Como todo, las palabras tienen sus qués, sus cómos, sus porqués. Algunas, solemnes, nos interpelan con aire pomposo, dándose importancia, como si estuviesen destinadas a grandes cosas y, ya se verá más tarde, no son nada más que una brisa leve que no conseguiría mover un aspa de molino, otras, de las más comunes, de las habituales, de las de todos los días, acabarán teniendo consecuencias que nadie se atrevería a pronosticar, no habían nacido para eso y, sin embargo, sacudieron el mundo. El vigilante dijo, Entra, y fue como si dijera, Ve a pisar el barro, ve a ganarte el pan, pero esa palabra fue exactamente la misma que lilith, semanas más tarde, acabará pronunciando, letra por letra, después de mandar llamar al hombre que le habían dicho que se llamaba abel, Entra. En mujer con fama de diligente a la hora de buscar satisfacción a sus deseos, puede parecer extraño que hubiera tardado semanas en abrirle la puerta de su cuarto, pero hasta esto tiene explicación, como más adelante se verá. Durante ese tiempo, caín no podría ni imaginar qué ideas estaba alimentando esa mujer cuando, al principio acompañada por un séquito de guardias, esclavas y otros servidores, comenzó a aparecer en la pisa del barro. Sería como aquellos propietarios rurales bien humorados que van al campo a interesarse por el esfuerzo de los que trabajan para ellos, animándolos con su visita, en la que nunca falta una palabra de estímulo y, a veces, en el mejor de los casos, un gracejo de camaradería que, con ganas o sin ganas, hará reír a todo el mundo. Lilith no hablaba, a no ser con el vigilante del local, al que pedía información sobre la marcha del trabajo y, alguna que otra vez, aparentemente para mantener la conversación, sobre el origen de los trabajadores que venían de fuera, por ejemplo, ese que va ahí, No sé de dónde viene, señora, cuando se lo pregunté, es natural que queramos saber con quién tenemos que lidiar, señaló en dirección a poniente y pronunció dos palabras, nada más que dos, Qué palabras, De allí, señora, No ha dicho nada sobre las razones por las que dejó su tierra, No, señora, Y cómo se llama, Abel, señora, me dijo que se llamaba abel, Es un buen trabajador, Sí, señora, es de los que hablan poco y cumplen bien con la obligación, Y la señal que tiene en la frente, qué es, También se lo pregunté y me dijo que es de nacimiento, Por lo tanto, de este abel que vino de poniente no sabemos nada, No es del único, señora, quitando los que son de aquí y más o menos conocemos, el resto son historias que están por contar, vagabundos, forajidos, en líneas generales son personas de pocas palabras, quizá entre ellos se confíen unos a otros, pero ni de eso se puede tener certeza, Y el de la señal, cómo se comporta, En mi opinión, actúa como si quisiera que nadie notara su presencia, La noté yo, murmuró lilith hablando consigo misma. Unos días después apareció en la pisa del barro un enviado de palacio que le preguntó a caín si tenía algún oficio. Caín le respondió que tiempo atrás fue agricultor y que se había visto obligado a dejar sus tierras por culpa de las malas cosechas. El enviado llevó la información y volvió al cabo de tres días con una orden de que el pisador abel se presentase inmediatamente en palacio. Tal como se encontraba, con su vieja túnica sucia y ya convertida casi en un harapo, caín, después de limpiarse como mejor pudo las piernas llenas de barro, siguió al enviado. Entraron en palacio por una pequeña puerta lateral que daba a un vestíbulo donde dos mujeres esperaban. Se retiró el enviado para dar parte de que el pisador de barro abel ya se encontraba allí y al cuidado de las esclavas. Conducido por ellas hasta un cuarto separado, caín fue desvestido y luego lavado de los pies a la cabeza con agua tibia. El contacto insistente y minucioso de las manos de las mujeres le provocó una erección que no pudo reprimir, suponiendo que tal proeza fuera posible. Ellas