– Juan Salvador Gaviota -dijo el Mayor-. ¡Ponte al Centro para tu Vergüenza ante la mirada de tus semejantes!
Sintió como si le hubieran golpeado con un madero. Sus rodillas empezaron a temblar, sus plumas se combaron, y le zumbaron los oídos. ¿Al Centro para deshonrarme? ¡Imposible! ¡El Descubrimiento! ¡No entienden! ¡Están equivocados! ¡Están equivocados!
– … por su irresponsabilidad temeraria -entonó la voz solemne-, al violar la dignidad y la tradición de la Familia de las Gaviotas…
Ser centrado por deshonor significaba que le expulsarían de la sociedad de las gaviotas, desterrado a una vida solitaria en los Lejanos Acantilados.
– … algún día, Juan Salvador Gaviota, aprenderás que la irresponsabilidad se paga. La vida es lo desconocido y lo irreconocible, salvo que hemos nacido para comer y vivir el mayor tiempo posible.
Una gaviota nunca replica al Consejo de la Bandada, pero la voz de Juan se hizo oir:
– ¿Irresponsabilidad? ¡Hermanos míos! -gritó-. ¿Quién es más responsable que una gaviota que ha encontrado y que persigue un significado, un fin más alto para la vida? ¡Durante mil años hemos escarbado tras las cabezas de los peces, pero ahora tenemos una razón para vivir; para aprender, para descubrir; para ser libres! Dadme una oportunidad, dejadme que os muestre lo que he encontrado…
La Bandada parecía de piedra.
– Se ha roto la Hermandad -entonaron juntas las gaviotas, y todas de acuerdo cerraron solemnemente sus oídos y le dieron la espalda.
Capitulo IV
Juan Salvador Gaviota pasó el resto de sus días solo, pero voló mucho más allá de los Lejanos Acantilados. Su único pesar no era su soledad, sino que las otras gaviotas se negasen a creer en la gloria que les esperaba al volar; que se negasen a abrir sus ojos y a ver. Aprendía más cada día.
Aprendió que un picado aerodinámico a alta velocidad podía ayudarle a encontrar aquel pez raro y sabroso que habitaba a tres metros bajo la superficie del océano: ya no le hicieron falta pesqueros ni pan duro para sobrevivir. Aprendió a dormir en el aire fijando una ruta durante la noche a través del viento de la costa, atravesando ciento cincuenta kilómetros de sol a sol. Con el mismo control interior, voló a traves de espesas nieblas marinas y subió sobre ellas hasta cielos claros y deslumbradores… mientras las otras gaviotas yacían en tierra, sin ver más que niebla y lluvia. Aprendió a cabalgar los altos vientos tierra adentro, para regalarse allí con los más sabrosos insectos.
Lo que antes había esperado conseguir para toda la Bandada, lo obtuvo ahora para si mismo; aprendió a volar y no se arrepintió del precio que había pagado. Juan Gaviota descubrió que el aburrimiento y el miedo y la ira, son las razones por las que la vida de una gaviota es tan corta, y al desaparecer aquellas de su pensamiento, tuvo por cierto una vida larga y buena.
Vinieron entonces al anochecer, y encontraron a Juan planeando, pacífico y solitario en su querido cielo. Las dos gaviotas que aparecieron junto a sus alas eran puras como luz de estrellas, y su resplandor era suave y amistoso en el alto cielo nocturno. Pero lo más hermoso de todo era la habilidad con la que volaban; los extremos de sus alas avanzando a un preciso y constante centímetro de las suyas.
Sin decir palabra, Juan les puso a prueba, prueba que ninguna gaviota había superado jamás. Torció sus alas, y redujo su velocidad a un sólo kilómetro por hora, casi parándose. Aquellas dos radiantes aves redujeron tambien la suya, en formación cerrada. Sabían lo que era volar lento.
Dobló sus alas, giró y cayó en picado a doscientos kilómetros por hora. Se dejaron caer con él, precipitándose hacia abajo en formación impecable.
Por fin, Juan voló con igual velocidad hacia arriba en un giro lento y vertical. Giraron con él, sonriendo.
Recuperó el vuelo horizontal y se quedó callado un tiempo antes de decir:
– Muy bien. ¿Quiénes sois?
– Somos de tu Bandada, Juan. Somos tus hermanos.
