Mashenka - Nabokov Vladimir 2 стр.


En los últimos tiempos, Ganin se había convertido en un hombre triste y lúgubre. Hacía poco, Ganin todavía era capaz de ponerse cabeza abajo, caminar apoyándose en las manos, con las piernas elegantemente erectas, como un acróbata japonés, y recorrer un trecho con gracia de velero. Era capaz de levantar una silla con los dientes. Rompía un cordel flexionando los bíceps. Su cuerpo necesitaba constantemente hacer algo, saltar una valla o arrancar un poste, en fin, "hacer el gamberro", como decíamos cuando éramos jóvenes. Sin embargo, ahora, parecía que se le hubiera aflojado algún muelle en el interior de su cuerpo. Incluso iba encorvado, y había confesado a Podtyagin que padecía insomnio "como cualquier hembrecilla neurótica". La noche del sábado al domingo, después de pasar veinte minutos encerrado en el ascensor en compañía de aquel efusivo individuo, había sido especialmente mala para Ganin. El domingo por la mañana estuvo largo rato sentado, desnudo, con las frías manos aprisionadas entre las rodillas, aterrorizado por la idea de que aquel día era otro día, y que tendría que ponerse la camisa, los pantalones, los calcetines -aquellas lamentables prendas impregnadas de sudor y polvo-, y en su mente apareció la imagen de un perro de aguas de circo, uno de esos perros que tan horrible y lastimero aspecto tienen cuando les visten con prendas de ser humano. Su inercia derivaba en parte de encontrarse sin trabajo. Aunque por el momento no tenía necesidad alguna de trabajar, ya que durante el invierno había ahorrado algún dinero. Cierto era que tan sólo le quedaban doscientos marcos… Pero esto se debía a que había gastado más de la cuenta los últimos tres meses.

Al llegar a Berlín, el año pasado, encontró trabajo inmediatamente, y hasta el mes de enero trabajó en diversos empleos. Había llegado a saber lo que significa ir a trabajar a una fábrica, en la amarillenta bruma de primeras horas de la mañana. También sabía cuánto duelen las piernas después de trotar más de diez sinuosos kilómetros diarios por entre las mesas del restaurante Pir Goroy, transportando platos y bandejas. Había tenido otros empleos, y había vendido a comisión cuantos artículos quepa imaginar, como tortas rusas, brillantina y, pura y simplemente, brillantes. Nada había que pudiera ofender su dignidad. Más de una vez había vendido su propia sombra, como muchos de nosotros hemos hecho. En otras palabras, había ido a las afueras de la ciudad para hacer de extra en alguna película que se rodaba en un recinto de feria, donde los chorros de luz surgían con místico siseo de las superficies de los focos que apuntaban como cañones a una muchedumbre de extras, iluminada con mortal esplendor. Los focos disparaban andanadas de asesino resplandor, iluminando la cera pintada de los rostros inmóviles, y expirando después con un "clic", pero durante largo tiempo brillaría, en aquellos complicados cristales, agonizantes ocasos rojizos, nuestra humana vergüenza. El trato estaba cerrado, y nuestras anónimas sombras eran enviadas a todos los lugares del mundo.

Con el dinero que le quedaba tenía bastante para irse de Berlín, pero esto significaba dejar plantada a Liudmila, y Ganin no sabía cómo romper con ella. A pesar de que se había concedido el plazo de una semana para hacerlo, y había comunicado a la patrona que por fin se iría el próximo sábado, consideraba que el paso de la presente semana, e incluso el de la siguiente, nada cambiaría. Entre tanto, en su espíritu crecía con gran fuerza un sentimiento que bien podría llamarse nostalgia invertida, es decir, ardiente deseo de encontrarse en otro país desconocido. Desde su ventana podía ver las vías del ferrocarril, por lo que la oportunidad de irse jamás dejaba de estar ante su vista. Cada cinco minutos, un sutil temblor comenzaba a estremecer la casa, y tras el temblor se alzaba fuera una gran nube de humo que oscurecía la blanca luz del día berlinés. Una vez más, el humo se disolvía lentamente, revelando las vías del ferrocarril, que iban estrechándose a medida que se alejaban por entre los negros y resquebrajados muros traseros de las casas, bajo un cielo blanco como leche de almendras.

