entre las colinas, siempre hacia el sur. Al atravesar un pequeño regato vio terrenos cultivados y cuando procuraba orientarse tropezó con un muro. Hacia un lado había algunas casas. Fue entonces cuando se oyó un tiro. Sintió el cuerpo del caballo crisparse como bajo las picaduras de un enjambre. Había gente que gritaba y después dispararon otro tiro. A la izquierda estallaron ramas desgajadas, pero ningún trozo de plomo le alcanzó esta vez. Reculó para ganar impulso y de un envite saltó el muro. Pasó sobre él, volando, hombre y caballo, centauro, cuatro patas extendidas o dobladas, dos brazos abiertos hacia el cielo todavía azul en la lejanía. Sonaron más tiros y después fue el tropel de los hombres que lo perseguían por los campos, dando gritos, y el ladrar de los perros.
Tenía el cuerpo cubierto de espuma y de sudor. Hubo un momento en el que se detuvo para buscar el camino. El campo alrededor se volvió también expectante, como si estuviese con el oído a la escucha. Y entonces cayeron las primeras y pesadas gotas de lluvia. Pero la persecución continuaba. Los perros seguían un rastro para ellos extraño, pero de mortal enemigo: una mezcla de hombre y de caballo, unas patas asesinas. El centauro corrió, corrió más, corrió mucho, hasta que notó que los gritos se habían vuelto diferentes y el ladrar de los perros era ya de frustración. Miró hacia atrás. A una buena distancia vio a los hombres detenidos, oyó sus amenazas. Y los perros que habían avanzado volvían hacia sus amos. Pero nadie se adelantaba. El centauro había vivido tiempo suficiente como para saber que esto era una frontera, un límite. Los hombres, sujetando a los perros, no osaban dispararle: apenas hubo una detonación, pero tan lejos que no oyó siquiera caer el plomo. Estaba a salvo, bajo la lluvia que se abatía torrencialmente y abría regueros rápidos entre las piedras, sobre esa tierra en la que había nacido. Continuó caminando hacia el sur. El agua le empapaba el pelo blanco, lavaba la espuma, la sangre y el sudor y toda la suciedad acumulada. Regresaba muy viejo, cubierto de cicatrices, pero inmaculado.
De repente la lluvia cesó. Al momento siguiente el cielo quedó entero barrido de nubes y el sol cayó de lleno sobre la tierra mojada, donde, ardiendo, hizo levantar nubes de vapor. El centauro caminaba al paso, como si viajase sobre una nieve imponderable y tibia. No sabía dónde estaba el mar, pero allí era la montaña. Se sentía fuerte. Había matado la sed con agua de lluvia, levantando el rostro hacia el cielo, con la boca abierta, bebiendo a largos tragos, con el torrente deslizándole por el cuello, por el tronco abajo, lustralmente. Y ahora bajaba hacia el lado sur de la montaña, despacio, rodeando los enormes pedruscos que se amontonaban y apuntalaban unos a los otros. El hombre apoyaba las manos en las peñas más altas, sintiendo debajo de los dedos los musgos suaves, los líquenes ásperos, o la rugosidad extremada de la piedra. Abajo había, de punta a punta, un valle que a aquella distancia parecía estrecho, engañadoramente. A lo largo de él, a grandes intervalos, veía tres poblaciones, en medio la mayor, y el sur más allá de ella. Cortando el valle en línea recta tendría que pasar cerca de la población. ¿Pasaría? Se acordaba de la persecución, de los gritos, de los tiros, de los otros hombres del lado de allá de la frontera. Del incomprensible odio. Esta tierra era la suya, pero ¿quiénes eran los hombres que en ella vivían? El centauro continuaba descendiendo. El día aún estaba lejos de acabar. El caballo, exhausto, apoyaba los cascos con cuidado y el hombre pensó que le convendría descansar antes de aventurarse a la travesía del valle. Y, siempre pensando, decidió que esperaría a la noche, que antes dormiría en cualquier refugio que encontrase para ganar las fuerzas necesarias para la larga caminata que le restaba hacer hasta el mar.