– Las palabras fueron firmes y serenas-. Hemos venido a llevarte más arriba, a llevarte a casa.
– ¡Casa no tengo! Bandada tampoco tengo. Soy un Exilado. Y ahora volamos a la vanguardia del Viento de la Gran Montana. Unos cientos de metros más, y no podré levantar más este viejo cuerpo.
– Sí que puedes, Juan. Porque has aprendido. Una etapa ha terminado, y ha llegado la hora de que empiece otra.
Tal como le había iluminado toda su vida, también ahora el entendimiento iluminó ese instante de la existencia de Juan Gaviota. Tenían razón. El era capaz de volar más alto, y ya era hora de irse a casa.
Echó una larga y última mirada al cielo, a esa magnífica tierra de plata donde tanto había aprendido.
– Estoy listo -dijo al fin.
Y Juan Salvador Gaviota se elevó con las dos radiantes gaviotas para desaparecer en un perfecto y oscuro cielo
SEGUNDA PARTE
Capitulo V
De modo que esto es el cielo, pensó, y tuvo que sonreírse. No era muy respetuoso analizar el cielo justo en el momento en que uno está a punto de entrar en él. Al venir de la Tierra por encima de las nubes y en formación cerrada con las dos resplandecientes gaviotas, vió que su propio cuerpo se hacía tan resplandeciente como el de ellas.
En verdad, allí estaba el mismo y joven Juan Gaviota, el que siempre había existido detrás de sus ojos dorados, pero la forma exterior había cambiado.
Su cuerpo sentía como gaviota, pero ya volaba mucho mejor que con el antiguo. ¡Vaya, pero si con la mitad del esfuerzo, pensó, obtengo el doble de velocidad, el doble de rendimiento que en mis mejores dias en la Tierra!
Brillaban sus plumas, ahora de un blanco resplandeciente, y sus alas eran lisas y perfectas como láminas de plata pulida. Empezó, gozoso, a familiarizarse con ellas, a imprimir potencia en estas nuevas alas.
A trescientos cincuenta kilómetros por hora le pareció que estaba logrando su máxima velocidad en vuelo horizontal. A cuatrocientos diez pensó que estaba volando al tope de su capacidad, y se sintió ligeramente desilusionado. Había un límite a lo que podía hacer con su nuevo cuerpo, y aunque iba mucho más rápido que en su antigua marca de vuelo horizontal, era sin embargo un límite que le costaría mucho esfuerzo mejorar. En el cielo, pensó, no debería haber limitaciones.
De pronto se separaron las nubes y sus compañeros gritaron:
– Feliz aterrizaje, Juan -y desaparecieron sin dejar rastro.
Volaba encima de un mar, hacia un mellado litoral. Una que otra gaviota se afanaba en los remolinos entre los acantilados. Lejos, hacia el Norte, en el horizonte mismo, volaban unas cuantas mas. Nuevos horizontes, nuevos pensamientos, nuevas preguntas. ¿Por qué tan pocas gaviotas? ¡El paraíso debería estar lleno de gaviotas! ¿Y por qué estoy tan cansado de pronto? Era de suponer que las gaviotas en el cielo no deberían cansarse, ni dormir.
¿Dónde había oído eso? El recuerdo de su vida en la Tierra se le estaba haciendo borroso. La Tierra había sido un lugar donde había aprendido mucho, por supuesto, pero los detalles se le hacían ya nebulosos; recordaba algo de la lucha por la comida, y de haber sido un Exilado.
La docena de gaviotas que estaba cerca de la playa vino a saludarle sin que ni una dijera una palabra.
Sólo sintió que se le daba la bienvenida y que esta era su casa. Había sido un gran día para él, un día cuyo amanecer ya no recordaba.
Giró para aterrizar en la playa, batiendo sus alas hasta pararse un instante en el aire, y luego descendió ligeramente sobre la arena. Las otras gaviotas aterrizaron tambien, pero ninguna movió ni una pluma. Volaron contra el viento, extendidas sus brillantes alas, y luego, sin que supiera él cómo, cambiaron la curvatura de sus plumas hasta detenerse en el mismo instante en que sus pies tocaron tierra. Había sido una hermosa muestra de control, pero Juan estaba ahora demasiado cansado para intentarlo. De pie, allí en la playa, sin que aún se hubiera pronunciado ni una sola palabra, se durmió.
