El año de la muerte de Ricardo Reis - Jose´ Manuel Arribas A´lvarez


José Saramago

El año de la muerte de Ricardo Reis

Traducción del portugués por BASILIO LOSADA

Sabio es el que se contenta con el

espectáculo del mundo.

Ricardo Reis

Escoger modos de no actuar

fue siempre la atención

y el escrúpulo de mi vida.

Bernardo Soares

Si me dijeran que es absurdo hablar

así de quien nunca existió,

respondería que tampoco tengo pruebas

de que Lisboa haya existido alguna vez,

o lo que yo escribo, o cualquier cosa,

sea la que fuere.

Fernando Pessoa

Aquí acaba el mar y empieza la tierra. Llueve sobre la ciudad pálida, las aguas del río corren turbias de barro, están inundadas las arboledas de la orilla. Un barco oscuro asciende entre el flujo soturno, es el Highland Brigade que va a atracar en el muelle de Alcántara. El vapor es inglés, de la Mala Real, lo emplean para cruzar el Atlántico, entre Londres y Buenos Aires, como una lanzadera por los caminos del mar, de aquí para allá, haciendo escala siempre en los mismos puertos, La Plata, Montevideo, Santos, Río de Janeiro, Pernambuco, Las Palmas, por este orden o el inverso, y, si no naufraga en el viaje, tocará aún en Vigo y en Boulognesur-Mer, y al fin entrará Támesis arriba, como entra ahora por el Tajo, cuál de los ríos el mayor, cuál la aldea. No es grande el navío, desplaza catorce mil toneladas, pero aguanta bien el mar, como probó en esta misma travesía, en la que, pese al constante mal tiempo, sólo se marearon los aprendices de viajero transoceánico, o aquellos que, más veteranos, padecen de incurable fragilidad de estómago, y, por ser tan regalado y confortable en su arreglo interior, le ha sido dado, cariñosamente, como al Highland Monarch, su hermano gemelo, el íntimo apelativo de vapor de familia. Ambos están provistos de espaciosas toldillas para el sport y los baños de sol, se puede jugar, por ejemplo, al cricket, que, siendo juego campestre, se puede practicar también sobre las olas del mar, demostrándose así que nada es imposible para el imperio británico, si ésa es la voluntad de quien allí manda.

En días de amena meteorología, el Highland Brigade es parvulario y paraíso de ancianos, pero no hoy, que está lloviendo, y ya no vamos a tener otra tarde en él. Tras los cristales empañados de sal, los chiquillos observan la ciudad cenicienta, urbe rasa sobre colinas, como si sólo estuviera construida de casas de una planta, quizá, allá, un cimborrio alto, un entablamento más esforzado, una silueta que parece ruina de castillo, salvo si todo es ilusión, quimera, espejismo creado por la movediza cortina de las aguas que descienden del cielo cerrado. Los niños extranjeros, a quienes más ampliamente dotó la naturaleza de la virtud de la curiosidad, quieren saber el nombre del lugar, y los padres se lo dicen, o declinan en las amas, las nurses, las bonnes, las frauleins, o un marinero que acudía a la maniobra, Lisboa, Lisbon, Lisboone, Lissabon, cuatro diferentes maneras de enunciar, dejando aparte las intermedias e imprecisas, quedaron así los chiquillos sabiendo lo que antes ignoraban, y eso fue lo que ya sabían, nada, sólo un nombre, aproximadamente pronunciado, para mayor confusión de las juveniles inteligencias, con acento propio de argentinos, si de ellos se trataba, o de uruguayos, brasileños y españoles, que, escribiendo, desde luego, Lisboa, en castellano o en el portugués de cada cual, dicen cada uno otra cosa, fuera del alcance del oído común y de las imitaciones de la escritura. Cuando mañana, de amanecida, el Highland Brigade salga a la barra, que haya al menos un poco de sol y de cielo descubierto, para que la parda neblina de este tiempo astroso no oscurezca por completo, aún a vista de tierra, la memoria ya desvanecida de los viajeros que por primera vez pasaron por aquí, esos niños que repiten Lisboa, por su propia cuenta transformando el nombre en otro nombre, aquellos adultos que fruncen el entrecejo y se horrorizan ante la general humedad que atraviesa las maderas y los hierros, como si el Highland Brigade acabara de surgir chorreando del fondo del mar, navío dos veces fantasma. Por gusto y por voluntad nadie se quedaría en este puerto.