se rieron y, en respuesta, redoblaron las atenciones para con el órgano erecto al que, entre risitas, llamaban flauta muda, y que de repente saltó de sus manos con la elasticidad de una cobra. El resultado, vistas las circunstancias, era más que previsible, el hombre eyaculó de repente, en chorros sucesivos que, arrodilladas como estaban, las esclavas recibieron en la cara y en la boca. Un súbito relámpago de lucidez iluminó el cerebro de caín, para esto fueron a por él a la pisa del barro, pero no para dar gusto a simples esclavas, que otras satisfacciones propias de su condición debían de tener. El aviso prudente del vigilante de los albañiles había caído en saco roto, caín acababa de asentar el pie en la trampa hacia la que la dueña del palacio lo venía empujando suavemente, sin precipitaciones, casi sin que se notara, como si estuviese distraída con una nube que pasaba, pensando en otra cosa. La tardanza del golpe final se estableció a propósito para dar tiempo a que la simiente lanzada en la tierra como por casualidad pudiese germinar por sí misma y florecer. En cuanto al fruto, estaba claro que no habría que esperar mucho para la cosecha. Las esclavas parecían no tener prisa, concentradas ahora en extraer las últimas gotas del pene de caín que se llevaban a la boca en la punta de un dedo, una tras otra, con deleite. Todo acaba, sí, todo tiene su término, una túnica limpia cubre la desnudez del hombre, es hora, palabra sobre todas anacrónica en esta bíblica historia, de ser conducido ante la presencia de la dueña del palacio, que le dará destino. El enviado esperaba en el vestíbulo, una simple mirada le bastó para adivinar lo que había pasado durante el baño, pero no se escandalizó, ya que los enviados, por razones de oficio, ven mucho mundo, no hay nada que los sorprenda. Además, como ya en esta época era sabido, la carne es extremadamente débil, y no tanto por su culpa, pues el espíritu, cuyo deber, en principio, sería levantar una barrera contra todas las tentaciones, es siempre el primero en ceder, en izar la bandera blanca de la rendición. El enviado sabía hacia dónde iba siendo conducido el pisador de barro abel, adónde y para qué, pero no lo envidiaba, al contrario del episodio lúbrico de las esclavas, que, ése sí, le perturbaba la circulación de la sangre. La entrada en el palacio fue, esta vez, por la puerta principal porque aquí nada se hace a escondidas, si la dueña lilith ha encontrado un nuevo amante, mejor es que se sepa ya, para que no se arme todo un entramado de secretitos y de maledicencias, toda una red de risitas y murmuraciones, como infaliblemente sucedería en otras culturas y civilizaciones. El enviado le ordenó a una nueva esclava que estaba esperando en la parte de fuera de la puerta de la antecámara, Ve a decirle a tu señora que estamos aquí. La esclava fue y regresó con el recado, Ven conmigo, le dijo a caín, y luego al enviado, Tú, vete, ya no eres necesario. Así son las cosas, que nadie se envanezca porque le hayan confiado una misión delicada, lo más seguro es que después del trabajo le digan, Tú, vete, ya no eres necesario, de esto saben mucho los enviados. Lilith estaba sentada en un escaño de madera trabajada, llevaba un vestido que debía de valer un potosí, una prenda que exhibía sin ningún recato un escote que dejaba ver la primera curva de los senos y permitía adivinar el resto. La esclava se había retirado, estaban a solas. Lilith le lanzó al hombre una ojeada de inspección, pareció aprobar lo que veía y finalmente dijo, Estarás siempre en esta antecámara, de día y de noche, ahí tienes tu catre y un banco para sentarte, serás, hasta que mude de ideas, mi portero, impedirás la entrada de cualquier persona, sea quien sea, a mi habitación, salvo a las esclavas que vienen a limpiar y a ordenar, Sea quien sea, señora, preguntó caín sin intención aparente, Veo que eres ágil de cabeza, si estás pensando en