Durante los proximos días vió Juan que había aquí tanto que aprender sobre el vuelo como en la vida que había dejado. Pero con una diferencia. Aqui había gaviotas que pensaban como él. Ya que para cada una de ellas lo más importante de sus vidas era alcanzar y palpar la perfección de lo que más amaban hacer: volar. Eran pájaros magníficos, todos ellos, y pasaban hora tras hora cada día ejercitándose en volar, ensayando aeronáutica avanzada.
Durante largo tiempo Juan se olvidó del mundo de donde había venido, ese lugar donde la Bandada vivía con los ojos bien cerrados al gozo de volar, empleando sus alas como medios para encontrar y luchar por la comida. Pero de cuando en cuando, sólo por un momento, lo recordaba.
Se acordó de ello una mañana cuando estaba con su instructor mientras descansaba en la playa después de una sesión de toneles con ala plegada.
– ¿Dónde están los demás, Rafael? -preguntó en silencio, ya bien acostumbrado a la cómoda telepatía que estas gaviotas empleaban en lugar de graznidos y trinos-. ¿Por qué no hay más de nosotros aquí? De donde vengo había…
– … miles y miles de gaviotas. Lo sé. -Rafael movió su cabeza afirmativamente-. La única respuesta que puedo dar, Juan, es que tú eres una gaviota en un millón. La mayoría de nosotros progresamos con mucha lentitud. Pasamos de un mundo a otro casi exactamente igual, olvidando en seguida de donde habíamos venido, sin preocuparnos hacia donde íbamos, viviendo solo el momento presente. ¿Tienes idea de cuántas vidas debimos cruzar antes de que lográramos la primera idea de que hay mas en la vida que comer, luchar o alcanzar poder en la Bandada? ¡Mil vidas, Juan, diez mil! Y luego cien vidas más hasta que empezamos a aprender que hay algo llamado perfección, y otras cien para comprender que la meta de la vida es encontrar esa perfección y reflejarla. La misma norma se aplica ahora a nosotros, por supuesto: elegimos nuestro mundo venidero mediante lo que hemos aprendido de éste. No aprendas nada, y el próximo será igual que éste, con las mismas limitaciones y pesos de plomo que superar.
Extendió sus alas y volvió su cara al viento.
– Pero tú, Juan -dijo-, aprendiste tanto de una vez que no has tenido que pasar por mil vidas para llegar a esta.
En un momento estaban otra vez en el aire, practicando. Era difícil mantener la formación cuando giraban para volar en posición invertida, puesto que entonces Juan tenía que ordenar inversamente su pensamiento, cambiando la curvatura, y cambiándola en exacta armonía con la de su instructor.
– Intentemos de nuevo -decía Rafael una y otra vez-: Intentemos de nuevo. -Y por fin-: Bien. -Y entonces empezaron a practicar los rizos exteriores.
Una noche, las gaviotas que no estaban practicando vuelos nocturnos se quedaron de pie sobre la arena, pensando. Juan echó mano de todo su coraje y se acercó a la Gaviota Mayor, de quien, se decía, iba pronto a trasladarse más allá de este mundo.
– Chiang… -dijo, un poco nervioso.
La vieja gaviota le miró tiernamente.
– ¿Si, hijo mío?
En lugar de perder la fuerza con la edad, el Mayor la había aumentado; podía volar más y mejor que cualquier gaviota de la Bandada, y había aprendido habilidades que las otras sólo empezaban a conocer.
– Chiang, este mundo no es el verdadero cielo, ¿verdad?
El Mayor sonrió a la luz de la Luna.
– Veo que sigues aprendiendo, Juan -dijo.
– Bueno, ¿qué pasará ahora? ¿A dónde iremos? ¿Es que no hay un lugar que sea como el cielo?
– No, Juan, no hay tal lugar. El cielo no es un lugar, ni un tiempo. El cielo consiste en ser perfecto. -Se quedó callado un momento-. Eres muy rápido para volar, ¿verdad?
– Me… me encanta la velocidad -dijo Juan, sorprendido, pero orgulloso de que el Mayor se hubiese dado cuenta.