Serán pocos los que bajen. Atracó el barco, ya fijaron la escalera al portalón, empiezan a mostrarse abajo, sin prisa, maleteros y descargadores, salen de sotechados y garitas los carabineros de servicio, asoman los aduaneros. Ha ido escampando, pero apenas nada. Se juntan los viajeros en lo alto de la escalera, como si dudaran de que haya sido autorizado el desembarco, si habrá cuarentena, o temieran los peldaños resbaladizos, pero es la ciudad silenciosa lo que los asusta, quizá ha muerto la gente que en ella había y la lluvia cae sólo para diluir en barro lo que aún quedaba en pie. A lo largo de los muelles, otros barcos atracados lucen mortecinos tras los tragaluces empañados, los aguilones son ramas desgajadas de árboles negros, los guindastes están inmóviles. Es domingo. Más allá de los barracones del muelle empieza la ciudad sombría, recogida en frontispicios y paredes, por ahora defendida aún de la lluvia, acaso moviendo una cortina triste y bordada, mirando hacia fuera con ojos vagos, oyendo el borboteo del agua de los tejados, canalón abajo, hasta el basalto de las calzadas, la caliza nítida de las aceras, los albañales pletóricos, algunas tapas levantadas, si hubo inundación.

Bajan los primeros pasajeros. Encogidos de hombros bajo la lluvia monótona, llevan bolsas y maletas, y muestran el aire perdido de quien vivió el viaje como un sueño de imágenes fluidas, entre mar y cielo, el metrónomo de proa subiendo y bajando, el balanceo de la ola, el horizonte hipnótico. Alguien lleva en brazos un chiquillo, que, por el silencio, debe de ser portugués, no se le ocurrió preguntar dónde está, o le avisaron antes, cuando, para que se durmiera rápido en el camarote sofocante, le prometieron una ciudad bonita y un vivir feliz, otro cuento de hadas, pues para éstos no fue precisamente venturosa la emigración. Y una mujer de cierta edad, que intenta abrir un paraguas, deja caer la caja de hojalata verde en forma de baúl que llevaba bajo el brazo, y el cofrecillo se deshace contra las piedras del muelle, suelta la tapa, desprendido el fondo, nada contenía de valor, sólo recuerdos, unos trapos de colores, unas cartas, retratos que volaron, unas cuentas que eran de vidrio y se rompieron, ovillos blancos ahora maculados, uno de ellos desapareció entre el muelle y el costado del barco, es una pasajera de tercera clase.

Conforme van poniendo pie en tierra, corren a abrigarse, los extranjeros murmuran contra el temporal, como si fuéramos nosotros los culpables del mal tiempo, parecen haber olvidado que en sus francias e inglaterras suele ser mucho peor, en fin, a éstos todo les sirve con tal de desdeñar a los países pobres, hasta la lluvia natural, mayores razones tendríamos nosotros para quejamos y aquí estamos callados, maldito invierno éste, lo que va río abajo de tierra fértil arrastrada, con la falta que nos hace, siendo tan pequeña la nación. Ya empezó la descarga de equipajes, bajo las capas relucientes los marineros parecen fetiches con capuz, y abajo, los maleteros portugueses se mueven más ligeros, es la gorrita de visera, la chaqueta corta, impermeable, azamarrada, pero tan indiferentes al remojón que asombran al universo, tal vez este desdén ante la comodidad mueva a compasión las bolsas de los viajeros, portamonedas que dicen ahora, y la compasión se convierta en propina, pueblo atrasado, de mano tendida, cada uno vende lo que le sobra, resignación, humildad, paciencia, y que sigamos encontrando quien haga comercio en el mundo con tales mercancías. Los viajeros pasan la aduana, pocos como se calculaba, pero va a llevarles tiempo salir de ella, por ser tantos los papeles que hay que llenar y tan escrupulosa la caligrafía de los aduaneros de guardia, es posible que los más rápidos descansen los domingos. Oscurece y sólo son las cuatro, con un poco más de sombra se haría la noche, pero aquí dentro es como si siempre lo fuese, encendidas durante todo el día las menguadas bombillas, algunas ya fundidas, aquélla lleva una semana así y aún no la han cambiado. Las ventanas, sucias, dejan traslucir una claridad acuática. El aire cargado hiede a ropa mojada, a equipajes ácidos, a la arpillera de los fardos y la melancolía se extiende, hace enmudecer a los viajeros, no hay ninguna sombra de alegría en este regreso. La aduana es una antecámara, un limbo de paso, qué será allá fuera.