mi marido, sí, tampoco él está autorizado a entrar, pero ya lo sabe, no se lo tienes que decir, Y si incluso así quiere alguna vez forzar la entrada, Eres un hombre robusto, sabrás cómo impedirlo, No puedo enfrentarme por la fuerza a quien, siendo señor de la ciudad, es señor de mi vida, Puedes, si yo te lo ordeno, Más tarde o más pronto las consecuencias caerán sobre mi cabeza, De eso, querido joven, nadie escapa en este mundo, pero, si eres cobarde, si tienes dudas o miedo, el remedio es fácil, vuelves al barro, Nunca he creído que pisar barro fuese mi destino, Tampoco sé si serás, para siempre, el portero del aposento de lilith, Basta que lo sea en este momento, señora, Bien dicho, sólo por esas palabras ya mereces un beso. Caín no respondió, estaba prestándole atención a la voz del vigilante de los albañiles, Ten cuidado, se dice que es bruja, capaz de enloquecer a un hombre con sus hechizos. En qué piensas, preguntó lilith, En nada, señora, ante ti no soy capaz de pensar, te miro y te admiro, nada más, Tal vez merezcas un segundo beso, Estoy aquí, señora, Pero yo todavía no, portero. Se levantó, se ajustó los pliegues del vestido dejando caer lentamente las manos por el cuerpo, como si estuviese acariciándose a sí misma, primero los senos, luego el vientre, después el principio de los muslos, donde se entretuvo, y todo esto lo hizo mientras miraba al hombre fijamente, sin expresión, como una estatua. Las esclavas, libres de frenos morales, habían reído de pura alegría, casi con inocencia, mientras se divertían manipulando el cuerpo del hombre, habían participado de un juego erótico del que conocían todos los preceptos e infracciones, pero aquí, en esta antecámara donde ningún sonido exterior penetra, lilith y caín parecen dos maestros de esgrima que apuran las espadas para un duelo a muerte. Lilith ya no está, ha entrado en el cuarto y cerrado la puerta, caín mira alrededor y no encuentra otro refugio a no ser el banco que le ha sido asignado. Allí se sentó, repentinamente asustado con la perspectiva de los días futuros. Se sentía prisionero, ella misma lo dijo, Estarás aquí día y noche, sólo le faltó añadir, Serás, cuando yo así lo decida, el buey que me cubra, expresión esta que parecerá no sólo grosera sino mal aplicada al caso, dado que, en principio, cubrir es cosa de animales cuadrúpedos, no de seres humanos, aunque muy bien aplicada está aquí porque éstos fueron tan cuadrúpedos como aquéllos, y todos sabemos que lo que hoy denominamos brazos y piernas fueron sólo piernas durante mucho tiempo, hasta que a alguien se le ocurrió decirle a los futuros hombres, Levántense, que ya es hora. También caín se pregunta si no será hora de huir de allí antes de que sea demasiado tarde, pero la pregunta es ociosa, sabe demasiado bien que no huirá, dentro de aquella habitación hay una mujer que parece disfrutar tanteándole con sucesivos lances, pero un día de éstos le dirá, Entra, y él entrará, y, entrando, pasará de una prisión a otra. No nací para esto, piensa caín. Tampoco había nacido para matar a su propio hermano, y aun así había dejado el cadáver en medio del campo con los ojos y la boca cubiertos de moscas, a él, abel, que tampoco para eso había nacido. Caín le da vueltas a la vida en su cabeza y no le encuentra explicación, véase a esta mujer, que, pese a estar enferma de deseo, como es fácil percibir, se complace en ir retardando el momento de la entrega, palabra por otro lado altamente inadecuada, porque lilith, cuando finalmente abra las piernas para dejarse penetrar, no estará entregándose, estará, sí, tratando de devorar al hombre al que dice, Entra.
5