Ganin se hubiera sentido mucho más tranquilo si hubiese ocupado una estancia al otro lado del corredor, si tuviera el dormitorio de Podtyagin o el de Klara, desde cuyas ventanas se veía una calle bastante triste que, a pesar de estar cortada por un paso a nivel, tenía la ventaja de no ofrecer a la vista pálidas y seductoras distancias. Las vías del paso a nivel eran continuación de aquellas que Ganin veía desde su ventana, por lo que nunca pudo desprenderse de la idea de que los trenes pasaban, invisibles, a través de la casa. El tren llegaba por el otro lado, su fantasmal traqueteo estremecía el muro, cruzaba la vieja alfombra, rozaba el vaso en el palanganero, y finalmente desaparecía por la ventana, produciendo un escalofriante fragor, seguido al instante por una nube de humo junto a la ventana, en su parte exterior, y a medida que estas sensaciones se debilitaban, el convoy del Stadtbahn surgía como expelido por la casa: vagones de sucio color oliváceo, con una fila de oscuros pezones de perra en las techumbres, y una robusta y menuda locomotora, enganchada por el extremo contrario al normal, desplazándose dinámica hacia atrás arrastrando los vagones camino de la blanca lejanía, entre los inexpresivos muros cuya capa de oscuro tizne se iba desprendiendo a trozos o estaba manchada por viejos anuncios. Parecía que una corriente de hierro, y no de aire, cruzara sin cesar la casa.

– ¡Irme de aquí…! -musito Ganin, mientras se desperezaba tranquilamente.

Pero dejó de hacerlo al pensar: ¿Qué haré con Liudmila? Se había convertido en un ser ridículamente flojo. Tiempo hubo (en los días en que caminaba cabeza abajo, sobre las manos, o saltaba sobre cinco sillas, una al lado de la otra) en que no sólo dominaba su voluntad, sino que incluso jugaba con ella. Por ejemplo, tiempo hubo en que, para ejercer la voluntad, abandonaba la cama a media noche, salía a la calle y arrojaba una colilla en un buzón de correos. Sin embargo, ahora ni siquiera era capaz de decir a una mujer que ya no la amaba. Anteayer, Liudmila había pasado cinco horas en el dormitorio de Ganin. Ayer, domingo, Ganin había pasado todo el día en compañía de Liudmila, junto a los lagos de las afueras de Berlín, incapaz de negarle esta ridícula excursioncilla. Ahora, en Liudmila, todo le repelía: su cabello amarillento, rizado a la moda, las dos mechas de cabello negro que le salían en la parte baja del cogote y que no se afeitaba, sus párpados oscuros y lánguidos, y sobre todo sus labios relucientes de lápiz rojo-púrpura. Ganin experimentó repulsión y aburrimiento cuando Liudmila, mientras se vestía, después de haber hecho los dos mecánicamente el amor, achicó las pupilas, lo que le dio inmediatamente una expresión desagradable y marchita, y le dijo:

– Tengo tanta sensibilidad que en cuanto dejes de quererme un poco, me daré cuenta.

Sin contestar, Ganin le dio la espalda y miró a través de la ventana, donde se acababa de alzar un muro de humo blanco. Entonces, Liudmila emitió una risita nasal, y en un ronco susurro le dijo:

– Ven aquí.

En aquel instante, Ganin sintió deseos de oprimirse los dedos, para producir chasquidos con las articulaciones, y sentir un delicioso dolor, y decir a Liudmila: "Vete, mujer, y adiós para siempre". Pero no lo hizo, sino que sonrió y se acercó a ella. Con las puntas de las uñas, tan duras que parecían artificiales, le recorría Liudmila el pecho, y componía un mohín, y parpadeaba moviendo arriba y abajo sus pestañas negras como el carbón, interpretando el papel de muchachita ofendida o de marquesa caprichosa. Pese a que Liudmila sólo tenía veinticinco años, a Ganin le pareció que el olor de su cuerpo era viejo, rancio, pasado. Cuando Ganin rozó con sus labios la ardiente y estrecha frente de Liudmila, ella se olvidó de todo, olvidó aquella falsedad que llevaba a su alrededor como el perfume de su cuerpo, la falsedad de su habla de niña de corta edad, olvidó sus exquisitos sentimientos, su pasión por imaginadas orquídeas, así como por Poe y Baudelaire, a quienes jamás había leído, olvidó sus fingidos encantos, su amarillo cabello a la moda, los tristes polvos que llevaba en la cara, y sus medias de seda de ofensivo color de rosa, y, echando atrás la cabeza, oprimió contra el cuerpo de Ganin sus patéticas débiles y no deseadas carnes.