Un hombre canoso, seco de carnes, firma los últimos papeles, recibe las copias, se puede ir ya, salir, continuar la vida en tierra firme. Lo acompaña un maletero cuyo aspecto físico no será explicado en pormenor o tendríamos que continuar infinitamente el examen, para que no se instalara la confusión en la cabeza de quien tuviera que distinguir uno del otro, si preciso fuese, porque de éste tendríamos que decir que es seco de carnes, canoso, de piel morena, de cara afeitada, como ya de aquél se dijo, pero tan diferentes, pasajero uno, maletero otro. Carga éste la maleta grande en una carretilla metálica, las otras dos, pequeñas en comparación, se las colgó del cuello con una correa que le pasa por la nuca, como un yugo o el collar de una orden. Fuera, bajo la protección del amplio tejaroz, posa la carga en el suelo y va a buscar un taxi, no suele ser preciso, habitualmente los hay por allí a la llegada de los barcos. El viajero mira las nubes bajas, luego los charcos en el suelo irregular, las aguas de la dársena, sucias de aceite, mondas de fruta, detritus varios, y es entonces cuando repara en unos barcos de guerra, discretos, no contaba con que los hubiera aquí, pues el lugar propio de esos navegantes es alta mar, o, no siendo tiempo de guerra o de ejercicios de ella, en el estuario, amplio de sobra para proporcionar fondeadero a todas las escuadras del mundo, como antiguamente se decía y tal vez se repita aún hoy, sin cuidarse de ver qué escuadras son. Otros pasajeros salían de la aduana, escoltados por sus porteadores, y entonces surgió el taxi salpicando agua con las ruedas. Bracearon alborozados los pretendientes, pero el maletero saltó al estribo, hizo un gesto amplio, Es para ese señor, mostrándose así como incluso un humilde fámulo del puerto lisboeta, cuando la lluvia y las circunstancias colaboran, puede tener en sus manos la felicidad y en un momento darla o retirarla, como Dios con la vida, según se cree. Mientras el conductor bajaba el portaequipajes fijado en la trasera del automóvil, el viajero preguntó, notándosele por primera vez un leve acento brasileño, Por qué están en la dársena esos barcos, y el maletero respondió, jadeando, pues ayudaba al conductor a izar la maleta grande, pesada, Ah, es la dársena de la marina, fue por el mal tiempo, los mandaron para aquí anteayer, si no, eran capaces de garrar y encallar en Algés. Llegaban otros taxis, se retrasaron, o quizá el barco atracara antes de lo previsto, ahora se notaba en la plaza una algarabía de feria, la satisfacción de la necesidad se había hecho trivial. Cuánto le debo, preguntó el viajero. Por encima de la tarifa, lo que quiera dar, respondió el maletero, pero no dijo cuál era la tarifa ni el precio real del servicio, se fiaba de la fortuna que protege a los audaces, aunque los audaces sean maleteros, Sólo llevo dinero inglés, Ah, eso es igual, y en la mano derecha tendida vio poner diez chelines, moneda que brillaba más que el sol, al fin el astro rey logró vencer las nubes que pesaban sobre Lisboa. Dadas las grandes cargas y las profundas conmociones, la primera condición para una larga y próspera vida de maletero es tener el corazón robusto, de bronce, si no fuera así, redondo habría caído el dueño de éste, fulminado. Quiere corresponder a la excesiva generosidad, al menos no quedar deudor de palabras, por eso aporta informaciones no pedidas, las une a las manifestaciones de gratitud que no le escuchan, Son contratorpederos, señor, nuestros, portugueses, es el Tajo, el Dão, el Lima, el Vouga, el Tâmega, el Dão es aquel que está más cerca. Son iguales, hasta podrían cambiar los nombres, todos iguales, gemelos, pintados de gris-muerte, inundados de lluvia, sin sombra viva en los combeses, las banderas mojadas como trapos, dispensando y sin querer faltar, pero en fin, sacamos en claro que el Dão es éste, quizá volvamos a tener noticia de él.