Caín ya entró, ya durmió en la cama de lilith, y, por más increíble que nos parezca, fue su propia falta de experiencia en el sexo lo que le impidió ahogarse en el vórtice de lujuria que en un solo instante arrebató a la mujer y la hizo gritar como posesa. Le rechinaban los dientes, mordía la almohada, luego el hombro del hombre, cuya sangre sorbió. Aplicado, caín se esforzaba sobre el cuerpo de ella, perplejo ante aquellos movimientos y voces desgarradoras, pero, al mismo tiempo, otro caín que no era él observaba el cuadro con curiosidad, casi con frialdad, la agitación irreprimible de los miembros, las contorsiones del cuerpo de ella o de su propio cuerpo, las posturas que la cópula, por sí misma, solicitaba o imponía, hasta el apogeo de los orgasmos. No durmieron mucho en esa primera noche los dos amantes. Ni en la segunda, ni en la tercera, ni en todas las que siguieron, lilith era insaciable, las fuerzas de caín parecían inagotables, insignificante, casi nulo, el intervalo entre dos erecciones y respectivas eyaculaciones, bien podía decirse que estaban, uno y otro, en el paraíso del ala que está porvenir. Una noche de ésas, noah, el señor de la ciudad y marido de lilith, a quien un esclavo de confianza llevó la noticia de que algo extraordinario estaba pasando allí, entró en la antecámara. No era la primera vez que lo hacía. Marido consentidor como los que más lo han sido, noah, en todo el tiempo de vida en común, como suele decirse, fue incapaz de hacerle un hijo a la mujer, y era justamente la conciencia de ese continuo desaire, y tal vez también la esperanza de que lilith acabase quedándose embarazada de un amante ocasional y le diese finalmente un hijo al que poder llamar heredero, lo que le hizo adoptar, casi sin darse cuenta, esa actitud de condescendencia conyugal que, con el tiempo, acabaría convirtiéndose en una cómoda manera de vivir, sólo perturbada las rarísimas veces en que lilith, movida por lo que imaginamos es la tan mentada compasión femenina, decidía ir a la habitación del marido para un fugaz e insatisfactorio contacto que a ninguno de los dos comprometía, ni a él para exigir más de lo que le había sido dado, ni a ella para reconocerle ese derecho. Nunca, sin embargo, lilith le permitió a noah que entrara en su habitación. En ese momento, a pesar de que la puerta estaba cerrada, la vehemencia de las pasiones eróticas de los dos compañeros alcanzaba al pobre hombre como sucesivas bofetadas, dando lugar en él al nacimiento súbito de un sentimiento que no había experimentado antes, un odio desmedido hacia el caballero que montaba a la yegua lilith y la hacía relinchar como nunca. Lo mato, se dijo a sí mismo noah, sin pensar en las consecuencias del acto, por ejemplo, cómo iba a reaccionar lilith si le mataba al amante preferido. Los mato, insistió noah, ampliando ahora su propósito, lo mato a él y la mato a ella. Sueños, fantasías, delirios, noah no matará a nadie y tendrá él mismo la suerte de escapar a la muerte sin hacer nada por evitarla. Del cuarto ahora ya no llega ningún sonido, pero eso no quiere decir que la fiesta de los cuerpos haya terminado, los músicos sólo están descansando un poco, la orquesta no tardará en atacar el baile siguiente, ese en que la extenuación dará paso, hasta la noche siguiente, al violento paroxismo final. Noah ya se ha retirado, lleva con él sus proyectos de venganza, que acaricia como si arrullara el cuerpo inaccesible de lilith. Veremos cómo acaba todo esto. Después de lo que ha quedado escrito, es natural que a más de uno se le ocurra preguntar si caín no está cansado, exprimido hasta los tuétanos por la insaciable amante. Cansado está, exprimido también, y pálido como si estuviera al borde de que se le extinguiera la vida. Es cierto que la palidez no es nada más que la consecuencia de la falta de sol, de la privación del beneficioso aire libre que hace crecer las plantas y dora la piel de las personas. De todos modos, quien hubiera visto a este hombre antes de entrar en el cueto de lilith, todo su tiempo dividido entre la antecámara y la cópula, sin duda diría, repitiendo, sin saberlo, las palabras del vigilante de los albañiles, Se ha convertido en una sombra, una verdadera