¿Por qué no se iba la hermana con los otros? Seguramente acababa de levantarse de la cama y todavía no había empezado a vestirse; y ¿por qué lloraba? ¿Porque él no se levantaba y de jaba entrar al apoderado?, ¿porque estaba en peligro de perder el trabajo y porque entonces el jefe perseguiría otra vez a sus padres con las viejas deudas? Estas eran, de momento, preocu paciones innecesarias.
Gregor todavía estaba aquí y no pensa ba de ningún modo abandonar a su familia.
De momento ya cía en la alfombra y nadie que hubiese tenido conocimiento de su estado hubiese exigido seriamente de él que dejase entrar al apoderado.
Pero por esta pequeña descortesía, para la que más tarde se encontraría con facilidad una disculpa apropiada, no podía Gregor ser despedido inmediatamente. Y a Gregor le parecía que sería mucho más sensato dejarle tranquilo en lugar de molestarle con lloros e intentos de persuasión.
Pero la verdad es que era la incertidumbre la que apuraba a los otros y ha cía perdonar su comportamiento. – Señor Samsa – exclamó entonces el apoderado levantan do la voz -.¿Qué ocurre? Se atrinchera usted en su habita ción, contesta solamente con sí o no, preocupa usted grave e inútilmente a sus padres y, dicho sea de paso, falta usted a sus deberes de una forma verdaderamente inaudita.
Hablo aquí en nombre de sus padres y de su jefe, y le exijo seriamente una ex plicación clara e inmediata. Estoy asombrado, estoy asombra do. Yo le tenía a usted por un hombre formal y sensato y aho ra de repente parece que quiere usted empezar a hacer alarde de extravagancias extrañas. El jefe me insinuó esta mañana una posible explicación a su demora, se refería al cobro que se le ha confiado desde hace poco tiempo.
Yo realmente di casi mi palabra de honor de que esta explicación no podía ser cier ta.
Pero en este momento veo su incomprensible obstinación y pierdo del todo el deseo de dar la cara en lo más mínimo por usted, y su posición no es, en absoluto, la más segura.
En prin cipio tenía la intención de decirle todo esto a solas, pero ya que me hace usted perder mi tiempo inútilmente no veo la ra zón de que no se enteren también sus señores padres. Su ren dimiento en los últimos tiempos ha sido muy poco satisfacto rio, cierto que no es la época del año apropiada para hacer grandes negocios, eso lo reconocemos, pero una época del año para no hacer negocios no existe, señor Samsa, no debe existir. – Pero señor apoderado – gritó Gregor fuera de sí, y en su irritación olvidó todo lo demás -, abro inmediatamente la puerta. Una ligera indisposición, un mareo, me han impedido levantarme.
Todavía estoy en la cama, pero ahora ya estoy otra vez despejado. Ahora mismo me levanto de la cama. ¡Sólo un momentito de paciencia! Todavía no me encuentro tan bien como creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo puede atacar a una persona una cosa así! Ayer por la tarde me encontraba bastante bien, mis padres bien lo saben o, mejor dicho, ya ayer por la tarde tuve una pequeña corazonada, tendría que habérseme notado.
¡Por qué no lo avisé en el almacén! Pero lo cier to es que siempre se piensa que se superará la enfermedad sin tener que quedarse. ¡Señor apoderado, tenga consideración con mis padres! No hay motivo alguno para todos los reproches que me hace usted; nunca se me dijo una palabra de todo eso; quizá no haya leído los últimos pedidos que he enviado.
Por cierto, que en el tren de las ocho salgo de viaje, las pocas horas de sosiego me han dado fuerza. No se entretenga usted, señor apoderado; yo mismo estaré enseguida en el almacén, tenga usted la bondad de decirlo y de saludar de mi parte al jefe.
Y mientras Gregor farfullaba atropelladamente todo esto, y apenas sabía lo que decía, se había acercado un poco al arma rio, seguramente como consecuencia del ejercicio ya practica do en la cama, e intentaba ahora levantarse apoyado en él.
Quería de verdad abrir la puerta, deseaba sinceramente dejarse ver y hablar con el apoderado; estaba deseoso de saber lo que los otros, que tanto deseaban verle, dirían ante su presencia. Si se asustaban, Gregor no tendría ya responsabilidad alguna y podría estar tranquilo, pero si lo aceptaban todo con tranquili dad entonces tampoco tenía motivo para excitarse y, de hecho, podría, si se daba prisa, estar a las ocho en la estación.