El maletero alza la gorra y da las gracias, el taxi arranca, el conductor quiere que le digan Para dónde, y esta pregunta, tan sencilla, tan natural, tan adecuada al lugar y circunstancia, coge desprevenido al viajero, como si haber comprado el pasaje en Río de Janeiro hubiera sido y pudiera seguir siendo respuesta para todas las preguntas, incluso aquéllas pasadas, que en su tiempo no encontraron más que el silencio, ahora, apenas ha desembarcado, y ve que no, tal vez porque le han hecho una de las dos preguntas fatales, Para dónde, la otra, la peor, sería, Para qué. El conductor miró por el retrovisor, creyó que el pasajero no había oído, y abría ya la boca para repetir Para dónde, pero llegó primero la respuesta, aún irresoluta, suspensiva, A un hotel, Cuál, No sé, y en cuanto dijo No sé, supo el viajero lo que quería, con tan firme convicción como si se hubiera pasado el viaje ponderando la elección, Uno que esté junto al río, por aquí abajo, junto al río sólo el Bragança, al empezar la Rua do Alecrim, no sé si lo conoce, Del hotel no me acuerdo, pero de la calle sí, sé dónde está, viví en Lisboa, soy portugués, Ah, es portugués, por el acento pensé que era brasileño, Tanto se nota, Bueno, algo sí, Llevo dieciséis años sin venir a Portugal, Dieciséis son muchos años, va a encontrar grandes cambios aquí, y con estas palabras se calló bruscamente el taxista.

Al viajero, los cambios no le parecían tantos. La avenida por donde iban coincidía en general con su recuerdo de ella, sólo los árboles eran más altos, pero no se asombra, han tenido dieciséis años para crecer, e incluso así, en el opaco recuerdo, guardaba frondas verdes y, ahora, la desnudez invernal de las ramas menguaba la dimensión de las hileras, una cosa iba por la otra. Había escampado, caían sólo gotas dispersas, pero en el espacio no se abría ni una hendidura azul, las nubes no se soltaban unas de otras, forman un extensísimo y único techo plomizo. Ha llovido mucho, preguntó el pasajero, Es un diluvio, llevamos ya dos meses con el cielo deshaciéndose en agua, respondió el conductor, y desconectó el limpiaparabrisas. Pasaban pocos automóviles, muy raros tranvías, algún peatón que cerraba desconfiado el paraguas, a lo largo de las aceras grandes charcos formados por el atasco de las cloacas, puerta con puerta algunas tabernas abiertas, lóbregas, las luces viscosas cercadas de sombra, la imagen taciturna de un vaso sucio de vino sobre un mostrador de cinc. Estas fachadas son la muralla que oculta la ciudad, y el taxi sigue a lo largo de ellas, sin prisa, como si anduviera buscando una brecha, un postigo, una puerta de la traición, la entrada al laberinto. Pasa lentamente el tren de Cascais, frenando perezoso, venía aún con velocidad suficiente para rebasar al taxi, pero se queda atrás, entra en la estación cuando el automóvil ya está dando la vuelta a la plaza, y el conductor advierte, El hotel es ése, a la entrada de la calle. Paró ante un café, añadió, Lo mejor será que vea primero si hay habitación, no puedo pararme justo en la puerta por los tranvías. El pasajero salió, miró fugazmente hacia el café, Royal de nombre, ejemplo comercial de añoranzas monárquicas en tiempo de república, o reminescencia del último reinado, aquí disfrazado de inglés o francés, curioso caso éste, se lee y no sabe uno cómo decir la palabra, si royal o ruaiale, tuvo tiempo de debatir la cuestión porque ya no llovía y la calle es en cuesta, después se imaginó volviendo del hotel, con habitación, o aún sin ella, y del taxi ni sombra, desaparecido con el equipaje, las ropas, los objetos usuales, sus papeles, y se preguntó a sí mismo cómo iba a vivir si lo privaran de éstos y de todos sus restantes bienes. Ya iba venciendo los peldaños exteriores del hotel cuando comprendió, por estos pensamientos, que estaba muy cansado, era lo que sentía, una fatiga enorme, un sueño del alma, un desespero, si sabemos con bastante suficiencia lo que eso es para pronunciar la palabra y entenderla.