sombra. De esto mismo acabó dándose cuenta la principal responsable de la situación. Tienes mala cara, dijo ella, Estoy bien, respondió caín, Lo estarás, pero tu cara dice lo contrario, No tiene importancia, La tiene, a partir de ahora darás un paseo todos los días, te llevas un esclavo para que nadie te moleste, quiero verte con la cara que tenías cuando te vi en la pisa del barro, No tengo más voluntad que la tuya, señora. El esclavo acompañante fue elegido por la propia lilith, pero lo que ella no sabía es que se trataba de un agente doble que, aunque a su servicio desde el punto de vista administrativo, recibía órdenes de noah. Temámonos por tanto lo peor. En las primeras salidas, el paseo no fue perturbado por ningún incidente, el esclavo siempre un paso por detrás de caín, siempre atento a lo que él decía, sugiriendo el recorrido que consideraba que era el mejor fuera de los muros de la ciudad. No existían, pues, motivos para preocuparse. Hasta que un día se presentaron todos juntos en la figura de tres hombres que les asaltaron en el camino y con los que, como caín enseguida entendió, el esclavo traidor formaba cuadrilla. Qué queréis, preguntó caín. Los hombres no respondieron. Todos venían armados, con espada el que parecía ser el jefe, con puñales los otros. Qué queréis, volvió a preguntar caín. La respuesta vino dada por el acero de repente desenvainado y apuntándole al pecho, Matarte, dijo el hombre y avanzó, Por qué, preguntó caín, Porque tus días han sido contados, No podrás matarme, dijo caín, la marca que llevo en la frente no te lo permitirá, Qué marca, preguntó el hombre, que, por lo visto, era miope, Ésta, aquí, señaló caín, Ah, sí, ya la veo, lo que no veo es cómo puede esa señal evitar que te mate, No es señal, sino marca, Y quién te la hizo, tú mismo, preguntó el otro, No, el señor, Qué señor, El señor dios. El hombre soltó una carcajada a la que los restantes, incluyendo el esclavo infiel, respondieron en animado coro. Los que ríen, llorarán, dijo caín, y, al jefe del grupo, Tienes familia, le preguntó, Para qué quieres saberlo, Tienes hijos, mujer, padre y madre vivos, otros parientes, Sí, pero, No necesitarás matarme para que ellos sufran castigo, lo interrumpió caín, la espada que llevas en la mano ya los ha condenado, palabra del señor, No creas que con esas mentiras te vas a salvar, gritó el hombre y avanzó espada en ristre. En el mismo instante el arma se transformó en una cobra que el hombre se sacudió de la mano horrorizado, Ahí tienes, dijo caín, sentiste una cobra y es una espada. Se agachó y agarró el arma por la empuñadura, Podría matarte ahora mismo, que nadie vendría en tu auxilio, tus compañeros han huido, el traidor que venía conmigo también, Perdóname, imploró el hombre poniéndose de rodillas, Sólo el señor podría perdonarte si quisiera, yo no, vete, tendrás en casa el pago por tu vileza. El hombre se alejó con la cabeza baja, llorando, estremeciéndose, mil veces arrepentido por haber elegido la profesión de salteador de caminos en la especialidad de asesino. Repitiendo los pasos que había dado la primera vez, caín regresó a la ciudad. Igual que entonces, al doblar la esquina, se encontró de frente con el viejo y las dos ovejas atadas con una cuerda. Has cambiado mucho, no te pareces en nada al vagabundo que venía de poniente ni al pisador de barro, dijo él, Soy portero, respondió caín, y siguió su camino, Portero de qué puerta, preguntó el viejo, en un tono que quería ser de escarnio pero que sonaba a despecho, Si lo sabes, no te canses preguntando, Me faltan los pormenores, en los pormenores es donde está la sal, Ahórcate con ellos, cuerda ya tienes, remató caín, es la mejor manera de que no vuelva a verte. El viejo todavía gritó, Vas a verme hasta el fin de tus días, Mis días no tendrán fin, mientras tanto cuida de que las ovejas no se coman la cuerda, Para eso estoy, aunque ellas no piensan en otra cosa.