Al prin cipio se resbaló varias veces del liso armario, pero finalmente se dio con fuerza un último impulso y permaneció erguido; ya no prestaba atención alguna a los dolores de vientre, aunque eran muy agudos.
Entonces se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos bordes se agarró fuertemente con sus patitas. Con esto había conseguido el dominio sobre sí, y en mudeció porque ahora podía escuchar al apoderado.
¿Han entendido ustedes una sola palabra? – preguntó el apoderado a los padres -.¿O es que nos toma por tontos? – ¡Por el amor de Dios! – exclamó la madre entre sollo zos -, quizá esté gravemente enfermo y nosotros le atormen tamos. ¡Grete! ¡Grete! – gritó después. ¿Qué, madre? – dijo la hermana desde el otro lado. Se co municaban a través de la habitación de Gregor -. Tienes que ir inmediatamente al médico, Gregor está enfermo.
Rápido, a buscar al médico. ¡Acabas de oír hablar a Gregor? – Es una voz de animal – dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente bajo comparado con los gritos de la madre. – ¡Anna! iAnna! – gritó el padre en dirección a la cocina, a través de la antesala, y dando palmadas -.¡ Ve a buscar inmediatamente un cerrajero! Y ya corrían las dos muchachas haciendo ruido con sus faldas por la antesala ¿cómo se habría vestido la hermana tan deprisa? – y abrieron la puerta de par en par.
No se oyó cerrar la puerta, seguramente la habían dejado abierta como suele ocurrir en las casas en las que ha ocurrido una gran desgracia.
Pero Gregor ya estaba mucho más tranquilo. Así es que ya no se entendían sus palabras a pesar de que a él le habían parecido lo suficientemente claras, más claras que antes, sin duda como consecuencia de que el oído se iba acostumbrando.
Pero en todo caso ya se creía en el hecho de que algo andaba mal respecto a Gregor, y se estaba dispuesto a prestarle ayuda. La decisión y seguridad con que fueron tomadas las primeras disposiciones le sentaron bien.
De nuevo se consideró incluido en el círculo humano y esperaba de ambos, del médico y del cerrajero, sin distinguirlos del todo entre sí, excelentes y sorprendentes resultados.
Con el fin de tener una voz lo más clara posible en las decisivas conversaciones que se avecinaban, tosió un poco esforzándose, sin embargo, por hacerlo con mucha moderación, porque posiblemente incluso ese ruido sonaba de una forma distinta a la voz humana, hecho que no confiaba poder distinguir él mismo.
Mientras tanto en la habitación contigua reinaba el silencio. Quizá los padres estaban sentados a la mesa con el apoderado y cuchicheaban, quizá todos estaban arrimados a la puerta y escuchaban.
Gregor se acercó lentamente hacia la puerta con la ayuda de la silla, allí la soltó, se arrojó contra la puerta, se mantuvo erguido sobre ella – las callosidades de sus patitas estaban provistas de una substancia pegajosa – y descansó allí, durante un momento, del esfuerzo realizado. A continuación comenzó a girar con la boca la llave, que estaba dentro de la cerradura.
Por desgracia, no parecía tener dientes propiamente dichos ¿con qué iba a agarrar la llave? -, pero, por el contrario, las mandíbulas eran, desde luego, muy poderosas, con su ayuda puso la llave, efectivamente, en movimiento, y no se daba cuenta de que, sin duda, se estaba causando algún daño, porque un líquido parduzco le salía de la boca, chorreaba por la llave y goteaba hasta el suelo.
– Escuchen ustedes – dijo el apoderado en la habitación contigua -, está dando la vuelta a la llave. Esto significó un gran estímulo para Gregor; pero todos de bían haberle animado, incluso el padre y la madre. «iVamos Gregor! – debían haber aclamado -. ¡Duro con ello, duro con la cerradura!» Y ante la idea de que todos seguían con expecta ción sus esfuerzos, se aferró ciegamente a la llave con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. A medida que avanzaba el giro de la llave, Gregor se movía en torno a la cerradura, ya sólo se mantenía de pie con la boca, y, según era necesario, se colgaba de la llave o la apretaba de nuevo hacia dentro con todo el peso de su cuerpo. El sonido agudo de la cerradura, que se abrió por fin, despertó del todo a Gregor. Respirando profun damente dijo para sus adentros: «No he necesitado al cerraje ro», y apoyó la cabeza sobre el picaporte para abrir la puerta del todo. Como tuvo que abrir la puerta de esta forma, ésta estaba ya bastante abierta y todavía no se le veía.