– Empezarás a palpar el cielo, Juan, en el momento en que palpes la perfecta velocidad. Y esto no es volar a mil kilómetros por hora, ni a un millón, ni a la velocidad de la luz. Porque cualquier número es ya un límite, y la perfección no tiene límites. La perfecta velocidad, hijo mío, es estar alli.
Sin aviso, y en un abrir y cerrar de ojos, Chiang desapareció y apareció al borde del agua, veinte metros más allá. Entonces desapareció de nuevo y volvió en una milésima de segundo, junto al hombro de Juan.
– Es bastante divertido -dijo.
Capitulo VI
Juan estaba maravillado. Se olvidó de preguntar por el cielo.
– ¿Cómo lo haces? ¿Qué se siente al hacerlo? ¿A qué distancia puedes llegar?
– Puedes ir al lugar y al tiempo que desees -dijo el Mayor-. Yo he ido donde y cuando he querido. -Miró hacia el mar-. Es extraño. Las gaviotas que desprecian la perfección por el gusto de viajar, no llegan a ninguna parte, y lo hacen lentamente. Las que se olvidan de viajar por alcanzar la perfección, llegan a todas partes, y al instante.
Recuerda, Juan, el cielo no es un lugar ni un tiempo, porque el lugar y el tiempo poco significan. El cielo es…
– ¿Me puedes enseñar a volar asi? -Juan Gaviota temblaba ante la conquista de otro desafío.
– Por supuesto, si es que quieres aprender.
– Quiero. ¿Cuándo podemos empezar?
– Podríamos empezar ahora, si lo deseas.
– Quiero aprender a volar de esa manera -dijo Juan, y una luz extraña brilló en sus ojos-. Dime qué hay que hacer.
Chiang habló con lentitud, observando a la joven gaviota muy cuidadosamente.
– Para volar tan rápido como el pensamiento y a cualquier sitio que exista -dijo-, debes empezar por saber que ya has llegado…
El secreto, según Chiang, consistía en que Juan dejase de verse a sí mismo como prisionero de un cuerpo limitado, con una envergadura de ciento cuatro centímetros y un rendimiento susceptible de programación. El secreto era saber que su verdadera naturaleza vivía, con la perfección de un número no escrito, simultáneamente en cualquier lugar del espacio y del tiempo.
Juan se dedicó a ello con ferocidad, día tras día, desde el amanecer hasta después de la medianoche. Y a pesar de todo su esfuerzo no logró moverse ni un milímetro del sitio donde se encontraba.
– ¡Olvídate de la fe! -le decía Chiang una y otra vez-. Tú no necesitaste fe para volar, lo que necesitaste fue comprender lo que era el vuelo. Esto es exactamente lo mismo. Ahora intentalo otra vez…
Así un día, Juan, de pie en la playa, cerrados los ojos, concentrado, como un relámpago comprendió de pronto lo que Chiang le había estado diciendo.
– ¡Pero si es verdad! ¡Soy una gaviota perfecta y sin limitaciones! -Y se estremeció de alegría.
– ¡Bien! -dijo Chiang, y hubo un tono de triunfo en su voz.
Juan abrió sus ojos. Quedó solo con el Mayor en una playa completamente distinta; los árboles llegaban hasta el borde mismo del agua, dos soles gemelos y amarillos giraban en lo alto.
– Por fin has captado la idea -dijo Chiang-, pero tu control necesita algo más de trabajo…
Juan se quedó pasmado.
– ¿Dónde estamos?
En absoluto impresionado por el extraño paraje, el Mayor ignoró la pregunta.
– Es obvio que estamos en un planeta que tiene un cielo verde y una estrella doble por sol.
Juan lanzó un grito de alegría, el primer sonido que haba pronunciado desde que dejara la Tierra:
– ¡RESULTO!
– Bueno, claro que resultó, Juan. Siempre resulta cuando se sabe lo que se hace. Y ahora, volviendo al tema de tu control…
Cuando volvieron, había anochecido. Las otras gaviotas, miraron a Juan con reverencia en sus ojos dorados, porque le habían visto desaparecer de donde había estado plantado por tanto tiempo.
Aguantó sus felicitaciones durante menos de un minuto.
– Soy nuevo aqui. Acabo de empezar. Soy yo quien debe aprender de vosotros.
– Me pregunto se eso es cierto, Juan -dijo Rafael, de pie cerca de él-. En diez mil años no he visto una gaviota con menos miedo de aprender que tú.