La puerta del hotel, al empujarla, hace resonar un timbre eléctrico, en tiempos debió de haber una campanilla, dirlin, dirlin, pero hay que contar siempre con el progreso y sus mejoras. Había un tramo empinado de escalera, y sobre el arranque del pasamanos, abajo, una figura de hierro fundido levantando en el brazo derecho un globo de cristal que representaba, la figura, un paje en traje de corte, si la expresión gana algo con la repetición y no es pleonástica, pues nadie recuerda haber visto paje que no lleve traje de corte, para eso son pajes, más claro sería decir Un paje vestido de paje, por la hechura de la ropa, modelo italiano, renacimiento. El viajero trepó por los últimos peldaños, parecía increíble tener que subir tanto para llegar a un primer piso, es la ascensión al Everest, proeza aún sueño y utopía de montañeros, por suerte apareció en lo alto un hombre de bigotes con una palabra de aliento, ánimo, no la dijo, pero así puede traducirse su manera de mirar y el inclinarse desde el alto barandal indagando qué buenos vientos y malos tiempos trajeron a este cliente, Buenas tardes, señor, Buenas tardes, no llega el aliento para más, el hombre de los bigotes sonríe comprensivo, Una habitación, y la sonrisa es ahora de quien pide disculpa, no hay habitaciones en este piso, aquí es la recepción, el comedor, la sala de estar, allá dentro cocina y repostero, las habitaciones están arriba, vamos a tener que subir al segundo, ésta no sirve porque es pequeña y oscura, ésta tampoco porque la ventana da hacia atrás, éstas están ocupadas, Lo que quisiera es una habitación desde donde se viera el río, Ah, muy bien, entonces le va a gustar la doscientos uno, quedó libre esta mañana, se la voy a enseñar. La puerta quedaba al final del pasillo, tenía una chapita esmaltada, números negros sobre fondo blanco, si no fuese ésta una recatada habitación de hotel, sin lujos, si fuese el doscientos dos el número de la puerta, el huésped podría llamarse Jacinto [1] y ser dueño de una quinta en Tormes, no ocurrirían estos episodios en la Rua do Alecrim, sino en los Campos Elíseos, a la derecha subiendo, como el Hotel Bragança, sólo en eso se parecen. Al viajero le gustó la habitación, o las habitaciones, para ser más exactos, porque eran dos, unidas por un amplio vano en arco, allí el dormitorio, alcoba se llamaría en otros tiempos, a este lado, la sala de estar, en total casi un piso, con sus muebles oscuros de caoba pulida, cortinas en las ventanas, la luz velada. El viajero oyó el rechinar áspero de un tranvía calle arriba, tenía razón el taxista. Entonces le pareció que había pasado mucho tiempo desde que dejó el taxi, si es que estaba aún allí, e interiormente sonrió ante su miedo a ser robado, Le gusta la habitación, preguntó el gerente con voz y autoridad de quien lo es, pero reverencioso, como corresponde al negocio de aposentador, Me gusta, me quedo, Y, por cuántos días, No lo sé aún, depende de algunos asuntos que tengo que resolver, del tiempo que se retrase todo. Es el diálogo corriente, conversación siempre igual en casos semejantes, pero en este de ahora hay un punto de falsedad, pues el viajero no tiene nada que tratar en Lisboa, ningún asunto que tal nombre merezca, dijo una mentira, él, que un día afirmó detestar la inexactitud.

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