En primer lugar tenía que darse lentamente la vuelta sobre sí mismo, alrededor de la hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si no quería caer torpemente de espaldas justo ante el umbral de la habitación. Todavía estaba absorto en llevar a cabo aquel difícil movi miento y no tenía tiempo de prestar atención a otra cosa, cuando escuchó al apoderado lanzar en voz alta un «¡Oh!» que sonó como un silbido del viento, y en ese momento vio tam bién cómo aquél, que era el más cercano a la puerta, se tapaba con la mano la boca abierta y retrocedía lentamente como si le empujase una fuerza invisible que actuaba regularmente.
La madre – a pesar de la presencia del apoderado, estaba allí con los cabellos desenredados y levantados hacia arriba de haber pasado la noche – miró en primer lugar al padre con las ma nos juntas, dio a continuación dos pasos hacia Gregor y, con el rostro completamente oculto en su pecho, cayó al suelo en me dio de sus faldas, que quedaron extendidas a su alrededor.
El padre cerró el puño con expresión amenazadora, como si qui siera empujar de nuevo a Gregor a su habitación, miró insegu ro a su alrededor por el cuarto de estar, después se tapó los ojos con las manos y lloró de tal forma que su robusto pecho se estremecía por el llanto.
Gregor no entró, pues, en la habitación, sino que se apoyó en la parte intermedia de la hoja de la puerta que permanecía cerrada, de modo que sólo podía verse la mitad de su cuerpo y sobre él la cabeza, inclinada a un lado, con la cual miraba hacia los demás. Entre tanto el día había aclarado; al otro lado de la calle se distinguía claramente una parte del edificio de enfren te, negruzco e interminable era un hospital'º, con sus ventanas regulares que rompían duramente la fachada.
Toda vía caía la lluvia, pero sólo a grandes gotas, que se distinguían una por una, y que eran lanzadas hacia abajo aisladamente so bre la tierra. Las piezas de la vajilla del desayuno se extendían en gran cantidad sobre la mesa porque para el padre el desayu no era la comida principal del día, que prolongaba durante ho ras con la lectura de diversos periódicos.
Justamente en la pa red de enfrente había una fotografía de Gregor, de la época de su servicio militar, que le representaba con uniforme de te niente, y cómo, con la mano sobre la espada, sonriendo des preocupadamente, exigía respeto para su actitud y su unifor me.
La puerta del vestíbulo estaba abierta y, como la puerta del piso también estaba abierta, se podía ver el rellano de la es calera y el comienzo de la misma, que conducía hacia abajo.
Bueno dijo Gregor, y era completamente consciente de que era el único que había conservado la tranquilidad, me vestiré inmediatamente, empaquetaré el muestrario y saldré de viaje. ¿Queréis dejarme marchar? Bueno, señor apoderado, ya ve usted que no soy obstinado y me gusta trabajar, viajar es fa tigoso, pero no podría vivir sin viajar. ¿Adónde va usted, se ñor apoderado? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará usted todo tal como es en realidad? En un momento dado puede uno ser in capaz de trabajar, pero después llega el momento preciso de acordarse de los servicios prestados y de pensar que después, una vez superado el obstáculo, uno trabajará, con toda seguri dad, con más celo y concentración. Yo le debo mucho al jefe, bien lo sabe usted.
Por otra parte, tengo a mi cuidado a mis padres y a mi hermana. Estoy en un aprieto, pero saldré de él. Pero no me lo haga usted más difícil de lo que ya es. ¡Póngase de mi parte en el almacén! Ya sé que no se quiere bien al viajante. Se piensa que gana un montón de dinero y se da la gran vida.