Molesto y avergonzado, Ganin sintió una estúpida ternura, un melancólico rastro de calor dejado allí donde el amor había pasado fugazmente, que le indujo a besar sin pasión el pintado caucho de los ofrecidos labios de Liudmila, aun cuando esta ternura no consiguió acallar la calma y sarcástica voz que le aconsejaba: ¡Ahora, intenta ahora desembarazarte de ella!

Con un suspiro, sonrió dulcemente al rostro alzado, y no se le ocurrió nada que decir cuando Liudmila le cogió por los hombros, y le suplicó en una voz insegura, muy distinta al nasal susurro en ella habitual, de manera que parecía haber puesto todo su ser en las palabras:

– Por favor, di, ¿me quieres?

Pero tan pronto Liudmila notó su reacción -la conocida sombra, el involuntario ceño-, recordó que lo aconsejable era fascinar a Ganin con poesía, perfume y sensibilidad, y comenzó a interpretar aquel papel que oscilaba entre el de pobre muchachita y sutil cortesana. Una vez más el aburrimiento dominó a Ganin, quien comenzó a pasear por la estancia, yendo de la ventana a la puerta y de la puerta a la ventana, y vuelta a la puerta, saltándosele casi las lágrimas al intentar bostezar con la boca cerrada, mientras Liudmila se ponía el sombrero y observaba subrepticiamente a Ganin, a través del espejo.

Klara, muchacha tranquila, con desarrollado busto, siempre vestida de seda negra, sabía que la novia de Ganin le visitaba en su aposento, y siempre que Liudmila le explicaba confidencialmente sus relaciones amorosas, Klara se sentía inhibida y molesta. Klara estimaba que las emociones de este género debían mantenerse en una mayor intimidad, prescindiendo de colores de arco iris y de estridencias de violines. Pero le parecía todavía más intolerable que su amiga, entornando los párpados y echando el humo de su cigarrillo por la nariz, le describiera con horrenda exactitud los detalles todavía cálidos, tras lo cual Klara tenía horribles y vergonzosos sueños. Últimamente, Klara procuraba evitar a su amiga por temor a que ésta terminara impidiéndole experimentar esa formidable y siempre gozosa sensación que, delicadamente, se llama "ensueño". A Klara le gustaban los rasgos duros, levemente arrogantes, de Ganin, como le gustaban sus ojos grises con brillantes rayas, como flechas que surgían de las pupilas insólitamente grandes, y sus cejas espesas y muy negras, que, cuando fruncía el ceño o escuchaba atentamente, formaban una sola línea negra, pero que se desplegaban como delicadas alas cuando una poco frecuente sonrisa descubría por un instante sus dientes centelleantes y fuertes. Estas facciones tan pronunciadas habían impresionado a Klara hasta el punto de que perdía el aplomo cuando se hallaba en presencia de Ganin, y no podía decir cosas que le hubiera gustado decir, y no dejaba ni un instante de toquetearse el ondulado cabello castaño que le cubría la mitad de la oreja, o de arreglar la disposición de los pliegues de seda negra sobre su busto, lo que era causa de que adelantara el labio inferior, y de que quedara de relieve su sotabarba. De todos modos sólo veía a Ganin una vez al día, en la hora del almuerzo, excepto un día que cenó con él y con Liudmila en la mísera casa de comidas en que éste solía cenar salchichas y sauerkraut o carne de cerdo fría. En el almuerzo, en el horrible comedor de la pensión, Klara se sentaba ante Ganin, ya que la patrona situaba a sus huéspedes en la mesa por el mismo orden, más o menos, en que se encontraban sus dormitorios. Por lo tanto, Klara se sentaba entre Podtyagin y Gornotsvetov, mientras que Ganin se sentaba entre Kolin y Alfyorov. La frágil y triste figurilla negra de Frau Dorn parecía fuera de lugar y un tanto desolada en la cabecera de la mesa, entre los perfiles de los dos afectados y empolvados bailarines, que le hablaban con muchos dejes y jeribeques. Debido, en parte, a su leve sordera, Frau Dorn hablaba poco, y se preocupaba principalmente de que la formidable Erika trajera y se llevara los platos en el debido momento. Como una hoja seca, la frágil y arrugada mano de la patrona revoloteaba hacia el colgante timbre, y amarilla y marchita, volvía al punto de partida.