Es cierto que no hay una razón especial para meditar a fondo sobre este prejuicio, pero usted, señor apoderado, usted tiene una visión de conjunto de las circunstancias mejor que la que tiene el resto del personal; sí, en confianza, incluso una visión de conjunto mejor que la del mismo jefe, que, en su condición de empresario, cambia fácilmente de opinión en perjuicio del empleado.
También sabe usted muy bien que el viajante, que casi todo el año está fuera del almacén, puede convertirse fácilmente en víctima de murmuraciones, casualidades y quejas infundadas, contra las que le resulta absolutamente imposible defenderse, porque la mayoría de las veces no se entera de ellas y más tarde, cuando, agotado, ha terminado un viaje, siente sobre su propia carne, una vez en el hogar, las funestas consecuencias cuyas causas no puede comprender.
Señor apoderado, no se marche usted sin haberme dicho una palabra que me demuestre que, al menos en una pequeña parte, me da usted la razón. Pero el apoderado ya se había dado la vuelta a las primeras palabras de Gregor, y por encima del hombro, que se movía convulsivamente, miraba hacia Gregor poniendo los labios en forma de morro, y mientras Gregor hablaba no estuvo quieto ni un momento, sino que, sin perderle de vista, se iba deslizando hacia la puerta, pero muy lentamente, como si existiese una prohibición secreta de abandonar la habitación.
Ya se encontraba en el vestíbulo y, a juzgar por el movimiento repentino con que sacó el pie por última vez del cuarto de estar, podría haberse creído que acababa de quemarse la suela.
Ya en el vestíbulo, extendió la mano derecha lejos de sí y en dirección a la escalera, como si allí le esperase realmente una salvación sobrenatural.
Gregor comprendió que, de ningún modo, debía dejar marchar al apoderado en este estado de ánimo, si es que no quería ver extremadamente amenazado su trabajo en el almacén.
Los padres no entendían todo esto demasiado bien: durante todos estos largos años habían llegado al convencimiento de que Gregor estaba colocado en este almacén para el resto de su vida, y además, con las preocupaciones actuales, tenían tanto que hacer, que habían perdido toda previsión.
Pero Gregor poseía esa previsión. El apoderado tenía que ser retenido, tran quilizado, persuadido y, finalmente, atraído. iE1 futuro de Gre gor y de su familia dependía de ello! ¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella era lista; ya había llorado cuando Gregor toda vía estaba tranquilamente sobre su espalda, y seguro que el apoderado, ese aficionado a las mujeres, se hubiese dejado lle var por ella; ella habría cerrado la puerta del piso y en el vestí bulo le hubiese disuadido de su miedo.
Pero lo cierto es que la hermana no estaba aquí y Gregor tenía que actuar. Y sin pen sar que no conocía todavía su actual capacidad de movimiento, y que sus palabras posiblemente, seguramente incluso, no ha bían sido entendidas, abandonó la hoja de la puerta y se deslizó a través del hueco abierto.
Pretendía dirigirse hacia el apodera do que, de una forma grotesca, se agarraba ya con ambas ma nos a la barandilla del rellano; pero, buscando algo en que apoyarse, se cayó inmediatamente sobre sus múltiples patitas, dando un pequeño grito.
Apenas había sucedido esto, sintió por primera vez en esta mañana un bienestar físico: las patitas tenían suelo firme por debajo, obedecían a la perfección, como advirtió con alegría; incluso intentaban transportarle hacia donde él quería; y ya creía Gregor que el alivio definitivo de todos sus males se encontraba a su alcance; pero en el mismo momento en que, balanceándose por el movimiento reprimi do, no lejos de su madre, permanecía en el suelo justo enfrente de ella, ésta, que parecía completamente sumida en sus propios pensamientos, dio un salto hacia arriba, con los brazos exten didos, con los dedos muy separados entre sí, y exclamó: – ¡Socorro, por el amor de Dios, socorro! Mantenía la cabeza inclinada, como si quisiera ver mejor a Gregor, pero, en contradicción con ello, retrocedió atropella damente; había olvidado que detrás de ella estaba la mesa puesta; cuando hubo llegado a ella, se sentó encima precipita damente, como fuera de sí, y no pareció notar que, junto a ella, el café de la cafetera volcada, caía a chorros sobre la alfombra. – iMadre, madre! – dijo Gregor en voz baja, y miró hacia ella.