Cuando Ganin entró en el comedor, el lunes, hacia las dos y media de la tarde, todos los pupilos estaban ya sentados. Al verle, Alfyorov le dirigió una sonrisa de bienvenida y se levantó de la silla, sin abandonar su puesto, pero Ganin no le ofreció la mano y se sentó a su lado, saludándole con un movimiento de cabeza, después de haber lanzado una maldición in mente contra su molesto vecino. Podtyagin, viejo limpiamente vestido, de aire sencillo, que parecía tragar en vez de comer, iba ingurgitando sopa ruidosamente, mientras con la otra mano se sujetaba la servilleta remetida en el cuello de la camisa, a fin de que no cayera en el plato. Miró por encima de los cristales de sus gafas de pinza, y, tras emitir un vago suspiro, volvió a aplicarse a la ingestión de sopa. En un momento de franqueza, Ganin le había confesado su deprimente aventura amorosa con Liudmila y ahora lamentaba haberlo hecho. Kolin, a la izquierda de Ganin, le pasó con trémulo cuidado el plato de sopa, dirigiéndole una mirada tan aduladora, y con tal sonrisa en sus ojos extrañamente velados, que Ganin se sintió incómodo. Entretanto, a su derecha, la untuosa vocecilla de tenor de Alfyorov había reanudado su parloteo, con el que parecía contradecir algo dicho por Podtyagin, quien se sentaba frente a él:

– Se equivoca, Antón Sergeyevich, al criticar este país. Es un país extremadamente culto que no puede compararse con la vieja y atrasada Rusia.

Con un amable destello en los cristales de sus gafas, Podtyagin se volvió hacia Ganin:

– Ya puede darme la enhorabuena. Hoy los franceses me han concedido el visado de entrada. Tengo ganas de colocarme la gran banda de cualquier orden honorífica y visitar al presidente Doumergue.

Tenía una voz insólitamente agradable, suave, sin altibajos, dulce y de tono mate. Su cara gorda y blanca, con la gris perilla bajo el labio inferior y la mandíbula deprimida, ofrecía una tonalidad entre morena y rojiza, y alrededor de sus ojos de mirada serena e inteligente se formaban arrugas de benévola expresión. De perfil parecía un gran cobayo gris.

– Realmente, me alegro -dijo Ganin-. ¿Cuándo se va?

Pero Alfyorov no permitió que el viejo contestara. Con una sacudida, habitual en él, de su cuello flaco, con sus escasos y dorados cabellos, y grande e inquieta nuez, prosiguió:

– Le aconsejo que se quede aquí. ¿Qué tiene en contra de este país? Aquí, las cosas están claras. Francia es tortuosa, y en cuanto a Rusia, bueno, Rusia es absolutamente imprevisible. Me gusta estar aquí. Hay trabajo, y da gusto pasear por las calles. Puedo demostrarle matemáticamente que si algún sitio hay en el que fijar residencia…

Tranquilamente, Podtyagin le interrumpió:

– Sí, pero ¿qué me dice de las montañas de papel, de los cajones de cartón en forma de ataúd, de los interminables archivos, archivos y más archivos? Las estanterías gimen bajo el peso de los archivos. Y el funcionario policial que me ha atendido casi se ha muerto del esfuerzo que ha tenido que hacer para encontrar mi nombre en los archivos. No puede siquiera imaginar (y, al pronunciar esta palabra, Podtyagin movió de un lado para otro la cabeza, lenta y tristemente) todo lo que hay que hacer para salir, sencillamente, de este país. ¡Y si supiera la gran cantidad de formularios que he tenido que llenar…! Por fin, hoy he comenzado a tener esperanzas de que pusieran en mi pasaporte el sello con el visado de salida. Pero no señor, todavía no. Primero necesitaban fotografías, y las fotografías no estarán hasta esta tarde.

Alfyorov afirmó con la cabeza:

– Todo tal como debe ser. Así deben funcionar las cosas en un país bien administrado. No, aquí no encontrará usted la tradicional ineficacia de su querida Rusia. Por ejemplo, ¿se ha fijado en lo que hay escrito en las puertas principales? "Sólo para el público." Esto es significativo, ¿no cree? Hablando en términos generales, la diferencia entre nuestro país y éste puede expresarse de la siguiente manera, imagine una curva, y en ella…

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